52. Loco por ti

“Si el río de la lujuria no tiene orillas y tampoco el miedo tiene, ¿por qué siento que el deseo se me revuelve con el temor? ¿Por qué la sensación de caer en el abismo de mí mismo? Cansado de vivir a medias y de pensar medios pensamientos, de tener medias ansiedades y recordar medios recuerdos, las ganas de salir me vuelven imprudente”, me dije ese domingo en la tarde, pues los árboles cargados de lluvia me hacían evocar a las chicas del bosque de Chapultepec y quería verlas en vivo.

“Suba”, me gritó El Petróleo por el interfono.

Desnudo bajo una bata negra de mujer, el guarura estaba esperándome junto a la puerta abierta.

“Voy a Chapultepec”, dije.

“Lo sigo”, en la espalda la bata tenía estampado un murciélago rojo. Llevaba aretes dorados en las orejas.

“Voy solo.”

“¿No tiene miedo de que Miguel Montoya lo secuestre?”

“No.”

“Me quedé dormido.”

“Lo veo.”

“Mauro se fue a comer con Lupita. No sé con cuál, a todas las mujeres las llama igual. Ahora mismo estará jugando con su hijo o su hija Lupe Primera, Lupe Segunda o Lupe Tercera.”

En la habitación los calzones y las camisetas estaban en el piso. Por un cajón mal metido de la cómoda se asomaban recibos de pago de gas, teléfono y televisión por cable.

“Le he dicho a Mauro: Nunca te cases. Los coitos excesivos te quitarán fuerza y lucidez. La intensidad de la violencia debe ser tu lujuria.”

En la pared estaba colgada una lámina con senos. Los cuerpos de las mujeres eran bocarriba, bocabajo, de costado, en decúbito dorsal, ventral, lateral, y sentadas. Todas enseñaban los senos. Había unas nadando, bañándose, amamantando. Los senos eran vistos desde arriba, desde abajo de una escalera, de soslayo, por atrás o a través de una blusa mojada. Los senos eran captados en la penumbra, mientras una adolescente caminaba, una joven bailaba o una vieja dormitaba. Los había alargados, picudos, ajados, marchitos, falsos, enfermos, planos y ocultos debajo de telas y suéteres. Había unos de viuda asomada a una ventana y unos postizos de escolta travesti.

“Ese póster es de Mauro, a mí no me interesan las chiches”, dijo El Petróleo.

“Tocar con los ojos senos en la pared no es tocar senos de verdad, es tocar papel.”

“Mauro y yo nos turnamos el sofá. Un día él duerme allí; otro día, yo. Hoy fue mi turno, mañana será el suyo. No me molesta, estoy acostumbrado a dormir en el suelo”, señaló al sofá cama.

“Es bueno para la espina, pero más para la disciplina”, encendió la chimenea, aunque no hacía frío. “Sólo por el placer de las llamas.” Oprimió un botón en el aparato de sonido. El Gloria in excelsis Deo de Gloria en D mayor de Antonio Vivaldi retumbó en en el cuarto. “Me gusta la música clásica. El CD me lo regaló un amigo”, con ojos exploradores me examinó. Se sentó, cruzando las piernas. “¿Quiere un tequila marca Loco?”

“Gracias, voy de paseo.”

“No hay prisa, quédate”, me tuteó. Y comenzó a ponerse unas medias negras, estudiando mi reacción, aunque le costaba trabajo pasarlas por las piernas gruesas. “¿Alguna vez te has puesto medias de mujer?”

“Nunca.”

“¿No quieres saber cómo sienten ellas?”, me escrutó con ojos vidriosos.

“No.” Observé el fuego. Sobre la repisa de la chimenea estaba la llave de la puerta del balcón.

“La Venus de Oro me las regaló. Siéntate.”

No me senté.

“Exorciza tus demonios, piensa en algo angelical, poético.” Tenía las manos ocultas atrás.

“No hago exámenes de conciencia a pedido”, creí que empuñaba un cuchillo.

“Nunca te he dicho que Mauro es un hombre tan limitado que por serlo a veces pesca a delincuentes limitados como él.”

“Lo creo.”

“Nunca te hablado de la fascinación que Mauro siente por mí. La descubrí hace poco. Como yo soy guapo y él es feo, malsano y carece de presencia social, me admira. Un día que estaba conmigo, me dijo: ‘Peter, cuando te conocí tenías cara de amapola. Anhelaba ser como tú. En compañía de gringas quería presumirte’.” El Petróleo se llevó a la boca un cigarrillo que no prendió. Se rascó la espalda desnuda: “Mauro fuma Tigres, una marca de cigarrillos que ya no se fabrica. Se robó un cargamento de un tráiler.”

Permanecí callado, mirando por la ventana. Él, detrás de mí, continuó.

“En una época de su vida, Mauro tuvo problemas de masturbación. Pero cuando hablamos de eso, a Mauro le da mucha risa porque conoció a un escritor que se masturbaba tanto que hasta perdía el sentido.”

“Interesante.”

“Un día se puso furioso porque, queriendo impresionar a una muchacha, descubrí que se había robado unos versos de Dylan Thomas publicados en una revista:

Casi en la víspera incendiaria de varias muertes próximas, cuando uno al menos de tus más queridos y conocidos de siempre, tenga que dejar los leones y los fuegos de su respiro alado en la herida sin fin del polígamo Londres.”

“No sabía que conocía a Dylan Thomas.”

“Leí poesía en el seminario.”

“No sabía que quería ser cura.”

“No yo, mi madre.”

“Bueno, nos vemos.”

“No puede irse.”

“¿Quién me lo prohíbe?”

“Yo.”

“¿Desde cuándo?”

“Desde ahora. Siéntate, exorciza tus demonios”, él se acercó a mí con las manos atrás, las medias puestas, los ojos enrojecidos. Desnudo bajo la bata.

Gloria in excelsis Deo

La música de Vivaldi sonó a todo volumen. El fuego ardía. Los leños chisporroteaban, retorcidos caían uno sobre otro. Se oyó el timbre de la calle. El Petróleo no reaccionó.

“Alguien llama”, dije.

“Que se vaya.”

Cogí en la repisa la llave de la puerta del balcón. Me asomé.

“¿Está Peter?”, preguntó Mauro desde abajo.

“Dile que no estoy”, exigió El Petróleo.

“Me vio.”

“No me importa, que se largue.”

“Voy a bajar”, traté de abrir la puerta de salida, pero estaba cerrada. “Quiero la llave.”

El Petróleo no se dio por entendido, subió el volumen de Gloria. Me miró con ojos agresivos, las manos atrás.

“Necesito la llave”, tuve miedo de recibir una cuchillada.

“Mauro es pesado como un hígado, que se largue.”

“La llave.”

“Estoy loco por ti”, la dejó caer en mi mano.

Bajé las escaleras.

“¿Está Peter?”, Mauro salió a mi encuentro.

“Lo espera arriba.”

“¿No sube conmigo?”

“Daré un paseo.”

“No vaya solo, es peligroso”, en el bolsillo derecho del saco gris rata Mauro agitó monedas sueltas.

“El peligro está en otra parte”, le dije.

El Petróleo miró hacia abajo desde el balcón, como si se recargara en el vacío.