13. Santa Lucía
Bajo el cielo azul comenzó a llover. El aire estaba húmedo. En el horizonte sangriento las nubes tenían forma de jaguar montado sobre venada. Nadie sabía si el felino quería fornicarla o devorarla. Daba igual. Mauro acababa de estacionar el Chevrolet Malibú y Beatriz y yo nos dirigíamos a pie a la residencia de la embajada de Suecia. Ese jueves se celebraba la fiesta de la luz.
El vestíbulo estaba lleno de gente. El obeso Pedro Bustamante, procurador general de la PGP, trago en mano, y el enjuto capitán Domingo Tostado, recién designado jefe de la Policía Antisecuestros, conversaban con el obispo de Ecatepec y con el primer jefe de gobierno electo de la Ciudad de México. Niñas vestidas de blanco portaban velas prendidas y cantaban:
Alrededor de tierras que el sol dejó
las sombras traman.
En nuestra casa oscura
sube con velas encendidas
Santa Lucía, Santa Lucía.
Una adolescente que personificaba a la santa, con una cinta roja en la cintura y una corona de velas formada por ramas y hojas, presidía la procesión de los “niños de la estrella” (con túnicas blancas) y de los gnomos (con farolillos).
Mauro no nos perdía de vista. Observaba a las personas con que hablábamos, parecía llevar la cuenta de las galletas de jengibre y de lussekatter en forma de gato que comíamos.
“Hay dos tipos de guaruras, los abusivos, que piden cosas, y los poco confiables, los que después de estar en su casa le dan un tiro por la espalda al salir a la calle. No pertenezco a ninguno de ellos: soy guarura fuera de serie.”
En el carro, por Paseo de las Palmas, analicé sus palabras, mientras Beatriz se afanaba por leer el programa de la fiesta bajo la luz precaria que llegaba de fuera. Mauro no prendía la del interior del vehículo para que no fuésemos vistos desde fuera. Las sombras que encubrían las facciones de Beatriz también ocultaban la mano que empuñaba una pistola.
“¿Han revisado la casa en busca de micrófonos y ojos electrónicos? ¿Examinaron el teléfono para ver si no está intervenido? ¿No estarán tomando videos en su oficina?”, el guarura abrió la guantera, temeroso de que hubiese un aparato.
“¿Encontró algo sospechoso?”, miré por la ventana a los parroquianos esperando microbús en una esquina.
“Tenga cuidado, porque mientras mira a su derecha puede surgirle un cómplice armado por la izquierda. Ese es el peligroso.”
“¿Sabe el Cisen que me espían hasta en mis movimientos más íntimos?”
“Nada más le digo, no se confíe de las mujeres que esperan transporte público, son cabronas.”
“¿Representan alto riesgo?”
“Respecto a la rutina, no pasará usted por la misma calle a la misma hora todos los días. Cada día hará el recorrido entre su casa y la oficina por rutas diferentes. No saldrá de su domicilio, o regresará a él, siguiendo una rutina. Según las circunstancias variará de indumentaria y de vehículo. En los bares y los restaurantes no se sentará de espaldas a la puerta. De noche evitará ir por calles solitarias. No se quedará mucho tiempo en un lugar. No viajará al destino anunciado. Alterará sus planes sin avisar a secretarias o personas cercanas. La impuntualidad, y la puntualidad ocasional, serán su estrategia. Hará planes por teléfono, reservas para autobuses, vuelos y hoteles que cancelará. Visitará a sus amigos de improviso.” Mauro apenas reparó en el puente peatonal que iba de Río Ródano a León Tolstoi. La palmera seca plantada en el primer piso de un edificio era más patética que sus congéneres arrumbadas en los prados. A través de la maraña de cables era una ruina de árbol.
“El peligro acecha en todas partes. El prójimo de apariencia inocente puede resultar letal. No conoce a su enemigo hasta que lo tiene enfrente. Potencialmente, tiene todos los nombres y ninguno”, aseveró Mauro.
“No puedo entender por qué el mundo me odia, y por qué alguien ha puesto precio a mi cabeza.”
“No necesita entender nada, solamente tiene que cuidarse.”
“Quizás soy víctima de una conjura imaginaria, no de una amenaza real.”
“Las advertencias son serias. Con la vida no se juega”, sentenció Mauro lúgubremente. “Cambiará de hábitos, dejará de hacer ciertas cosas. La ciudad para usted no será igual.”
Vi cómo desaparecieron de mis ojos librerías, cafés, ventanas, muchachas, sombras, cines. La luna y el dudoso crepúsculo, el mundo a mi alrededor giraron sospechosamente en torno suyo. Ese bruto ocuparía los espacios que yo iría desocupando. Sentí urgencia de bajarme del coche y de lanzarme a la calle sin protección, aún a costa de mi vida.
“¿Podré ir en su compañía sin sentir pena?”, me dije aparte, como en el teatro. “Andar con él en la calle es como ir con una prostituta. Todo el mundo sabe para qué se va a su lado. La razón salta a la vista.”
¿Su cuerpo? ¿Cómo disculparlo? ¿Sus modales? ¿Cómo justificarlos? ¿Sus conversaciones? ¿Cómo sobrellevarlas? ¿Sus mentiras? ¿Cómo soportarlas? Ya lo veía junto a mí en las conferencias de prensa, ya estaba cerca de mí creando una atmósfera de paranoia. Qué agresiva era su presencia vulgar. Qué quemada me daría con amigos y enemigos. Él siempre al volante, yo a su derecha. Él vigilando con mirada brava a peatones y automovilistas, y a señoras que salían del salón de belleza, y a niños limpiando vidrios de coches en los altos.
“Todo el mundo es enemigo hasta que no demuestre lo contrario. Nadie es inocente ni culpable, sino todo lo contrario.”
No existen los ángeles del cielo, todo el mundo es un criminal en potencia. Los asesinos acechan en la calle, desde una puerta o desde una ventana. O en el mejor de los casos se hacen guajes parados delante de un escaparate, esperan el momento de accionar el gatillo. No importa el sexo, la condición social ni la expresión ingenua. La cara más tierna puede albergar a un asesino. No confíe en nadie, ni en usted mismo.”
Qué lata andar con un tipo así. ¿Qué fatiga tener que tomarlo en serio. Quiere hacerme creer que el mundo entero está en mi contra. Y yo, lo que quiero es ver árboles y pájaros, callejones de nostalgia, el tedio de la vida plana, de la vida pobre, igual que ayer.
“Habrá que llevar la ventana subida, la puerta con seguro”, para acabar de exasperarme estornudó, estornudó como atacado por una alergia.
“¿No usa kleenex? Tome de los míos”, Beatriz le ofreció la caja que llevaba debajo del asiento cuando llegamos a casa.