31. La ausencia del hombre tigre
En la colonia San Miguel Chapultepec todas las mañanas sonaba la campana de Juan. Era el momento en que los residentes debían sacar la basura. El camión verde se paraba en la esquina de Gelati y General Cano. Se bajaban Juan, El Chotis y El Apache para llevarse las bolsas de los vecinos con desechos inorgánicos y orgánicos. Pero del edificio donde yo vivía no salía nadie con bolsas de papeles, cartones y plásticos, ni con desechos de cocina. En el edificio de enfrente, por la ventana dos sombras verticales escrutaban la calle, hasta que los vecinos se metían y el camión se alejaba. Entonces las sombras desaparecían y en la ventana quedaba un vacío soleado.
Tampoco de la casa de Lidia Valencia sacaban la basura. Mas el silencio en su interior era aparente. Porque Sonia, la gata negra, vagaba por el patio. No producía sonidos sino ruido visual, con esos ojos refulgentes como carbunclos verdes. Sólo por un momento, porque se esfumaba. O porque subía por la escalera a la azotea. Avanzaba sobre el techo como si saltara de una casa en movimiento. O como un cisne negro reposaba sobre el pasto.
Nunca hubiese pensado que las ratas subiesen y bajasen por las hiedras. Hasta que vi a Sonia atraparlas y llevarlas a la cama de Lidia. Pues con un trofeo en la boca (pájaro, pichón o lagartija) se paraba en la repisa de la ventana de su ama mirándola con ojos hipnóticos.
El Petróleo, que tenía talento para imitar el maullido de los gatos y los tics de sus jefes, emitía sus propios maullidos para confundirla. Agazapado en la azotea. Al verlo, Lidia venía a reclamarle que no molestara a su gata. Pero al vislumbrar a Lidia cruzando la calle, se escondía.
Del lugar que infaltablemente se apartaba Sonia era del cuarto del hombre tigre, quien solía espantarla con saltos bruscos y exhibición de garras. A tres meses de distancia de su último ataque, ella, aún creyéndose amenazada, salía corriendo.
Una vecina me dijo que vio a Napoleón abordar una camioneta negra sin placas y vidrios polarizados, en cuyo interior se sentaba un personaje sombrío. Ella supuso que se lo había llevado a Torres de Bengala (un sanatorio para enfermos mentales). Pero otro vecino aseguró que el hombre tigre se había ido a vivir a Los Tuxtlas con su “nagual”.
Mauro oyó de labios de un hombre en Las Flautas de San Rafael que dos enfermeros lo habían sacado a la fuerza de la casa envuelto en una piel de felino y lo habían arrojado al piso de una camioneta blanca, pero que por Tlalpan se les había escapado. El Petróleo decía que estaba muerto y el supuesto funeral iba a tener lugar en el Panteón de Dolores. Por eso le pedí que me llevara.
“Reluctante lo acompaño, tengo fobia a los muertos”, dijo.
“Qué tal si le heredó centenarios de oro.”
“Qué tal si me dejó nada.”
De mala gana vino conmigo. Sólo para descubrir que Lidia no estaba presente y que una urna con cenizas recibió Carlos Agustín, su sobrino.
“La tarde está de pelos”, dijo éste, vestido con pantalones de mezclilla, blusa blanca y arillos en la nariz.
“Mi más profundo pésame”, le expresé.
“No guardo luto y no recibo condolencias”, respondió.
“El muerto al hoyo y el vivo al pollo”, El Petróleo señaló a las jóvenes lesbianas, una fresa y otra proletaria, cogidas de la mano. Eras amigas del sobrino y no habían tratado a Napoleón.
El tesoro fúnebre, ese espacio económico que contenía la existencia total del hombre tigre, se los llevaría él, pues no tenían valor sentimental para La Dama de los Gatos.
“Mi más sincero pésame”, me paré delante de la puerta de Lidia.
“No sé de qué muerto me habla”, me cortó ella.
“Del suyo.”
“¿Del mío?”
“Me refiero a Napoleón.”
“Ah, pues fíjese, que como no quiero saber nada de él no deseo recordarlo. Finito, ¿lo entiende?”
“¿No quiere saber nada de su hermano?”, me asombré.
“¿Es por eso que recibo llamadas y visitas? ¿Es por eso que la gente no deja de molestarme preguntando si rento cuartos o vendo muebles? Tendré que cambiar la chapa de la puerta, ese loco no haya perdido la llave.”
“¿Se murió o lo secuestraron?”, le pregunté.
“No sé que necio podría pedir rescate por ese pelele.”
“A lo mejor El Águila Arpía.”
“No creo que alguien tenga tan mal gusto. Para serle franca, yo no pagaría cien pesos por él.”
“¿No le parece cruel decir eso de su hermano?”
“Me parece peor tener que vivir con él. Venga conmigo”, me condujo por un pasillo con piso de ladrillo y paredes escarapeladas. Me hizo entrar a la recámara principal, con acabados en pésimo estado y cielos rasos de tela abombados por la humedad y la falta de mantenimiento.
“No quiero ver la urna con las cenizas de su hermano.”
“Qué pésimo sentido del humor tiene.” Lidia me metió en un salón donde la yesería del techo había caído sobre el piso. Los lienzos de las paredes (sus pinturas) representaban paisajes y cuerpos retorcidos. Sin inhibición alguna, me mostró fotografías salaces (de su cuerpo desnudo), publicadas en la revista Foto Nahui Ollin treinta años atrás. En la serie, La Venus Lidiadora aparecía en diferentes posiciones. En una foto se veían sus senos. En otra, su hombro derecho en close-up. En otra, un seno y un brazo. En la secuencia titulada Los Cuatro Elementos se revelaba su sexo, su boca, sus ojos y sus orejas. En El Desnudo Danzante, su sombra se proyectaba en el piso. En Lo Natural y lo Industrial su cabeza emergía de un bote de basura. Las fotos la documentaban desde la adolescencia hasta la adultez. Versos de Nahui Ollin hablaban de su boca con clara connotación sexual:
boca sensual
purpúreo abismo
donde llamean todas las hogueras
boca que se abre
al calor del deseo
como la rosa al sol
Al tenerla a mi lado, me di cuenta que Lidia se sentía la reencarnación de Nahui Ollin. Percibí que trataba de seducirme con imágenes de su juventud y de encantarme con sus ruinas. Su pasado lascivo buscaba activar mi presente. Eso se hizo evidente cuando pasó al cuarto de baño y dejó la puerta abierta para que yo la oyera orinar. Luego ingresó en la recámara principal y, mirándose en el espejo con visible deleite, empezó a probarse brasieres y pantaletas, pantalones y blusas para ver si combinaban. Aparentemente, se había ido de compras días antes.
Acto seguido salió con el pelo cepillado, bilé en los labios, tobilleras de niña, trenzas sobre el pecho, flecos sobre la frente y con la falda alzada. Sus zapatos, uno rojo y otro negro, tocaron las puntas de los míos. Entonces, fascinado por su apariencia juvenil, creí estar delante de la mujer que había sido ella en otra época. Sobre todo que, mientras yo observaba su cuerpo, ella me observaba con descaro y vanidad. Al descubrirme sus piernas (esbeltas), sus senos (breves), su monte de Venus (rasurado) y su trasero (redondo), evidentemente trataba de seducirme con el fantasma de su carne, con esas fotos polvorientas buscaba influir una biografía del deseo. Hasta que apagó la luz. Y en la oscuridad que nos envolvió, su cuerpo se pegó al mío. Pero al prender yo la luz de inmediato, el presente brutal me devolvió a la verdadera Lidia Valencia.
“Pasemos a la galería de fotos. Iba a sacar al sol en la pared, pero no te concentras”, molesta me condujo a la salida. Sin que en lo sucesivo ni ella ni nadie mencionara al hombre tigre. Excepto el vendedor ambulante que pasaba gritando por la calle: “¡Tamales, tamales calientes de Oaxaca, don Napoleón!”