58. Retorno a Mar de las Lluvias
Los últimos aguaceros habían dejado charcos de aguas negras y espejos hediondos en las calles sembradas de baches. Afuera de Cinépolis Hollywood, frente al Toreo de Cuatro Caminos, esperaríamos a Miguel Montoya. La operación había sido planeada por Alberto Ruiz con diez agentes del Estado de México, pero temeroso de que el secuestrador se le escapara, llevó a doscientos cincuenta.
La llamada telefónica de Montoya a El Patán, el miembro de la banda de plagiarios aprehendido el domingo, que tenía cita con Montoya, detonó la operación. Los agentes se escondieron en su camioneta. Mientras Emilio Morgan, lugarteniente de Montoya, arrestado en Naucalpan, revelaba el paradero de Rosario Vargas.
Montoya se comunicó dos veces al celular de El Juancho. Le dio instrucciones para que se reuniera con él para cobrar el rescate de Raúl Ramírez del Río, que estaba muerto, sin decirle dónde.
A las seis de la tarde, en una tercera llamada, le indicó que se fuera para el Toreo de Cuatro Caminos. Ese día Montoya planeaba consumar otro secuestro. Desde días atrás estaba vigilando al empresario Alberto Saabia, dueño de Colchas México, cerca del Toreo de Cuatro Caminos. El Juancho reveló que El Cortaorejas había citado también a El Patán y a El Gordo porque iban a tener “un jale” esa noche. Emilio Morgan, quien se ocupaba en vigilar y localizar víctimas para la banda, desde el arresto de Manuela se había convertido en su brazo derecho y vendría con él. “Ese día íbamos a secuestrar a Saabia”, confesó luego Emilio Morgan.
Sin pérdida de tiempo, catorce agentes especiales recibieron la orden de Ruiz de rodear la zona y aguardar la llegada del secuestrador. Un comando de agentes de la Policía Judicial descubrió el Volkswagen sedán azul sin placas en que viajaba Montoya, pero Montoya se dio cuenta del comando alrededor del Toreo de Cuatro Caminos y se siguió de largo.
Alberto Ruiz y sus hombres se trasladaron a Ciudad Brisas. Manuela, El Juancho y El Niño le habían informado que en esa colonia el secuestrador tenía una casa de seguridad. Al llegar, los comandos policiacos tomaron posiciones en las bocacalles y los quicios de las puertas, y esperaron su llegada.
Hacia la medianoche vieron al Volkswagen sedán azul llegar al número 21 de la calle Mar de las Lluvias. En el auto venía un hombre con un sombrero de tela tipo pescador, cabello largo hasta el cuello, barba y bigotes tupidos, pantalón de mezclilla, zapatos tenis, camisa de franela a cuadros, gorra y gabardina. No traía lentes. Lo acompañaba Ernesto, su guardaespaldas.
Al tenerlo en la mira de su ametralladora R-15, Ruiz sintió el impulso de apretar el gatillo y matarlo. Pero debía capturarlo vivo. Lo dejó entrar a la casa. Un inmueble de tres plantas, con fachada blanca y pilares rojos. La reja negra estorbaba la vista hacia el interior. Unos banderines anunciaban que la propiedad estaba en venta. El Topo, con un pasamontañas cubriéndole el rostro y una AK-47, lo siguió adentro.
“¡Estoy dado, no me peguen, no me peguen!”, le gritó Montoya cuando se vio encañonado por trece agentes con AK-47 y Uzzis.
El Topo lo desafió:
“Vamos a aventarnos un tiro tú y yo, güey, solitos.”
“Yo no sé meter las manos y me vas a madrear”, replicó Montoya. Con las mandíbulas temblándole, se dirigió a Ruiz: “Te ofrezco quinientos mil dólares y seis millones de pesos si me dejas escapar.”
“Ni de chiste.”
Montoya se replegó en un cuarto donde estaba un altar con una figura de la Santa Muerte que tenía la mano izquierda mutilada. Dos veladoras negras ardían. A la Niña Blanca le pedía protección contra amigos y enemigos. Cada noche le rezaba un rosario pidiéndole favores: dinero, amor y suerte en sus “trabajos”. Le ofrendaba dos manzanas Golden y dos guayabas podridas.
Abierta la casa de par en par, entramos a un salón con alfombras grises nuevas. Dos muñecas Barbie estaban paradas en el lavabo del baño de visitas.
Montoya cogió un portafolio. Dentro guardaba quinientos mil dólares. En una hielera, seis millones de pesos. Ruiz lo rechazó con un movimiento de la escopeta.
Sobre una cama estaban tres teléfonos celulares y unos binoculares con visión nocturna. Del bolso de mujer que tiró El Topo al suelo salieron miles de pesos, tarjetas para teléfono, agendas y fotografías. Mientras Ruiz y sus hombres sacaban a Montoya de la casa con las manos en alto y a empellones, Rafael el fotógrafo y yo entramos a una cocina pequeña, con una estufa portátil, con comida en la mesa con mantel de plástico: bolsas con arroz y sopa de pasta de letras, costales de frijoles, caldos con moscas ahogadas, sal derramada, lechugas y jitomates, empaques de Big Mac, Coca-Colas, botellas de agua purificada y cartones de leche.
“Entre las ocho y las diez de la noche, oímos discutir a unas personas como en un pleito marital”, respondió Isabel Quirós a una pregunta de Alberto Ruiz sobre si había notado movimientos sospechosos en la casa. “Antes que ustedes llegaran escuché el tronido de un vidrio de la puerta trasera de la cocina y el llanto de una mujer angustiada.”
“Pensé que la casa seguía deshabitada, pues nunca quitaron los banderines de venta”, dijo la vecina Fernanda Gómez. “Solamente se veía a una rubia de unos treinta años que llegaba en un Volkswagen sedán azul, aunque una vez vino con un hombre con sombrero y barba, que se parecía a las fotos de El Cortaorejas en la televisión.”
“¿Puedo regresar otro día para ver la casa?”, pregunté.
“La casa está sin llave. Es libre de entrar y de salir cuando quiera.”