Réquiem

Música de vieja opereta judía. / Escenario a oscuras. / MAX aparece por un costado bailando mientras un foco lo sigue; usa galerita o rancho y bastón. / Baila al viejo estilo, un poco a lo charleston, zapateando, haciendo oscilar las rodillas, tirando encantadores, picarescos y conmovedores puntapiés al estilo de los viejos chansoniers de music hall. / Revolea su bastón y usa un saco a rayas, cruzado, abrochado y bastante estrecho, un moñito, una camisa también a gruesas rayas, y lleva el ritmo del trombón ya melancólico, ya burlón —pero fundamentalmente melancólico— que le hace de fondo; un trombón, un poco de música de circo, de banda antigua. / Silba y hace sonar los dedos. / Su agilidad es patética porque baila una música inventada cuando él era joven y exclusiva para las bestias jóvenes de su tiempo. / Todo él es un esfuerzo sobrehumano de no envejecer, de no quedarse solo; con sus ojos no mira a este público que tiene delante sino a otro ya desaparecido, y hasta sonríe con él, como respondiendo a pullas e incitaciones. / Al terminar se escucha un disco de aplausos ante los cuales se inclina. / Entra. / Nuevamente se oye el disco de aplausos, sale, hace una reverencia, tira besos y arroja una rosa que tiene en el ojal a la platea, preferentemente a una dama. / Después se acerca al borde del escenario, con esos ojos de cejas alzadas, con una sensibilidad casi femenina y con un hondo dolor socarrón, con una nostalgia desesperada dice con algo de la gracia de un mimo:

MAX.—¿Se acuerdan de mí? Mírenme bien. ¿Hay algún viejo en la sala? Debajo del talco, de las arrugas, ¡mírenme bien! ¡Todavía tengo los ojos jóvenes, ojos de pibe! ¿No me reconocen? Yo soy… (Suena música de trompetas de music hall), el Gran Max Abramson, el rey de la opereta judía. (Cabriola). ¿Eh? ¡Qué me dicen! ¿Se acuerdan ahora? (Con un guiño). ¡Qué se van a acordar! (Soñador). Y sin embargo… por 1932… ¿O era 1937? (Se encoge de hombros). Ya ni me acuerdo… Pero todas las calles del Once estaban llenas de carteles así de grandes, en ídish, con mi fotografía. (Parece verlos). «¡Max Abramson, nuestro Rodolfo Valentino!». ¡Si me estoy viendo! (Los ojos perdidos). Yo era famoso. (Como si soñara o delirara). ¡Uy, cómo me seguían! Me quería mucho el público, ¿saben? (Sueña). Tengo un público enorme que todas las noches me llena la sala y me aplaude y se ríe y llora y me lleva en andas. Un público que patea como loco cuando la función tarda en empezar. No se conforma con cualquier cosa, ¿eh? Pero a mí me adora. (De repente se quiebra el sueño, y con un quejido se sienta cansadamente al borde del escenario). Me adoraba. (Canta «Varshe Mains»). «Varsovia mía, volverás a ser la ciudad judía que fuiste alguna vez». (Se acompaña con una voz que simula un trombón melancólico). Cantaba eso y me idolatraban. ¿Y yo? (Un profundo placer le sale de adentro, lo llena de calor). ¡Yo tenía el mundo en las manos! Hacíamos hasta dos funciones por día. ¡Era la locura! (Pausa). Después actuamos para las butacas cada vez más vacías. (Se encoge de hombros). Y ahora… me cerraron el teatro. (Pausa). En invierno, a veces, como si fuera un favor, me llaman para dar un par de funciones un sábado o un domingo en alguna sala alquilada. Y hago de galán joven. (Con una lucecita en los ojos de juguetona nostalgia). ¿Saben lo que pasa? ¡Se me muere el público! De uno a uno se me van muriendo, como los suscriptores del diario ídish. (Pausa). Así que ¿cómo me iba a perder la oportunidad de actuar aunque ustedes ya no se acuerden de mí? (Confidencial, al público). ¿Saben cómo me gano la vida? (Casi divertido). Imitando a Al Jolson, como número vivo en el cine Rívoli (Descartándolo), uno de mala muerte. Y los chicos me tiran flechitas de papel. O canto en los casamientos judíos «A ídishe mame». En fin, hago tantas cosas… Esta puede ser la última vez que suba a un escenario en serio. Me siento extraño, ¿saben? (Pausa). Vengo a decir kadish. ¿A que no saben qué quiere decir «kadish»? ¡Qué van a saber! Es un réquiem, una oración para los difuntos. Un kadish por los Abramson. Por mi familia. Es lo único que me queda y yo los quiero mucho y no puedo hacer nada por ellos. (Transición, como saliendo del abatimiento). ¡Y no crean que esta historia va a tratar solamente de mí, eh! Esta es una historia que trata de artistas, de todos nosotros. Porque todos los Abramson somos artistas, y de raza. (Pausa). Y es también la historia de un padre y un hijo. (Se para). ¡Estoy tan feliz de estar aquí con ustedes! ¡Les agradezco tanto que hayan venido! El corazón me palpita como a un chico. Bailar y cantar, y hacerlos reír y llorar, y morir sobre un escenario. ¿Por qué no? Si esto es lo mejor que me puede pasar. ¡Y no me tiren con tomates, eh! ¡Tírenme flores, tírenme rosas, tírenme besos! Y si son tan amables, a la salida pídanme un autógrafo. Sobre todo las damas. (Ríe y se va poniendo cada vez más serio y es como si contara un cuento melancólico). Y ahora, abran sus corazones, préstenme su ternura y vean esta historia, tan terrible y tan pequeña, tan dulce y tan cruel.

MAX termina apoyado en el borde derecho del escenario, cruzado de pies, con ese vago aire de muchacho porteño que tiene. Va levantándose el falso telón de gasa a través del cual, en la escena a oscuras, se van prendiendo las luces de los candelabros y la lámpara del pasillo. Se escucha entonces una voz de cantor litúrgico hebreo en una canción que es un lamento muy dulce y desgarrador.

MAX.—¿Escuchan? Es mi hermano Sholem. (Con honda comprensión). ¡Qué linda voz que tiene! (Como disculpándolo con ternura). Canta en un shil, en un templo de la calle Cangallo. (Suave sonrisa). Y cantando se pelea con Dios todos los viernes a la noche. (Entra LEIE. MAX la mira y cambia de tono). Y esta es Leie. Claro, estuvo toda la tarde sacándome el cuero con la vecina; ahora está toda la casa revuelta. Sholem está por llegar. ¿Y con quién se la va a agarrar? (Se señala con resignación. MAX, que prendió un cigarrillo poco antes de terminar el monólogo, fuma despacio).

Decorado único

Se ve un comedor viejo, con una araña de caireles, un ropero al fondo, frente al auditorio, con tres grandes puertas con espejos ovalados y aplicaciones de bronce que parecen de la década del veinte. / La pieza tiene un aire peculiar, como si fuera una vieja casa europea de preguerra o como si estuviera llena de muebles recogidos y amontonados por gringos recién salidos del hotel de inmigrantes. / A un costado, una ventana con una cortina calada y flecos. / El empapelado de las paredes altas es floreado y desteñido por grandes manchas de humedad. / Debajo de la ventana hay uno de esos sofás baratos con mangos de hierro, convertible en cama que de noche se abre. / Allí duerme el tío MAX. / Al lado hay un piano. / Sobre las paredes hay retratos ovalados de viejos judíos rusos, imponentes con sus gorros y sus barbas, y sus sumisas mujeres. / Al otro costado hay una cómoda, sobre la cual hay un capote de raso blanco, un talit o manto de oración y un gorro alto de cantor sinagogal. / Sobre la pared hay una alcancía del KKL, Fondo Nacional Judío, que es una de las tantas cosas por las cuales esa familia afirma su pertenencia a la colectividad. / En el centro hay una mesa antigua con patas curvas igual que las altas sillas con respaldo trenzado. / En la cabecera hay una silla especial, tapizada con tela floreada, una especie de sillón donde solamente se sienta el señor de la casa, SHOLEM. / La pieza parece abarrotada de muebles. / En un rincón hay un televisor comprado a plazos. / El clima de todo es abrumador, sofocante, hermético, infinitamente triste y pobre. / En la mesa han tendido el mantel y han puesto los cubiertos. / Hay, destacándose, un candelabro de tres brazos con velas recién encendidas y otro de un solo brazo al lado. / Junto al lugar del padre hay una servilleta de seda con una estrella de David bordada, bajo la cual hay panes para bendecir. / Hay también una botella de vino y una gran copa de plata delante de la servilleta. / Es un viejo departamento del Once, cerca de Lavalle y Pueyrredón. / Es una fría noche de otoño.

Obras completas
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