Raíces
[Incluido en el libro Cabecita negra, Editorial Anuario, 1962]
«Hoy», se dijo Luis mientras el sol de la siesta caía a plomo, mareándolo, como si estuviera borracho o como si caminara en sueños. «Tengo que juntar coraje», atinó a decirse mientras sentía el ardor del sol en los ojos y sobre la frente, quemándole la espalda y los muslos y las piernas que apenas se movían, dejando atrás la estación del tren en el silencio de la siesta, con la arena crujiendo espesa bajo sus zapatos, la arena ardiente cuyo calor traspasaba las suelas y le quemaba las plantas de los pies. «Hoy voy a irme. Pero claro. Es jodido con este calor», pensó mientras la nube de tierra que levantaba el viento de horno lo envolvía y el polvo se le metía en la nariz y en la boca y en los ojos. «Quiero dormir», pensó vagamente mirando más arriba a Tartagal, hacia los cerros crecidos de monte color verde selva, oscuros de sol brillando bajo el azul fuego, sin una nube, del cielo. Era la hora en que las víboras se desperezaban allí, afuera de Tartagal, monte salvaje adentro, y hacía cuarenta grados a la sombra y Luis pensaba «hoy voy a irme» y sentía que estaba enfurecido contra todo y contra su propia indecisión y se dijo «necesito una mujer» y tragando saliva pensó en la pulsuda, que le decían así porque era de cuerpo grande y musculosa y trabajaba en la heladería y lo había venido a buscar a la siesta, a veces, al negocio. Pero decían que ya estaba enferma aunque tenía dieciocho años y por las dudas no se le había acercado. «No», sintió cómo la erizada ola de deseo se deshacía. «No se trata de ella». Era por Juana. Pero era mejor no pensar en Juana. Era mejor, ahora que no la vería más.
«Y sin embargo hoy es sábado y tiene que ser esta noche, rápido, a ciegas, de una buena vez, antes que me arrepienta y todo reviente como una pompa de jabón». Trataba de pregustar clandestinamente su huida. «Esta vez tiene que ser en serio, cuando se vaya un poco el sol». Subió al camión sobre el que ya había cargado los triciclos y las escobas y los ventiladores que su padre había encargado en Buenos Aires para el negocio y que habían llegado en el coche motor que ya se había ido de vuelta a Salta dejándolo de nuevo con su miedo. Levantó el brazo para agarrar la palanca, borracho de calor, y sintió que daría el envión pero que la mano caería, a media altura, antes de llegar a destino. Las manos le ardieron sobre el manubrio como si hubiera estado al fuego. Se quedó amodorrado un rato, en la cabina, hasta que pudo arrancar. Estúpido, diría papá, cuántas veces te dije que pongas el camión a la sombra, papá que siempre estaba de vuelta, demostrándole que era un inútil, hinchándolo dale que dale con lo mismo y apurándolo y diciéndole «aprendé de mí» y seguro que después le contaría su vida. Papá siempre contaba su vida.
—Cincuenta pesos más, señor, cincuenta pesos. Perón no quiere que cobre menos. —Y recién escuchó la voz mansa, y reparó en el indio, los obstinados ojos del indio changador trepado al estribo con la nudosa mano oscura de pedigüeña palma hacia arriba, que lo había seguido desde el andén y después de cargar las cosas estaba allí, casi silencioso, pero decidido, con la palma metida en la cabina debajo de su nariz, como pidiendo limosna, con su imperativa pasividad.
—Perón no quiere que cobre menos —Luis miró sus ojos imperturbables.
—Ese ya no está más, pedazo de bruto.
—Pero él no quiere, señor, no quiere —decía el indio trepado al estribo del camión que se iba levantando polvareda entre las casas de madera y las veredas peladas, ardiendo al sol, sin un árbol, mientras Luis prendió el pequeño ventilador de la cabina que zumbaba, casi inútil, amodorrándolo de nuevo, con los ojos entrecerrados y casi sin fuerza para sonreírse del mataco de la mano muda debajo de sus narices. Se encogió de hombros. Pensó rencorosamente en esos indios vagos que vivían en esos bosquecitos de las afueras, en sus campamentos, varias manzanas de casas de chala, frágiles como cortezas de árboles, rodeadas de una cerca baja de varillas, que se morían de hambre y se ganaban la vida haciendo changuitas en la estación o se iban al ingenio Ledesma para la época de la caña y se pasaban el resto del año tomando alcohol puro preparándose para el carnaval. Luis se sintió molesto por la humillada mansedumbre del otro y porque no lo entendía y por el vago misterio que sin embargo lo rodeaba y porque siempre al ver matacos se imaginaba feroces caciques antiguos que terminaron en esa chata caricatura y entonces empezó a sacar monedas de diez pesos y a tirarlas por la ventanilla y el mataco esperó hasta que tiró la quinta moneda y entonces se largó.
La tierra entraba por la ventanilla haciéndolo toser. Su padre ya le hubiera dicho también algo al respecto. Se encogió de hombros. Dio la vuelta a la plaza principal con el sol cayendo sobre el monumento de Güemes a caballo y sobre los arbolitos y los bancos vacíos y los canteros y frenó, en la calle desierta, frente a su casa: «El Baratillo de Tartagal».
«Qué sé yo», dijo cruzando como un sonámbulo la frescura en penumbra del largo salón de persianas bajas oliendo a madera de juegos de muebles nuevos. Sorteó heladeras, un piano, máquinas de coser, camas turcas, monopatines, roperos, juguetes y grandes cuadros amontonados de mares embravecidos, todos iguales, a trescientos cincuenta pesos cada uno.
«Qué sé yo», dijo sintiendo una confusión, un revoltijo, un lío amargo adentro, una angustia de no saber qué hacer y de querer salir de algo sin saber cómo ni adónde. Y allí, en el salón de ventas se sentía más apresado que en ninguna otra parte y entonces le entraban unas ganas bárbaras de irse, irse, a cualquier parte, a México, a Brasil, a Bolivia, adonde fuera. A Bolivia. La frontera quedaba a media hora.
Cuando entró en su pieza la infaltable voz de su madre preguntó quejumbrosa desde el dormitorio:
—Luisito, ¿sos vos?
Se enfureció. Era como una ratificación de que lo poseía. «Y quién carajo querés que sea», tuvo ganas de decir, pero sólo dijo:
—Sí mamá —y sacándose la camisa mojada de sudor, se tiró en la cama y quedó dormido.
El bochinche infernal de los altoparlantes lo despertó y dio un respingo todo mojado de sudor, con los dientes apretados, los nervios tensos, viendo en el reloj que había dormido dos horas. Vagamente había soñado con Juana y todavía embotado de sueño sintió que antes de dormirse había querido dolorosamente descifrar algo que no sabía bien qué era. «Para esta noche», pensó. «Sábado a la noche»; prefirió no pensar en eso. Durante esas vacaciones, como de costumbre, había vuelto de Buenos Aires y estaba con su madre en el negocio y cada día, al terminar el trabajo, tenía un vacío por delante que apenas podía llenar si se iba a timbear al café. Pero los sábados a la noche la tristeza y todo el tiempo libre por delante lo agobiaban. «Tengo que ver a Juana», se dijo sintiendo que eso lo atraía como un vino y le repugnaba, también.
—Hay que andar siempre detrás tuyo —por sobre el ruido del agua de la pileta del baño, donde ahora hundía la cabeza lavándose, y el matraqueo a todo lo que daba de los altoparlantes de la publicidad de la plaza escuchó la voz de su padre, ronca voz de bajo que no admitía réplicas, y las quejumbrosas explicaciones de su madre. «Infeliz», pensó Luis enjuagándose el cuello.
—¡Yo te decía que eran pocos juguetes! Siempre mete la pata y le tiene que echar la culpa a otro; a ella o a mí. Y si no fuera por ella el negocio se le hubiera ido al diablo con todas sus ínfulas de patrón y todo. Si ella es la que manda, y con esa voz astuta, quebrada y casi culpable, ella lo sabe —se secó mientras escuchaba cómo su padre se iba dando indignados portazos, sintiendo que ellos dos eran viejos y él, único hijo, y lo asfixiaban y quería irse y ellos, llevándose a las patadas entre sí, se agarraban desesperadamente de él y después se quedarían desamparados, como bola sin manija, solos, y se morirían de tristeza. «Pero yo me estoy muriendo también».
Luis descolgó el almanaque de la bañista que escondía la caja fuerte empotrada en la pared y en esa penumbra caliente de la cocina la abrió. Mamá guardaba ahí todo el dinero de la semana antes de llevarlo al banco, el lunes por la mañana. «Ella sabe». Ahora la escuchaba hablar lejos, en la puerta de calle mientras las gallinas cacareaban debajo de la ventana de alambre tejido, en el patio de tierra del fondo de la casa. «Ella sabe que ahora le estoy haciendo esto y hasta sabe para qué lo hago», se dijo sacando cinco mil pesos y arregló el resto cuidadosamente, y cerró la caja fuerte colgando del nuevo el almanaque encima.
«Es un trato como cualquier otro», dejó la llave de nuevo bajo la almohada de mamá y cruzó el salón.
—¿Ya te vas? —mamá Ifud, sentada en batón en la reposera, bajo el toldo delante del negocio, lo miró haciendo visera con la mano de frente al resplandor del muriente sol del sábado. Después de la frescura del salón, el calor otra vez, un calor de baño turco.
—¿Con este sol? Hoy debe hacer cuarenta grados, esperá un poquito. «Vieja pilla», pensó Luis viéndola ahí, chiquita, con sus desteñidos ojos azules, hablándole con esa voz quejumbrosa, como si le faltara aire, como si se estuviera por morir de un momento a otro. «Nos va a sobrevivir a todos», pensó. «Seguro que ahora me pregunta si me hace falta algo, si necesito plata».
—Hay que llevar un ropero —dijo mamá—. Cerca de Pocitos. «Bolivia. Entonces sigo viaje. Ahora mismo me voy».
—¿Ya sacaron lo que traje de la estación? ¿Ya cargaron el ropero? —preguntó una voz inexpresiva, casi cortés, casi brusca. Mamá Ifud, hundida en la música puesta a todo lo que daba que salía de los altoparlantes de los faroles de la plaza principal, o mirando los modelos de las chicas vestidas excesivamente de fiesta dando vuelta al perro por un lado mientras los muchachos lo hacían por el lado contrario, o mamá Ifud mirando el camión regador que pasaba echando agua sobre la calle de tierra, se quedó callada y Luis creyó que ya no le contestaría nada cuando de pronto algo reventó entre los dos:
—¡Cargaron el camión, cargaron el camión! ¿Quién te creés que sos vos, hijo de Mitre? ¿Quién te va a cargar el camión, yo, tu padre?
¿Siempre tenés que esperar que te hagan las cosas y que te las den servidas? ¡Parásito de porquería!
«Esos altoparlantes, siempre, como una ametralladora, tocando tangos que hace cinco años estuvieron de moda en Buenos Aires, esos altoparlantes, todo el día, de 8 a 12 y de 16 a 20, menos los domingos en que de 19 a 21 toca la banda del ejército la serenata de Schubert o la zamba de Vargas, dios mío, qué harto estoy, y esto era exactamente lo que mi madre tenía que decirme para que me fuera y por eso me quiero ir de una vez, por eso».
—Ahí está el camión —dijo mamá Ifud después del largo chillido que pareció agotarla.
—Méndez y el chico del café lo cargaron hace un rato —dijo con su acostumbrada voz desfalleciente, apenas audible, mientras miraba al cabecita negra de los ojos aindiados, recostado contra las persianas bajas, un chico de 16 años que miraba en el sol muriente hacia los cerros oscurecidos que rodeaban Tartagal.
—¿Me puedo ir, señora? —dijo Méndez con su cara llena de granos vuelta hacia ella y las manos en los bolsillos del mameluco, hundidas allí con cierta absoluta indiferencia por todo.
—¿Irte? —mamá Ifud miró el relojito pulsera suspirando. «Siempre la misma historia. Sufre. Ahora sufre. Todos los sábados a la tarde sufre».
—Siempre lo mismo, Méndez. Todavía no son las ocho. Arreglamos con tu papá que los sábados eran laborables. No terminaste tu horario —mamá Ifud pareció querer agregar algo pero se contuvo.
—Pero ya no hay nada que hacer —dijo Méndez y Luis supo que ahora iba a rogar un poquito para que lo largaran.
—Por favor, señora. Tengo que ir a estudiar máquina —Luis sabía que esa declaración siempre traía consecuencias terribles, aunque ahora mamá no diría nada.
—Ta bien. Andate nomás. Pero el lunes a las ocho. Pero a las ocho en punto. ¿Entendido?
Mamá lo miró irse como a una adquisición poco conveniente.
—Un día de estos vamos a tener que echarlo. Estos negros que aprenden a escribir a máquina no me gustan. Se llenan de humos después. Desagradecido. ¿Sabés cuánto tiempo tardó hoy para subir ese ropero al camión? —los ojos se le iluminaron de repente mirando por primera vez a Luis con agitación. Con alegría. Era una adivinanza. Luis no contestó nada. «Estoy podrido. Siempre la misma historia».
—No, no, adiviná, decí —dijo mamá como si él hubiera dicho un número y lo azuzaba para que dijera otro.
Y aunque tampoco habló ahora, mamá movió la cabeza afirmativamente diciendo:
—Qué barbaridá. Desde las cuatro de la tarde estuvo papando moscas, jugando con los triciclos, mirándose los granos en el espejo, justo un poquito después que llegaste vos. Y como después de dos horas, después que tu padre le dijo cien veces que subiera el ropero, le hizo ese gran favor. Qué cosa grande. Yo no sé. Y pensar que hace tres años que está en casa y uno lo trata como a un hijo, como a uno de la familia. Y cuando vino era un muerto de hambre y ahora el desgraciado se pone a estudiar máquina —mamá resopló y se compuso para saludar a alguien:
—Buenas, doña Rosa. Y siguió:
—No hay que tratarlos como a seres humanos, no hay nada que hacer, no lo saben valorar. Apenas tienen un poquito de plata y engordan en tu casa, ya se creen tus iguales. Un poco más y te escupen en la cara. Lo mismo que las sirvientas. Enseguida se ponen perfume y uno no sabe ya quién es la patrona y quién es la sirvienta. Un día voy a la casa —«ahora viene la historia del vaso de vino»— a llevarle unas ropitas a la madre, unos pañales tuyos que todavía servían, y están almorzando. Entonces, mirá vos, el nene más chico, de cuatro años, agarra de la mesa un vaso de vino y empieza a tomarlo. Imagínate qué escandalizada me puse yo. Déjelo, señora déjelo, dijeron. Déjelo. ¡Qué bestias! Y se reían.
«Este cuento ya lo escuché cuarenta veces, exactamente igual y a propósito de cualquier cosa», dijo Luis. Entonces dijo mamá enfurecida —Decime vos. ¿Para qué quiere Méndez ganar más, si después el padre le saca la plata y se emborracha y después le rompe el alma? —Era uno de sus temas. Sus pocos temas favoritos.
—¡Claro! Después se va a meter a trabajar en los tribunales a escribir expedientes, a no hacer nada, a trabajar menos que aquí y encima a darse corte entre la gente decente. Un día de estos voy a echarlo. Yo necesito un muchacho que sepa levantar un ropero aunque no tenga tanta cultura. Un chico bruto que sirva para el trabajo y no tenga tantos pájaros. Una les da todo y en vez de trabajar y darle las gracias, levantan cabeza. No, no, hay que pararles el carro. La que trabaja como una burra es una —a esta altura Luis sintió que ya no aguantaba más, porque era como un cine continuado; en cierto momento empezaba de nuevo la misma historia, siempre la misma historia y la función empezaba cuando él llegaba y se repetía hasta el infinito, sin variantes.
—Me voy —dijo.
—¿Necesitás plata? —mamá Ifud preguntó sin mirarlo. «Ella no va a reconocerlo nunca aunque sabe lo que acabo de hacer y aunque sepa que me revienta pedirle plata tanto como que me ofrezca el dinero así, porque para algo trabajo y tengo derecho a que me paguen y ella nunca va a aceptar que me debe algo y que yo tengo 22 años y que soy un hombre».
—No, gracias, tengo —«Dios mío, pobrecita mi vieja con toda la plata que tiene», pensó cruzando la calle de tierra para dar una vuelta antes de subir al camión. La vio acostada junto a su padre, sin que se tocaran, la recordó desde la niñez durante los opresivas almuerzos en que ninguno de los tres se dirigía una palabra, la sintió llevando sobre sus pequeños hombros todo el peso del negocio y de las farolerías de su padre y tratando de mantener su casa hermética ante el mundo para que fuera inviolable, lejana, como si su casa fuera una muchacha virgen y la defendía desesperadamente y sí ella se moría todo el hogar se desharía porque ella era el único pilar de aquel fortín asediado. «La vieja sabe que me quiero ir. Uh, si serán vivas las viejas. Las pescan todas. Pero en el fondo prefiere esperar, confiar en mi debilidad. Casi reírse un poco de toda mi hambre, de mi necesidad de cambio. Ella sabe dónde voy ahora y sabe que pasan cosas que son terribles para ella, pero nunca lo va a aceptar hasta que se vea con las realidades delante de los ojos y a lo mejor ni aun así».
Cuando llegó a la acera de la plaza se volvió y la vio allí, pequeñita, sola, saludando vecinos y recordó sus ojos que lo miraron casi con desprecio, como sí los dos hombres de la casa fueran objetos de su colección cuando le preguntó: «¿Querés plata?», pero al mismo tiempo lo miraba suplicante, diciéndole «por favor, ¿puedo quererte todavía, puedo seguir siendo tu madre y protegerte de todo mal, mi nene chiquito? ¿Sirvo todavía para algo, que no sea este negocio? ¿Me querés todavía? ¿Alguien me quiere?».
Luis movió la cabeza, negando. «No tengo que enternecerme ahora si me quiero ir».
Sábado a la tarde, qué tristeza. Dio una vuelta a la plaza por el mismo circuito de las chicas. Sentía cierto regocijo gris y avinagrado, viendo el rutinario y tardo escandalizarse de los muchachos que venían del lado contrario, un escándalo que no se expresaba pero que les salía del alma. Pero ya la vuelta al perro no le servía para nada. ¡Si ya todo le quedaba chico! Pronto sería sábado a la noche y las peluquerías y los cafés y el cine se llenarían, y en el barrio de los chaqueños, bajo un techo de paja, sin paredes, habría baile sobre la dura tierra apisonada y habría guitarras y quizá algún acuchillado y muchos borrachos, y esas chicas decentes de la plaza, entre las cuales seguramente su madre ya le habría elegido una o varias novias, las chicas decentes que siempre se arreglaban demasiado, irían al baile del club Comercio, «ambiente familiar, selectas grabaciones», y buscarían algo que no encontrarían nunca. «Necesito una mujer», dijo Luis y pensó melancólicamente en el quilombo que también se llenaría ese sábado a la noche, pero al que ya no tenía sentido ir porque se había vaciado y apenas quedaban dos putas solas, cuyo estado dejaba que desear lo suficiente como para que en realidad no fuera ya mucha clientela.
«Tengo que irme», decía mientras daba vueltas y vueltas al perro alrededor de la plaza principal ensordecido por los pasodobles de la publicidad Domínguez, con el apuro de los que van a alguna parte. Se estaba ahogado ahí viendo a las mujeres entre las cuales estaba inexorablemente su esposa. El auto de los petroleros norteamericanos, un gran Chevrolet último modelo, daba también la vuelta despacio a la plaza. Esa noche, todas las maestritas andarían detrás de los ingenieros en el baile, abandonando a sus habituales pretendientes, y quizá lo único que conseguirían sería una buena encamada y chau. Otra que casamiento con un hombre que ganaba 100 dólares diarios y viaje a Nueva York. Y bueno. Que se embromen. Los tipos hacían bien. En su caso hubiera hecho lo mismo. Además se imaginaba que eran muy aburridas esas mujeres, que seguramente harían sus cositas con los viajantes de comercio, discretamente, para no perder posibilidades matrimoniales. Pensó de nuevo en las musculosas piernas de la pulsuda y en el gran trasero de aquella negra que lo había mandado a buscar una siesta con el hermanito para que fuera a su casa donde estaba sola y sintió una mezcla exasperada de deseo y de rabia, de atracción y repulsión. ¿Quién le aseguraba que la mayoría de los que se casaran esta noche no fueron cornudos? Luis no le tenía ninguna confianza a las mujeres. Putas. «Menos Juana —pensó—, Juana no, pero es preferible no hablar de eso», dijo sintiendo que Juana y todo lo que lo ataba a ella le dolía adentro.
Los altoparlantes atronaban tocando «El Choclo» en un disco medio rayado. No le gustaban los sábados a la noche se dijo dando otra vuelta a la plaza y diciendo que ya era hora de irse y al pasar frente a su casa vio que su madre le preguntaba para cuándo con los dedos juntos, su madre que quería emparentarse con las mejores familias y esa noche se pondría todos los anillos y colgada del brazo de su padre se iría a la recepción en homenaje de los yanquis en el más respetable salón de bailes del pueblo, donde estaría lo mejor del Rotary Club. Su madre que había nacido en Entre Ríos y se había quedado con los milagrosos cuentos de grandeza que le habían contado de niña, prendidos en los ojos, y que quería emparentarse con las grandes familias, ser una futura Patrón Costas, mandar a mucha gente, tener muchas vacas, recorrer mucha tierra sin salir nunca de sí misma, es decir de sus propiedades, su madre, pobrecita, que buscaba un terrateniente, una familia tradicional por todo Tartagal sin encontrarla y que casi se resignaría a casarlo por lo menos con la hija del farmacéutico que tocaba siempre Para Elisa en el concierto siempre igual que repetía todos los años. Su madre que a veces decía qué barbaridá, hay que ir a Orán para encontrar una familia tradicional, y era cierto, apenas 100 kilómetros y todo era distinto, con dueños de la tierra y chacareros pobres y casonas coloniales y umbrías con sables del tiempo de las montoneras colgando en algunas paredes de las casas de los señores. Y su madre alguna vez había querido eso, pero ahora ya se había adaptado a la situación y buscaba un casamiento digno de su propio capital y pensaba en las hijas de los dueños de los aserraderos o en las de los jefes de YPF, pero terminaba diciendo que el farmacéutico tampoco era ningún muerto de hambre y entonces decía: «qué bien toca su nena el piano». Y esa noche se encontraría con todos y Luis, mientras seguía dando la vuelta al perro y pensaba «tengo que irme», los vio ahí, todas las personas decentes de la ciudad, toda la gente blanca, la gente que no se emborrachaba, la gente que trabajaba, las fuerzas vivas, y con alguno que hasta improvisaría un discurso elogiando el progreso y anunciando que iban a asfaltar las calles céntricas y diciendo «vean, somos gente civilizada, aunque vivamos aquí, qué vamos a hacerle, aquí caímos y aquí estamos, nuestro buen trabajo nos costó hacernos una posición pero aquí estamos, los triunfadores, los comerciantes y los profesionales, el juez de paz y los directores de escuelas y los jefes de YPF y hasta los oficiales del ejército, aunque esos pasaron ya un poco de moda, pobres». Luis seguía dando la vuelta al perro cada vez más apurado y se decía «dios mío, tengo que irme de aquí» y escuchaba esa voz extrañamente aporteñada de su madre «¿Querés plata?», esa voz extrañamente aporteñada con rastros de cantito entrerriano y de cantito salteño y que era ella misma, que después de veinte años en Tartagal siempre se resistiría a aceptar que viviría hasta el resto de sus días allí.
—Vélo al Luisito. ¿Adónde vas tan apurado, chango? —dijo la voz untuosa y arrastrada de Pelito al lado suyo y entonces Luis apuró más el paso y ahora casi corrían como en una cinta de cine mudo alrededor de la plaza como si se les fuera a escapar el tren, mientras los demás caminaban con la habitual lentitud cachacienta que todo tenía en el pueblo. «Mis amigos», pensó Luis viendo cómo Pelito lo miraba con sus ojos turbios y sus grandes bigotes de morsa y las hojas de coca haciéndole una bolita al costado de la boca.
—Vélo al apurado —decía con su cantito arrastrado Pelito, palmeándolo y tratando de no perder el ritmo. «Como si no se diera cuenta que lo estoy humillando, un hombre grande de treinta años corriéndome detrás yo sé bien por qué y tratando de tomarlo a broma y riéndose como sí no lo estuviera yo jodiendo a él». Así siguieron en silencio dos vueltas más hasta que Luis se cansó y cruzaron la calle de nuevo polvorienta y llena de tierra como si no hubiera pasado la regadora nunca. Entraron en el café, donde al bochinche de los altoparlantes se sumó el de la gran radio, alta como un aparador, donde algunos escuchaban la onda corta, bien fuerte, pegados al aparato sintonizando radio Illimani, en La Paz, o radio Belgrano, o alguna radio chilena o cordobesa.
—¡Bajen esa radio, carajo! —gritó Pelito, pero nadie le hizo caso.
Luis lo miraba a Pelito socarronamente. Qué iba a hacerle. En Tartagal había cada uno… y justo ése era su amigo. Había que tomarlo en joda. Cagarse de risa. De todo. Era lo que hacían todos aquí. Si no, uno iba muerto. Ahí estaba Pelito, cuyo padre era un turco que vendía alfa, una manera perezosa de decir alfalfa, y que al morir le había dejado más de un millón de pesos. Desde que tenía memoria, Pelito andaba con la camisa desprendida sobre el pecho. Jamás había hecho nada; iba ligerito de una esquina a la otra, se paraba, se levantaba la camisa y se daba palmaditas en el pecho.
—Primo. ¿No tendrías por ahí unos mangos para un vinito? —ya sabía que al final le diría eso. Ignoró completamente la pregunta. Pelito se compuso la voz y cambió de tema.
—¿Qué te parece este aumento al impuesto de la alfa? —como de costumbre, como todos los días, Pelito trató de iniciar una conversación importante y entonces puso cara de persona seria.
—¡Qué barbaridá! —dijo Pelito.
Luisito lo miraba de costado, riéndosele silenciosamente en la cara, humillando a ese hombre mayor que él, dos cabezas más alto, que si lo agarraba le rompía el alma. Y ahora ya había perdido toda la plata de la herencia. Una vez se había venido en taxi entre las montañas, desde Salta, que estaba a siete horas de coche motor. Y seguramente ahora sí que necesitaba en serio esos mangos, que no devolvería nunca. Se encogió de hombros. Le acercó la cara por encima de la mesa, y lo olió con insolente desprecio, provocándolo, despacio.
—Parece que te bañaste hoy. Aunque si uno se acerca siente todavía el olor a alfa. —El otro se rió. Le había hecho gracia la cosa. «Me respeta», pensó Luis y entonces descubrió que pronto terminarían las vacaciones y como todos los años volvería a estudiar a Buenos Aires. Sentarse delante de un libro de Derecho durante horas sin poder pasar de la primera línea. «Allí todos me llevan por delante, por payuca, y en cambio aquí», pensó mirando al hombre de ojos turbios que alguna vez había agarrado un cuchillo y lo había servido a uno que le había ofendido al intendente que era radical; como él. Y él, Luis, podía decirle cualquier cosa, llevarlo por delante. Se encogió de hombros. Pero Pelito no era la persona que lo ayudaría a irse de allí”.
«Un cómplice», dijo, «rápido, necesito un cómplice que me ayude, que se venga conmigo, a ciegas, sin pensar más, derecho para el norte y hasta La Paz no paramos. O mejor la selva. Santa Cruz de la Sierra». Decían que las mujeres de Santa Cruz eran altas y hermosas, mitológicamente hermosas. «Pero tengo que decirle a alguien por qué me quiero ir», pensó mientras una modorra lo apresaba de nuevo y ahora Luis sabía que ya no era por culpa del sol. «Qué se yo», pensó Luis. «Por todo. Me quiero ir por todo».
—Ahí está don Ifud —dijo Pelito señalando por la ventana, a través de la plaza, las anchas espaldas de su padre. El prócer, el hombre público. Ahora le tocaba el turno a Pelito. A su modo, socarrón, se reía para adentro. «Por eso me quiero ir», pensó Luis. En Tartagal al que se destacaba por cualquier cosa lo señalaban con el dedo y se reían de él. Se mataban de risa. Lo tomaban todo en joda. Las anchas espaldas de su padre inclinadas sobre el enjuto cuerpo del juez yendo al Rotary Club. Seguramente le estaba contando su vida por milésima vez. «También por eso me quiero ir».
De acuerdo, don Ifud había llegado a Tartagal sin un centavo, como los otros gringos que habían levantado esa posta de paso para la frontera en medio del monte que despacio se había ido convirtiendo en ciudad. De acuerdo. Era todo un hombre que había colonizado toda la región llenándola de máquinas Singer y veladores y camas turcas, con ese negocio que había construido frente al potrero que después fue la plaza principal y que se había hecho rico vendiendo de todo, desde cocinas hasta juegos de comedor, desde heladeras hasta bombillas, desde libros de cocina hasta bombitas eléctricas, reposeras, cafeteras y bustos del general Güemes para las oficinas públicas, todo a plazos. ¿Y todo para qué? Luis se encogió de hombros. Por eso se iba. También por eso; porque le parecía que todo se había hecho ahí para nada, de pronto, para hacer plata a lo sumo, porque sí, y porque a nadie le interesaba un carajo de nada que no fuera estarse ahí, sentado, porque les tocó vivir ahí, y ahí estaban. Ahora don Ifud era amigo de los comisarios, de los jefes de la gendarmería, de los coroneles del ejército y los 25 de Mayo decía discursos en nombre de las fuerzas vivas, hablando de los paraguas y de French y Beruti y participando, lógicamente, en las ofrendas florales, esa institución de Tartagal. Luis nunca podría entender cómo se podía perder una mañana entera con la misa y bandera y banda para dejar un ramo de flores por cualquier cosa que no le interesaba a nadie en el monumento a Güemes. Y hasta una vez don Ifud había aparecido en el noticiario del cine cuando el gobernador había venido a inaugurar un museo que no tenía nada adentro y ahí estaba don Ifud, en la tercera fila, al fondo del palco, a la izquierda, y cuando los chicos y la gente lo vieron muchos meses después en el cine aplaudieron al reconocerlo, matándose de risa, recibiéndolo con chiflidos y pedorreos regocijados. El hombre público, que hacía mucho había dejado de trabajar aunque siempre se quejaba de que sin él el negocio no caminaba, pero que si no fuera por el astuto quejarse constante de su mujer ya hacía mucho que se hubiera hecho bolsa. Y si se portaba bien, papá Ifud le dejaría el negocio a él.
—¿Y, primo, vas esta noche al baile? —Iban a agasajar a los ingenieros y seguro comerían empanadas y si papá encontraba alguna victima desaparecida seguro le contaría su vida y se traerían un coya muy decorativo y recién bañado que tocara la quena y después ellos, la gente civilizada, sacarían los pañuelos y se bailarían una zamba y se aplaudirían a sí mismos y vendrían los camarógrafos y los filmarían y después pasarían eso por los cines de todo el país y dirían que eso era el norte. Y si se portaba bien, a él, a Luis Ifud, hijo, le iría todavía mejor, porque qué problemas podría tener, en este país si uno no se mete donde no le importa no hay problemas, y el Baratillo andaba cada vez mejor y a su vez participaría en esas fiestas de los cultores de folklore y vendrían cholitos, puesteros ricos y hasta petiteros de Salta para el Día de la Tradición y se pondrían a recitar sobre las montoneras y cantarían la Felipe Varela o se pondrían telúricos, muy telúricos, a más no poder. Por eso también se iba. Luis se rió sin voz, lúgubremente. Su futuro de pronto se le apareció perfectamente previsible. Algún día hasta diría un discurso de 9 de Julio, después del desfile militar, en el Rotary. Papá, después de todo, lo había salvado de la conscripción para eso. Necesitaba un doctor en la familia para satisfacer su vanidad de pavorreal y mamá necesitaba a alguien que le aumentara los ingresos. Y por eso lo habían mandado a estudiar Derecho a Buenos Aires, y porque además, simplemente, necesitaban un doctor en la familia. Y por ahora papá Ifud lo necesitaba también para que le llevara el Cadillac que tenía en el garaje y que sacaba los domingos para dar unas vueltas a la manzana, mostrar su poderosa carrocería y guardarlo de nuevo.
—No. Esta nochecita me voy de aquí. Para siempre.
Pelito asintió con respetuosa ironía. «No me cree, me toma para la farra, se está riendo de mí».
—Hola hermano —dijo Raúl.
—Qué tal primo —dijo Pelito—. Aquí Luisito me anda diciendo…
—Sí, ya lo vengo oyendo —dijo Raúl sobrador, sentándose a caballo sobre una silla con el respaldo para adelante y apoyó la cabeza sobre los brazos mientras se quedaba mirándolo a Luis. «Estos son mis amigos. ¿Por qué se me pegará la gente más estúpida, digo yo?». Miró la flacura increíble del otro que hacía tres años estaba en tercer año de contabilidad, en el colegio nocturno. «Seguro que ahora empieza a decirme y demostrarme que él ya quiso irse antes. Él todo lo hizo antes». Entonces, desafiante, necesitando desesperadamente un cómplice porque se sentía como pegado a esa silla, a ese café, a esa ciudad, a esa tarde caliente de altoparlantes y radios gritándole adentro y de chicas esperando inútilmente en la plaza y de aire fresco que con la noche cercana empezaba a soplar trayendo el olor a monte virgen desde las sierras que sitiaban la ciudad y ya se oscurecían también; y como sentía que las nubes polvorientas que levantaban los autos y los caballos sobre la calle de tierra se metían arrastrándose por todos lados, lo envolvían, lo apresaban y pronto lo inmovilizarían y su ímpetu se desharía como todo, ahí, sin pena ni gloria, entonces le dijo a Raúl:
—Vámonos juntos, Raulito.
—Bueno —dijo el otro, que siempre parecía cuidarse que nadie le hiciera la competencia en nada.
—¿Adónde?
—A Bolivia.
Ya estaba dicho. Ya estaba comprometido ante los otros. Y antes que Raúl se fuera del tema tratando de demostrarle que era más culto que él y le comenzara a preguntar desafiante cualquier cosa, como por ejemplo los nombres de capitales de países lejanos para apabullarlo y demostrarle que él, Raúl Mata, se había leído sus buenas páginas del Espasa Calpe de papá, y antes que le preguntara en qué año perdió Napoleón tal batalla y dijera que si él fuera a las audiciones de preguntas y respuestas que escuchaba por la radio de Buenos Aires, pobre de ellos, ya les demostraría lo que es tener cultura, antes que todo eso, Luis repitió:
—De acuerdo, vámonos juntos.
—Claro —dijo vagamente Raúl— claro que sí. Si yo ya estuve por irme como veinte veces de aquí.
—Bueno —dijo Luis—. Vamos entonces. Tengo el camión ahí afuera esperando.
Raulito se rió.
—No, en serio. Vamos ahora mismo —dijo levantándose y arrastrando a Raúl de un brazo, hasta que el otro se paró en la puerta del café.
—¿Ahora mismo?
—Sí.
—¿Para no volver más?
—Sí.
—¿Y adónde vamos a ir? ¿Y qué vamos a hacer?
—No sé. ¡Vamos! ¡Hay que largarse, hombre, a poncho! ¡Ya veremos después! —lo miraba socarronamente a Raúl. Claro, Raúl sí que tenía mucho que perder. No tenía que estudiar mucho porque el viejo Mata era un tipo medio tirado para atrás que se daba aires, un «culo crespo» como le decían los muchachos, cuando Raúl no estaba. Además había puesto ese aserradero obsesionado por hacer plata y sus obreros a veces trabajaban y otras no, según le conviniera, y una vez porque llovía, otra porque el precio de la madera subía o bajaba, los llamaba o los despedía cuando quería, pero se pasaba el día quejándose y reclamando protecciones. Hasta se había hecho político para ser concejal y después, como tenía una flota de veinte camiones, entre las condiciones de una gran licitación de tierras fiscales, había colocado una cláusula que requería un mínimo de veinte camiones para las empresas que se presentaran. Como nadie los tenía salvo él, se consiguió la licitación y dejó la política para gente más necesitada.
—Dejáte de zonceras, hermano. Vení, vamos a arreglar con Pelito un asado entre cuatro o cinco para mañana. Ahora vamos a timbear un rato. Después llamamos a un guitarrero, yo traigo el vino y los cuentos sobre contrabandistas —la especialidad de Raúl, los cuentos de contrabandistas que le había contado su abuelo, un forajido de 70 años que había andado metido en todas esas historias.
Todo terminaba así, siempre. Luis se enfureció. Todos los infinitos proyectos que día a día se tejían en los cafés se estrellaban contra un vacío invencible. Como ahora. O se desinflaban tomados para la farra. Pero necesitaba del otro, a pesar de ese desinterés casi vegetal por todo, que iba más allá de la negligencia. Se lo imaginó a Raúl en una fiesta, dentro de 20 años, uno más entre todos los señores de risas forzadas que seguro irían. Y vio su propia vida, así quemada e inútil, con los pesos heredados de papá.
—No hay que tomarse las cosas tan a pecho. Hay que dejarse llevar. Así, de asadito en asadito, sacándole el gusto —dijo Raúl. «Pero lo necesito, Dios mío, necesito un cómplice para salir de aquí» y entonces lo desafió: —Lo que pasa es que habías sido medio cagón, vos primo Raúl, largarse así, solo, hacia lo desconocido, quedarse varado en una pieza de hotel, solo, en algún pueblo boliviano, sin tener con qué comer, sin tener un perro al lado, él, que siempre había tenido todo al alcance de la mano, era difícil, la pucha si era difícil. Necesitaba, inevitablemente.
—Pero irse así, ahora… —dijo Raúl, que no podía aceptar que lo madrugaran, que lo tomaran por idiota o cobarde, que lo dejaran en algo, a él, al hijo de Mata.
—Sí, sí; vos siempre decís que estás harto de Tartagal, que hay que largarse antes que uno sea viejo y no quemarse la vida. Ir a un lugar donde uno pueda hacer cosas, donde vivir tenga algún sentido.
—Claro, claro… pero así, tan de repente. Esto hay que pensarlo bien… —y de pronto dijo— Será cómico. Pero ahora no me puedo ir porque son las siete y media y me esperan en casa para cenar. Después nos vemos —y en medio de la plaza se desasió del brazo de Luis y desapareció.
Vio a su madre que lo miraba desde la puerta del Baratillo, juntando siempre los dedos de la mano en montoncito y preguntándole con el gesto para cuándo llevaba el ropero. «¿Y ahora qué hago?», dijo Luis desesperadamente. Mañana Raulito y todas las otras lenguas de víbora lo verían de nuevo, cuando fueran a tomar vermú a la fonda de la estación, y le comentarían lo rápido que había vuelto de su viaje a Bolivia, y además Raulito sabía, como su madre, lo que haría esa noche de sábado, porque seguro que todos en la ciudad lo sabían ya y se reirían aunque nunca le habían dicho nada. «Estoy haciendo el papel de idiota», dijo sintiendo los ojos de su madre desnudándolo, “porque tengo que llevar ese ropero al quintero del río Seco con el mismo sentido común con que esta mañana llevé los ventiladores al campamento de YPF y la radio al teniente del regimiento y con la misma eficacia con que les cobré las cuotas de la heladera a los bolivianos de los bolichitos, con la habilidad con que cargué las cosas en la estación o con que manejo el camión de papá, porque uno no le va dejar manejar camiones a cualquiera, a negros como Méndez que van a terminar emborrachándose como su padre, esos negros de los ranchos que tiran el maíz por ahí, como dice mamá: si crece, crece; si no crece, no crece. Y ellos dentro de sus calientes piezas de madera tomando mate, esperando siempre algo, echándole un poco de agua al piso de tierra para refrescarlo, a veces.
«Ellos son los inútiles, como dice mamá, y en cambio nosotros…», se encogió de hombros. Sí, estaba harto, pero necesitaba un cómplice. No tenía fuerzas. Las estaba juntando para irse de una vez, pero no eran suficientes.
Sonaron las campanas de San Francisco, entre el mugido de los altoparlantes y las estáticas de las radios puestas en onda corta y el camión de la publicidad Rayo que ya se escuchaba, mezclándose en la baraúnda, viniendo por las calles transversales.
Mamá lo miraba, ahora fijamente: «Ando como bola sin manija y a mamá no le gustan los amigos que tengo, ¿y qué voy a hacerle si a mí no me gusta pudrirme despacio aquí, si quiero hacer algo que no sea casarme de cualquier manera y ayudarle a hacer un poco más de plata a ella? Qué sé yo qué me gusta, pero esto no, no». Y supo que sí sabía perfectamente lo que quería pero tenía miedo de decírselo y reconocerlo y hacer algo y de nuevo las campanas de San Francisco y Juana y vio los ángeles dorados y la severa cortina de terciopelo rojo y casi escuchó las objeciones pensativas del órgano y allí adentro, tras el estuco de las amplias paredes interiores de la iglesia, que por fuera tenía los ladrillos sin revocar, estaba Manuel, lo que él podría llamar su amigo Manuel, que bajo las blancas trompetas del Día del Juicio y con toda la alegría de claridad solar que tenía la iglesia y cerca del sitio interior del convento, rodeado por un alto muro pintado de cal, blanquísimo, crecido de enredaderas y canteros, y cerca de las celdas blancas donde había una paz que no existía para él, para Luis, o para la que él era simplemente sordo, allí estaba Manuel tocando el órgano los sábados a la tarde, tocando Bach y preparándose para la misa de diez del domingo. «No entiendo esa música», pensó Luis mirando los pechos de las mujeres. «Quizá porque no tengo fe, o porque siempre estoy esperando que me traicionen, o porque no tengo esa amorosa paciencia necesaria para comprender y sólo puedo ver partes del cuerpo de las mujeres y sólo partes de la música, las sonoridades más exteriores». Todo eso era confuso. Siempre le había dolido reconocer que la música era algo cerrado para él. Y escuchó las campanadas de la iglesia de antiguo estilo colonial, recreado hacía pocos años allí —porque nada era viejo en Tartagal ni había tradición alguna y la historia había comenzado ayer, y no había raíces—. Todo era confuso. De pronto no pudo seguir razonando más. Pero Manuel era lo más importante que dejaría en este pueblo, lo único enigmático que le importaba vitalmente y cuyo sentido tenía que descifrar. Luis sabía que su madre esperaba de él que fuera algo inalcanzable, como aquel estanciero Roura, del que había oído hablar ella en su adolescencia entrerriana, el lejano dueño de toda la tierra conocida y al que no había visto nunca, del que decían que acababa de vender 80 000 cabezas de ganado al Brasil y cobrado 42 millones de pesos.
Su madre siempre le hablaba del mítico estanciero con el cheque de los 42 millones en el bolsillo y siempre deliraba con eso, poniéndolo como ejemplo. Pero Luis sentía que, en realidad, Manuel era su mensaje por descifrar, un intelectual, algo que él no era. «Estoy a mitad de camino de todo, entre pobres diablos como Pelito y rufiancitos promisorios como Raúl y de intelectuales como Manuel. Porque no lo entiendo demasiado a Manuel. Y la cabeza no me da para leer tantos libros, me aburro, me parece inútil, qué sé yo. Y sin embargo no puedo dejar de plantearme las cosas». Y allí estaba Manuel, que vivía en esa casa de madera con su madre y sus seis hermanas, y todas corrían la coneja aunque él se había conseguido comprar un piano y bajo el techo de cinc, ardiendo a la siesta, mientras las gallinas del fondo y el chivo se le metían en el comedor, Manuel, en camiseta, en chancletas, después que sus alumnitas se hubieran ido ya —enseñaba a las señoritas el solfeo por un precio ínfimo, chinitas a las que sus padres querían llenar de aptitudes matrimoniales— se sentaba al piano y tocaba Bach para las gallinas, mientras el sol caía como fuego sobre el gran patio que rodeaba la casa, tierra pelada, apisonada, sin un árbol y sin una maceta, patios como los de todas las casas del pueblo, con esa aridez aplastante que las cercas de madera, unos palitos verticales clavados alrededor, hacían más triste todavía. Alguna vez había querido irse de allí para estudiar piano en serio, y pintura con maestros, para componer música, y había pasado años afuera pero había vuelto, con una colección de la Historia del Arte de Pijoan, que se había conseguido en Salta en un remate y ahora se pasaba las horas libres estudiando las reproducciones y recibía libros en francés desde Buenos Aires en los que se le iba casi todo el sueldo. Estaba al día en literatura, como si viviera en Buenos Aires o en París. Alguna vez habían caminado juntos infinitas vueltas a la plaza, antes que Luis sintiera que la plaza le quedaba chica y aunque no entendía muy bien todas las palabras que usaba Manuel, y sus conceptos le resultaban oscuros, había cierta común necesidad de ver claro, cada cual a su modo, cierta asfixia que los unía aunque cierto estoicismo de Manuel no tenía mucho que ver con la desesperación de Luis.
Manuel, en la alegría clara de la iglesia rosada y celeste tocando Bach, en la frescura que siempre, aun a la siesta, conservaba la iglesia. Últimamente se veían poco. La verdad, estaban un poco aburridos mutuamente. Estaban saturados y no tenían nada que decirse ya. Y sin embargo, Manuel tenía una clave. Miró a lo lejos, los cerros verde oscuro que encerraban Tartagal como una cárcel, un verde húmedo de monte virgen que no significaba nada para él ni para los demás. «Y sin embargo, allí está la música», le había dicho Manuel. «La música ignorada que yo tengo que despertar y descubrir, el hondo silencio desapercibido de la gran noche americana. Un silencio postergado y presagiante que está vivo en las zambas de los borrachos y espera que alguien lo tome y lo descubra, y no soy el hombre para desentrañarlo, yo que leo a Borges y a los franceses en su idioma original y estoy saturado de Strawinsky y además estoy saturado de todo, como agotado, árido, estéril, como si tuviera mil años, reseco de cosas aprendidas, que no crearon mis manos, y tan intoxicado de valores culturales prestigiosos que ya tengo muy poco que decir. O nada. Y con todo este lío en la cabeza. Todo revuelto. ¡No se trata de que no haya que leer eso y hasta es inevitable, quizás, hacerlo!, qué sé yo. Simplemente que siento mi tema al alcance de mi mano, lo único que puedo decir ahora y lo sé bien, aquí, en los cerros, y más allá y por qué no aquí mismo, en este pueblo y sin embargo es como si viviera en Buenos Aires o en París o en la luna, y entonces no quiero hacer burdamente folklore de puesteros ricos, quiero hacer música y agarrar mi tema, mi único sentido, y entonces toco a Bach, me sale sólo Bach, como si no hubiera cien concertistas en la capital que lo tocaran mejor que yo y le sacaran infinitas cosas más de las que puedo descubrirle, o mil concertistas europeos que lo tocaran todavía mejor, mil veces mejor que yo aquí, en este piano desafinado, entre las gallinas en Tartagal. Yo, Manuel Suárez, que era un niño prodigio y tocaba Para Elisa a los cuatro años». Eso lo había dicho, al fin de cuentas, Manuel. Podían hablar de cualquier cosa y Manuel escuchaba, pero después terminaba siempre hablando de lo mismo. Oscuramente sentía que no tenía casi nada de qué hablar con Manuel y que, sin embargo, la obsesión del otro tenía que ver con todo lo suyo, con Juana, antes que nada con Juana y con la tristeza del sábado a la noche, con su vida gastándose al pedo ahí, con todo.
De pronto la camioneta de la publicidad Rayo entró a dar vueltas a la plaza mezclándose al batifondo de la música que seguía y a su vez más fuerte, con su par de altoparlantes sobre la capota, tocaba furiosamente la marcha de San Lorenzo y bajó el volumen y la Romelia, a la que una vez se había llevado al monte (una siesta, el camión del Baratillo al sol al borde de la perdida carretera desierta, y ruidos de ramas monte adentro), la Romelia, que sólo se mezclaba con la gente de pro y quería ser actriz del Maipo, allá en Buenos Aires, y que siempre le andaba gustando que los hombres se pelearan por ella y que seguro terminaría con un balazo en el vientre, la Romelia decía por el micrófono: «En Tartagal, sobre la frontera misma de la patria, en esta tierra de folklore y montoneros, entre cerros y guitarras, haga su economía: compre su ropita para bebé en la Mercería Sirio Libanesa», y la música siguió «Cabral, soldado heroico».
«Hace cinco minutos que estoy parado aquí, mirándome los zapatos en la plaza, todo roñoso, y la gente vestida de feriado me está mirando, una persona como yo, decente. Dios mío, qué va a decir la gente». Se rió solo, fuerte. Siempre le daba una risa nerviosa, incontenible, esa frasecita que usaba en joda: «qué va a decir la gente», dicha como se la escuchaba a mamá. «Es hora», dijo y se acercó al camión.
—¡Es hora!, ¿no? —le gritó a su vez su madre que ya había levantado la reposera y no se había ido a vestir para la fiesta simplemente para poder acusarlo con su mera presencia, mirándolo desde el negocio.
—¿Cuándo volvés?
«Nunca», quiso decir con ese tono melodramático que usaba las raras veces que discutía con mamá pero solamente agitó la mano fuera de la cabina en un gesto ambiguo que podría decir «después te cuento» o «no sé» o «chau» y el camión quería arrancar con un gemido tortuoso y el motor temblaba y carraspeaba como un viejo asmático que se quiere arrancar la flema de adentro una vez y otra. Hasta que por fin arrancó empezando a dar la última vuelta a la plaza.
El sol muriente reverberaba y se reflejaba en los tres espejos ovalados y enmarcados con pequeñas flores pasadas de moda, del gran ropero que temblaba vacilante sobre ese camión colorado que se iba levantando tierra como si nunca hubiera pasado la regadora, oleadas de arena blanquecina y reseca que entraban por las ventanillas y se le metían a Luis por todos lados —por el cuello de la camisa, dentro de las orejas, en los ojos— dándole la casi impalpable e insufrible sensación de que estaba siempre sucio. «Ojalá mañana no esté aquí. Dios mío», rogó mientras fugaz e inevitablemente una vaga oleada de ternura le hizo acordarse de esos domingos después de una lluvia, mientras había escuchado caer el agua toda la noche sintiendo la seguridad de poder acurrucarse más, bajo techo, mientras afuera, en las montañas, los caminos lentamente se convertían en barro liquido donde se quedaban empantanados los camiones; y después de la espera nocturna en la que pensaba que sería terrible encontrarse así, solo, empantanado, en la noche, bajo la lluvia cayendo a chorros, perdido entre los cerros, por la mañana al dejar de llover, o aunque lloviera, se metía dentro de sus botas de goma y después cruzaba la calle entrando hasta la mitad de la pierna en el barro pegajoso, líquido, como chocolate espeso, y seguía las huellas de las llantas de algún camión o los cascos de los caballos que habían dejado tras de sí marcas hondas, charquitos de agua color café con leche en los que se metía hasta el fondo, mientras las campanas de la iglesia resonaban por la plaza desierta, de canteros mojados, y él la cruzaba yendo a tomar un vermú al café de la estación, con esos manteles a cuadros, manchados y viejos que recordaba desde que tenía memoria, y esa máquina tocadiscos donde ponía monedas de un peso en la ranura y escuchaba a Gardel —lo único que había— mientras mil luces en tecnicolor, maravillosas, corrían por las tuberías mágicas de las paredes de la máquina, lo único encendido en la penumbra del boliche porque el dueño era un gallego así de amarrete, que después que el boliche —adonde iban todos los vagos y hasta los linyeras del pueblo— había dejado de ser un quilombo, parecía tratar de darle seriedad pero gastando la menor luz posible, y él le decía gallego amarrete y estaba oscuro, mientras afuera llovía en la mañana gris y allí se estaba bien.
Luis sintió que la ternura lo anegaba incomprensiblemente, lenta como una caricia. Ahí estaba el ruido inefable de los cascarudos en las noches de verano, tan frescas como había sido caluroso el día; las grandes cucarachas voladoras golpeándose contra las paredes del café de la plaza mientras se escuchaba la onda corta, esos grandes bichos suicidas golpeando porque sí, con ruido seco, contra las paredes o contra el monumento de Güemes o contra las vidrieras que dentro tenían luces, encandilados, golpeando como a empellones contra los faroles del alumbrado o crujiendo bajo los zapatos cuando él los aplastaba y amaneciendo al otro día muertos, panza arriba, de a centenares en las vereda: por todas partes. Y todos los otros bichos —era como si toda la tierra se pusiera en movimiento y se arrastrara por las calles o por las paredes de las casas o zumbara volando alrededor de la gente, envolviéndola o atrapándola—, el nombre de todos los otros infinitos bichos que ahora se dolía por no conocer pero que estaban ahí y que ahora dejaría para siempre. «Después de todo», pensaba Luis, «son tan pocas cosas las que uno recuerda de un lugar que va a dejar…». El fresco del dormitorio de la casa de papá, las piezas en sombras mientras afuera todo ardía en la siesta y unas ganas frustradas de irse al Pilcomayo a cazar charatas, liebres y perdices, o de irse a los bosques chaqueños a matar pumas de cuya existencia no había terminado de convencerse nunca, o unos pasajeros amoríos temblorosos en la plaza o en el monte o en una casa furtiva, o unas caminatas suicidas a la siesta con el sol a plomo cuando solamente las indias matacas (se acordaba de una, toda vestida de blanco, con turbante blanco, porque estaba de luto, con algo espléndido de potranca vieja, que se había querido levantar una vez, una siesta y él estaba loco de caliente y ella simplemente lo miró y se sentó en cuclillas al borde de la calle y no se movió, y lo miró, muda, y entonces él se fue) se sentaban en la plaza y eso era todo, además de aquella vez que un chaqueño casi lo mata de un planazo por meterse con su hija, uno de esos chaqueños altos, bombachudos, metidos en sí mismos, encuevados debajo de sus aludos sombreros casi mexicanos que vivían aparte, en un barrio de chaqueños, y se casaban, como los indios, entre sí, y se quedaban tomando mate con sus caras pétreas en la penumbra de horno de sus casas de madera, y que habían llegado a Tartagal, algunos porque sí, y otros porque se morían de hambre —por eso tampoco había ido a cazar al Pilcomayo, porque no le hacía ninguna gracia ver cómo se morían de hambre los chaqueños, porque no aguantaría convivir con ellos no dos o tres días sino tampoco un par de horas—. Pero este chaqueño no la pasaba mal y traía cada tanto una vaca de sus pagos o llevaba unas bolsas de harina en un camión para venderlas en los obrajes y entonces lo había corrido tres cuadras con un gran cuchillo porque Luis se había ido con su hija al cine una vez sin pedirle permiso. Y nunca había corrido tanto.
Se encogió de hombros. Hacía años que solamente pasaba en Tartagal las vacaciones y sin embargo eso había sido lo mejor de cada año, esos años grises estudiando cosas que no le importaban, lejos, como una payuca que nunca termina de hacerse a la ciudad. Y eso era todo. Y ahora se iba y «por favor», rogó, «hacé Dios mío que no tenga que aparecer mañana a tomar el vermú en el boliche de la estación porque mejor me pego un tiro».
El camión colorado ya se iba levantando polvareda. «Veintidós años, y qué miércoles hice yo con mi vida». Sus nalgas trotaban sobre el asiento que ardía todavía de sol mientras el estómago saltaba cada vez que se metía en un pozo y salía de nuevo por las calles mientras tenía que sortear caballos y perros y alguna gallina suelta, y mientras más allá de los yuyos de las zanjas, la gente que Luis conocía de memoria iba y venía y a veces lo saludaba y él contestaba con una displicencia ya distinta a la desesperación aburrida de saber que tendría que verlos, como una condena, todos los días. Y ahora eso ya no pasaría más. No tendría que pasar más. «Me tengo miedo», dijo Luis, «tengo miedo de mandar todo esto al diablo y volverme y darme por vencido y basta».
A medida que las casas raleaban, el viento se hacía más fresco. De pronto tuvo un chucho. «Ya empezamos. Mamá me hubiera dicho que me abrigara. Debía haber traído un pullover». El aire era violeta.
Y ahora todo era otra cosa; iba por la carretera y de pronto sintió por primera vez que las moles de los cerros no eran simplemente ese encerrador telón de fondo del pueblo. Cuando nunca se había atrevido a irse más que en proyectos, soñaba con el mar, algo amplio, una salida inmensa, un desahogo delante de los ojos, aire, un camino abierto reverberando rugiente al sol, como tampoco lo había visto en Buenos Aires con ese río chato y deprimente y manso que se parecía bastante a esos cerros. Nunca había visto el mar y había sido su más secreto deseo. Pero ahora que sentía que se estaba yendo para siempre, todo eso perdía sentido y de pronto, con la intensidad del último adiós, sintió en el viento el olor de los tabacales y las ramas cargadas de los mangos y los parpadeos de luz de los tucu tucus y el rugido de la sierra del aserradero y las grandes hojas húmedas de la vegetación al costado, colgando sobre la carretera, mezclándose a los altos yuyales, y sintió esa forma ambigua en que se daba allí la tierra y sonrió pensando en sus añoranzas del trópico, de Rio, de una selva en serio, neta, definida, con que había soñado tantas veces desesperado por la aridez del pueblo, irritado porque el monte fuera bajo y a veces ralo, sin la densidad de la selva que por lo menos era algo definido, concreto, que uno podía aceptar o rechazar. Y entonces ahora que se iba, por primera vez descubrió la exacta medida de su tierra, que no había visto nunca más que como telón engañoso del pueblo y que ahora empezaba a aceptar. «Es como si en el pueblo todo estuviera mal hecho», pensó, «de raíz». Pensó en Manuel, que siempre hablaba de Sarmiento y de civilización y barbarie y decía que era el único hombre civilizado de la región, bárbara a su modo, en su inercia y en su muerte lenta. Luis pensaba que en el fondo Manuel deliraba, como pasaba con todos los doctores del pueblo y del país que pretendían imponerse a la realidad de antemano, con fórmulas importadas, y que era bastante bárbaro y ciego pasarse el día leyendo en francés y tocando solamente Bach, allí donde el mismo Manuel decía que había cien mil cosas que necesitaban ser dichas y hechas y que esperaban ser arrancadas al silencio. Le pareció bárbaro el minucioso afán de Raulito de aprenderse fanfarronamente el Espasa Calpe para apabullarlo y la red de leyes con que el juez pretendía imponerle un falso orden a las cosas y le pareció bárbara su madre, sobre todo su madre, viéndola allí, que por haber llegado a sexto grado, esa tarde había mirado de costado a Méndez porque era oscuro, y había dicho esos bárbaros qué se creen, brutos que sirven para bestias de carga y ahora se creen personas civilizadas por culpa de esa basura de Pochito que les metió todas esas ideas raras en la cabeza. Y le pareció bárbaro ese teniente vociferante que hablaba de la España de Felipe II y de las montoneras, y de la nacionalidad y de los valores ultrajados y Dios, patria y hogar y de Rosas y otra vez de las montoneras cuyo polvo ya ni siquiera flotaba entre los cerros aunque alguna vez habían sido la verdad, el país carnal e inexcusable. Bárbaros. Todos eran bárbaros, todos metidos en una especie de delirios particulares, solitarios quijotes de panzas crecidas persiguiendo empeñosamente sus manías particulares, empeñándose bárbaramente en seguir con ellas e imponerlas hasta el fin. Y claro que esta tierra era bárbara, y los cerros no eran un telón de fondo sino que la tierra se metía en el pueblo y lo aplastaba con sus soles de cuarenta grados y le brotaba a la gente en las casas a través de infinitos bichos, ya hermosos, ya repugnantes, y se cruzaba por los caminos arrastrándose con las víboras de la siesta y pesaba sobre todos, envolviéndolos en esas secas nubes de polvo que se levantaban al paso de sulkys y camiones sobre las calles de tierra royéndolo todo, quitando fuerzas, multiplicando inútiles arengas de fiesta patria y ofrendas florales y burocráticos papeleos y desfiles y discursos y, por sobre todo, esa espantosa sensación de derrota y de muerte desgranándose como relojes de arena. «Hay que hacerlo todo de nuevo», pensó. «Pero no sé si tengo fuerzas para eso».
«A Bolivia». El sol muriente se iba apresado en los espejos ovalados y ya había casas de un solo lado de la carretera. La frontera estaba a media hora. Un taller mecánico, un boliche, una tiendita de latas y papel en las ventanas, un cartel de la Esso, unas quintas, y ese olor agreste del monte y el cacheteo húmedo del viento frío pronto fueron lo único que tuvo a sus costados.
Del monte salían, de trecho en trecho, parejas de negros con guitarras y botellas de vino porque, como era sábado a la noche, iban al baile del barrio de los mataderos —al aire libre, tierra apisonada, pelada, bajo el techo de paja sin paredes—, los hombres con las manos oscuras prendidas a las cinturas de las mujeres descalzas que venían por la cuneta levantando nubecitas de polvo entre los dedos.
«Justo ahora», diría papá Ifud. «Cuando le pensaba regalar un auto ahora que van a asfaltar las calles y lo pondría en vinculación con los ingenieros norteamericanos, con gente civilizada, se manda a mudar, después que me sacrifiqué para que tuviera de todo, servido como en bandeja. Si lo agarro lo mato a palos». Luis sonrió, pero apretó el acelerador. «Y qué va a decir la gente. Se va a reír en la cara de papá por si antes no se reían bastante por detrás, y los dos viejos no van a saber dónde meterse de solos que se van a quedar».
Y si vuelvo, si llega a pasar esto que tengo miedo que pase y vuelvo, ya no se van a reír Pelito y Raúl solamente sino que todos me van a tomar para la farra en ese estilo cachaciento y mortífero y aplastante con que tomamos todas las cosas aquí y las trituramos despacio con la lengua, que es lo que cuesta menos trabajo de mover. Fuera del pingo”.
Y papá. Era muy capaz papá Ifud de seguirlo y tirársele encima con sus enormes manos y romperle el alma a puñetazos. Sintió miedo. Papá Ifud era capaz de perseguirlo hasta el fin del mundo. Y hacerlo volver casa. Pensó en Juana y una oscura culpa, una inmensa vergüenza le hizo tragar saliva y bajar la cara. Pensó en mamá. No había caso, él no tendría grandes estancias llenas de antiguos sables del tiempo de las guerras civiles de la Confederación ni tendría alguna media provincia, allá en el sur, poblada con sus rumiantes cabezas de ganado y sus arrendatarios trabajando para él. Sonrió. Mamá siempre le decía que él era alto y rubio y lo suficientemente macho como para que una mujer de mucha clase se lo llevara para mejorar su especie. Luis sentía que nada de lo que tenía, desde el manubrio de ese camión que apretaba hasta el pañuelo del bolsillo trasero y toda la ropa que tenía puesta y los cinco mil pesos que había sacado, nada era suyo. Pensó en Manuel y se sintió tan inútil y vano como él, con el agravante que ni siquiera sabía tocar el piano. «No sé hacer específicamente nada». Además de trabajar con ese camión durante las vacaciones, porque le gustaba, ahora sentía, como todos los veranos a esta altura, que pronto vendría el carnaval y después adiós vacaciones y a Buenos Aires. Sus padres le habían dicho hace tres años: «Nosotros somos amplios, Luis. No te vamos a imponer que seas médico o veterinario, pero estudiá una carrera, Luis, seguí el camino derecho», decía su padre señalando vagamente con la mano hacia adelante; «éste», decía haciendo el gesto de la biava y de la honorabilidad, «y no te desvíes, no te me desbarranques. Dentro de cinco años quiero una chapa en casa». Y entonces les había dicho que había aprobado como diez materias de la carrera, pero a duras penas había metido la introducción. Y no aguantaba más esa mentira ni todas las otras. A Bolivia.
Cruzó un puentecito sobre un riacho que se perdía en el monte, hacia los cerros oscurecidos. Después cruzó otro más. Cuando llegó al río Seco siguió de largo. No estaba para descargar roperos esta noche. Y después de todo, ¿qué iba a hacer con ese camión? Se encogió de hombros. Papá Ifud lo iba a perseguir por ladrón hasta donde fuera. A su derecha, lejos, vio la llama que brillaba todas las noches del gas quemándose. Papá le rompería el alma y no se defendería porque papá tenía razón. Pero él también la tenía. Debería haber dejado una carta de despedida. Pero nunca sería capaz de explicarle a papá por qué se iba. El otro se quedaría blanco de sorpresa, no entendería nunca, discutiría, o mejor dicho el otro repetiría en voz alta su viejo monólogo, mamá lloraría, lo cascarían. Además, una carta sería descubierta enseguida y ya avisarían a la gendarmería para que no lo dejara pasar. Sí, hasta ahora había hecho las cosas bien. Pero tenía miedo. Tragó saliva. Mamá podría aparecer en cualquier recodo del camino. La cabeza de mamá podía salir del monte oscuro, sólo la cabeza, y los ojos de mamá lo mirarían y lo fulminarían sólo con la mirada. Apretó más el acelerador. ¿Quién le lavaría los calzoncillos por ahí? Sentía algo detrás suyo, como una mirada. Cuando entró en Pocitos, ese lejano suburbio de Tartagal sobre la frontera misma, se tranquilizó un poco. Pasó entre las pocas casas cuadradas, alguna de madera y otras de material, algunos chalets que tenían un cierto aire a lejanísimo suburbio de Buenos Aires. Pocitos, que como posta de paso había reemplazado a Tartagal. Pasó frente al puesto de YPF, el potrero donde ponían un trapo blanco y daban películas a veces, la gendarmería y el club sirio libanés, o mejor dicho el turkinclub o trukinclub, como le decían por aquí, donde algunos comerciantes y gendarmes se iban a jugar al truco y a veces uno que otro boliviano de paso, un exilado de la última revolución, que finalmente se iba a Tartagal y ponía un boliche.
Los vio timbeando, tras las ventanas, bajo las lámparas de kerosén o los soles de noche. Al final de la calle vio la gran tranquera cerrada. Eso era la frontera. Era como si todo el país fuera una gran estancia, y ahí estaba la tranquera y más allá el vacío ajeno. Otro mundo. Temblaba. Un minuto más y sería libre y empezaría otra vida. Pasó frente al enorme galpón de madera, también propiedad de papá Ifud, que ahora estaba cerrado, y vio a dos changuitos zaparrastrosos fumando en la galería, contra una viga, bajo el techo de cinc. Estaba lleno de ellos, por ahí.
De pronto, como una oleada de dolor, como algo que es duro arrancarse y dejar, vio esas mañanas de verano, frescas porque eran las cinco o las seis y el sol no calentaba, azules, sin una nube, con el resplandor sobre los altos cerros ahí, casi al alcance de la mano, y los camiones brillando azules y amarillos y rojos al sol, yendo y viniendo por la tranquera que se abría y cerraba frente a cada uno, y las cholas sentadas desde las cuatro de la mañana delante de su almacén de ramos generales, en cuclillas, inmóviles, bajo sus sombreros de hombre, bajo sus paraguas, con sus tres polleras que pronto estarían cargadas de contrabando hormiga y sus guaguas a la espalda, y él, allí, en la frescura umbría del gran galpón, mientras las empleadas echaban el primer baldeo sobre el duro piso de tierra para humedecer y mantener fresco el ambiente, aunque cada dos horas volvieran a hacerlo, cuando el sol estaba alto y eso era un horno con el techo ardiendo hasta que uno quedaba sofocado y exhausto. Y después controlaba la venta, desde un mameluco a una peineta, desde un paraguas para el sol a una espumadera, y de mientras, el sol subía sobre el verde bien verde de los cerros con las faldas clareadas de marrones retazos de tierra sin árboles, y entonces, a las doce, cuando el verde de los yuyales de las veredas ni se movía, al mediodía, Luis se iba a tirar un rato en la cama del feo chalecito que a dos cuadras del almacén se había hecho construir papá Ifud, y con las persianas entornadas prendía el ventilador, se sacaba la camisa y los pantalones y se imaginaba ser un oficial inglés de casco de corcho en algún perdido puesto colonial asiático y se quedaba leyendo los libros de viajes por países exóticos y las novelas de la editorial Jackson, de la que se había hecho suscriptor y que le llegaban cada par de meses por correo. Y después el chinito de la fonda de madera, con sus manteles de papel —manchados de vino, inmemoriales—, esa fonda ahí mismo al lado de la tranquera fronteriza, venía con la vianda —siempre sopa, tallarines y milanesas, con puré en esos platos con la losa saltada que conocía desde que tenía memoria— y después dormía en el calor y el zumbido de las moscas y los saltitos mudos de las langostas y los mosquitos y las grandes hormigas colándose incansables debajo de la puerta, desde el horno de afuera a la penumbra de adentro, donde ronroneaba como un avión el gran ventilador, y siempre los mosquitos. Y después, desde las cuatro hasta las ocho, vuelta al almacén, sudando bajo las chapas, mareado de calor hasta la nochecita, cuando las cholas se iban, las polleras llenas, todas encintas de contrabando, cruzando el molinete, y se perdían por la quebrada hacia Pocitos boliviano.
«Sí, me voy», le había dicho desafiante a Pelito, que lo había mirado como quien dijera: «¿Cuándo, pa’ que lo agarren?», y aunque no lo hubiera dicho lo miró con esos ojos socarrones, que querían decir lo mismo, que él no se iría nunca, que jamás se movería de allí. Y ahora ya había pasado el almacén de papá y hasta la fonda de manteles de papel sucio de vino desde su niñez, y ahí estaba la tranquera y el gendarme, y se dio cuenta que quería todo eso porque era como no pelearse del todo con papá pero tenerlo lejos, a media hora, en Tartagal, y gobernar el almacén. Y además, quería esa sensación extraña de meterse de vez en cuando, para dar una vuelta, en Pocitos boliviano, otro mundo, de gente oscura, incomprensible, muda y amable, unas cuantas calles estrechas con casas de adobe que alguna vez fueron blancas o rosadas o amarillas, descascarándose de vejez, y techos de paja a dos aguas y un potrero para jugar al fútbol y carteles en los paredones de cal sobre la revolución. Y meterse ahí era como sentir una estúpida sensación de superioridad y decir pobres tipos estos bolivianos, qué resentidos deben estar por serlo, y en cambio nosotros, y sentir algo parecido a lo que seguramente sentían los ingenieros norteamericanos que en esos momentos su padre y los demás estaban agasajando. Meterse en Yacuiba, cuarenta minutos adentro de Bolivia y charlar con algún viejo borracho que todavía divagaba sobre la guerra con los paraguayos y comprar un corte de nylon y ver a las cholas descalzas con blusas de nylon era casi regocijante, era casi un desquite frente a las miserias de este país tan absurdo que era el de uno, y entonces decía, estos bolivianos, pobrecitos, qué atrasados, y en cambio nosotros, el primer país del sur, raza blanca, y todo eso y al final el mismo resentimiento que descubría en ellos era el suyo en Buenos Aires cuando todos creían que se lo podían llevar por delante porque era de tierra adentro, mientras que, después de todo, en Tartagal era un señor y él se llevaba todo por delante, aunque a sus espaldas lo tomaran en joda, pero no importaba, eso lo hacían con todos; lo importante era que nadie se le reía en la cara, como él de Pelito, y tenía todo el prestigio y la lejanía de ser medio porteño.
«¿Y después de todo, qué voy a hacer en Bolivia, yo que nunca hice nada? ¿Y por qué no le digo a papá que no quiero ser doctor, que no sirvo para eso, que estoy harto de estudiar? ¿Y además por qué no le digo lo otro, lo que ni siquiera a mi mismo quiero decirme, que es mi vergüenza y mi miedo y mi todo, y de una vez agarro mi vida entre mis manos y hago lo que yo quiero y se acabó?».
—Alto —dijo el gendarme.
—Es Ifud —dijo Luis sabiendo que el gendarme lo dejaría pasar, porque cuando hacían una batida papá les prestaba siempre el camión y porque además papá siempre timbeaba un rato con los gendarmes cuando estaba en Pocitos y los emborrachaba un poco para contar algunos momentos trascendentales de su vida sin riesgos de interrupción y sin preguntarles, claro, sobre las suyas ni sobre las coimas que seguramente les darían los contrabandistas y con las que se construyeron sus chalecitos, porque si fuera por sus sueldos se morirían perfectamente de hambre. Luis sentía que ése era su mundo y que no era fácil irse, escapar. La oscuridad delante suyo lo asustó. Correr a la ventura. Sí. Entonces frenó y en vez de cruzar la tranquera ya abierta volvió sobre su camino. «Me voy a ir, sí. Pero después de arreglar eso», y tomó por una bajadita, frenando delante de una casa chica, de madera, con el gran patio pelado, de tierra, sin una flor alrededor, y la cerca del varillas, algunas salidas de la tierra y colgando en el aire de los alambres. Una casita cuadrada, sin ventanas. El perro policía movió silenciosamente la cola. En la puerta la china dijo:
—Cómo has tardado hoy.
«Y bueno», se dijo Luis, «yo sabía que alguna vez tenía que pasar esto, y seguro que mamá sabía que iba a terminar viniendo aquí, pero no puede quedar así y alguna vez tiene que cambiar esto y yo me siento sin fuerzas, pero tiene que ser ahora».
—Lindo —dijo ella y se abrazaron con una larga y sedienta ternura conyugal. Ella lo esperaba, como todos los sábados a la noche, con el vestido nuevo y la mesa puesta. «Son todas macanas», dijo él, «todo lo que anduve diciendo hasta ahora menos esto, son todas macanas».
—¿Cómo está el nene? —dijo Luis acercándose a la cuna que estaba al lado de la máquina de coser— Vestilo —dijo—. Nos vamos.
Juana no se movió. Luis venía a ver a su mujer y a su hijo todos los sábados a la noche. Y ella sabía que varias veces ya le había dado por decirle que se vistiera y que metiera todo en la valijita de cartón, pero al final él se tomaba el vino, se emborrachaba y no se iba nunca. Estas vacaciones no había estado trabajando en Pocitos, así que venía sólo los sábados.
—Velo al valiente —dijo la cascada voz de la madre de Juana desde el rincón más oscuro de la pieza, adonde no llegaba el farol de kerosene. La vieja achinada y gorda, de cara bastante arrugada, se reía silenciosamente dentro de su batón desteñido, golpeándose sonoramente la rodilla con la palma, como si Luis hubiera dicho el mejor chiste de su vida. «Esta es mi mujer», pensó Luis viendo a Juana atareada en las rutinarias tareas de agasajarlo como todos los sábados. Y ahí estaba la negra Hermelinda, que era lavandera en casa de mamá y venía todos los miércoles a lavar en la pileta del fondo y no le hablaba nunca y sólo lo miraba con esos tristes ojos socarrones que lo desnudaban. Si su madre viera quién era la mujer de su hijo y quién era su suegra, si su madre en medio de todos sus delirios de grandeza lo viera, se caería fulminada, muerta. Y sin embargo algo le decía que mamá no hablaba, pero que sabía todo y lo dejaba hacer, y que además nadie en la ciudad le decía nada, pero todos sabían y observaban y se reían y esperaban los acontecimientos. Sonrió, con un nudo en el estómago. Mamá no lo reconocería ni a golpes, cerraría los ojos y se taparía los oídos. En aquella pieza perdida entre los yuyales estaba su familia política. La lavandera, que ya le tomaba el pelo a él porque ella y mamá eran parientes, y allí estaba, como todos los miércoles, mirándolo desde la pileta como quien dice: «nos conocemos de algún lado nosotros, ¿no?». Y ahí en la cunita estaba su hijo.
—¿Y, don Ifú? —la vieja Hermelinda chupó largo su mate. Luis pensó que su madre se moriría de vergüenza, y seguramente diría después que esta negra se aprovechaba de la situación y se creía toda una señora que podía ofenderla a ella, la señora de Ifud, y que por esa desgracia que había pasado, esa lavandera, esa china mugrienta que ni siquiera tenía al lado al padre de su hija, se creía ahora como de la familia y hasta todavía podía pretender ser socia del negocio, insultarla, creerse su igual. Y Luis sintió que él también se moriría de vergüenza cuando tuviera que enfrentar a su madre y también a sus amigos, «qué diría la gente», y entrar con su mujer, que era esa china, y ese changuito oscuro y decir: «éste es mi hijo».
—¿Y, don Ifú?, ¿pa’ cuándo los confites? —dijo la vieja haciendo sonar todas las eses. Y Luis sabía que eso era lo único que le preguntaba siempre, con esos ojos socarrones y chasqueados, con sus labios gruesos hurgándose con la lengua entre los dientes. Y si mamá viera a esa misma china que a veces los miércoles a la noche salía de su casa con un gran bulto de ropa sucia envuelta en una sábana sobre la cabeza y se iba por la carretera hacia Pocitos, y en caso de encontrar uno hacía el viaje en camión o simplemente a pie, si su mamá la viera en su casa como consuegra, primero, se mataría solamente de risa, como todos sus amigos, pero después se moriría de un síncope. «Ella no me va a tomar nunca en serio», dijo Luis mirando a la vieja Hermilinda y sintiendo que con ella no tenía nada en común, mientras instintivamente sacaba los cinco mil pesos del bolsillo y casi sin darse cuenta los depositaba en el gesto habitual y casi recatado de los sábados a la noche, sobre la máquina de coser. Y entonces se vio haciendo eso y se quedó duro mientras sabía que ella sin palabras le estaba diciendo «usté nunca se va a casar con mi hija», y su madre le decía, adentro, «¿para qué?, si ya con ponerle esta casa y traerle algunos muebles del negocio y llevarle plata todos los fines de semana y hacerle una visita de médico es suficiente; ella no necesita más y te queda bien y es tan cómodo que no tenés que hacer más líos. ¿Para qué? Si esa negrita no es para vos. ¿De qué vas a hablar con ella, vos, que sos universitario? Si podés poner otras casas así por toda la provincia. Y yo muy orgullosa de eso. Como Urquiza, que hacia cositas con todas las chinas de la provincia, de macho que era, igual que vos. Pero cada uno en su lugar, cada cosa siguiendo su orden. ¡Nadie te pide que me vengas a hablar de las cositas que hacés! Cada uno se casa con quien debe. Cuando llegue el momento dejá de hacer locuras, sentás cabeza y santas pascuas».
¿Y qué diferencia había entre esa fría desesperación de su madre con su casa deshaciéndose y la escéptica mirada cachadora y amarga de la vieja Hermelinda, hija de padre desconocido y esposa ella misma de marido ocasional y hacía tiempo desaparecido?
—¿Y, don Ifú, pa’ cuándo los confites? —seguía Hermelinda mientras lo miraba como diciéndole «su papá mucho discursito de 25 de Mayo, pero al final yo le salgo manteniéndole a usté la mujercita, lavando ropa y bien que me los tiene aquí bien escondiditos a los dos, para darse ese aire respetable pa’ que no los vea la gente».
Y alguna vez tendría que ser. Cerró los ojos.
—Vestilo —dijo—. Vestilo rápido. Esta vez nos vamos en serio —y agregó—. Escondé el vino. Escondélo por favor —y le acarició el cabello como aquella vez que la conociera, a la siesta, las vacaciones pasadas, bajo un mango o una palta, no recordaba bien, a la sombra, y ella casi ajena al sol de 40 grados, bajo un paraguas negro, cerca del río, ahí, en las afueras, por los ranchos.
«Aquí crecen rápido», había bromeado con los otros, después del café. «Será por el clima, pero desde los 13 años ya andan rondando por los paredones del cuartel, a la siesta, buscando guerra», pero no había dicho una palabra de ella, como hacían él y sus amigos a menudo, hablando de las mujeres, casi montándolas sólo para hablar de eso y después desde la ventana del café, cuando por la plaza pasaba alguna, decirse vagamente, sin mirarse, y sin concederle al hecho demasiada importancia: «a ésa, me la culié», como registrando un hecho, y a otra cosa. Pero Luis nunca había hablado de ella y primero la había tomado como una costumbre, todas las tardes en el monte, hasta que supo que no podía prescindir de su ternura y que ella era una costumbre inevitable. Juana tenía quince años y piel muy suave y pechos altos y una inviolable inocencia en los ojos, y trataba de entenderlo y se entregaba como resignada a que él la traicionara y la abandonara después, se entregaba cerrando los ojos. Luis sabía que ella no entendería nunca ciertas cosas. «Pero ella te va a gustar, mamá», se dijo; «yo sé que al final va a terminar gustándote», se dijo mirándola a ella. Y entonces le había hecho un hijo y era la primera vez que había tenido confianza en alguien porque podía haberle dicho que el chico era de otro y ella era una negra calentona.
Y ahora era su mujer y supo que todo lo que lo asfixiaba en el pueblo era cierto, pero que siempre le había espantado antes que nada el hecho de aparecer en su casa y decir «ésta es mi mujer, papá. Esta es la verdad, querido papá. Y todos tus delirios de figuración se van a ir al carajo, porque ésta es la verdad, papá». Y ella ya le había dicho: «Lleváme a Buenos Aires, por favor, vámonos lejos. No quiero que te pegue» (porque ella temía que papá sacara el cinturón y que él se levantara y comenzara a golpear a su padre, a su propio padre, y lo humillara, «porque eso no se hace», había dicho ella con su simple fuerza de verdad, con la misma simpleza de su madre y de Hermelinda y de todas las mujeres). «Vámonos. Yo te voy a curar cuando estés enfermo, te voy a lavar la ropa, te voy a hacer la comida, te voy a coser los botones, te voy a querer mucho», ¿pero qué podía hacer en Buenos Aires? Sí, pero ¿con qué cara se presentaría ante su madre con estas novedades?, ¿y ante su padre? Se morirían los dos de un soponcio. ¿Y sus amigos? Se le reirían en la cara, porque aunque todos aquí sabían esto y nadie le hubiera dicho nada, ahora tendrían piedra libre. Pero éste era su lugar. Y con ella echaría raíces.
—Vamos —dijo y quiso odiarla. Doña Hermelinda, como siempre, agarró la plata y la guardó dentro de su monederito.
—¿No se te ha ido la mano esta vez? —preguntó, y su mujer mirándolo susurró:
—No voy. —Y Luis quiso echarse en el catre y tomar vino y mandar todo al diablo, pero cerró los ojos y contestó:
—Esto es en serio —y tenía un miedo bárbaro, y hasta podría largarla dura y tuvo miedo de decirle algún día «negra de porquería», pero no había otro remedio y había que arriesgarse y había que vivir—. Vamos —dijo. La vieja Hermelinda se rió por lo bajo. Cuando ella recogió todos sus bultitos, Hermelinda, tirada en la cama dentro de su enorme batón, con los brazos cruzados bajo la cabeza, dijo:
—¿Pa’ que te la llevás? ¡Pa’ joder nomás! —y la última ese resonó con petulancia amarga y Luis vio su cara oscura, y la cansada humillación de sus arrugas— Si va a sufrir la pobre. Si la vas a largar dura. Si en un momentito nomás, cuando se peleen la doña Ifú le va a decir «vela a ésta, que vivió con él, esta chinita cualquiera que me lo ha engualicháu y se me ha metido en la casa y se cree con derecho a dar opiniones».
—No —dijo Luis.
Entonces Juana le dio un beso a doña Hermelinda que estaba inmóvil, mirando el techo.
—Será hasta el miércoles entonces don Ifú —le dijo a Luis mirándolo—. Y no se olviden que yo existo y que no me van a arreglar con cualquier cosita, porque no soy un trapo ¿sabe? —dijo la vieja vagamente enfurecida, vagamente ronca de tristeza.
—¿Pa’ qué se la lleva a la pobre?
Luis salió del rancho con su hijo y su mujer pequeñita colgada de su brazo, aferrándose fuerte.
El camión dio la espalda a la frontera y ya eran como las dos de la mañana cuando llegó al río Seco. Cuando dobló, marchando sobre el arenal junto al río, sintiendo el siseo crujiente de la arena bajo las llantas, los perros del quintero le ladraron y al llegar frente a la tranquerita, la casa estaba a oscuras y empezó a tocar tremendos bocinazos. De pronto sintió que todo empezaba a tomar su lugar y una euforia casi jadeante, una alegría de todo su cuerpo le hacía apretar la bocina y entonces el nene se despertó y empezó a llorar y en ese momento desde la casa sonaron dos o tres balazos, mientras los perros ladraban como condenados.
—¿Qué hay, qué pasa? —don Matías salió enarbolando la escopeta, en calzoncillos largos, restregándose los ojos, despeinado, medio dormido, parándose sobre sus flacas piernas peludas ahí en el medio de todo el batifondo.
—¡No tire, don Matías! —dijo Luis asomado por la ventanilla— ¡aquí le traigo el ropero que había encargado la semana pasada!
Don Matías miró un rato sin entender nada, todavía dormido:
—¿El ropero? ¡Ah sí, el ropero ese! Pero don Ifú, no se hubiera molestado por tan poca cosa. ¡Qué servicio al pelo el de su casa! Muy honrado —y después que los dos bajaron el ropero y descansaron un ratito antes de entrarlo en la casa, Luis dijo:
—Le presento a mi novia, don Matías. Y éste es mi changuito. Y ahora vamos al pueblo para casarnos.
—Y mire usté, yo casi lo saco corriendo a escopetazos. —Don Matías entró en la casa, terminó de despertar a toda la familia que ya estaba medio despabilada y los llamó para que vinieran a saludar a las visitas. Los cinco hijitos de don Matías, algunos desnudos, otros en calzoncillos, en variados grados de desnudez, estaban parados en la puerta mirándolos. La mujer salió en camisón, una china fieraza se estaba arreglando el pelo con ese absurdo gesto inveterado de actrices de cine que tienen las viejas medio dormidas que se arreglan el peinado para atender a las visitas.
—Serviles un matecito, Etelvina —y agregó—. Felicitaciones, que Dios los ayude —dándole la mano, y después se quedaron todos mateando un rato, y ya toda la familia del quintero se había abrigado un poco después de la sorpresa, porque estaba fresco, y Luis se vio a él y a su mujer y a su chico por los tres espejos ovalados con flores en los bordes del ropero parado ahí, en medio del campo, junto al río, sobre la arena, con los cerros adivinándose en la noche, y un pájaro se escapó por la puerta entreabierta del ropero y un segundo se reflejó en todos los espejos y fueron tres pájaros, y doña Etelvina hablaba casi en sueños de una yerba buena que daba suerte a los enamorados y Luis sintió el mágico encanto de ese segundo y la luna y el misterio de toda la gran noche americana se reflejó, apresada en los espejos floreados un segundo, y pensó vagamente en Manuel y abrazó a Juana y se sintió bien y supo que tendría que empezar de nuevo, no sabía cómo, pero ahora tenía mujer y había echado raíces. Y no podía escaparse y había echado raíces.
El camión corría hacia Tartagal, pequeño y como perdiéndose entre los cerros que en la oscuridad se sentía, más enormes, salvajes y negros, apenas con el parpadeo de los tucu-tucus, lucecitas saltando aquí y allá y los grillos y todos los otros bichos cuyo nombre no conocía y los dos faros corriendo por la carretera en la gran noche azul. Luis sentía ya dentro los gritos de su madre y los golpes que le daría su padre y la despiadada sorna perezosa de sus amigos y supo que no sabía lo que podría pasar y que a lo mejor no aguantaría, pero de esta manera ya tampoco aguantaba más. «Dame fuerzas Dios mío, para aguantar la primera embestida, para encontrar las palabras cuando los tenga delante», cerró un segundo los ojos. Trató de convencerse de que la decisión ya estaba tomada. Pensó temblorosamente que todo podría irse al diablo, que debía resistir, que la decisión estaba tomada.
—Sí —dijo—, sí. —Al lado suyo el chico empezó a llorar.
—Tiene hambre —dijo ella, y con su mano oscura se desabrochó, acomodó al chico y empezó a darle el pecho.