Una propuesta de apertura
Esta versión teatral de El Lazarillo de Tormes es una propuesta abierta para los directores y actores que eventualmente se acerquen a este texto. El director Daniel Figueiredo fue quien me sugirió la idea de la adaptación y a través del Lazarillo (escrito para la escena entre diciembre de 1970 y enero de 1971) intento expresar un teatro cuyo objeto sea explorar el espacio escénico, utilizando todos los elementos posibles, desde la danza, los títeres, la pantomima, el sonido anterior a las palabras o la música, hasta la poesía en verso y la literatura dramática basada en la palabra. A partir de la palabra precisamente, como elemento ineludible de la acción dramática, los lances de esgrima, el uso de máscaras o los climas pictóricos boschianos, pueden servir para encontrar ese teatro total que nos pueda expresar, más allá de dogmatismos, escuelas o tendencias que, como el naturalismo, el absurdo, la crueldad o el show a lo Brecht, por ejemplo, en sí mismas pueden no significar nada. Por el contrario son útiles en la medida en que sin tomarlas como recetas usemos de todas ellas para expresarnos. Trabajar sobre la traslación de una novela española de autor anónimo del siglo XVI, al lenguaje teatral en crisis de nuestro tiempo, fue una aventura peligrosa y fascinante. La vitalidad de este clásico y la coincidencia que encontré entre las angustias de un hombre del 1500 y las mías, se conjugaron para acercarme a un trabajo muy peculiar: elaborar materiales ajenos. En tal sentido, Brecht es —como en tantos otros— un maestro. Al elaborar materiales ajenos surge (con mayor desprendimiento) la ideología o el mundo del adaptador, que en las obras totalmente propias. En este caso, el Lazarillo me permitió romper con el encierro —sin duda psicologista y además impregnado de la cercanía de lo testimonial— de mi primera obra, Requiem para un viernes a la noche, donde estoy inmerso en un mundo que al ser agobiante impide tomar distancias. En este caso, desde el punto de vista del modo de narrar, el Lazarillo es una materia de teatro épico que en sí misma es una propuesta de libertad de lenguaje con numerosos escenarios, climas, personajes, conflictos. También es cierto que en El Caballero de Indias (escrita antes de esta adaptación del Lazarillo) el desarrollo alucinado del encierro del personaje protagónico en un ámbito fantástico y carcelario, real y soñado al mismo tiempo, me permitió mostrar las contradicciones desgarradoras de un hombre que lucha contra el peso que las generaciones pasadas, que la historia ancestral, desploman sobre nuestra conciencia, impidiéndole así su modificación, su liberación plena como ser humano. En alguna medida este tema es el de la revolución y reaparece en mi manera de sentir el Lazarillo, por dos razones: la primera resulta de la claridad con que la novela del siglo XVI, muestra de qué modo un sistema logra devorar a un individuo; la segunda tiene que ver con mi idiosincracia: ese individuo marginal del 1500, ese outsider, era un hombre de origen judío, como lo sugieren insistentemente todos los especialistas en literatura española, desde Bataillon hasta Lázaro Carreter. Obviamente era también un español y de los que más gloria supo dar a la cultura de España y de la comunidad hispanoparlante a la que como latinoamericanos pertenecemos. La profunda religiosidad, cargada de blasfemia, que ofrece el texto de la novela de este «cristiano nuevo» (como se denominaba a los conversos y a sus descendientes después de la Inquisición) implicó para mí un conmovedor intento de enjuiciar críticamente a una sociedad tan buñuelesca como la de la península en el siglo XVI o como la nuestra en la actualidad. Hay muchas maneras de acercarse a un clásico genial sin desvirtuarlo: en mi caso yo trataré de hacerlo —respetuosamente— al sentirme profundamente cerca del espíritu desgarrado que trasunta la novela. Por eso su espíritu, sus personajes, sus episodios, sus climas trataron de ser minuciosamente defendidos y trasladados, salvo la inevitable tarea de otorgarle síntesis dramática a un material que se rige por leyes de otro género expresivo. Traté de añadirle una vuelta de tuerca a través de una serie de canciones que, en alguna medida, propugnan un distanciamiento. Al mismo tiempo, introduje un personaje nuevo, el Inquisidor, que me permitió mostrar hasta qué punto una sociedad es capaz de introyectar diabólicamente en sus integrantes, el elemento represor, la condición del sometimiento, la negativa al cambio. En tal sentido otra vez ambas épocas revelan similitud. Porque el Inquisidor es la contracara del Lazarillo y está dentro suyo. Por supuesto que esa es mi interpretación y, como toda obra genial, el Lazarillo, está sujeto a otras versiones futuras tal vez mucho más válidas; es, además, una de las características de los clásicos. El elemento expresionista de las máscaras, el escenario doble que al principio y al fin de la obra muestra dos acciones simultáneas se relaciona con las moralidades medievales y presenta al reino de este mundo que, gobernado por el Diablo, pugna sin embargo por encontrar a Dios. Que, después de todo, es un modo para mí absolutamente válido de hacer la revolución, dentro del espíritu profético judeocristiano. El clímax de la pieza se produce en el momento en que el escudero otorga al Lazarillo una ideología y hasta le entrega una espada «para arrancar el deshonor y la opresión del mundo». De tal modo, por primera y última vez, la vida adquiere un sentido para el Lazarillo quien luego cae en el zoológico, en el infierno. Y justamente el esperpento se me ocurre el estilo más adecuado para expresar lo que en germen ofrece el Lazarillo como muestra de una sociedad en descomposición. Además, el sentido melancólico, y en el fondo aristocrático, de la religiosidad del escudero, y aun la que eventualmente subyace en el Lazarillo, insinúan el tema sin duda apasionante de cuáles sean los valores que deban perdurar en un proceso revolucionario y cuáles sean los que cambien. Preferí incluir la pieza tal como la escribí, sin los adecuados cortes de la versión de Daniel Figueiredo quien a través de cuatro meses de reelaboración (dos con el autor, dos con los actores) otorgó su perspectiva a la pieza. El texto es un material a partir del cual se pueden intentar numerosas posibilidades de puesta y aún métodos de trabajo actoral, justamente por su proposición de apertura. Ojalá las variaciones de juego y de invención puedan ser tan numerosas como me lo propuse.
Si hay algo que realmente me gratificó después del estreno y mientras escribo estas notas, es que a un mes y medio de su debut, este espectáculo ya fue visto por unos seis mil estudiantes secundarios. En una ciudad donde el caudal de público promedio es de 50 mil personas adultas aproximadamente, sin duda los miles de jóvenes citados, que en muchos casos jamás habían ido al teatro, constituyen una cifra por cierto nada despreciable. Ahora en tanto el espectáculo continúa en cartel, este y otros espectáculos para adolescentes demuestran hasta qué punto es necesario romper el círculo vicioso dentro del cual suele encerrarse la gente de teatro. Aunque el público habitual del teatro burgués sea sin duda atendible sólo podremos romper el circuito cerrado de nuestros espectáculos habituales —y nuestras limitaciones expresivas— en la medida en que al ampliar al público, lo modifiquemos, y también podamos transformar las condiciones mismas de producción del espectáculo. Así, el teatro, como real instrumento de política cultural popular, será un hecho vivo, una catarsis real si nos acercamos a quienes a su vez nos enriquecen como creadores. En tal sentido, el circuito que implica el espectador adolescente, injustamente abandonado, es de una fuerza tan enorme, que debo agradecer realmente al director Figueiredo —quien se dedica a este tipo de teatro— la posibilidad de haberme permitido romper las vallas en que habitualmente se encierra nuestro teatro. Hay decenas de miles de jóvenes estudiantes a los cuales una adecuada organización debería acercar a los teatros con piezas que no sólo estén insertas en los programas de estudio sino que, al denunciar en el pasado calamidades de hoy, conviertan a la cultura en una herramienta viva, que abandone la pedantería libresca y enciclopédica para transformarse en un elemento liberador. Y aquí está, con su arte circular, como de presagio, esta pieza con un protagonista que ya tiene 400 años y que por esta vez usó de mí, usó del teatro para acercarse a la gente y llevarla hacia adentro, hacia el pasado, hacia los hombres que tal vez fuimos o pudimos ser en la España del mil quinientos y tantos. Es un retorno a las raíces de todos. Y también una manera de conjeturar, evitar o convocar a Lazarillos futuros. O a escuderos que osen empuñar la espada «que borre el deshonor y la opresión del mundo».
Germán Rozenmacher