Reportaje a las Malvinas
[Siete Días ilustrados, Nro. 46 | 26 de marzo de 1968]
Después del frustrado asalto del grupo Cóndor a las Malvinas, ningún periodista argentino viajó a las islas. SIETE DÍAS lo hizo para evaluar los cambios producidos en ese lapso. Ante crecientes dificultades internas, los isleños discuten y planifican su futuro destino.
«¿Ustedes quieren las Falkland? ¿Y por qué no las compran?». Mary Hooton Heftel, abogada de Chicago, 44 años, 7 hijos adoptivos, terminó de tomar su «piscosore», el 5 de febrero, con gesto divertido. Ese día, el Navarino, un buque chileno de 2847 toneladas, tenía el bar repleto de personas que, como Mary (representante de la Gulf Western Oil Company de EE. UU.), gozaban de un ingreso anual promedio que oscila entre los 20 000 y 100 000 dólares. En su mayoría, los 59 pasajeros eran ingleses y participaban de la expedición a la Antártida que había organizado el explorador sueco Lars Lindblat, especialista en viajes a lugares ignotos e inexplorados, a un costo de 3500 dólares por persona.
Mister Charles Smith, dueño de un garaje cerca de Hereford, Londres, preguntó al enviado de SIETE DÍAS, único sudamericano de la expedición: «Ustedes sueñan con invadir las islas, ¿por qué?».
Al día siguiente la nave llegaría a Puerto Stanley y los miembros de la expedición, dirigida por Peter Scott, un CBE (Commander British Empire), planeaban bajar. «No tenemos interés en visitar Stanley», sugirió Scott, mundialmente conocido por ser hijo del heroico explorador que murió en el Polo Sur en 1912. «Queremos ver pingüinos, no gente». Pero el capitán de la nave chilena, Eugenio Oliva, se negó terminantemente a evitar la escala. En la madrugada del martes 6 de febrero, Ian Strange, un inglés de 29 años, experto en conservación de flora y fauna, dijo a SIETE DÍAS: «Yo lo voy a acompañar a tierra para indicarle con quién debe hablar».
—Es muy claro —explicó Strange—. Si algún día los argentinos llegan a las Falkland, todos nos vamos.
—¿Usted es malvinero?
—No —repuso Strange—. Nací en Inglaterra, pero desde hace un año vivo en las Falkland.
El Navarino entraba ya en Port Stanley.
Mr. Smith, algo inquieto, reiteró: «Invadir tierras extranjeras es muy poco recomendable. Toda esa historia de que los argentinos estaban primero ya no me interesa. Lo cierto es que, ahora, en estas islas, que al Commonwealth le cuesta muchos sacrificios mantener, hay dos mil personas que hablan inglés. ¿O creen que nos gusta tener colonias? El Commonwealth es, en realidad, una empresa de beneficencia. Un peso que no podemos sacarnos de encima porque suman millones las personas que reclaman nuestro apoyo, y tenemos que ayudar». La norteamericana Mary Hooton Heftel sonrió: «Estos ingleses me dan lástima. ¡Ah, los imperios en decadencia!». Y agregó, tras una suave carcajada: «Calculo que para dentro de 10 años Inglaterra será nuestro estado número 60, después de Guam, Samoa y las islas Vírgenes».
«¿Cómo no pasó por la Secretaría de Colonias para que le dieran el salvoconducto antes de llegar aquí?», susurró una vetusta señorita de Oxford. «Aquí nadie los necesita ni los llamó». Protestaba porque el enviado de SIETE DÍAS ingresó a Puerto Stanley simplemente con su cédula de identidad. Pero era preciso saber qué pensaban en realidad los malvineros, y antes de que el inglés Ian Strange ejerciera su improvisada profesión de cicerone el cronista se instaló en la primera lancha de desembarco y apenas tocó tierra desapareció.
El viejo Bolívar
«Buenos días», saludó, en perfecto castellano, la primera persona que apareció en el muelle. Era el chileno Paco Uribe, un obrero especializado de 31 años. «Gano el equivalente de 600 escudos (menos de 30 mil argentinos), y ahora hay 35 obreros de mi país reparando calles. Nuestro contrato vence en agosto. Después nos volveremos a Punta Arenas. Aquí nos pagan un poco más y hace falta mucha mano de obra, porque los jóvenes en las Malvinas sueñan con irse a Australia».
—¿Por qué no más cerca?
—Oiga, no quiero líos. Yo trabajo aquí. ¿Usted va a hacer una nota como las que hacen siempre los argentinos?
—¿Y cómo son esas notas?
—Que acá todo anda mal y la gente delira por depender de la Argentina.
—¿Y están muy contentos así?
—Tampoco. Estos 2100 hombres están aislados. Son una cosa muy especial: malvineros. Ni una cosa ni otra. Vegetan tranquilos. Los ingleses los desconectaron del mundo. Durante el siglo pasado los británicos hicieron un trabajo fino destruyendo la unidad continental que quería Bolívar. Convirtieron a América del Sur en 20 países que se pelean irremediablemente entre sí. Peruanos contra ecuatorianos, bolivianos contra chilenos, chilenos contra argentinos. ¡Si hasta inventaron el Uruguay! Nadie debe sorprenderse de que hayan producido una comunidad tan artificial como los malvineros, que parecen ingleses pero son sólo nativos de la última colonia que les queda en el continente, si exceptuamos a Belice, en Guatemala.
Ross Road es una de las calles principales de Puerto Stanley, que por dos kilómetros bordea la costa desde el cuartel militar (reforzado por un batallón de 20 soldados desde que se realizó la operación Cóndor) hasta los últimos muelles de la Falkland Island Company, la empresa que monopoliza las exportaciones de las islas, dueña de casi seis mil kilómetros de tierras, esto es cerca del 50 por ciento de la superficie total del archipiélago, compuesto de alrededor de cien islas. El Town Hall (Casa Comunal), con su reloj de números romanos eternamente detenido en las 2, la enorme catedral anglicana, una tienda de ramos generales de la compañía con un cartelito que aconseja «nada de perros, por favor», se destacan entre las 350 casas de madera. Parecen arrancadas de un cuento de hadas, con sus bohardillas, sus paredes celestes o rosadas, sus techos a dos aguas suavemente verdes o rojos, con enormes chimeneas de ladrillos sin revocar que humean en el aire sin nubes.
Las mujeres trabajan en las quintas detrás de las casas, entre repollos y «lupins» (la flor nacional malvinera). Grandes cubos de turba se amontonan tras las cercas. Los «Land Rover» (jeeps-camionetas) cruzan las calles, que tienen un suave declive. Hay unos mil en todo el pueblo, casi uno por persona, y sólo cuestan 200 libras, unos 170 mil pesos argentinos, porque se venden con franquicias especiales (Stanley, como Hong Kong, es puerto libre). Además, éste es el único vehículo capaz de resistir las llanuras malvineras, sobre las que no existen rutas. «Lovely day», dijo mistress Andress tras los vitrales de su jardín de invierno, entre sus rosas. La temperatura era de 16 grados, un tiempo primaveral. Hombres con el torso desnudo recogían las botellas de leche en la puerta de sus casas. Mistress Andress posee el típico comedor diario de Puerto Stanley, con la cocina debajo del hogar, haciendo de estufa. Sobre la mesa había copos de maíz y arroz, humeantes platos soperos y huevos fritos: un opulento desayuno a la europea.
«Su reloj adelanta 60 minutos —advirtió la señora Andress—. Ya son las nueve. Aquí tenemos la misma hora que ustedes en la Argentina». Y sonrió, apresurándose a aclarar: «Pero es lo único en común que tenemos con ustedes». Hubiera seguido hablando, pero, de pronto, un parlante inundó de ruidos la habitación, sin que nadie lo prendiera. La emisora local, como todas las mañanas, trasmitía «Dios salve a la reina» para sus abonados. La radio irradia tres programas diarios (de 9 a 11, de 12 a 13 y de 20.30 a 22 horas) y por la noche conecta directamente con el informativo de la BBC londinense.
Largo enfrentamiento
«Tengo 60 años y no quiero cambios», sentenció la señora Andress, mostrando las fotos de sus hijos con uniformes de la Segunda Guerra, sus medallas y también sus agrietadas y exóticas postales. «Uno de ellos está muy lejos ahora, en Nueva Zelandia».
Este pueblo, donde en cualquier momento puede toparse uno con un personaje de Dickens, sufre un mal difícil de curar. Cada uno de los chalets prefabricados —la mayoría cuenta con luz, agua y baño— fueron traídos desde Inglaterra o Alemania por el Darwin, un trasporte con capacidad para 38 pasajeros que hace 12 viajes anuales desde Montevideo. El viaje —ocho días entre ida y vuelta— es de unos 4 mil kilómetros, cuesta 168 dólares en cabinas para dos personas, y 140 dólares para cuatro —entre 57 mil y 49 mil pesos, respectivamente. El Darwin trae todo lo que necesitan las islas para sobrevivir, desde fósforos hasta jabones, manteca y automóviles.
Cuando en 1845 los ingleses fundaron Puerto Stanley con 100 habitantes y 24 casas, el negocio resultó redondo por partida doble. Por un lado, se evitó invadir a Ushuaia, sin dejar de controlar el entonces vital cabo de Hornos, clave hacia el Pacífico. Además, la fiebre del oro que conmovió a Australia y California convirtió a las islas en inevitable puerto de paso para cruzar al otro océano. La segunda fiebre, la del guano peruano, forjó otra fuente de recursos para Londres. Así, en 1890, con más de 800 mil ovejas y ganancias anuales por valor de 30 millones de libras esterlinas, las Malvinas alcanzaron su tope de rendimiento al servicio de la Secretaria de Colonias. Pero en 1914, con la apertura del canal de Panamá, muchos puertos del sur, como Valparaíso y Punta Arenas, sufrieron un golpe mortal, aunque ninguno lo padeció tanto como el de la capital malvinera. Desde entonces, las islas se convirtieron en una costosa sangría para los ingleses, que no crearon allí ninguna industria permanente, salvo la del «ginger ale», producido por una pequeña fábrica de gaseosas.
Durante este siglo, y a causa de estos vaivenes económicos, los nativos de las islas enfrentaron frecuentemente a las autoridades coloniales. La crisis que sacudió a Inglaterra durante la Primera Guerra Mundial originó la formación de la Liga Reformista. Este partido político malvinero defendió a los desocupados, que finalmente fueron absorbidos por la industria de guerra, también desarrollada en Puerto Stanley. Pero la efímera prosperidad que trajo la guarnición militar se disipó durante la década del 20, provocando un éxodo que aún continúa.
«Desde entonces, las posibilidades de trabajar son limitadas —señalan los profesores Cawkell y Thompson en el libro The Falkland Islands (Macmillan, London, 1964)—. Tras la crisis del 30, la isla se dividió en dos sectores antagónicos: la ciudad y el campo». Los mismos estudiosos admiten con amargura: «Durante la Segunda Guerra Mundial se obtuvo aquí una donación de 50 mil libras esterlinas. Esta casi olvidada colonia demostró que, si bien no era una de las más leales, al menos se equiparaba a las más dadivosas del Commonwealth».
Desde que en 1931 registró su mayor población —2392 habitantes— hasta hoy, las Malvinas acusan oleadas de prosperidad y crisis. Casi todo lo que hay en las islas pertenece a la Falkland Islands Company, una sociedad anónima fundada en 1851. A ella pertenece el vapor Darwin, los muelles, los depósitos, la máquina traganíqueles para cigarrillos y chocolates, el monopolio del cuero, la lana y las pieles, un banco, la peluquería para damas, la agencia de seguros, la fábrica de «ginger ale», y el dominio de muchas de las 32 estancias que funcionan allí.
Para la compañía las cosas no van tan mal, ya que controla buena parte de las 636 889 ovejas y las 2268 toneladas de lana cruda que producen las Malvinas. Y se estima que arroja un superávit anual de cuatro millones de libras, alrededor de 3400 millones de pesos argentinos.
«Acusamos a Inglaterra»
«El gobernador está en Londres gestionando la entrega de las islas a las autoridades argentinas», informaron a SIETE DÍAS.
Cuando sir Cosme Haskard no está en Puerto Stanley, su secretario maneja el reluciente Rolls Royce del gobernador, con la corona real grabada en la parte trasera del coche. Haskard viaja a Inglaterra ocho veces por año, pero la psicosis de crepúsculo imperial latente en las islas provoca esas capciosas explicaciones de su viaje. En el número de febrero del Falkland Islands Monthly Review —un folleto mensual mimeografiado que ofrece notas informativas y sociales— se comunicaba que «el gobernador Haskard partió hacia Londres el miércoles 24 de enero para efectuar consultas sobre diversos asuntos. Mister Summerhayes, miembro de la embajada británica en Buenos Aires, estuvo ocho días en la colonia observando algunos problemas de la ciudad y del campo. También partió hacia Londres». Los malvineros deducían: «Pronto habrá novedades».
Y no se equivocaban. Pocos días después, un denominado Concejo Ejecutivo de las Falkland acusaba al gobierno británico de preparar la devolución inmediata de las islas al gobierno argentino. El documento, que fue enviado a cada parlamentario británico el lunes 11 de marzo, informaba: «¿Sabe usted qué están actualmente realizándose negociaciones entre los gobiernos argentino y británico que pueden desembocar en la entrega de las islas Falkland (Malvinas) a la Argentina?». Para señalar luego: «No queremos ser argentinos. Ayúdenos».
Lo cierto es que esa perpetua ansiedad por el futuro de la isla parecería contradecirse con el nivel económico de sus habitantes. Aun cuando los funcionarios ingleses reciben los sueldos más altos, el ingreso promedio de un malvinero oscila entre 11 y 15 libras semanales (unos 35 y 48 mil pesos mensuales). El poder adquisitivo es tan alto que en las casas es muy común ver refinamientos tales como máquinas de lavar platos y otros enseres del confort doméstico. Sin embargo, los malvineros se quejan. ¿Por qué?
Delicado equilibrio
«En la tienda de Kelper se recibieron esta mañana quesos de Dinamarca y salchichones de Cracovia, de origen alemán». La voz de la locutora surgió luego de una polvorienta canción de Richard Tauber, seguramente un «hit» de la opereta vienesa de los años 30. Eran las 12, y las cuatro cantinas del pueblo estaban abiertas: cumplían el curioso rito de despachar whisky durante una hora, hasta las 13. Todos los comedores diarios olían a repollo, papa hervida con cáscara y asado de cordero, el habitual menú que los malvineros consumen hasta cinco días por semana.
«Importamos hasta el aire», susurró melancólico el nativo Albert Clifton. Su depósito de leche estaba lleno de botellas de whisky vacías. «Las de leche ya no quedan», informó. «Esta es nuestra prosperidad: un equilibrio tan delicado que cualquier cambio puede romperlo. Por eso algunos temen que el paso de la administración británica a la argentina pueda destrozar este paraíso artificial. No se dan cuenta que nuestros bienes no se asientan sobre bases sólidas. Los ingleses no quieren instalar aquí otras industrias porque la inmigración de mano de obra provocaría un desbarajuste financiero que echaría al demonio el estándar de vida actual. Hoy los malvineros estamos preocupados por las consecuencias que la devaluación de la libra londinense (distinta a la de las islas) puede provocar sobre nuestros bolsillos. La Secretaría de Colonias opina que si hasta ahora vivimos bien con nuestras ovejas, no hay razón para buscar cambios. Pero la verdad es otra: la gente está harta de los ingleses».
Radiografía de una colonia
Después de un siglo de sorda batalla, los malvineros lograron disminuir los poderes plenipotenciarios del gobernador. Fue un triunfo apenas formal. En 1947 se creó el Executive Council, una Cámara Alta de siete miembros, incluido el gobernador, que tiene derecho a voto. De esos siete miembros sólo uno representa realmente a los nativos. En 1951 comenzó a funcionar el Legislative Council, una especie de Cámara Baja, donde sólo dos de los nueve integrantes son voceros nativos independientes.
Según se informó, los malvineros no pueden comprar ni una hectárea de campo. Es algo tan difícil como obtener rápida autorización para viajar desde Buenos Aires al archipiélago o viceversa. Para comprar una vaca, por ejemplo, es necesario pagar un impuesto anual, lo que cierra toda chance de tranformarse en estanciero. Sin embargo, los dueños de la tierra malvinera también poseen grandes extensiones en la Argentina continental, como sucede —según confiaron— con el estanciero Waldren. El único trabajo que el gobierno y la Falkland Islands Company ofrecen es el de peón de estancia. No hay otra alternativa.
«Cuando en la UN se trató el problema de la autodeterminación de las islas —cuenta Clifton— formamos el Partido del Progreso. Pero la Secretaría de Colonias lo declaró fuera de la ley. Ese partido quería entablar conversaciones con la Argentina, concretar nuestra independencia. Eramos mayoría, pero no nos dejaron usar ni la radio: aquí todo está permitido, menos hacer política. Los ingleses controlan todo, hasta ponen los mismos representantes de la Cámara Alta en la Baja. En la Cámara Alta están el gobernador, su secretario y cuatro estancieros contra un malvinero. La Baja hace reuniones informales cada tres meses en el Town Hall para tratar lo que luego enviará al Executive Council. Pero sucede que seis de los nueve miembros están representando al gobierno y a la compañía». Según Clifton, «dos voceros malvineros nada pueden hacer para influir sobre esta farsa. Conviene tener en cuenta que los ingleses, que tienen mayoría en las cámaras, no totalizan ni el 25 por ciento de la población».
Mientras contaba esto, Clifton conducía su jeep «Land Rover» —«Landy», como le llaman— por las colinas ralamente cubiertas de pastos, mientras Puerto Stanley desaparecía a sus espaldas. También quedó atrás el aeródromo en construcción que no autorizará el descenso de aviones argentinos. Entonces comenzó a hablar de las próximas elecciones de marzo. “El mecanismo electivo es muy simple. La gobernación manda una lista con siete apellidos a los pobladores. Es una lista única, donde cada cual señala con una cruz a sus preferidos. Si bien en 1949 logramos el sufragio universal, de hecho hay otro cantado. Los pequeños grandes problemas que sufrimos, difícilmente se resuelven. La carne que comemos en el pueblo, por ejemplo, es flaquísima. Como no hay carreteras, las reses llegan arreadas a través del campo.
Enigma y desafío
Estas son las luces y sombras que acosan a las Malvinas, un puñado de islas de pampas onduladas, a 400 kilómetros de Río Gallegos, donde las manzanas de Río Negro llegan absurdamente vía Montevideo, después de recorrer 2500 kilómetros. Donde las sandías argentinas son una curiosidad rarísima y los huevos frescos de pingüinos se venden por monedas, porque hay millones de ellos diseminados por las roquerías de las islas.
El fantasma de los viejos balleneros todavía flota sobre la bahía de Puerto Stanley. Los casi ocultos mástiles de antiguos «clippers» que hechizaron a Verne y a Stevenson, a Salgari y a Jack London, erizan las aguas. Algunos terminan su vida como ignorados postes de luz, soportando los vientos de 140 kilómetros, las escarchas y los 10 grados bajo cero que se registran en los largos inviernos malvineros. Como contraste, un gigantesco radar se levanta junto al moderno barrio construido el año pasado por el ESRO (Organización Europea de Investigación Espacial), organismo integrado por los países de la NATO.
Pero la gente de Puerto Stanley ya no repara en la gracia del pintoresquismo:
«Hace 20 años que hablan de construir un frigorífico, pero nunca lo concretan», comentó un desilusionado nativo. «Prometen construir una escuela para que durante el año los chicos de las islas estudien en Puerto Stanley, pero continúa el viejo sistema de traer maestros de Londres que deambulan por las estancias, pasándose hasta un mes en cada lado, enseñando aritmética y lenguaje. Es un curso lectivo anual de apenas un mes. Es cierto que hay algunas becas para viajar a Londres o a los colegios ingleses en Sudamérica, pero no es fácil conseguirlas. Los chicos de las estancias están aislados y sólo dos avionetas Beaver de tipo remise (con capacidad para seis pasajeros y a un precio mínimo de ocho libras, unos 6000 pesos argentinos, por cada 150 millas) unen periódicamente a las estancias».
¿Cómo se solucionarían todos estos problemas? Integrarse a la Argentina resulta lógico para los isleños. Pero un amargo reproche estalla apenas se logra romper el mutismo habitual de los malvineros: «Los ingleses fueron los primeros culpables, los invasores», recuerda un parroquiano cuyo nombre pidió mantener en reserva. «Pero la verdad es que ahora nosotros estamos acá y ustedes tienen que tomarnos en cuenta. ¿Qué sabemos de la Argentina? ¿Qué hicieron para acercarse a nosotros? Ustedes, en cuanto pueden, hacen esos discursos famosos, dicen “son nuestras” y amenazan con venir a salvarnos en cualquier momento». Se detiene, y con rabia inicia un rápido balance: «Resultado: no toman ninguna iniciativa real y ahí está el error. La política inglesa consiste en esperar, como lo vienen haciendo desde 1833, mientras los reclamos diplomáticos van y vienen, y las hazañas al estilo Fitzgerald o grupo Cóndor quedan como gestos solitarios. Los gobiernos argentinos van al juego de los ingleses: dejar hacer. ¿A algún gobierno argentino se le ocurrió consultamos cada vez que se presenta una queja ante la UN?».
Los reproches de los nativos no tienen límites. Algunos se sienten ciudadanos argentinos y preguntan por qué nunca se les pidió información concreta sobre los problemas que sufren bajo el régimen de ocupación colonial.
Previendo el futuro, algunos malvineros buscan vincularse de cualquier forma con la Argentina. «Papá me da clases de castellano porque en la escuela lo enseñan muy mal», confesó Robert Rowland, de 11 años, a quien la maestra le enseña que «el puerto más cercano es Punta Arenas y luego Montevideo».
El golpe más subversivo que recibió la autoridad colonial es una bomba de efecto retardado: las insólitas amistades creadas entre isleños y pasajeros del avión DC6, que la «Operación Cóndor» condujo a Puerto Stanley en septiembre de 1966. Después de esa maniobra, la Argentina había dejado de ser la gran desconocida. Hace pocas semanas, algunos miembros de la expedición Scott a la Antártida no tuvieron más remedio que traer a Buenos Aires varios regalos de los malvineros que hospedaron a los del DC6. Quizás esto explique por qué el gobernador no quitó de la pista de carreras cuadreras de la ciudad —donde aterrizó el grupo «Cóndor»— los grandes tubos de hierro que impiden nuevos descensos. Para la Corona, eso no conduce sino a amistades peligrosas.
Pero subsiste un enigma, un desafío.
Complicado rompecabezas
«Si vienen los argentinos, espero que no haya combates porque los ingleses nos mandarán a la primera línea de fuego», pronostica angustiada la señora Emily Ross, esposa de un puestero de la estancia Carcass, una isla del extremo noroeste del archipiélago. «Todos esperamos la llegada de los argentinos en algún momento», admitió, mientras liaba su cigarrillo de tabaco fuerte.
La fantasía de una invasión armada asalta periódicamente a los malvineros. Suele provocar salvajes oleadas de humor en las cuatro cantinas de Puerto Stanley. En una de ellas, SIETE DÍAS escuchó una regocijada versión, mientras algunos lugareños bebían buena parte de los 120 mil litros de alcohol que consumen anualmente los isleños.
Inspirándose en una noticia sobre el viaje de militares argentinos al sur, escuchada por radios de transistores, alguien exclamó: «Parece que el gobierno argentino llenó de agentes secretos el avión en que viajaban todos sus generales y almirantes rumbo a la Antártida. Temían que alguien desviara el avión hacia aquí, para tomar por asalto las islas. ¿Se imaginan a los generales argentinos, sin un sólo soldado, rodeados por los seis policías de Puerto Stanley?».
La broma desembocó en sorda ansiedad: «Posiblemente los argentinos no vengan todavía. Tendrían que asumir muchos dolores de cabeza: hacer la reforma agraria para que los pequeños estancieros tripliquen el número de ovejas y garantizarnos nuestro nivel de vida, que supera al de muchas provincias argentinas».
Al parecer, las Malvinas constituyen un complicado rompecabezas. Ellas proponen un desafio al desarrollo económico que, en suma, es el mismo que ofrece toda la Patagonia, región a la que está obviamente unido todo el archipiélago. Conversar con malvineros implica descubrir que ellos y los argentinos están curiosamente incomunicados.
Voceros del latente y clandestino Partido del Progreso, cuyo objetivo es defender los intereses malvineros contra la potencia de ocupación, proponen dos medidas concretas. En primer lugar, un plebiscito que plantee a los isleños si quieren seguir siendo una colonia, luego de una campaña de conocimiento mutuo entre argentinos y malvineros, que facilite la restitución de las islas a la Argentina. «Aerolíneas Argentinas debería planear vuelos regulares a las islas —sugirieron—; viajes de estudio, excursiones turísticas y un intercambio comercial oficioso… Bombardear Puerto Stanley con visitantes argentinos, rompiendo leyendas negras, sería un gran primer paso». Alejandro Nesviginsky, miembro de la organización que facilitó el viaje del que participó SIETE DÍAS, es el fundador del diario francés Paris soir. Además, es uno de los ejecutivos que permitió sortear las enormes barreras burocráticas que se alzan frente a todo argentino que visita las islas. De alguna manera, coincide en los hechos con las propuestas del Partido del Progreso relativas al mutuo conocimiento entre malvineros y argentinos.
Los malvineros opinan que si el gobierno argentino otorgara facilidades a los isleños que deseen ir a Buenos Aires o a cualquier otro punto del país, la política de brazos abiertos podría traducirse en facilidades para el trasporte. Los malvineros tendrían así doble documentación, ya que al ser argentino por derecho, se proveerían de cédula de identidad al ingresar al país y usarían su pasaporte inglés en la isla, aun cuando el gobierno argentino, por razones obvias, no reconociera ese documento.
El problema lanero
Muchos argentinos creen todavía que las Malvinas son sólo una abstracción que algunos presidentes acosados utilizan cada vez que quieren tender cortinas de humo. Aunque alguna vez haya ocurrido tal cosa, esa actitud revela una peligrosa ceguera nacional. «Ha llegado la hora de que dejen de hablar de nosotros y hagan algo por nosotros y con nosotros», afirman los más lúcidos habitantes de Puerto Stanley.
Es que la única manera de salir del cerco del monocultivo depende de la posibilidad de liberarse del control inglés. Aun cuando teóricamente Inglaterra, por ser país superdesarrollado, ofrece mejores oportunidades a las Malvinas que la Argentina, en los hechos ocurre lo contrario.
Los ingleses sufren un tremendo déficit lanero y las 2200 toneladas que anualmente reciben de las Malvinas son siempre vitales. Pero en estos momentos la caída de la demanda lanera es grave: desde 1964 a 1968 se registró en el mercado mundial una caída del orden del 25 por ciento en las lanas merino; en cruzas finas la caída llegó a un 40 por ciento y en lanas para alfombras se llegó hasta una disminución del 62 por ciento. Si bien todo este ciclo depende de las fluctuaciones del mercado mundial, lo cierto es que el consumo en Inglaterra decayó en un orden del 9 por ciento durante el año pasado. Devaluar la libra fue, para los ingleses, una medida de estímulo para la producción textil, principal provocador de la crisis económica británica. Toda esta referencia a la crisis inglesa tiene obvia importancia para las Malvinas: la crisis lanera mundial afecta a las islas porque la lana constituye el único rubro productor del archipiélago, en directa dependencia con los vaivenes de la metrópoli. Ahora los malvineros indican que la nueva tendencia del mercado parecería retornar a las prendas de lana, en detrimento de la ropa de fibra sintética que hasta 1968 desplazó a las primeras. Pero la gente de Puerto Stanley se pregunta: «¿Por qué depender exclusivamente del monocultivo lanero y hasta cuándo? Si esta crisis sigue dos años más, la situación en la isla puede volverse molesta para la potencia mandataria».
Mejor que decir
Los ingleses dudan en abandonar las islas. «El interés práctico por las islas Malvinas data del siglo XVIII», admite H. S. Ferns en su libro Gran Bretaña y Argentina en el siglo XIX (Buenos Aires, Hachette, 1966) y agrega: «El interés británico se ajustó a la política seguida después de la guerra de los Siete Años, tendiente a establecer bases comerciales y militares alrededor de los confines del Imperio español». La inútil discusión inglesa acerca de cuáles piratas pasaron primero por las islas se derrumba frente al hecho concreto de que entre 1820 y 1833, seis gobernadores argentinos estuvieron a cargo del archipiélago. Hoy, casi nadie recuerda en las Malvinas la epopeya del gaucho Rivero, que con siete hombres resistió durante siete meses a la fragata inglesa Clio, esperando la ayuda de Buenos Aires que nunca llegó. Crear una corriente de contactos humanos y el apoyo concreto a las reclamaciones de los malvineros pueden ser pasos que ayuden a romper la barrera de mistificaciones erigida por la Secretaria de Colonias. Los ingleses saben que, históricamente, ya perdieron la partida.
Cuando el vapor Navarino se alejaba de las islas, Jeffrey Hugh Bosswald, corresponsal de la BBC, dijo a SIETE DÍAS en el bar de a bordo, mientras levantaba sonriente su «scotch»: «Salud, por sus Falkland. Vamos a entregarlas, sí… dentro de 1000 años».
—¿Usted cree que tardarán tanto? —dijo un oficial chileno— Mire el año pasado. Perdieron Jamaica, Trinidad, Tobago. De las Malvinas se irán antes. Mucho antes de lo que desean.
El hombre de la BBC terminó su «scotch» y no dijo nada más.