ESCENA IV
SHOLEM y MAX
Gran pausa.
SHOLEM. (Desgarrado, pero patéticamente duro, cerrado, necesitado de hablar con alguien).—Se está viniendo el frío.
MAX. (Acercando la silla hacia su hermano).—Sí. Parece que va a llover. Ya se viene el invierno. (Se queda mirándolo, tratando de hablarle, pero SHOLEM sigue erguido mirando al vaso). Hermano (Impulsivo). Hermanito. (SHOLEM está duro, los dientes apretados. MAX lo llama, conmovido, tratando de penetrarlo, de romper el hielo, y en un momento le toma la mano y se la aprieta y así quedan un segundo como aferrados. Después MAX lo palmea suavemente en el hombro).
SHOLEM.—En nuestro pueblito, en Capule, la nieve cuelga como lágrimas de las ramas secas. Cuánta nieve hay en Capule, ¿te acordás?: tapa las casas, las calles, el camino del bosque. (Se detiene). ¿Hay? (el rostro se contrae, apretándose la boca). Había. (Le tiembla la voz). Siempre hablo como si todavía quedara algo de todo eso. (Tenso, casi gritando, haciendo fuerza, apretando los dientes). ¡Como si pudiera olvidar que ya no hay nada! ¡Nada! Ni rastros sobre la tierra, ni tumbas en la nieve, nada. Nuestra familia huyó de alguna parte y vivió allí cuatrocientos años, ¿o quinientos, o novecientos? Quién sabe. Y un día entraron los alemanes y quemaron todo. (Enfurecido). ¿Qué les molestaba Capule? ¿Qué era Capule después de todo? Un puntito en la nieve, en medio de Rusia. Un puntito apenas, en la nieve. Y lo quemaron. Porque allí había judíos. Nada más que por eso. (Estalla). ¿Cómo olvidar lo que nos hicieron, Max, cómo olvidarlo? ¿Cómo tiene David tan mala memoria?
MAX.—¿Te acordás Sholem cuando allí hacía frío y nos sentábamos alrededor del horno? Y el viejo rabino se hamacaba retorciéndose las largas patillas y nosotros cantábamos aquella canción. (MAX empieza a tararearla conmovido; es una viejísima canción infantil. Las luces comienzan a apagarse. Finalmente se ven sólo las velas ardiendo en la oscuridad y reflejadas en el espejo mientras SHOLEM habla durante todo el curso de la canción, cuya traducción es: «En el horno arde un fuego muy chiquito y aquí en la casa se está bien y el rabí les enseña a los niños a leer. Aprendan niños, aprendan pequeños, todo el dolor y la sangre que en cada una de las letras hay». MAX la canta en ídish, y SHOLEM lo acompaña en parte. Luego dice:)
SHOLEM.—¿Cómo olvidarlo Max, cómo olvidarlo? Si en esa canción y en ese idioma está lo mejor de nosotros mismos. Si nosotros morimos un poco con todo lo que fue asesinado. Si trajimos todo esto con nosotros a través del mar. (Tratando de explicarle, sofocado). ¡Tanto esplendor y tanta ternura no pueden morir! ¡Tanto obstinado amor y tanta sangre y tantos siglos de Abramson no pueden morir! ¡No deben morir! (Se quedan un momento en silencio, mientras las luces del mundo exterior se prenden de nuevo. Se miran conmovidos).
MAX.—¿Cuántos años hace que estamos en este país, hermanito? Treinta, treinticinco… qué sé yo… ¿Quién era el presidente aquí cuando llegamos? Alvear, Yrigoyen, no sé… Y sin embargo parece que hubiéramos bajado del barco recién ayer.
SHOLEM. (Con resentimiento).—Amérike. Qué suerte que tuve. Venir aquí, ¿eh? Qué honor. Si por lo menos el hermano Ben nos hubiera pagado el pasaje de llamada a Nueva York. (Soñador). Dicen que allí hay grandes puestos para mí… dice el folletín del diario ídish, que los templos y la gente son grandes como montañas… Y si lo dice el diario ídish, debe ser así… (Con amargura). Pero venir aquí, al país que no perseguía a nadie, claro… ¿y qué tengo de todo esto? (Con odio). ¡Si todos los que vinieron a este país llegaron por accidente; judíos, italianos, españoles! ¡Todos! ¿A quién le gusta vivir aquí, eh?
MAX.—Pero el chico nació aquí.
SHOLEM. (Con desprecio).—¡Pero si nació aquí por accidente!
MAX.—Sí, Sholem. Pero el caso es que nació aquí y este es su país.
SHOLEM.—¿Y? ¿Qué hay con eso? ¡No entiendo, Max! ¿Por qué me salió así? Yo le di todo lo que pude, lo mandé a los mejores colegios judíos. ¿Por qué me hace esto? ¡Si ni me contesta en ídish cuando le hablo! ¡Y con quién va a casarse! ¿Quiere casarse? En buena hora. Yo nunca le prohibí nada. Quiere hacer su vida, no me escucha, se va a dar contra la pared, es cosa suya. ¡Pero que no me meta a mí en el asunto! ¿Con qué cara voy a salir a la calle después? ¿Eso no le importa? (Con profundo dolor). Es un egoísta. Nunca pensó en nadie que no fuera él. De noche doy vueltas en la cama y pienso: “Dios mío, tengo 62 años. (Gesto de desolación). ¿Y para qué levanté esta casa? ¿Para quién? ¿Para nadie? ¿Para nada? ¿Para que todo se lo lleve el viento? ¿Para que no quede ni siquiera rastro de nosotros? ¡Si es un goy! ¡Si está arrancado todo de raíces!
MAX.—Te pasaste la vida criticándolo, Sholem. (Pausa). Vos no sos el único que da vueltas en la cama de noche, Sholem.
SHOLEM.—¿Pero por qué tenía que pasarme a mí? Mirá los hijos de Hirsh, ese idiota que se saca el sombrero en la calle para saludarme.
MAX.—¿Sabés una cosa, Sholem? ¿Querés saber lo que dijo tu hijo el otro día? Se sentó ahí mismo… (Señala el sillón en el cual está sentado SHOLEM).
SHOLEM.—¿Cómo? ¿Se sentó en esta mesa, en mi lugar? ¿En este lugar? ¿No les tengo dicho que no quiero que nadie se siente en mi lugar cuando no estoy? ¿Qué? ¿Estoy muerto acaso? Basta que yo no esté en casa para que hagan lo contrario de lo que digo. ¿Por qué me contradicen?
MAX. (Agarrándose la cabeza).—¡No, no me equivoqué!, ¡qué más da! No era en esa silla, está bien. ¿Pero me vas a dejarte decir lo que me dijo, o no? (Pausa, suspiro). Me dijo que no había nadie en el mundo al que respete tanto como a vos.
SHOLEM. (A la defensiva, despectivo).—Sí, claro. (Pidiendo). ¿Y qué más dijo?, ¿qué más? ¿La va a dejar? ¿Va a hacer como yo le dije? ¡Quiero hechos! (Se queda pensando en DAVID y delira un poco). Si él quisiera… Claro; ¡algunos se acuerdan tarde!, pero David está a tiempo todavía. ¿Qué tiene que hacer Jaime frente a David? Si él quisiera… Es extraordinariamente capaz… (Como hablando con DAVID). Hay que estudiar, hijo, algo corto, farmacéutico, qué sé yo, o dentista, una de esas cosas que se estudian en la facultad. Un título. Hay que tener un título en la vida, no depender, ser capaz de darse un lugar en el mundo, no dejarse llevar por delante, hacer como yo. Mi nombre, David, te va a abrir todas las puertas. ¡Si todos me conocen en la ciudad!
MAX.—Todos, Sholem.
SHOLEM. (Delirante).—¡Claro! Va a ser todo muy fácil, para vos… (Se queda como viendo algo por dentro, escuchando antiguos sonidos ya dichos, perdido en sí mismo, animado de una salvaje esperanza hasta que de pronto estalla amargamente la realidad y lo hace decaer. Agita negativamente la cabeza). No: lo que pasa es que es malo ese muchacho, Max. (Se encoleriza despacio). El otro día Leie le dijo: David, vos sos el único que tenemos ¿te das cuenta? ¡No hay más! ¿Y sabés que me hizo? ¡Se puso a silbar! Delante mío, se puso a silbar como los goim. ¿Te das cuenta, Max? Silbar en mi casa. ¡Desde cuándo! Eso lo hacían los carreros, en Capule, en el campo, pero una persona decente, un buen judío ¡cómo va a silbar en su casa! No entiendo, Max, ¡simplemente no entiendo!
(LEIE entra).