Esta hueya la bailan los radicales

[Relato incluido en el libro Once cuentistas, Nueve 64 Editora, 1964]

Apretujado, chiquito, jadeante, Sánchez daba discretos codazos rencorosos tratando de sacar a los que se le ponían delante, de asomar a toda costa esa cara de muchacho promisorio que tenía, de fuerza nueva, de diputado más joven del partido y del país, con cara de doctorcito de veinticinco años, con sus pelos de carpincho, todos parados, cortados al rape como si estuviera en la conscripción, como para que dijeran «pero qué joven es este muchacho», y con esos ojos saltones y ansiosos y esa nuez prominente en el cogote flaco que subía y bajaba porque él se tragaba todos esos empujones y pisotones y codazos que le daban con tal de salir a la baranda, y diciendo por lo bajo «permiso, permiso», por fin pudo hacerse un lugarcito entre las anchas espaldas del candidato a gobernador que saludaba con los brazos, llamado Londres, donde ahora paraba el tren. El doctor Berreta, con sus impertinentes prendidos a la gran nariz al estilo de los diputados del año 30, saludaba con el sombrero orión en la mano, agitándolo despacio, circunspecto, casi al estilo papal, como bendiciéndolos a todos o casi al estilo presidencial, como Don Arturo, con gestos profesorales, como diciendo «Yo no estoy para estas cosas de los actos públicos, muchachos, yo estoy en la gran tarea nacional».

Sánchez, por fin, pudo apartarlos a los dos para hacerse de espacio vital después de darles unos furiosos pero educados codazos en los riñones y entonces, resoplante, componiéndose la corbata y esa sonrisa ingenua de valor joven, también pudo apoyarse en la baranda del último vagón del tren, una baranda que hacía de palco y tribuna y también saludó con los brazos en alto, aunque nadie lo conocía ahí, ninguno de esos diecisiete radicales amontonados ahí abajo, en el andén, o frente suyo, entre las vías, aplaudiendo. De pronto hubo una nube de humo negro, espeso, y todos tosieron. El maquinista otra vez. El maquinista ese que estaba impaciente y echaba esas nubes que los apestaban y tocaba el pito de la locomotora porque ya estaba cansado de toda esa historia.

Hacía siete estaciones que se venían repitiendo, ésta era la octava y ya no daba más. Tenía que quedarse diez o quince minutos más de lo habitual en cada parada mientras subían al último vagón el caudillo de cada población y los representantes de las fuerzas vivas, se levantaba una mesa con un par de tablones sobre unos caballetes y se repartía, con bastante mezquindad, unas diez botellas de vino. Entonces, primero hablaba el caudillo local, después el doctor Sánchez, en nombre de la juventud radical, y después el candidato a la gobernación de la provincia. El maquinista estaba harto, pero como el candidato era oficialista, tenía que aguantárselo; le habían prometido vagamente doscientos pesos por parada pero por ahora no le habían dado un centavo.

Entonces echaba nubes de humo y, como siempre estaba el comisarlo cerca, decía, encogiéndose de hombros, «qué quiere, qué voy a hacerle: es el escape ése, que anda mal».

Además había un viajante de comercio, un socialista que sin saber nada de la campaña electoral se había tomado justo ese tren porque tenía mucho apuro y ahora estaba desesperado y le decía al candidato: «doctor, ¡así no llegamos más!». Y cada vez que el candidato empezaba su discurso diciendo: «Correligionarios y amigos», el viajante dejaba escuchar, con la mano trompeta sobre la boca, en medio del silencio general, un pedorreo vengativo. Ya Sánchez lo había amenazado con dársela, pero no había caso. Era un turco alto, flaco, encorvado, que correteaba artículos de señora, con esos ojos entrecerrados y obtusos, ese bigotito a lo Hitler y esa ganchuda nariz, que no entendía razones y que además no sabía nada de política. Sólo sabía decir «Balacios» y nadie le sacaba otra cosa.

De modo que no había con quién hablar. «Ahora va a tirarme la bronca», pensó Sánchez, mirando al candidato; volvería a reprocharle porque no había arreglado al maquinista. ¿Y con qué plata si él no tenía un centavo encima? Pensó que el candidato lo atropellaba, con toda educación, pero siempre lo llevaba por delante porque al fin de cuentas Sánchez dependía de él.

Ahora habían llegado los camiones que siempre iban a los actos políticos, de todos los partidos, para pasar rato; las chicas que daban la vuelta al perro, algún jubilado, unos vagos, los chicos roñosos del barrio de los mataderos que corrían por ahí mendigando o jugando a la escondida entre los vagones; y también estaba el caballo del lechero que sin pedirle permiso al dueño se había hecho una escapada y asomaba la gran cabeza mansa por sobre la cerca de maderas astilladas de la estación —un andén, un techo de chapas, unas piezas de ladrillo sin revocar, una bomba de agua, unos vagones en vías muertas y una campana—. Había un par de sulkys y una desteñida bandera radical, roja y blanca, con las doradas letras UCR y el escudo ya ennegrecido, una bandera deshilachada del tiempo de Yrigoyen enarbolada por un viejo que la agitaba despacio, como agobiado por tener entre sus manos tanta gloria. La camioneta de la publicidad Clarinada, una Ford 1932, con los guardabarros abollados y echando vapor por el radiador cuadrado, los ensordecía a todos con ese altoparlante que tenía sobre el techo y que tocaba ese disco que era un invento nuevo de uno de los cerebros presidenciales, ese equipo macanudo de muchachos de izquierda que lo rodeaban a Don Arturo:

Esta hueya la bailan

los radicales,

pañuelo y boina blanca

dale que dale.

Era un disco de la campaña electoral del 58. Había un gran retrato del presidente y coreaban su nombre, y el ruido y los empujones y el rayado guitarreo de la hueya a todo lo que daban lo había mareado un poco a Sánchez cuando, de repente, se sintió abrazado, palmeado en la espalda, sacudido y casi instintivamente devolvió, sin ver, el ruidoso abrazo radical.

—Pero, mi querido doctorcito.

De pronto lo reconoció. Era Eibar, el hombre de confianza del caudillo local, ese doctor Berreta. Con su corpachón enorme, puro músculo, morocho y bigotudo, lo había empezado a ver en una de esas interminables convocaciones radicales en el teatro Lasalle o en Unione e Benevolenza, cuando Sánchez, que se las ingenió para ser nombrado secretario técnico, había aparecido sentado en una punta de la mesa directiva, tomando notas inútiles, pero en el escenario.

—¿Qué tal, mi amigo, cómo le va? —contestó palmeándolo y sintiendo que el otro lo respetaba porque creía que era alguien. «Pobre infeliz», se dijo Sánchez. No le tenía ninguna simpatía a Eibar.

Recordó haberlo visto, ahí abajo, en la sala llena de humo y de sillas puestas de cualquier modo, la sala llena de delegados de todo el país, siguiendo tumultuosamente durante tres días y noches los dificultosos debates para integrar una comisión de credenciales donde entraran representantes de todas las camándulas nacionales, mientras escuchaba, ahí atrás del escenario, el golpeteo de las viejas máquinas de escribir y las llamadas telefónicas de los periodistas que con las camisas mojadas de sudor, como todos ellos porque hacia un calor pegajoso, ahí adentro, trasmitían a diarios y radios la innumerable cantidad de palabras que se estaban diciendo.

—¿Así que pronto lo vemos en la cámara, doctorcito?

—Qué va a hacerle, mi querido Eibar. Estoy siempre en la lucha, mi amigo —dijo Sánchez.

Recordó exactamente por qué no le tenía la menor simpatía a Eibar. Fue después del millón de cosas tratadas en esa convención nacional: desde un proyecto sobre la legalización de la quiniela, presentado por un sector disidente de San Luis, hasta la denuncia de un convencional sanjuanino contra un gobernador porque era más generoso en la distribución de puestos públicos con los radicales del pueblo que con sus correligionarios, pasando por una abrupta discusión sobre la mejor manera de suavizar esa cláusula doctrinaria sobre la reforma agraria que era un poco agresiva para un partido que ya era gobierno.

Después de todo eso, Sánchez estuvo con Eibar en el mismo grupo de muchachos que vagabundeó un rato y después se fueron a tomar un vaso de vino a un boliche oscurecido, con coperas, que había por la avenida 9 de Julio. Y entonces, cuando Sánchez se encontró allí con su examigo, un tal Saldías, que lo llamó traidor, que le escupió en la cara —todavía sentía la tibia sensación sobre la mejilla— y los dos estaban ya un poco borrachos, en eso intervino Eibar y le dio una paliza bárbara al otro «porque me ha insultado al doctor Sánchez».

Cuando su examigo estaba todavía grogui, Sánchez trató de explicarle que no, que no era ningún traidor, que no había dejado de ser marxista, que nunca había transado con nada, que había que pelearla desde adentro, que él era el mismo Sánchez que se había afiliado al partido en el 55 con todos ellos; el mismo que se había reunido con ellos, recién salidos del colegio nacional, para robar libros por las librerías de Corrientes, ellos y él, que leían a Lenin y lo citaban, y leían a Scalabrini Ortiz y lo citaban, y después, en el humoso City Bar, se pasaban la noche jugando al truco y discutiendo todo lo que harían con el país cuando ellos fueran gobierno. Y estaban ahí, en ese café que estallaba de cubículo, volteados como pistoletazos sobre las mesas y de bolas de billar golpeando secamente unas contra otras sobre los paños bajo las verdes lámparas cuadradas; en ese café donde Sánchez y sus compañeros, sus ahora examigos, mirando los campeonatos nacionales de billar desde sus butacas, tramaban grandes cosas y sentían que ellos eran los únicos que entendían eso que estaba pasando en la calle; ellos, en ese café lleno de maridos desgraciados que pasaban la noche en blanco jugando a escoba o al dominó, de jubilados con insomnio, de prostitutas y pesquisas y ladroncitos y provincianos solitarios viviendo en esas pensiones del barrio Congreso; ellos, en ese café, cerca de Callao, en el mismo solar donde alguna vez había vivido Leandro Alem, desde donde una noche del 90 había salido y había tomado un mateo y se había pegado un tiro. Y ellos, sintiendo que era el país real, ése que juntaba bronca, oscuro, debajo de los titulares de los diarios y las ceremonias oficiales y los viejos nombres rondando por los ministerios. Ellos, que sobre las servilletitas de papel que acompañaban a los sándwiches de lomo con mostaza, comidos a las cuatro de la mañana, habían preparado la camándula para derribar a los caudillos de la capital. Y cuidado, dijeron, cuidado que aquí venimos nosotros. Y cuando vieron que eso era imposible aplicaron el viejo método para copar el comité de la Juventud. Pero ellos eran futuro, una máquina imparable, una aplanadora que barrería con todo.

Todo estaba dado: estaban esos muchachos tan piolas. Esos escritores bastante mayores que escribían en Contorno —algunos nunca habían leído esa revista pero, en realidad, con tanto trabajo en el comité no tenían mucho tiempo para leer— y estaban los caudillos ortodoxos, los caudillos marxistas de la provincia; y después estaban los asesores del futuro presidente. Todo estaba dado. ¿No estaba todo claro en Petróleo y política? ¿No era ese programa más nacional y más progresista que cualquier abstracción de la vieja izquierda? Y además tenían a todo el país detrás diciendo sí, y estaban esos viejos radicales en esas manifestaciones monstruosas de tanta gente, llevando las viejas banderas del parque, las viejas banderas yrigoyenistas que ellos retomaban «Frondizi, Perón, un solo corazón».

Todo estaba listo, todo estaba podrido, sólo hacía falta un gran empujón. Había que hacer las cosas despacio. Había que darle tiempo. Todo alrededor suyo se derrumbaba y ellos iban a hacer la revolución. Y detrás seguiría toda América Latina. Y una vez el futuro presidente les había dicho allí en su casa, en la calle Rivadavia, cerca de ese parque, en ese pequeño departamentito, con esa voz pausada, con ese tono magistral, provinciano, donde se mezclaban extrañamente el profesor y el caudillo, con ese tono que los estremecía hasta las vísceras, «Ustedes llegarán lejos». No lo olvidaría nunca. El futuro presidente le había dado la mano. Era el mismo día en que Irma, absurdamente, se había despedido de él dándole también la mano, después de estar casi tres años juntos. Irma, todo su mundo, lo había dejado de pronto, ese mismo día, diciéndole que no los aguantaba más, que él la asfixiaba, y le dijo que le había metido los cuernos con otro, con un cualquiera. Que no quería saber más nada con él. Que eran dos extraños. Sánchez sintió que toda su vida y todas las cosas eran un gran caos, una selva, una larga crueldad, pero que ahí estaba esa otra mano, y se agarró de esa otra mano presidencial, la apretó fuerte, como quien se agarra de un salvavidas, porque, a pesar de todo eso, significaba una esperanza concreta, realizable, ya mismo ahora, a pesar de su repentina soledad y de su confusión y de ese jadeo que tenía adentro, la esperanza de hacer algo juntos con sus amigos y con el presidente y con toda la otra gente, no sabía bien, algo que remediara todo eso amargo que tenía adentro y que le dolía por todo el cuerpo. Irma también había estado en esa reunión en la calle Rivadavia, pero ya como si fueran dos extraños. Se separaron y vio como Irma se iba casualmente Eibar para un lado, a tomar un colectivo, y él para otro sin saludarse.

Y alguna vez, después, Eibar le había comentado: «lindas amiguitas tiene usted, doctor; muy sabrosas». Y entonces, toda esa humillación por imaginarse lo que había pasado entre esos dos y esa humillación de ver el gran cuerpo de Eibar dándole la biaba por él a su examigo Saldías, todo se juntaba ahora.

—Nos vemos poco —dijo Sánchez—. Pero cada encuentro nuestro es memorable, mi amigo —dijo.

Aquella vez quiso correr tras Irma, pero no pudo. Después de todo, ¿iba o no a hacer carrera política? No podía hacer papelones.

—¿Se acuerda de esos mocosos, doctor? —dijo Eibar— ¿Se acuerda de la paliza que le di a uno? —y siguió—: Unos chantapufis, doctor, unos pajeros mentales. Nunca salieron de los libros.

Recordó la sucia manera en que Eibar la había mirado a Irma. «Ustedes llegarán lejos». Siempre por la capital, Eibar, quién sabe para qué. «Ustedes llegarán lejos». Pero no. Posiblemente había sido una aventura pasajera, en el caso de que realmente hubiese pasado algo. Pero nunca más la había visto a Irma. Tragó saliva. «Ustedes llegarán lejos». Y había llegado, o casi. Sería el diputado más joven del partido y del país. Fuerza nueva. Lo habían llamado de la televisión como para mostrarlo a la buena gente, como ejemplo de político joven, como dictándoles: «¿Ven? Tenemos uno, no todos se nos descarrilan». Un muchacho que promete. Y había llegado, claro que había llegado. En este país de mierda había que hacer las cosas despacio, había que darle tiempo al presidente, acomodándose y transando con las cosas que uno más odiaba.

Hacía poco que había terminado la carrera de abogado. Todavía era un oscuro empleadito del bloque de diputados. Pero ya se habían ganado las elecciones presidenciales, dos años atrás. Y ahora, si los militares no ordenaban otra cosa, habría elecciones y saldría electo diputado. Había que ocupar los puestos de los idiotas para tener la manija y hacer por lo menos algo. Uno tenía que adaptarse a las circunstancias, había que ser un buen marxista. Y todos sus amigos lo habían dejado solo. Unos antes, otros después. Y entonces, de pronto, casi lo alegró que Eibar lo saludara. Y, pensándolo bien, no podía quejarse.

El candidato a gobernador lo había tomado bajo su protección. «Pichón», le decía, «pichoncito», y lo acogía bajo su ala. «Yo te voy a enseñar cómo se hacen las cosas, vas a ver». Después de todo, tenían cosas en común. El candidato había sido abogado del Socorro Rojo por el año 36, cuando él nacía. Y había hablado en actos a favor de la república española. Era un hombre de izquierda el candidato, dentro de todo. Aunque Sánchez no sabía ciertas cosas del candidato, cierta cansada simpatía pegajosa, cierta manera de palmearle la espalda, de preguntarle «¿Cómo te va, pichón?» y esperar una respuesta suya como si de veras le importara tres pepinos cómo le iba o le dejaba de ir a Sánchez. Como si alguien se interesara allí, a esta altura del asunto, el uno por el otro. Y además cierta mirada socarrona, apenas perceptible, que usaba con todos esos idiotas del comité porque los necesitaba aunque se aburriera con ellos, pero que de pronto Sánchez descubrió que también usaba con él. Cierta manera de despreciarlo que también lo humilló. Una mirada turbia, impersonal, como si el otro lo estuviera cargando y le dijera: «Yo te conozco bien, pichoncito, sos bueno vos también».

Y entonces, a pesar de esa mirada, había dejado la capital para venirse trabajar a la provincia, con Delfino, porque todos sus ascensos se los debía a él, porque era hombre de Delfino y se jugaba por él, porque era su carta. Y quizá por eso, por estar en manos del otro, lentamente, le fue tomando esa pesada bronca, ese resentimiento denso. Era una rabia impotente, como si el otro, con su mirada socarrona, le estuviera diciendo: «Te tengo bien agarrado, pibe. Te la estoy dando con vaselina y vos no tenés otro remedio que aguantártela como un duque para pagar derecho de piso, si querés llegar a algo en este partido, porque si al fin de cuenta vas a llegar a ser algo es porque lo quiero yo».

Claro que el candidato nunca le había dicho nada de eso, al contrario, lo palmeaba, diciéndole: «Paso a paso, doctorcito, despacio mijo; en este país la cuestión es hacer cosas, dejarse de teorías, abrir las puertas, recibir dólares sin hacerle asco; hay que ser realistas mi amigo. Hay que desarrollar, desarrollar. Después hablaremos», y Sánchez pensaba con rencoroso dolor, muy por adentro, porque nunca decía nada, que algún día, cuando llegara la revolución, le levantarían un monumento a él y a todos los mártires que se habían sacrificado aceptando bancas en ese partido. Este país no era de izquierda, así de entrada. Qué se iba a hacer. Había que resignarse a las circunstancias, andar despacio, hacer lo que se podía. Y bueno, su marxismo era práctico, le imponía ahora ser hombre de orden. Qué se iba a hacer.

—¿Y qué me cuenta, Eibar? ¿Cómo van sus cosas por aquí?

—En la lucha, doctor. Soy secretario del Dr. Berreta, el intendente. Luchando siempre, doctor, por la causa.

—¿Siempre de asesor técnico?

—Así es, doctor.

Ahora Sánchez recordó lo que Eibar le había contado de su asesoría técnica. Eibar se metía en el consultorio del doctor Berreta y por detrás de la cortina miraba a los pacientes que esperaban en la sala de espera. Los conocía a todos. Al dedillo. Ese era su trabajo. Y antes que pasaran le decía al doctor Berreta: —¿Ve ese que va a entrar ahora, doctor? Se llama Díaz. Tiene cinco hijos, uno con bronquitis que se llama Oscar, tres gallinas, una hermana paralítica y un avestruz.

Así que cuando el paciente entraba, el doctor Berreta, con sus impertinentes prendidos sobre la gran nariz y las cejas aristocráticamente enarcadas, lo palmeaba cordialmente y le preguntaba: —¿Qué tal, Díaz?

¿Cómo le va? El hombre se quedaba muy sorprendido de que el doctor se acordara de su apellido, y entonces Berreta agregaba: —¿Qué tal andan sus cinco hijos? ¿Le sigue la bronquitis al Oscarcito?— Díaz, asombrado, daba explicaciones. —Pero che, dígale a su hermana que me venga a ver. Tiene que hacerse un tratamiento, che; esto no puede seguir así. Hoy día la parálisis puede ser tratada, qué embromar. Me tiene que invitar a su casa, hombre —decía el doctor, dándole palmaditas—. Quiero ver si todavía tiene tres gallinas o si hay una nueva. Y me voy a cuidar muy bien de dejar el reloj por ahí, a ver si me lo come el avestruz.

Díaz, completamente anonadado, porque encima el doctor no le cobraba nada —total, tenía un campito por ahí—, se iba a su casa y le decía a su mujer: —¿Sabés una cosa, vieja, cómo me quiere el doctor? Se acordó de todos y le mandó saludos al Oscarcito. Un hombre tan culto acordándose de nosotros. ¡Y vieras qué bien se acordaba! —Y claro, todos lo votaban a muerte.

Sánchez sabía que el candidato, el doctor Delfino, no era doctor sino enfermero. Y a cada enfermo que trataba, al principio de su carrera le ponía inyecciones gratis. Solamente le pedía que se afiliara. Y pronto barrió con todo en la parroquia.

—¡Correligionarios! —dijo con voz potente el doctor Berreta. Ya empezaba el acto. Hubo un escape de vapor, todos tosieron, nadie veía nada.

—Una conducta. Un hombre que se rompe pero que no se dobla. Ese es nuestro candidato a gobernador. Un hombre sin tesituras reaccionarias pero tampoco sin vanos devaneos comunizantes. Un hombre derecho. Un radical de ley. Un apóstol que sufrió la persecución del régimen para defender la causa. Una imagen viva de la democracia radical. Un hombre que vela por la recuperación moral de la provincia. Ese es nuestro candidato. Somos un país sin problemas. ¡Si nos dejaran vivir en paz! —dijeron durante años los vecinos de este esforzado partido— ¡Y eso trajimos nosotros! Paz social, progreso, cultura, asfalto para la plaza, una calesita para los pibes, una sonrisa en los labios de las madres, una voluntad gaucha de transformar esta tierra grande donde no hace falta expropiarle nada a nadie para que todos vivamos en paz. Porque acá hay lugar para todos los que quieran acogerse a la sombra bienhechora de nuestra bandera, que tiene un sol que por fin ríe al ritmo acompasado de nuestra felicidad de argentinos, por fin, realizados.

Un aplauso cerrado coronó esta breve pieza oratoria y otro bufido de humo que se largó ese maquinista podrido cerró la intervención del intendente.

Y fue entonces que le tocó el turno a Sánchez. Y de pronto, sin poder controlarse, con una rencorosa decisión, como una revancha feroz, incontenible, empezó diciendo:

—Correligionarios y amigos. Una profunda emoción me embarga. Sintió la mirada de repente alerta del candidato. Ese comienzo le resultaba conocido.

—Una profunda emoción me embarga porque en este pueblo se murió mi madre.

Una ola de consternación recorrió al público. Se oyeron varios «Oh», o si no, «Pobrecito, tan joven y ya huérfano». Sánchez vio que el candidato lo miraba francamente asustado. El candidato mataba a la madre en todos los pueblos del trayecto. Y señalaba con una mano en lontananza, como lo hacia ahora él:

—Allá, bajo un ombú cualquiera, o allá, bajo una lápida borrada por el tiempo, ignorada por todos, por ustedes y por mí, yacen los restos mortales de lo más sagrado que tiene un hombre en este valle de lágrimas: la viejita.

Las chicas lagrimeaban. El candidato estaba enrojecido de furor, carraspeando, como diciéndole: «Para qué, animal, qué chanchada me estás haciendo, pará, no sigas».

Pero Sánchez se lo sabía de memoria. Durante horas y horas, en el traqueteo infame de ese vagón de ferrocarril, en los coches comedores, con sus siniestras lamparitas amarillentas, entre todos esos hombres gastados por tanta oposición, por tantas derrotas, por tantas camándulas armadas en piezas de hotel o en convenciones provinciales, por tantos inútiles viajes electorales como éste, entre todos esos hombres que ahora que eran gobierno estaban ahí, inútiles, reblandecidos, casi muertos, entre todos esos hombres que tenían o querían puestos públicos «porque ya luchamos bastante, qué tanto», estaba también él, el protegido, el pichón, escuchando el discurso del candidato, siempre el mismo, una y mil veces, bebiendo esas palabras que ya se sabía de memoria y diciendo: «Pero qué bien, doctor» hasta el cansancio. Y ahora Sánchez sentía que una honda y amarga rebeldía inútil contra ese tipo y contra todos y contra él, le salía de adentro, sin remedio. Y le había ganado de mano al candidato. Y le decía el discurso.

—Yo pienso, ciudadanos, que si mi viejecita, que Dios la tenga en la gloria, me viera ahora, aquí, se sentiría orgullosa de su hijo, de su obra, y me diría: Seguí así que vas bien.

Un conmovido silencio siguió a este párrafo. Hasta el viajante, con los ojos como platos, con la boca abierta, intuía que algo no andaba ahí. Eso él lo había escuchado antes, pero no por la misma persona.

—El radicalismo —dijo Sánchez, con esa voz profunda, de radioteatro, que ponía su jefe— es como la lechuga. Porque las dos nacen de la tierra —dijo, haciendo el ademán de arrancar algo. Y se quedó así, con la mano colgante, dramática, como si se estuviera pensando algo. Ahora lo miraba al candidato que ya ni miraba y se aguantaba el desastre con los ojos cerrados. Continuó:

—Por eso hay que proseguir esta lucha. Por esos anchurosos caminos de la patria. Por la difícil tesitura que nos imponen las instancias. Por esos polvorientos senderos de la tierra americana. Y allí —dijo después de buscar entre el público a dos mujeres juntas, porque siempre había dos mujeres juntas— esas dos rosas que adornan esta población —un suspiro general recorrió al público, «qué galante, qué caballero»— nos representan la trascendencia más pura: una madre. Porque en cada mujer hay una madre. Y madre hay una sola. Y por eso, pueblo amigo de Londres —había que tener cuidado y embocarle justo el nombre a la estación— ¡no soy yo el que les pide el voto! ¡Es mi madre, desde el cielo! Es este sentimiento hondo que me hace dirigirme a todo el pueblo radical y a los vecinos que me escuchan para dejar por un momento de lado esta ruda afectividad, este quehacer de hombres que es la política, y volcarles esta tarde todo mi corazón apretado de dolor filial, en esta confesión que es un abrazo fraterno a todos los que vivieron junto a esta santa que fue mi madre, a la que nunca conocí. Por eso, permítanme que deje de lado los discursos y la contienda y deje caer una lágrima, una sola, sobre el recuerdo imborrable que este pueblo maravilloso despierta en mis entrañas filiales. Porque, a veces, también es de hombre macho llorar.

Un aplauso cerrado, frenético, largo, de todos los radicales y los curiosos coronó esta obra maestra.

—Y ahora —dijo Sánchez indicando al candidato— los dejo con este gran hombre.

Se hizo un silencio terrible. El candidato sudaba. Días y noches aprendiéndose ese discurso, justo ese, de memoria, ensayándolo frente al espejo, saliendo de todo lo vulgar, estudiando cada efecto, y ahora ese mocoso de mierda le salía haciendo ese chanchada Tragó saliva. Su larga experiencia parlamentarla podía salvar de alguna manera todo esa vacío que se le hacía en la cabeza, pero es que esa obra le había costado largas cavilaciones, ensayos y correcciones, tanto literarias como interpretativas; sintió que estaba destrozado por la sorpresa, inhibido para decir cualquier cosa, abrumado por esa repentina puñalada. Tuvo ganas de gritar: «Et tu, Brute», y estaba desesperado, y en eso levantó los brazos y gritó:

—¡Mi joven amigo ha expresado mejor que yo mismo la raíz más honda de mis pensamientos más profundos! Este joven valor partidario sólo se merece este abrazo —y se confundió en un sofocante palmoteo con Sánchez, a quien casi le destroza la espalda, y después sólo atinó a gritar ¡Viva la patria!

Un nuevo aplauso siguió a sus palabras. Algunos, aisladamente, enterados del nombre del joven valor, empezaron a corear: «Sán-chez, Sán-chez».

El doctorcito se libró a duras penas de nuevos abrazos, bajaron los representantes de las fuerzas vivas, y el tren arrancó mientras el altoparlante empezó de nuevo a tocar a todo lo que daba. Allí, acodados en la baranda, entre las banderas nacionales que ondeaban colgando del techo, el candidato y Sánchez se alejaron, saludando, saludando, con los brazos en alto. Pronto, el pueblo desapareció.

Sólo hubo campo y campo. Primero sembrados y después algunas vacas pastando, y después nada. El tren corría por una pampa rala, salvaje, con yuyos y cardones. Algunos montecitos a lo lejos, como islas, en el horizonte y, en medio del desierto, postes telegráficos. En la plataforma quedaron ellos dos solos. Sánchez bajó la vista. Esa rabia amarga le seguía hirviendo adentro. Temblaba y casi se sentía victorioso y además tenía miedo que el candidato lo tirara por la baranda, le insultara, le pegara, le retara a duelo, cualquier cosa. Le ardían las mejillas. Adiós diputación, pensó con miedo. Pero todo había sido irresistible, más fuerte que él, podría tratar de explicarse, qué sé yo, pensó, qué sé yo.

El candidato lo miró un rato en silencio, prendió un cigarrillo, carraspeó, tratando de calmarse, y de pronto palmeándole, sonriente, le dijo: Estás aprendiendo, pichón.

Y lo dejó solo, ahí, contra la baranda, contra el viento, en ese último vagón.

Obras completas
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
palabrasprevias.xhtml
prologo.xhtml
notadelcompilador.xhtml
CUENTOS.xhtml
Presentacion.xhtml
Ataud.xhtml
Tristezasdelapiezadehotel.xhtml
Elgatodorado.xhtml
Lospajarossalvajes.xhtml
Cabecitanegra.xhtml
Raices.xhtml
RocioFuentesestaborracho.xhtml
Estahueyalabailanlosradicales.xhtml
Elgalloblanco.xhtml
Bluesenlanoche.xhtml
Enlaplaya.xhtml
Bananas.xhtml
Cochecito.xhtml
Losojosdeltigre.xhtml
Dondeestanlosporotos.xhtml
Unaperfectatardedeplaya.xhtml
TEATRO.xhtml
Requiemparaunviernesalanoche.xhtml
dedicatorias.xhtml
requiem.xhtml
escena01.xhtml
escena02.xhtml
escena03.xhtml
escena04.xhtml
escena05.xhtml
escena06.xhtml
escena07.xhtml
escena08.xhtml
escena09.xhtml
Lacrucifixion.xhtml
SimonBrumelstein.xhtml
acto01.xhtml
acto02.xhtml
Elavionnegro.xhtml
elfantasma.xhtml
lasirvienta.xhtml
companero.xhtml
elinversor.xhtml
estamarchaseformo.xhtml
elorden.xhtml
comitecentral.xhtml
eldentista.xhtml
esteeselpueblo.xhtml
losgorilas.xhtml
companero2.xhtml
fantasma2.xhtml
lasperchas.xhtml
lafamilia.xhtml
lastorturas.xhtml
ElLazarillodeTormes.xhtml
apertura.xhtml
acto001.xhtml
acto002.xhtml
GUIONES.xhtml
CasitaenelTigre.xhtml
corte01.xhtml
corte02.xhtml
corte03.xhtml
corte04.xhtml
Elcasamentero.xhtml
parte01.xhtml
parte02.xhtml
parte03.xhtml
parte04.xhtml
parte05.xhtml
parte06.xhtml
parte07.xhtml
LadespedidadeKlein.xhtml
bloque01.xhtml
bloque02.xhtml
PRENSA.xhtml
prensa01.xhtml
prensa02.xhtml
prensa03.xhtml
prensa04.xhtml
prensa05.xhtml
prensa06.xhtml
prensa07.xhtml
prensa08.xhtml
prensa09.xhtml
prensa10.xhtml
prensa11-01.xhtml
prensa11-02.xhtml
prensa11-03.xhtml
prensa11-04.xhtml
prensa11-05.xhtml
prensa11-06.xhtml
prensa11-07.xhtml
prensa11-08.xhtml
prensa12.xhtml
prensa13.xhtml
prensa14.xhtml
prensa15.xhtml
prensa16.xhtml
prensa17.xhtml
prensa18.xhtml
prensa19.xhtml
prensa20.xhtml
prensa21.xhtml
prensa22.xhtml
prensa23.xhtml
prensa24.xhtml
prensa25.xhtml
MISCELANEAS.xhtml
Hablarondeteatro.xhtml
escena_I.xhtml
escena_II.xhtml
escena_III.xhtml
escena_IV.xhtml
Diccionario.xhtml
Historieta.xhtml
historieta01.xhtml
historieta02.xhtml
historieta03.xhtml
historieta04.xhtml
historieta05.xhtml
historieta06.xhtml
historieta07.xhtml
historieta08.xhtml
EPILOGO.xhtml
notabiografica.xhtml
autor.xhtml
notas.xhtml