Ruletas clandestinas

~ AGUAFUERTE ~

[Revista Compañero, Nro. 9 | 6 de agosto de 1963]

«¿Sabe que en Buenos Aires hay ruletas clandestinas?», me decía las otras noches un pizzero rencoroso mientras miraba de reojo a los tres únicos clientes con una sola porción cada uno por toda consumición estaban mirando desde hacía dos horas ese televisor que tiene el negocio ahí arriba, solo en una repisa, y que el pizzero todavía no terminó de pagar.

«Qué mishiadura», decía el hombre mientras, distraído, manoteaba sobre la madera grasienta una sobra de fainá que me ofreció con esas uñas negras que quitan el apetito.

«Qué mishiadura», repetía con amargura. «Pero qué mishiadura, pibe», y yo me imaginaba su magro libro mayor a fin de mes, como todas las cuentas a pagar, y me acordaba que, según decía todo el barrio, encima el pobre era cornudo conciente y entonces todo lo que me contó después tuvo un tono de tragedia sorda, gris, desconocida para los que seguramente pasan todos los días frente a una pizzería, en una de esas calles de barrio tan llenas de árboles, casas con verja y comadres de sillas en la vereda, durante el verano; y tan oscuras, con ese pálido arco voltaico en la esquina, durante el invierno, cuando la única luz sobre la vereda hasta las doce de la noche, la única cosa cálida y viva, además del lejano pitido de los trenes suburbanos, es esa pizzería miserable, pequeña, que es uno de esos negocios que de sólo pasar y verlos la gente piensa distraídamente «¿Cómo no se habrá fundido ya este tipo aquí?».

Y es cierto. «¿Cómo no se habrá fundido todavía?», pensaba al ver su clientela raquítica y sus pedazos de pizza gruesos, desabridos, a la antigua, y sus paredes de mosaicos blancos y partidos y su vidriera grasienta, con pastafrolas y palos borracho del tiempo del niaupa.

Petisito, morocho, con cejas desproporcionadamente crecidas, con esa facha de pizzero fracasado que se obstina en pensar «El año que viene pongo negocio en la calle Corrientes, pibe», ahí estaba absorto en quién sabe qué, del otro lado del mostrador, con esa mueca amarga, tragando siempre saliva, como si constantemente se estuvieran diciendo insultos a los que no podía contestar y tuviera que aguantárselos todos, tragando y tragando. Y yo lo veía así de bajito y panzón, con ese mugriento saco blanco y pensaba «La debe querer mucho». Porque en ese momento me decía: «Y le dije a Carmencita: “Esperate nomás unos meses y vas a ver cómo me paro”. Pero qué vas a hacer, pibe. No hay guita ahí en la caja, es una mishiadura bárbara».

«La debe querer mucho», pensaba yo, mirando cómo detrás nuestro, manipulando con el horno, estaba su mujer, que es una vaca así de grande. Ni fea ni linda, ni gorda ni flaca; si usted la ve y no sabe nada de todo esto nunca se la imaginaría andando con todos los hombres del barrio. Porque a la Carmencita le tiran los altos, y así anduvo con el de la funebrería, con el carnicero, con el dentista de la otra cuadra, con algunos clientes que comían arriba, con algunos de los pibes de los departamentos, con cualquiera. Y ya es famosa la Carmencita en todo el barrio. Cuando la vea con revoque en la cara —y mire que se suda y se llena uno de grasa en una pizzería atendiendo el horno— o cuando anda con una flor artificial prendida en el delantal, es porque tiene un nuevo amor. Canta, se le encienden los ojos como a las colegialas, y está excitada, y se ríe por cualquier cosa. Hasta le corta un pedazo de fainá más generoso que otras veces. El marido sonríe y dice sin voz —porque siempre habla tan despacio que si que si uno no pone el oído, no oye—: «Qué Carmencita esta; se me vino alegre hoy». Porque todo el barrio sabe sus fatos, menos el pizzero, claro, que ni siquiera tendrá ganas de imaginárselos y por eso traga tanta saliva, ahí solo, acodado en el mostrador de madera, siempre pensando en sus cosas. Quizás en su mujer. Porque yo creo que la quiere mucho. Pero el asunto es que decía: «En este barrio hay más quinieleros que baldosas. Y los que viven del escolaso no le cuento. Pero eso no tiene nada que ver en comparación con la ruleta esa que le digo. Mire. En el “restorán” de la otra cuadra bajan la persiana a las doce. Y en la fonda de aquí a la vuelta también. Pero si usted se fija, por debajo de la persiana ve que sale luz. Están timbeando y seguro que se ponen en forma con el comisario. Pero si usted baja tres cuadras para el lado de la avenida, va a ver esa casa hermosa, grande, con columnas, media tapada por un jardín adelante, con la verja de fierro. Si usté mira, las ventanas están sin luz y parece que no viviera nadie ahí. El dueño se hizo rico hace poco. Con el asunto de las divisas o el contrabando, qué se yo. Tiene pileta de natación y todo, adentro. Pero hace mucho que no vive más ahí. Ahora alquila la casa a unos personajes que vienen a timbear en grande. Pero eso no es nada. Dicen que tiene una pieza con una ruleta. ¿Se imagina? ¡Como en Mar del Plata, aquí a tres cuadras! Y dicen que va el comisario y el doctor ese que salió concejal».

—¡No puede ser! —le dije.

«Eh…», contestó poniendo el dedo debajo del ojo y tirando para abajo como diciéndome «en este barrio estamos al tanto de todo, pibe», como efectivamente dijo después: «¿Qué te creés, que soy un caído del catre?». «Tan luego a este pizzero, al tanto de todo», pensé mientras mordía muzzarella, y tuve ganas de reír, de llorar y de rajar de ahí.

«Por eso es que me da bronca, pibe, por eso. Porque vos sabés que el otro día tenía apagada la televisión y había tres viejitos jugando al truco con garbanzos, por centavos. Y en eso cae un vigilante que me viene a pedir una botella de vino. Y no un vino cualquiera, no te vayas a creer; pidió Chianti».

Yo me imagino la escena. Los tres viejos jubilados jugando a las cartas por unos garbanzos miserables, el vigilante, con esa falsa euforia de los que se llevan las cosas de arriba entra diciendo «Buenas» a voz en cuello, y nadie le contesta; y entonces pide Gamba de Pernice. Por empezar que ahí debe haber tres botellas de vino fino, si es que hay alguna. El hombre se lleva su botella, hace el biógrafo de decir «¿Cuánto le debo, mozo?» y el pizzero, al borde de la quiebra perpetua, le sonríe estranguladamente diciendo «No faltaba más, vaya tranquilo mi amigo» y hasta lo palmea, porque con estos hay que andar bien, por las dudas.

Y el pizzero siguió contando. Parece que al oficial le entró el gustito por ese rico Chianti. Y entonces entraron a caer vigilantes todos los días a pedir su botellita. Y hasta varias veces en una tarde. El pobre no sabía ya qué hacer. Hasta tenía que ordenar un encargo especial de vino previendo esas visitas fatales, que no fallaban nunca. Claro que este pizzero debe ser un exagerado. Habrán caído dos o tres veces, nada más, o cinco o seis, o quince a lo sumo. Pero el caso es que las arcas del pizzero ya no dan para más.

Su mujer le gritaba: «Pedazo de idiota. No tenés ni medio de carácter» y quizá eso fue lo decisivo. Porque a la otra noche, en la puerta de la casa blanca, vestidos de punta en blanco, con una pizza formidable, enorme, de jamón, de morrones, de cualquier cosa, envuelta en papel rosado y con un moñito, como si fuera un regalo de «boutique», se aparecieron marido y mujer. ¿Se los imaginan? Él, chiquito, con un traje cruzado de moda cuando se murió Gardel, y ella grandísima, toda revocada, como dispuesta a uno de sus romances.

—¿Está el doctor? —preguntó el pizzero con tanta naturalidad que el mayordomo lo dejó pasar. Y ahí estaba el doctor, en el vestíbulo con unos amigos, como si estuviera en el dentista.

—Pero qué dice mi amigo… —le dijo poniéndose de pie ante tan insólita visita. El doctor era todo un personaje. Había tallado mucho, allá por la década del 30; entonces había llegado a ser diputado, hablaba por la radio, le sacaban declaraciones en los diarios. Ahora era de nuevo «alguien». Y como siempre, no se metía, no opinaba, siempre tenía una sonrisa ministerial a flor de labios. Su lenguaje consistía en hacer esas sonrisas discretas y entornar los párpados. Se lo agarró al pizzero y se lo llevó a un rincón. Le gustaba enormemente llevar a todo el mundo a los rincones. De ese modo, todos se sentían importantes mientras él los palmeaba para demostrarles interés.

—Doctor, aquí le traigo este modesto obsequio —dijo el pizzero. Y enseguida le contó su drama. El doctor escuchó atentamente con su sonrisa, con la oreja media ladeada hacia nuestro hombre. Después lo miró con esos ojos tranquilos, señoriales, que inspiraban confianza y solamente dijo: —Bueno, bueno, bueno.

El pizzero nunca entendió bien estas enigmáticas palabras. ¿Ira, asombro, resignación filosófica? Pero el asunto es que enseguida el personaje palmeándolo le dijo: —Vaya, nomás, mi amigo que ya está todo arreglado.

No niega nuestro hombre que durmió más tranquilo esa noche. Pero a la tarde siguiente se le aparecieron de nuevo para pedirle la botellita de Chianti.

Devastado, alucinado, cansado y rabioso, el pizzero, por primera vez juntó fuerzas y dijo: —Perdone pero hoy no tengo.

Entonces, al rato, o al par de días se le apareció un cliente que le pidió Chianti y él se lo vendió.

A las dos horas cayó un vigilante. En la pizzería, los consabidos viejitos jugaban por porotos y garbanzos al truco.

—¿Así que no tenía vino, eh? —le dijo.

Y después, mirando despacio a la concurrencia agregó:

—Cuídese. Me parece que aquí lo vamos a tener que clausurar por represión a los juegos de azar.

Eso dijo. Y se fue.

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