ESCENA II
LEIE y SHOLEM
Entra SHOLEM, con su sobretodo negro de cuello de terciopelo. / Es alto, imponente, sombrío, tiene ya su edad pero se mantiene erguido, con su aire de señor. / Afuera debe hacer mucho frío, porque entra restregándose las manos. / Usa un sombrero orión, negro, y un chal blanco que lo abriga y que se quita despacio al entrar. / Tiene un sofocado amor, una ternura que apenas puede manifestarse.
SHOLEM. (Señorial, majestuoso).—Gut Shabes, buen sábado tengan todos. (Mira. Golpea la mesa con los nudillos). ¡Leie! (Se va volviendo más agresivo —no entró de muy buen humor— al ver que no hay nadie. Camina). ¿No hay nadie aquí?
LEIE. (Entra casi corriendo. Es pequeña. Parece otra. Es como si se hubiera vestido de fiesta. Se cambió el viejo batón por un vestido mejor, se peinó rápidamente, se puso alguna pulsera y lleva la flor prendida. Está sabática. Pero se olvidó de sacarse el delantal).—Gut Shabes, Sholem. ¡Ay, qué barbaridad! Yo me decía: apúrate, Leie, apúrate… (Ve que él la mira sin decir nada. Ella empieza a mirarse, culpable, bajo esos ojos de juez, como preguntándose qué es lo que anda mal. Mira la mesa, todo en su lugar. Se mira de nuevo. ¡Horror! Se olvidó de sacarse el delantal). ¡Ay, dónde tengo la cabeza! (Sale guardando el delantal y vuelve. SHOLEM, con una amargura que le viene de antes, termina de sacarse el sobretodo y luego el sombrero, debajo del cual hay un solideo[16]. Se sienta a la mesa. Abre la botella y lleva la copa de plata para hacer la bendición del vino. Entra LEIE nuevamente). Bueno, ahora sí. Gut Shabes, Sholem. ¿Qué tal? ¿Cómo te fue en el templo esta noche? ¿Cómo estuviste de la voz?
SHOLEM. (Un poco lejano, ido).—Bien. (Como pensando en voz alta). El coro estuvo un poco flojo. Los barítonos no andan. (Gesto de desprecio). Bah… Todos troncos. (Se endereza). Pero ¿no hay nadie en casa? (Sonríe como si no pasara nada). ¿Ni siquiera Max está?
LEIE.—Estuvo toda la tarde papando moscas. (Disculpándose). Yo le dije: «Mire, Max, no se vaya que está por llegar Sholem, y después se enoja cuando no estamos todos en casa». Pero hablar con tu hermano es como hablar con la pared. Bajó, no sé para qué; en seguida vuelve. ¿Te cambiaste la camiseta después de cantar? Estarás todo mojado. ¿Querés una para cambiarte?
SHOLEM. (Un poco enojado por lo de MAX).—Me cambié, me cambié. Después de cantar. (Silencio. LEIE está sin saber qué decir y endereza la posición de los cuchillos en la mesa. Teme justamente lo que SHOLEM va a hacer cuando él le pregunta con sordo sarcasmo, con una sonrisa amarga:) ¿Nu, Leie? (Se va diluyendo la sonrisa, aún más tenso). ¿Dónde está tu hijo, Leie?
LEIE. (Mira la silla vacía y busca alguna respuesta).—Ya va a venir, Sholem. Hoy me prometió que iba a portarse bien y que iba a hacerte caso. Vos sabés que en la sastrería no lo dejan salir antes. Estamos en América, Sholem; vivimos entre goim, ¡qué se le va a hacer! El patrón no respeta el sábado.
SHOLEM. (Dolorido).—David tampoco ya lo respeta.
LEIE. (Trata de cambiar el tema).—¿Y? ¿Qué tal? ¿Había mucha gente hoy?
SHOLEM. (Encarándola).—¿Pero habló, por lo menos? ¿Dijo a qué hora iba a venir? (Se compone). Los viejos de siempre.
LEIE.—¿Tuviste alguna visita hoy?
SHOLEM. (Va al piano y toca con un dedo, después dos, un compás, mientras tararea una canción litúrgica, muy por lo bajo, como si la susurrara: «Umipnei». Y por nuestros pecados).—Vino Hirsh.
LEIE.—¿Quién?
SHOLEM. (Impaciente).—¡Hirsh! Uno que conocí cuando era joven y hacíamos giras por las colonias de Entre Ríos y yo daba conciertos litúrgicos. ¿Te acordás? Uno pelirrojo.
LEIE.—¡Ah, uno de Colonia Ceres, me parece!, ¿no? Pero si es un muerto de hambre.
SHOLEM.—Era. Vino a oírme cantar. «Jazn», me dijo, «señor cantor», me dijo: «Cuando usted improvisa con el falsete (improvisa) siento una cosa aquí». (Se señala el pecho y después se encoge de hombros).
LEIE.—No, si tenés muchos admiradores. En Rosh Hashaná, en año nuevo, de todos los barrios de Buenos Aires vienen judíos a escucharte cantar. Y cuando voy al mercado, detrás mío siento que dicen: «¿Ven esa señora? Es la esposa del cantor Abramson». (Silencio. Leie trata de levantar la conversación mientras ve cómo Sholem, con la cabeza en otra cosa, decae cada vez más. No encuentra mejor manera de no tocar temas prohibidos que seguir esa conversación). ¿Y? ¿Cómo está ese Hirsh? ¿Cómo le fue en la vida?
SHOLEM.—Le fue. Tiene una fábrica de cubiertos. (Orden). Traeme las pantuflas.
LEIE. (Se las trae).—¿Te acordás cuando nosotros entramos a trabajar a una fábrica de cubiertos? (Recuerda, soñadora. Despierta). Pero no servíamos para eso. Vos sos mucho más que un fabricante de cubiertos. ¡El cantor Abramson!
SHOLEM.—Por aquella época debe haber empezado él también. (Sonríe con cansancio). Estaba loco hoy. Me quería traer a toda costa en auto a casa. En la misma puerta del templo lo había parado.
LEIE.—¡Desfachatado! Viernes a la noche empieza la fiesta y él con el coche.
SHOLEM.—Un auto grande, enorme. (Severo). Le dije que no. Que yo no viajaba los sábados, y que si sabía con quién estaba hablando.
LEIE.—Bien hecho. ¿No te digo yo? Dios da plata a gente tan bruta… (A pesar de sí misma). Así le habrán salido los hijos.
SHOLEM.—Un hijo se va a Israel con una beca. El otro es profesor en la facultad.
LEIE. (Se resiente y se deprime y angustia, acusando el efecto de esta frase).—Mirá vos. No creo que hayan podido aprender mucho de él. Y sin embargo… (Lo ve decaer a SHOLEM y, arrepentida, busca un tema). En fin. ¿Y el señor Kohn? ¿No estaba?
SHOLEM.—Estaba.
LEIE.—Y claro, el señor Kohn siempre viene a escucharte. Mirá vos. Es un millonario ese hombre. ¡Y sin embargo tan sencillo! ¡Y cómo te respeta!, ¿eh? Es el único de la comisión directiva que se portó como la gente con nosotros. Antes de cantar siempre te sienta ahí, adelante, al lado suyo. ¡Y son igualitos, mirá! ¿Quién diría que él es millonario? Tienen cierto parecido, no sé, en la cara. ¡Si cuando te veo cantar ahí, en medio del templo, me parecés un príncipe!
SHOLEM.—Me sé dar mi lugar. (Camina por la pieza). ¿Y? ¿Dónde está mi hijo, Leie? ¿Qué pasó que no vino?
(Tocan el timbre).
LEIE.—¡Seguro que debe ser él! Por favor, Sholem, no le digas nada ahora: él está arrepentido de lo que dijo ayer; no le grites, Sholem, es un chico todavía…
SHOLEM. (Va a tomar el «Diario Israelita»).—Andá a abrir. (Lo abre y lee como si estuviera totalmente enfrascado desde hace rato).