Capítulo 66
Ottawa, diciembre de 2007
El avión aterrizó en el modesto aeropuerto de Ottawa con un chirrido de los neumáticos. Algún tiempo después, Ben salió al aire frío y tonificante. Una ráfaga de nieve lo azotó cuando estaba subiendo al taxi que lo esperaba. En la radio sonaba la versión de Sinatra de I’ll Be Home for Christmas y había una franja plateada de oropel colgada del espejo retrovisor.
—¿Adónde vamos, colega? —preguntó el taxista, volviendo la cabeza para mirarlo.
—Al campus de la universidad de Carleton —le indicó Ben.
—¿Ha venido a pasar las Navidades? —preguntó el taxista mientras el coche circulaba suavemente por la espaciosa carretera de circunvalación entre los bancos de nieve.
—Solo estoy de paso.
El salón de conferencias del bloque de Ciencias de Carleton estaba atestado cuando llegó Ben. Encontró un asiento en la última fila del auditorio ascendente, cerca de la salida del centro. Al igual que los aproximadamente trescientos alumnos, había ido para asistir a una conferencia de biología de los doctores D. Wright y R. Kaminski. El tema era «Los efectos de los campos electromagnéticos débiles sobre la respiración de las células».
Había un rumor apagado de conversaciones en la sala. Todos los alumnos tenían a mano libretas y bolígrafos para tomar apuntes. Debajo del auditorio había un pequeño escenario provisto de un podio y dos sillas, otros tantos estrados con sendos micrófonos, un proyector de diapositivas y una pantalla. Los conferenciantes aún no habían subido al escenario.
A Ben no le interesaba lo más mínimo el tema de la conferencia. Pero sí que le interesaba la doctora R. Kaminski.
La sala enmudeció y se produjo una discreta salva de aplausos cuando los dos conferenciantes, un hombre y una mujer, subieron al escenario. Adoptaron posiciones a ambos lados del podio. Se presentaron a los asistentes a través de los altavoces y dio comienzo la conferencia.
Roberta se había teñido de rubio y llevaba el cabello recogido en una coleta. Parecía una científica respetable, como cuando Ben la había conocido. Se alegraba de que hubiera seguido su consejo y se hubiera cambiado el nombre. Había tardado algún tiempo en encontrarla; eso era una buena señal.
Los estudiantes que lo rodeaban estaban sumamente concentrados y tomaban notas atentamente. Ben se arrellanó un poco en el asiento, procurando pasar desapercibido. No comprendía las palabras que Roberta estaba diciendo, pero el tono de su voz a través de los altavoces, el sonido suave y cálido de su respiración, le parecía tan cercano que casi podía sentir su contacto.
Hasta ese momento no había comprendido plenamente cuánto había deseado volver a verla y cuánto iba a echarla de menos.
Cuando partió hacia Canadá sabía que sería la última vez que la viera. No pensaba quedarse mucho tiempo. Solo quería asegurarse de que estaba sana y salva, y despedirse de ella en privado. Antes de entrar a la conferencia le había dejado un sobre en el mostrador de recepción. Dentro estaba la agenda roja y una breve nota en la que le explicaba que había salido ileso de Francia.
Observó a Dan Wright, el segundo conferenciante. Comprendió por su lenguaje corporal (daba la impresión de querer estar cerca de ella en el escenario, asentía y sonreía cuando ella hablaba y la seguía con la mirada cuando se desplazaba entre el podio y la pantalla) que Roberta le gustaba. Que quizá le gustase mucho. Parecía un tipo decente, se dijo Ben. De los que Roberta realmente se merecía. Formal, digno de confianza, un científico al igual que ella, un hombre de familia que sería un buen marido y un buen padre algún día.
Ben suspiró. Había hecho lo que se había propuesto, había terminado lo que había venido a hacer. Ahora esperaba la indicación para marcharse. En cuanto ella volviese la espalda unos segundos se escabulliría.
Pero no era sencillo. Había imaginado aquel momento un millón de veces durante los últimos días. Pero ahora, al encontrarse en su presencia, al escuchar su voz, que lo envolvía a través de los altavoces, le parecía impensable estar a punto de marcharse, de coger el siguiente vuelo de vuelta a casa y no volver a verla nunca.
Pero ¿tiene que ser así?, pensó. ¿Y si no se marchaba? ¿Y si se quedaba? ¿Podían intentar tener una vida en común? ¿Realmente tenía que acabar así?
Si, esto es lo mejor. Piensa en ella. Si la amas, tienes que marcharte.
—… Y el efecto biológico de esta onda electromagnética se puede ilustrar con este diagrama de aquí —estaba diciendo Roberta. Sonriendo al doctor Wright cogió un puntero láser del podio y se volvió para dirigir el haz rojo a la imagen que apareció en la gran pantalla detrás de ella.
Se dio la vuelta unos segundos. Ya está, pensó Ben. Respiró profundamente, tomó una decisión, se obligó a levantarse del asiento y se dirigió rápidamente al pasillo central. Cuando empezaba a recorrer el pasillo una chica de cabello de color jengibre sentada en la última fila levantó la mano para formular una pregunta.
—¿Doctora Kaminski?
Roberta se volvió de la pantalla.
—¿Sí? —dijo, mientras escrutaba al público en busca de una mano levantada.
—Me preguntaba si haría el favor de explicar cuáles son las conexiones entre el aumento de los niveles de endorfina y la alteración de los ciclos celulares de los linfocitos T.
Ben desapareció a través de la puerta y se dirigió a la puerta exterior. El frío lo asaltó al salir.
—¿Doctora Kaminski…? —repitió perpleja la joven del cabello jengibre.
Pero la doctora Kaminski no había oído la pregunta. Se había quedado mirando fijamente la salida que acababa de ver que atravesaba alguien.
—Lo…, lo siento —murmuró distraídamente ante el micrófono y ahuecó la mano sobre este produciendo un ruido sordo que sacudió los altavoces—. Dan, encárgate tú —le susurró con urgencia a un asombrado doctor Wright.
Entonces, mientras afloraba un frenético cuchicheo de rumores confusos en el salón de conferencias, Roberta saltó del escenario y salió corriendo por el pasillo central. Los estudiantes se retorcieron en los asientos y arquearon el cuello para observarla cuando pasaba. El doctor Wright estaba boquiabierto en el escenario.
Ben bajó corriendo los escalones del edificio de Ciencias con fachada acristalada y atravesó a buen paso el campus universitario nevado sintiendo un peso en el corazón. Los copos de nieve que caían del acerado cielo gris describían espirales flotantes a su alrededor. Se levantó el cuello del abrigo. A través de una abertura entre los edificios bajos que formaban un amplio cuadrado alrededor del contorno del campus vio la distante carretera, así como el aparcamiento universitario y la parada de taxis. Algunos estaban aparcados, con los techos y las ventanas cubiertos de nieve.
Exhaló un profundo suspiro y se encaminó hacia ellos. Un avión emitió un rugido ensordecedor desde el cielo al despegar del aeropuerto cercano. Ben tardaría diez minutos en llegar y tendría que matar el rato antes de que saliera su vuelo.
Roberta salió en tromba por las puertas dobles hacia la nevada y desde lo alto de los escalones miró hacia el otro lado del campus. Sus ojos se posaron sobre una figura lejana y supo al instante que era él. Casi había llegado a la parada de taxis. El conductor había salido del coche para abrirle la puerta trasera. Sabía que si se subía a ese taxi nunca volvería a verlo.
Gritó su nombre, pero su voz fue ahogada por el repentino trueno de un 747 que volaba a escasa altura sobre Carleton con el símbolo de la hoja de arce roja de Air Cañada en la cola.
Ben no la había oído.
Roberta corrió, resbalando en la nieve con sus zapatos de interior. Sentía que el viento helado le enfriaba las ardientes lágrimas del rostro. Volvió a gritar su nombre y a lo lejos la pequeña figura se puso en tensión antes de detenerse.
—¡Ben! ¡No te vayas! —Ben oyó el grito lejano detrás de él y cerró los ojos. Había una nota de algo semejante a la desesperación en su tono, casi una exclamación de dolor, que le produjo un nudo en la garganta. Se volvió lentamente para verla corriendo hacia él a través de la plaza desierta, con los brazos abiertos, trazando a su paso una serpenteante línea de huellas en la nieve.
—¿Viene, señor? —preguntó el taxista.
Ben no le contestó. Había apoyado la mano en el borde de la portezuela del coche. Suspiró y cerró la puerta de un empujón.
—Parece que voy a quedarme un poco más.
El taxista sonrió, siguiendo la mirada de Ben.
—Eso parece, señor.
Sintiendo un torrente de emociones, Ben se dio la vuelta para dirigirse hacia la figura que se acercaba. Apretó el paso paulatinamente hasta que echó a correr. Tenía lágrimas en los ojos cuando dijo su nombre.
Se encontraron en el límite de la plaza y Roberta se arrojó a sus brazos. Ben le dio vueltas y más vueltas. Ella tenía copos de nieve en el pelo.