Capítulo 24
Gaston Clément había tardado demasiado en seguir el consejo de Ben. Se sirvió una copa de vino barato mientras contaba su recién adquirida fortuna y bebió por el extraño visitante extranjero.
Cuando lo encontraron los tres nuevos visitantes estaba dormitando en su andrajoso sillón con la botella mediada al lado. Godard, Berger y Naudon lo sacaron a rastras de la plataforma haciendo caso omiso de sus súplicas y lo arrojaron violentamente al suelo de cemento. Lo apresaron y lo sujetaron en una silla. Un pesado puño se estrelló contra su rostro, fracturándole la nariz. Manó sangre de las aletas de la nariz, empapando la barba gris.
—¿Quién te ha dado ese dinero? —le rugió una voz al oído—. ¡Habla! —El frío acero de una pistola le apretaba la sien—. ¿Quién ha estado aquí? ¿Cómo se llamaba?
Clément se devanó los sesos, pero no conseguía recordarlo, de modo que le asestaron un puñetazo más fuerte. Lo golpearon sin cesar hasta que los ojos se le cerraron a causa de la hinchazón, el suelo que lo rodeaba se empapó de sangre y vómito, y la barba y el cabello se le pusieron pegajosos y rojos.
—Il est anglais! —exclamó con un grito confuso y balbuciente al recordarlo.
—¿Qué ha dicho?
—Que el inglés ha estado aquí.
El rostro de Clément estaba aplastado contra el frío suelo por una pesada bota que amenazaba romperle el cuello. Gimió y se desvaneció.
—Tranquilos, muchachos —intervino Berger, observando la forma lastimosa e inconsciente tendida en el suelo—. Tenemos que entregarlo vivo.
Mientras el Audi atravesaba a toda prisa la granja abandonada con Clément embutido en el maletero ya aparecían llamas en las ventanas del granero y una negra humareda se elevaba hacia el cielo.
Monique Banel estaba dando un paseo por el parque Monceau con su hija Sophie, que tenía cinco años. Monceau era un agradable parquecillo con una atmósfera apacible, donde los pájaros cantaban en los árboles y los cisnes chapoteaban en el pintoresco lago en miniatura. A Monique le gustaba relajarse allí unos instantes cuando salía del trabajo administrativo a media jornada y recogía a Sophie de la guardería. Monique saludó afablemente («Bonjour, monsieur») al elegante anciano que a aquella hora solía sentarse en el mismo banco para leer el periódico.
La chiquilla, como siempre, estaba absorta en las escenas y los sonidos del parque, sus ojos brillantes echaban chispas de alegría. Cuando estaban recorriendo uno de los senderos que discurrían entre los jardines del parque, Sophie exclamó alborozada:
—Maman! ¡Mira! ¡Viene a vernos un perrito!
Su madre sonrió.
—Si ¿a que es bonito?
El perro era un spaniel pequeño y bien cuidado, un cavalier king charles blanco con franjas marrones que lucía un collarcito rojo. Monique miró en derredor. Su propietario debía de hallarse en las inmediaciones. Muchos parisinos llevaban sus perros al parque para pasear por la tarde.
—¿Puedo jugar con él, maman? —Sophie estaba embelesada con el pequeño spaniel que se dirigía trotando hacia ellas—. Hola, perrito —llamó la niña—. ¿Cómo te llamas? Maman, ¿qué es eso que tiene en la boca?
El perrito les dio alcance y depositó el objeto que transportaba en el suelo, a los pies de Sophie, y la miró expectante, meneando el rabo. Antes de que su madre pudiera detenerla la niña se había inclinado a recogerlo y lo estaba examinando con curiosidad. Se volvió hacia Monique con el ceño fruncido, sosteniendo el objeto para enseñárselo.
Monique Banel gritó. Su hijita estaba aferrando parte de una mano humana cercenada y mutilada.