Capítulo 59
Ben se puso en marcha a campo traviesa. Descubrió un sendero tortuoso que se devanaba por la ladera de la colina desde el límite occidental del pueblo. Descendió dificultosamente mientras los guijarros y la tierra desprendida se deslizaban bajo sus pies. A veces el terreno reseco cedía y Ben resbalaba unos metros, debatiéndose para mantener el equilibrio. Cuando llegó a la línea de los árboles cien metros más abajo, la senda se tornó más firme y las ramas le ofrecieron un asidero en el último trecho de la pendiente. Al principio los árboles eran escasos, pero a medida que el terreno se nivelaba daban paso a un espeso bosque.
Descubrió un sendero hojoso entre las tupidas coníferas, los robles y las hayas. Los pájaros cantaban en los árboles y los lechosos rayos del sol de otoño titilaban a través del follaje verde y dorado. Por primera vez desde hacía días casi pudo quitarse la preocupación de la cabeza. Aunque la echaba mucho de menos, era un alivio saber que Roberta estaba fuera de peligro. Pasara lo que pasara, ella estaría a salvo.
Al otro lado del boscoso valle el terreno volvía a elevarse. A un kilómetro de distancia, al otro lado de una meseta rocosa había un tremendo precipicio que ascendía hasta una alta cumbre. Se percató de que aquella ruta lo conduciría directamente a la cima. Siguió caminando tranquilamente entre las rocas, ignorando los matorrales espinosos que se le enganchaban en los tobillos. La dentada cresta estaba más próxima.
A gran distancia, Franco Bozza observaba la diminuta figura de su presa mediante unos potente» binoculares. Lo había seguido desde Palavas, ocultándose cautelosamente. Lo había observado mientras descendía trabajosamente por la ladera de la colina desde Rennes-le-Château, atravesando la campiña en línea recta. Era evidente que sabía a dónde iba. Fuera lo que fuese lo que estaba buscando el inglés, Bozza también lo encontraría. Esta vez no pensaba permitir que se le escapara.
Bozza había descrito un semicírculo en torno al flanco de Ben. Un camino de cabras que atravesaba un bosquecillo lo ocultaba. Había recorrido el terreno cada vez más abrupto agachándose y deteniéndose de tanto en tanto para comprobar el progreso de la pequeña figura distante, había dado un rodeo y ahora se hallaba encima de Ben, cerca de la cumbre del precipicio. A sus espaldas, donde el terreno descendía hasta un lejano valle verde, había una casa.
La cara de la roca ascendía hasta un saliente llano semejante a una estrecha meseta antes de seguir subiendo hasta la cumbre. A la derecha, la ladera de la colina descendía dramáticamente unos trescientos metros hasta un profundo valle densamente poblado de árboles. Ben emprendió el prolongado ascenso. Al cabo de una media hora llegó al primer nivel, que tenía unos diez metros de ancho. Una plataforma de roca gris destacaba sobre la cara del barranco creando una caverna poco profunda. Se detuvo a descansar unos minutos, contemplando con los ojos entrecerrados la pendiente que aún tenía que subir.
Encima de él. Bozza se arrastró un poco más sobre la gran roca. Desde aquel punto ventajoso los prismáticos le proporcionaban una buena visión del inglés. La roca ancha y plana estaba suspendida sobre el borde de una pronunciada pendiente. Parecía estable bajo su peso y era lo bastante firme para haber permanecido inmutable durante un milenio. Pero Bozza era un hombre pesado y cuanto más se acercaba al borde más tensión aplicaba sobre el equilibrio de la roca.
Cuando quiso darse cuenta de que esta empezaba a deslizarse ya era demasiado tarde para hacer algo al respecto.
Bozza se vio arrastrado boca abajo sobre la roca desprendida durante los primeros metros del descenso. El peñasco se estrelló al precipitarse sobre el borde convirtiéndose en una avalancha de pedruscos más pequeños que arrastró en su caída. Bozza salió despedido y descendió treinta metros rodando y dando volteretas. Manoteó frenéticamente en busca de asideros, pero toda la superficie se estaba deslizando a su paso.
El derrumbamiento adquirió velocidad, llevándose consigo una fracción de la ladera.
Ben estaba contemplando el ascenso que le restaba cuando vio el polvo que producían un centenar de rocas desprendidas. Se le heló la sangre. El alud se dirigía en línea recta hacia él. Se metió debajo de la plataforma en el momento preciso en que las gigantescas rocas se precipitaban sobre el saliente. Se estrellaron violentamente a su alrededor, llevándose consigo casi todo el terreno. Ben se protegió la cara ante la sofocante cortina de tierra desprendida y polvo. De repente, el suelo cedió bajo sus pies. Alargó la mano desesperadamente y se aferró al borde de la plataforma. Se quedó colgando, rezando para que esta no se rompiera y lo aplastara. Una voluminosa roca dentada rebotó contra la cara del precipicio y lo golpeó en el hombro, desasiéndolo de la roca suspendida. Ben resbaló y descendió rodando un buen trecho de la pendiente mientras los peñascos y la tierra estallaban a su alrededor. Un destello blanco de dolor lo recorrió al estrellarse contra una raíz que brotaba de un árbol. De algún modo consiguió aferrarse a ella mientras sufría el embate de la avalancha. La raíz aguantó. La violencia del desprendimiento se atenuó antes de que este acabara.
Ben resopló y tosió; el polvo que flotaba en el aire le impregnaba la boca y la garganta. Consiguió recuperar el equilibrio y poco a poco apoyó el peso del cuerpo sobre el pie, poniendo a prueba la frágil pendiente. Le dio una palmadita de agradecimiento a la raíz del árbol y volvió a abrirse paso cuidadosamente por el precipicio, dirigiéndose al terreno sólido.
Bozza se había detenido entre las rocas, aturdido y ensangrentado. Se había despellejado las yemas de los dedos al manotear en busca de un asidero. Se puso en pie temblorosamente y observó los escombros que había ocasionado el desprendimiento. Había resbalado y rodado durante un buen trecho. Un par de metros más y habría caído en picado por la empinada pendiente de la cara del precipicio hasta el boscoso valle del fondo.
Oyó un ruido y giró en redondo para ver a Ben Hope a diez metros de distancia.
Bozza no tuvo tiempo de echar mano a la pistola. Ben le apuntó deliberadamente al centro del pecho y la Browning sonó dos veces en rápida sucesión.
Las huecas detonaciones resonaron en la atmósfera silenciosa de la montaña. El cuerpo de Bozza salió despedido hacia atrás como una muñeca zarandeada. Se tambaleó un instante en el borde del precipicio con los brazos extendidos, debatiéndose para mantener el equilibrio. Ben lo observó fríamente y volvió a disparar. Bozza se aferró el pecho y con una última mirada de odio cayó por el borde y desapareció.
Ben aún tardó media hora en encontrar el sendero que conducía al valle salpicado de árboles más allá de la colina. Se sentó en un musgoso tronco derribado para recuperar el aliento. Le habrían venido bien un par de botas militares decentes. Sus zapatos finos estaban prácticamente destrozados. Tenía los pies doloridos y despellejados.
Este no puede ser el sitio, pensó para sus adentros, mirando al otro lado del valle. Y sin embargo, según el mapa y la brújula, tenía que serlo. No había nada más en ninguna otra parte, sino idénticos paisajes silvestres.
Estaba contemplando una casa blanca edificada entre los árboles a cientos de metros al otro lado del valle. Estaba cerca del pie de una montaña alta e imponente. Ben suspiró. No sabía lo que encontraría, quizá unas ruinas, hasta un círculo de piedra o algo parecido. Pero aquella casa de campo blanca, moderna y elegante era lo último que habría esperado encontrar en la ubicación de la Casa del Cuervo.
El diseño era radical, cuadrado y con el techo plano, muy distinto al de las habituales casas de piedra del Languedoc rural. Se habría dicho que la habían construido en los últimos años. Sin embargo daba la impresión de fundirse con el entorno natural silvestre con una facilidad casi mágica, como si hubiera estado en aquel lugar desde hacía siglos.
Se acercó al muro de la entrada y estaba contemplando la casa cuando una voz exclamó:
—¿Hola? ¿Hay alguien ahí? —Una mujer estaba atravesando un jardín hermoso y bien atendido dirigiéndose hacia Ben. Era alta y delgada y caminaba erguida; quizá tuviera unos cincuenta y tantos años. Pero lo más señalado que advirtió Ben fueron las gafas oscuras y el bastón blanco que empleaba para tantear el camino. Recorrió cuidadosamente el sendero hasta la puerta. Sonrió, mirando hacia alguna parte por encima del hombro de Ben.
—Solo estaba admirando su hermosa casa —le explicó Ben a la ciega.
La sonrisa de esta se ensanchó.
—Ah, ¿de modo que le interesa la arquitectura?
—Sí, así es —contestó Ben—. Pero además me estaba preguntando si querría ofrecerme un vaso de agua. Acabo de cruzar la montaña y tengo mucha sed… ¿Le importa?
—Claro que no. Pase —dijo la mujer, antes de volverse hacia la casa—. Sígame… Tenga cuidado con el pestillo de la puerta, esta duro.
Siguió a la ciega por el sendero de losas hasta la casa. Ella lo condujo a través de un largo pasillo hasta una moderna cocina y fue a tientas hasta el frigorífico. Sacó una botella de agua mineral.
—Hay vasos en la alacena. Por favor, sírvase usted mismo. —Se sentó con Ben ante la mesa, con una expresión benigna en el rostro mientras escuchaba como bebía dos vasos de tubo llenos de agua.
—Es usted muy amable —dijo—. He venido andando desde Rennes-le-Château. Estaba buscando la Casa del Cuervo.
—Pues la ha encontrado —contestó sencillamente, encogiéndose de hombros—. En efecto, esta es la Casa del Cuervo.
—¿Esta? —Pero no podía ser. Aquel sitio era moderno. ¿Cómo podía haber surgido de un manuscrito alquimia» de ochenta años de antigüedad?—. Tal vez me haya equivocado de sitio —aventuró—. La casa que estaba buscando es vieja. —Se le ocurrió una idea—. ¿Se construyó esta casa sobre los cimientos de un edificio anterior?
Ella se rio.
—No, esta es la casa original. Es mucho más antigua de lo que parece. La construyeron en 1925. Recibió el nombre del arquitecto.
—¿Quién fue el arquitecto?
—Su verdadero nombre era Charles Jeanneret, pero era más conocido como Le Corbusier. Lo apodaban Corbu.
—La Casa del Cuervo —repitió Ben, asintiendo. Corbu; en francés, corbeau significaba «cuervo». De modo que a pesar de su aspecto ultramoderno, casi futurista, aquel lugar se remontaba más o menos al periodo del manuscrito de Fulcanelli.
—¿Por qué estaba buscando la casa? —preguntó con curiosidad.
Ben recurrió instintivamente a la estratagema de probada eficacia.
—Estaba haciendo una investigación histórica. La mencionan en algunos documentos antiguos y como estaba por los alrededores se me ocurrió venir a visitarla.
—¿Le gustaría que se la enseñara? —propuso ella—. La vista me falló hace unos años, pero en mi mente la sigo viendo con tanta claridad como siempre.
La mujer lo condujo de una estancia a la siguiente, dando golpecitos con el bastón y señalando características destacadas aquí y allá En el salón principal había una chimenea de roble de gran altura decorada con elaborados tallados. El estilo recargado presentaba un acusado contraste con el diseño austero de líneas rectas casi ascético del resto de la casa. Ben la miró fijamente. No era la artesanía ni la belleza lo que atraía su atención, aunque estas fueran sobrecogedoras. Estaba contemplando la talla de la repisa que dominaba toda la chimenea.
Era un cuervo tallado en un emblema circular, idéntico al del manuscrito de Fulcanelli y la catedral de Notre Dame. Recorrió con la mirada la talla, las plumas semejantes a cuchillas, las garras arqueadas y el pico cruento. El ojo era un reluciente cristal rojo como un rubí insertado que parecía devolverle la mirada.
—¿Se trata de una pieza original? —preguntó—. Me refiero a la chimenea —añadió al recordar que estaba ciega.
—Ah, sí. Lo talló Corbu en persona. De hecho, empezó su carrera estudiando escultura y orfebrería antes de convertirse en arquitecto.
Debajo del cuervo habían grabado las palabras latinas «Hic domus» con letras góticas doradas.
—Hic…, «aquí» —tradujo Ben entre susurros—. Aquí está la casa… Esta es la casa… Esta es la Casa del Cuervo…
Pero ¿adónde llevaba eso? ¿Por qué Fulcanelli había puesto la casa en el mapa? Tenía que haber una razón. Tenía que haber algo allí. ¿Qué?
Mientras se devanaba los sesos tratando de hallar alguna conexión, miró en derredor de la sala. Su mirada se posó sobre un cuadro colgado en la pared de enfrente que representaba a un anciano con un atuendo de aire medieval. Con una mano empuñaba una voluminosa llave. Con la otra sostenía un escudo redondo, o quizá una bandeja, que estaba extrañamente en blanco, como si el artista no hubiese completado el cuadro. El viejo sonreía misteriosamente.
—No me ha dicho cómo se llama, monsieur —comentó la ciega.
Ben se lo dijo.
—¿Es usted inglés? Me alegro de haberlo conocido, Ben. Me llamo Antonia. —Hizo una pausa—. Me temo que voy a tener que pedirle que se marche. Voy a visitar a mi hijo en Niza un par de días. El taxi está a punto de llegar.
—Gracias por la visita. —Ben se mordió el labio, procurando disimular su tono de frustración.
Antonia le sonrió.
—Me alegro de que haya encontrado este lugar. Y espero que encuentre lo que está buscando, Ben.