Capítulo 35

Ben intentó bajar las piernas de la cama. Ya había pasado bastante tiempo allí tumbado.

Fue una labor penosa moverse un centímetro detrás de otro. La tirantez de los músculos heridos le causaba un dolor agónico. Rechinó los dientes mientras ponía suavemente los pies en el suelo y se levantaba poco a poco. Le habían lavado la camisa y se la habían dejado con cuidado en una silla. Tardó mucho tiempo en vestirse.

Al otro lado de la ventana vio los tejados de la aldea y más allá las colinas y las montañas que se alzaban hasta el cielo despejado. Se maldijo furiosamente por haber permitido aquella situación. Había subestimado el peligro desde el principio del trabajo. Y allí estaba, atrapado en aquel pueblo de mala muerte, sin poder apenas moverse ni hacer nada útil, mientras una niña moribunda necesitaba su ayuda. Cogió la petaca y bebió un trago, abundante. Por lo menos puedo hacer esto. Ojalá tuviese una botella entera, o tal vez dos.

Entonces recordó el diario de Fulcanelli. Se agachó rígidamente y lo sacó de la bolsa. Se tendió con él en la cama, hojeando las páginas, y retomó la lectura.

3 de septiembre de 1926

Por fin ha ocurrido: el alumno ha desafiado al maestro. Mientras escribo, siguen resonando en mis oídos las palabras de Daquin al encararse conmigo hoy en el laboratorio. Echaba chispas por los ojos y tenía los puños apretados a los costados.

—Pero maestro —protestó—, ¿no estamos siendo egoístas? ¿Cómo puede afirmar que está bien mantener en secreto semejantes conocimientos cuando podrían beneficiar a tanta gente? ¿No ve el bien que esto podría hacer? ¡Piense que lo cambiaría todo!

—No, Nicholas —insistí—. No estoy siendo egoísta. Estoy siendo precavido. Estos secretos son importantes, sí. Pero también es peligroso revelárselos a cualquiera. Solo debemos permitir que posean estos conocimientos los iniciados, los adeptos.

Nicholas me clavó una mirada furiosa.

—Pues no le encuentro sentido —exclamó—. Usted es viejo, maestro. Ha pasado la mayor parte de su vida buscando, pero todo será en vano si no los usa. Úselos para ayudar al mundo.

—Y tú eres joven, Nicholas —repliqué—. Demasiado joven para comprender el mundo al que tanto deseas ayudar. No todos tienen un corazón tan puro como el tuyo. Hay personas que pondrían estos conocimientos al servicio de su codicia y sus propósitos personales. No para hacer el bien, sino para hacer el mal.

El antiguo manuscrito estaba en el tubo de piel encima de la mesa, junto a nosotros. Lo cogí y lo blandí ante él.

—Soy un descendiente directo de los autores de esta sabiduría —declaré—. Mis ancestros cátaros conocían la importancia de preservar sus secretos a toda costa. Sabían quiénes los andaban buscando y lo que sucedería si caían en malas manos. Dieron sus vidas intentando proteger esta sabiduría.

—Lo sé, maestro, pero…

Lo interrumpí.

—Los conocimientos que tenemos el privilegio de custodiar son poderosos, y el poder es algo peligroso. Corrompe a los hombres y atrae a los malvados. Por ese motivo te advertí acerca de la responsabilidad que te estaba confiando. Y no olvides que hiciste un juramento de silencio. —Bajé la cabeza, apesadumbrado—. Temo haberte revelado demasiado —añadí.

—¿Significa eso que no va a contarme nada más? ¿Qué hay del resto? ¿El segundo gran secreto?

Meneé la cabeza.

—Lo lamento, Nicholas. Son demasiados conocimientos para una persona tan joven e impulsiva. No puedo deshacer lo que he hecho, pero no te conduciré más lejos hasta que hayas demostrado ser más sabio y maduro.

Al oír aquellas palabras salió en tromba del laboratorio. Vi que estaba al borde del llanto. Yo también sentí un cuchillo en el corazón al saber lo que se había interpuesto entre nosotros.

Ben oyó un golpecito en la puerta del dormitorio. Alzó la vista del diario cuando esta se entreabrió y apareció el rostro de Roberta.

—¿Cómo te encuentras ahora? —preguntó. Entró sosteniendo una bandeja y parecía preocupada.

Ben cerró el diario.

—Estoy bien.

—Mira lo que te he preparado. —Depositó un humeante cuenco de sopa de pollo encima de la mesa—. Tómatela antes de que se enfríe.

—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?

—Dos días.

—¡Dos días! —Bebió un sorbo de güisqui, torciendo el gesto al hacer el movimiento.

—¿Tienes que beber, Ben? Has tomado antibióticos. —Suspiró—. Por lo menos come algo. Tienes que recuperar las fuerzas.

—Lo haré. ¿Puedes acercarme la bolsa con el pie? Tengo el tabaco dentro.

—No te conviene fumar en este momento.

—No me conviene nunca.

—De acuerdo. Como quieras. Te los traeré.

—No, solo… —Se movió con demasiada brusquedad y sintió una sacudida de dolor. Volvió a reclinarse contra la almohada, cerrando los ojos.

Roberta alargó la mano. Cuando estaba rebuscando en la bolsa se cayó algo pequeño que aterrizó en el suelo. Lo recogió. Se trataba de una pequeña fotografía en un marco de plata. La estudió, preguntándose qué estaría haciendo ahí dentro. La foto era antigua y descolorida y tenía los bordes arrugados y ajados como si alguien la hubiera llevado en la cartera durante años. Era la imagen de una adorable chiquilla, una niña pecosa y rubia de ocho o nueve años con chispeantes ojos azules que irradiaban inteligencia, que sonreía frente a la cámara con una expresión de franca felicidad.

—¿Quién es, Ben? Es un encanto. —Lo miró y su sonrisa se desvaneció.

Ben la estaba mirando fijamente con una expresión de fría cólera que nunca había visto antes.

—Deja eso y lárgate de una puta vez —masculló.

Cuando Roberta bajó las escaleras, el padre Pascal vio su semblante iracundo y dolorido. Le puso una mano en el brazo.

—A veces cuando un hombre sufre se revuelve y dice cosas que no piensa —dijo.

—El hecho de que esté herido no es excusa para que se comporte como un ca… —Se contuvo—. Solo estaba intentando ayudarlo.

—No me refería a ese dolor —repuso Pascal—. El verdadero dolor se encuentra en su corazón y en su espíritu, no en sus heridas. —Sonrió afectuosamente—. Hablaré con él.

Se dirigió a la habitación de Ben y se sentó a su lado en el borde de la cama. Ben estaba tendido sobre ella con la mirada perdida en el espacio, aferrando la petaca. El güisqui estaba embotando un poco el dolor. Había logrado hacerse con los cigarrillos, solo para descubrir que el paquete estaba casi vacío.

—¿Te importa que te acompañe? —dijo Pascal.

Ben meneó la cabeza.

Pascal guardó silencio unos instantes antes de dirigirse a Ben delicada y afectuosamente.

—Benedict, Roberta me ha explicado un poco a qué te dedicas. Tienes la vocación de socorrer a los necesitados, algo que sin duda es noble y digno de elogio. Yo también tengo una vocación que desempeño lo mejor que puedo. Debo admitir que es menos dramática, menos heroica que la tuya. Pero el propósito que me ha encomendado el Señor es una tarea importante que debo cumplir. Ayudo a los hombres a liberarse de su sufrimiento. A encontrar a Dios. Para algunos eso consiste simplemente en encontrar la paz en su interior, sea cual sea la forma en la que se presente.

—Esta es mi paz, padre —musitó Ben. Alzó la petaca.

—Sabes que eso no es suficiente y que nunca lo será. No puede ayudarte, solo puede hacerte daño. Entierra el dolor en lo profundo de tu corazón. El dolor es como una espina envenenada. Si no se arranca se infecta como una herida espantosa. Y no se cura simplemente aplicando penicilina para una cabra.

Ben se rio amargamente.

—Sí, es probable que tenga razón.

—Según parece, has ayudado a muchas personas —prosiguió Pascal—. Pero te obstinas en recorrer el sendero de la autodestrucción, confiándote al licor, ese falso amigo. Cuando se desvanece la alegría de haber ayudado a los demás, ¿acaso no vuelve enseguida el dolor, y empeora?

Ben no dijo nada.

—Me parece que sabes la respuesta.

—Mire —dijo Ben—. Le agradezco todo lo que ha hecho por mí. Pero ya no me interesan los sermones. Esa parte de mí murió hace mucho tiempo. Así que, con todos los respetos, padre, si ha subido para predicarme está perdiendo el tiempo.

Se quedaron sentados en silencio.

—¿Quién es Ruth? —inquirió abruptamente Pascal.

Ben le dirigió una mirada penetrante.

—¿No se lo ha dicho Roberta? La niña que se está muriendo, la nieta de mi cliente. La que estoy intentando salvar. Si es que no es demasiado tarde.

—No, Benedict, no me refería a esa. ¿Quién es la otra Ruth, la Ruth con la que sueñas?

Ben sintió que se le congelaba la sangre y se le aceleraba el pulso. Con un nudo en la garganta contestó:

—No sé de qué está hablando. No sueño con ninguna Ruth.

—Cuando un hombre pasa dos noches sentado con un paciente delirante —repuso Pascal— es posible que descubra cosas acerca de él que tal vez no puedan discutirse abiertamente. Tienes un secreto, Ben. ¿Quién es Ruth? Mejor dicho, ¿quién era?

Ben profirió un profundo suspiro. Alzó de nuevo la petaca.

—¿Por qué no me dejas ayudarte? —dijo suavemente Pascal—. Vamos, comparte tu carga conmigo.

Después de un silencio prolongado, Ben empezó a hablar en voz baja, casi mecánica. Tenía la mirada perdida en el espacio mientras reproducía mentalmente imágenes familiares y dolorosas por millonésima vez.

—Yo tenía dieciséis años. Era mi hermana. Solo tenía nueve. Estábamos muy unidos… Éramos almas gemelas. Es la única persona a la que he amado con todo mi corazón. —Esbozó una sonrisa amarga—. Era como un rayo de sol, padre. Tendría que haberla visto. Para mí, ella era la razón para creer en el Creador. Puede que le sorprenda, pero hubo un tiempo en el que pensaba convertirme en clérigo.

Pascal escuchaba atentamente.

—Continúa, hijo mío.

—Mis padres nos llevaron de vacaciones al norte de África, a Marruecos —siguió Ben—. Nos alojábamos en un gran hotel. Un día mis padres decidieron ir a visitar un museo y nos dejaron allí. Me dijeron que cuidase de Ruth y que no saliéramos del recinto del hotel bajo ninguna circunstancia.

Se interrumpió para encender un cigarrillo.

—Había una familia suiza en el hotel. Tenían una hija que era un año mayor que yo. Se llamaba Martina. —Aunque no hablaba de ello desde hacía años lo recordaba todo a la perfección. Vio mentalmente el rostro de Martina—. Era guapísima. Me gustaba mucho y me invitó a salir. Quería visitar un zoco sin sus padres. Al principio me negué porque tenía que quedarme en el hotel a cuidar de mi hermana. Pero Martina iba a volver a Suiza al día siguiente. Y me aseguró que si la acompañaba al zoco cuando volviéramos me… En fin, me sentí tentado. Decidí que no pasaría nada si nos llevábamos también a Ruth. Supuse que mis padres no se enterarían nunca.

—Continúa —repitió Pascal.

—Salimos del hotel y deambulamos por el mercado. Estaba atestado, lleno de puestos, encantadores de serpientes, música, aromas e imágenes exóticas.

Pascal asintió.

—Estuve en Argelia hace muchos años, durante la guerra. Es un mundo extraño y ajeno a nosotros los europeos.

—Pasamos un buen rato —dijo Ben—. A mí me gustaba estar con Martina y ella me cogía la mano mientras miraba todos los puestos. Pero yo vigilaba atentamente a Ruth. Ella no se apartaba de mi lado. Entonces Martina vio un pequeño joyero de plata que le gustó. Como no tenía dinero suficiente, me ofrecí a comprárselo. Le di la espalda a Ruth mientras contaba el dinero. Solo fue un momento. Le compré el regalo a Martina y ella me dio un abrazo. —Volvió a detenerse. Tenía la garganta seca. Se dispuso a beber otro trago de la petaca.

Pascal le sujetó el brazo con amabilidad pero con firmeza.

—Dejemos a los amigos engañosos fuera de esto por el momento.

Ben asintió, tragando saliva con dificultad.

—No sé cómo pudo suceder tan deprisa. Solo le quité la vista de encima unos segundos. Pero entonces ella…, desapareció. —Se encogió de hombros—. Desapareció como si tal cosa.

Le parecía que su corazón era una enorme burbuja a punto de estallar. Se llevó las manos a la cabeza, meneándola lentamente de un lado a otro.

—Simplemente ya no estaba. No la oí gritar. No vi nada. Todo lo que me rodeaba era normal. Era como si lo hubiese soñado todo. Como si ella nunca hubiera existido.

—No se había alejado, simplemente.

Ben apartó la cabeza de las manos y se incorporó.

—No —afirmó—. Es un negocio lucrativo y los que se las llevan son profesionales expertos. Hicimos todo lo que estaba a nuestro alcance… La policía y el consulado la buscaron durante meses. No encontramos ni una sola pista.

La burbuja que había reprimido durante tanto tiempo estalló. Algo se perforó en su interior y sintió que manaba a borbotones. No había llorado desde aquella época, excepto en sueños.

—Y todo fue por mi culpa, porque le di la espalda. La perdí.

—No has amado a nadie desde entonces —observó Pascal. No se trataba de una pregunta.

—No sé amar —contestó Ben, recuperando la compostura—. No recuerdo cuando fui realmente feliz por última vez. No sé lo que se siente.

—Dios te ama, Benedict.

—Dios no es más amigo mío que el güisqui.

—Has perdido la fe.

—Entonces intenté mantener la fe. Al principio rezaba todos los días para que la encontrasen. Rezaba pidiendo perdón. Sabía que Dios no me escuchaba, pero seguí creyendo y rezando.

—¿Y tu familia?

—Mi madre nunca me lo perdonó. No soportaba verme. Yo no la culpaba por ello. Después se sumió en una profunda depresión. Un día encontramos la puerta del dormitorio cerrada con llave. Mi padre y yo gritamos y la aporreamos, pero ella no respondió. Se había tomado una sobredosis masiva de somníferos. Yo tenía dieciocho años y acababa de empezar mis estudios de teología.

Pascal asintió tristemente.

—¿Y tu padre?

—Fue cuesta abajo rápidamente después de perder a Ruth y empeoró tras la muerte de mi madre. Mi único consuelo es que creía que me había perdonado. —Ben suspiró—. Volví a casa en vacaciones. Entre en su estudio. Ni siquiera me acuerdo del motivo, me parece que necesitaba papel. Mi padre no estaba. Encontré su diario.

—¿Lo leíste?

—Y descubrí lo que realmente pensaba. La verdad era que me odiaba. Me echaba la culpa de todo y creía que yo no merecía vivir después de lo que le había hecho a la familia. Después de eso no pude volver a la universidad. Perdí el interés por todo. Mi padre murió al poco tiempo.

—¿Qué hiciste entonces, hijo mío?

—Apenas recuerdo el primer año. Deambulé por Europa durante mucho tiempo y traté de perderme. Volví al cabo de una temporada y vendí la casa. Me mudé a Irlanda con Winnie, la asistenta. Luego me alisté No se me ocurrió otra cosa que hacer. Me odiaba a mí mismo. Estaba lleno de rabia y empleaba hasta el último ápice de ella en el adiestramiento. Era el recluta más disciplinado y motivado que jamás habían visto. No tenían ni idea de lo que había detrás de aquello. Después, con el paso del tiempo, me convertí en un magnífico soldado. Tenía cierta disposición. Cierta dureza. Era un salvaje, y se aprovecharon de eso. Acabé haciendo muchas cosas de las que no me gusta hablar.

Vaciló antes de continuar y su mente se llenó momentáneamente de recuerdos, imágenes, sonidos y fragancias. Meneó la cabeza para despejarse.

—Al final comprendí que el ejército no era lo que yo quería. Odiaba todo cuanto representaba. Volví a casa y traté de poner mi vida en orden. Al cabo de algún tiempo se pusieron en contacto conmigo para que encontrase a un adolescente que había desaparecido. Fue en el sur de Italia. Cuando todo acabó y el chico estuvo a salvo me di cuenta de que había descubierto lo que quería hacer. —Miró a Pascal—. Eso fue hace cuatro años.

—Descubriste que devolviendo a personas desaparecidas a sus seres queridos estabas curando la herida que había causado la pérdida de Ruth.

Ben asintió.

—Cada vez que dejaba a alguien en casa sano y salvo sentía el impulso de volver al trabajo. Era como una adicción. Lo sigue siendo.

Pascal sonrió.

—Has sufrido un dolor terrible. Me alegro de que hayas confiado en mí lo suficiente para hablar de ello, Benedict. La confianza lo cura todo. La confianza y el tiempo.

—El tiempo no me ha curado —objetó Ben—. El dolor se entumece, pero se hace más profundo.

—Crees que encontrar una cura para esa niña llamada Ruth te ayudará a purgarte del demonio de la culpa.

—De lo contrario no habría aceptado esta misión.

—Espero que tengas éxito, Ben, por el bien de la chica y por el tuyo. Pero creo que la verdadera redención, la verdadera paz, debe proceder de tu interior. Debes aprender a confiar, a abrir tu corazón y a encontrar el amor en ti mismo. Solo entonces se curarán tus heridas.

—Hace que parezca sencillo —rezongó Ben.

Pascal sonrió.

—Ya has emprendido el sendero al confesarme tu secreto. Si entierras tus sentimientos no encontrarás la salvación. Puede que duela extraer el veneno de la herida, porque en esos momentos nos enfrentamos al demonio cara a cara. Pero puede que encuentres la libertad cuando lo saques a la superficie y te libres de él.

Una gota de cera de la vela cayó en la mano de Ben cuando entraba a hurtadillas en la iglesia de Saint-Jean. La puerta nunca estaba cerrada con llave, ni siquiera a las dos de la madrugada. Seguía sintiendo las piernas débiles y temblorosas mientras recorría el pasillo. Las sombras fluctuaban a su alrededor en el edificio varío y silencioso. Se arrodilló delante del altar y la luz de la vela iluminó la reluciente estatua blanca de Cristo que se cernía sobre él.

Ben inclinó la cabeza y rezó.

El rastro condujo a Luc Simon hacia el sur. Era sencillo seguirlo, pues era un rastro de balas y hombres muertos.

Un granjero de Le Puy, en el centro de Francia, aseguraba que había oído disparos y que dos automóviles habían participado en una persecución por las carreteras comarcales. Cuando la policía encontró el campo en el que se había producido el tiroteo descubrió tres cadáveres y dos coches siniestrados acribillados a balazos, así como armas y casquillos usados tirados por todas partes. Ninguno de los coches estaba registrado, y habían denunciado el robo del BMW en Lyon hacía un par de días.

Lo más interesante era que dentro del otro coche, un Peugeot plateado con matricula de París, habían encontrado huellas que coincidían con las de Roberta Ryder. Entre los numerosos casquillos usados que hallaron en la hierba había cartuchos de nueve milímetros que habían salido de la misma pistola tipo Browning que los que habían encontrado en la limusina Mercedes y en la escena de los asesinatos de la ribera.

Ya puestos, Ben Hope podría haber grabado su nombre en un árbol.