Capítulo 36

El Instituto Legrand, cerca de Limoux, en el sur de Francia

Tres meses antes

—¡Ay, mierda…! ¡Mira, Jules, ha vuelto a hacerlo!

La celda acolchada de Klaus Rheinfeld estaba cubierta de sangre. Cuando los dos enfermeros del psiquiátrico entraron en la pequeña estancia cúbica, su ocupante apartó la mirada de lo que estaba haciendo como un niño al que hubieran sorprendido embebido en un juego prohibido. Su rostro marchito se contrajo en una sonrisa y entonces vieron que se había arrancado otros dos dientes. Además, había desgarrado la camisa del pijama y había empleado los dientes serrados para reabrir la herida de extraña forma que tenía en el pecho.

—Parece que ha llegado el momento de volver a aumentarte la dosis —musitó el enfermero que estaba al cargo mientras sacaban a Rheinfeld de la celda—. Será mejor que traigáis a los limpiadores —le dijo a su ayudante—. Llevadlo a la clínica y ponedle un chute de diazepam y ropa limpia. Aseguraos de que tenga las uñas cortísimas. Van a venir a visitarlo dentro de un par de horas.

—¿Otra vez la italiana?

Rheinfeld levantó la cabeza ante la mención de su visitante.

—¡Anna! —entonó—. Anna… Anna buena. Anna es mi amiga. —Escupió a los enfermeros—. Os odio.

Dos horas después un Klaus Rheinfeld mucho más sereno estaba sentado en la sala de visitas de seguridad del Instituto Legrand. Era la sala que empleaban con los pacientes más inestables que estaban autorizados a recibir visitas ocasionales del exterior aunque no confiasen en ellos lo bastante para dejarlos a solas. Había una mesa sencilla, dos sillas atornilladas al suelo, un enfermero a cada lado y un tercero preparado con una jeringuilla cargada por si acaso. El doctor Legrand, el director del instituto, los observaba a través de un espejo de doble sentido instalado en la pared.

Rheinfeld llevaba un pijama nuevo y un batín limpio en sustitución de los que había ensangrentado anteriormente. Le habían limpiado el reciente hueco de la dentadura. El cambio de humor se debía tanto a las drogas psicotrópicas que le habían inyectado como al extraño efecto tranquilizador que obraba en él su nueva amiga y asidua visitante Anna Manzini. Rheinfeld aferraba con ambas manos su posesión más preciada, su cuaderno.

El perfume y la etérea presencia de Anna Manzini impregnaron la atmósfera austera y estéril de la sala de visitas cuando el enfermero la hizo pasar. El rostro de Rheinfeld irradiaba felicidad al verla.

—Hola, Klaus. —Sonrió y se sentó al otro lado de la mesa desnuda—. ¿Cómo te encuentras hoy?

A los enfermeros no dejaba de sorprenderlos que aquel paciente de ordinario difícil y agitado se serenase ante la afectuosa y atractiva italiana. Tenía un talante delicado y apacible, no lo apremiaba ni le hacía exigencias. Durante largos periodos de tiempo Rheinfeld no decía una sola palabra, sino que se quedaba sentado meciéndose suavemente en la silla con los ojos entrecerrados de relajación y una mano larga y huesuda apoyada en el brazo de Anna. Al principio, a los enfermeros no les había complacido ese contacto físico, pero ella les había pedido que se lo permitieran y ellos habían aceptado al ver que no le hacía mal alguno.

Cuando Rheinfeld hablaba, durante buena parte del tiempo musitaba incesantemente una y otra vez las mismas cosas: frases en un latín incomprensible y números y letras confusas, al tiempo que contaba obsesivamente con los dedos con movimientos espasmódicos.

A veces, si lo exhortaba un poco, aunque con ternura, Anna conseguía que le hablase de forma más coherente sobre sus intereses. Entonces susurraba cosas que los enfermeros ni siquiera empezaban a entender. Al cabo de un rato su conversación solía volver a disiparse en un murmullo ininteligible y después se apagaba por completo. Anna se limitaba a sonreír y dejarlo allí sentado tranquilamente. Aquellos eran sus momentos más plácidos y los enfermeros los consideraban una parte provechosa del programa de tratamiento.

Aquella quinta visita no fue diferente de las anteriores. Rheinfeld estaba sentado serenamente asiendo la mano de Anna y su cuaderno mientras repasaba la misma secuencia de números con su voz grave y quebradiza, hablando en un misterioso idioma propio.

—N 6, E 4,126, A 11, E 15.

—¿Qué intentas decirnos, Klaus? —preguntó pacientemente Anna.

El doctor Legrand observaba la escena con el ceño fruncido desde el otro lado del espejo unidireccional. Comprobó su reloj y entró en la sala de visitas por una puerta de acceso.

—Anna, cuánto me alegro de verte —exclamó, radiante. Se volvió a los enfermeros—. Me parece que ya está bien por hoy. No queremos que el paciente se canse.

Cuando vio a Legrand, Rheinfeld prorrumpió en gritos y se cubrió la cabeza con los brazos enclenques. Se cayó de la silla y cuando Anna se levantaba para marcharse arrastró su cuerpo consumido por el suelo para aferrarse a sus tobillos, protestando a grandes voces. Los enfermeros lo apartaron de ella a rastras y Anna lo observó apesadumbrada mientras lo sacaban a la fuerza por la puerta para devolverlo a su habitación.

—¿Por qué te tiene tanto miedo, Edouard? —le preguntó a Legrand cuando salieron al pasillo.

—No lo sé, Anna. —Legrand sonrió—. No tenemos ni idea del pasado de Klaus. Su reacción ante mí puede ser el residuo de un suceso traumático. Es posible que le recuerde inconscientemente a alguien que le ha hecho daño, tal vez un padre abusivo u otro pariente. Es un fenómeno bastante común.

Ella meneó la cabeza tristemente.

—Ya veo. Eso lo explica.

—Anna, estaba pensando… Si estás libre esta noche, ¿te apetece cenar conmigo? Conozco un pequeño restaurante especializado en pescado en la costa. La lubina está de muerte. ¿Te recojo a las siete? —Le acarició el brazo.

Ella se apartó de su contacto.

—Por favor, Edouard. Ya te he dicho que no estoy preparada… Dejemos la cena para otro momento.

—Lo siento —se disculpó Legrand, retirando la mano—. Lo comprendo. Perdóname, por favor.

Legrand la observó desde su ventana mientras abandonaba el edificio y subía a su Alfa Romeo. Era la tercera vez que lo rechazaba, se dijo. ¿Qué le pasaba? Otras mujeres no reaccionaban de aquella forma. Parecía que no deseaba que la tocase. Lo desairaba continuamente y no obstante no parecía tener ningún problema en permitir que Rheinfeld le cogiera la mano durante horas.

Se apartó de la ventana y cogió el teléfono.

—Paulette, ¿puedes hacerme el favor de comprobar si el doctor Delavigne tiene hora hoy para evaluar el tratamiento de uno de los pacientes? Klaus Rheinfeld… Ah, ¿sí? Vale, ¿puedes llamarlo y decirle que me encargo yo? Eso es… Gracias, Paulette.

Rheinfeld estaba de nuevo en su celda acolchada, cantando para sus adentros, satisfecho y pensando en Anna, cuando oyó el tintineo de las llaves en el pasillo y la puerta se abrió.

—Dejadme a solas con él —ordenó una voz que reconoció. Rheinfeld se encogió con los ojos desorbitados de temor cuando el doctor Legrand entró en la celda y cerró la puerta a sus espaldas silenciosamente.

Legrand se acercó y Rheinfeld retrocedió cuanto pudo hasta el rincón. El psiquiatra se irguió sobre él, sonriente.

—Hola, Klaus —dijo con voz suave.

Entonces echó el pie hacia atrás y le propinó una patada en el estómago. Rheinfeld se retorció, indefenso y dolorido, resollando sin aliento.

Legrand le dio otra patada, y después otra. Mientras recibía golpes sin cesar, Klaus Rheinfeld no podía sino llorar y desear la muerte.