Capítulo 4

El jet privado sobrevoló el mar de Irlanda dirigiéndose al sur, hacia la costa de Sussex. Aterrizó en un aeródromo, donde fue recibido por una bruñida limusina Bentley Arnage negra. Los mismos sujetos anónimos ataviados con traje gris que lo habían recogido en su casa aquella tarde y se habían sentado a su lado en el avión con el rostro ceñudo y taciturno lo acompañaron al asiento trasero del coche. A continuación se subieron a un Jaguar Sovereign negro estacionado en la pista alquitranada con el motor ronroneando, a la espera de que el Bentley se pusiera en marcha.

Ben se acomodó en el lujoso interior de piel de color crema, ignoró el minibar, sacó su maltrecha petaca de acero y engulló un trago de güisqui. Cuando guardaba la petaca en el bolsillo advirtió que los ojos del conductor uniformado lo habían estado observando en el espejo.

Condujeron durante unos cuarenta minutos. El Jaguar los siguió durante todo el trayecto. Ben observó las señales de la carretera y tomó nota de la ruta con el fin de orientarse. Después de recorrer una carretera de doble sentido durante varios kilómetros el Bentley se adentró a campo traviesa, cruzando a toda velocidad desiertas carreteras comarcales con un suave murmullo. Un pueblecito pasó volando. El vehículo abandonó al fin una apacible calle rural para detenerse ante una arcada en un elevado muro de piedra, y el Jaguar se detuvo tras ellos. Se abrieron unas puertas automáticas de negro y oro para dejar paso a los automóviles. El Bentley enfiló un sinuoso camino privado, pasando junto a una hilera de casitas adosadas. Ben se volvió a mirar a unos caballos de magnífica planta que desfilaban al galope por una dehesa delimitada por una cerca blanca. Cuando miró por la luna trasera, el Jaguar se había desvanecido.

La carretera discurría entre esmerados jardines formales. Al término de un sendero de majestuosos cipreses apareció ante ellos la casa, una mansión georgiana provista de un tramo de escalones de piedra y columnas clásicas en la fachada.

Ben se preguntó a qué se dedicaba su futuro cliente. A juzgar por su aspecto, la casa valía al menos siete u ocho millones. Probablemente acabaría siendo otro trabajo de S&R, como solía suceder con la gran mayoría de sus clientes más acaudalados. En la actualidad la industria del secuestro y el rescate se había convertido en uno de los negocios de más rápida expansión en todo el mundo. En algunos países había sobrepasado incluso al de la heroína.

El Bentley pasó ante una fuente ornamental de gran tamaño y se detuvo al pie de los escalones. Ben no esperó a que el conductor le abriese la puerta. Un hombre descendió los escalones para recibirlo.

—Soy Alexander Villiers, el asistente personal del señor Fairfax. Hemos hablado por teléfono.

Ben se limitó a asentir y examinó a Villiers. A juzgar por su aspecto, debía de rondar los cuarenta. Tenía el cabello lustroso y canoso en las sienes. Llevaba una americana almidonada de color azul marino y una corbata con algo que parecía el emblema de una universidad o una escuela privada.

—Me alegro de que haya venido —dijo Villiers—. El señor Fairfax lo está esperando arriba.

Lo condujo a través de un espacioso vestíbulo con el suelo de mármol que era lo bastante espacioso para dar cabida a un portaaviones de tamaño medio y subieron una ancha escalera de caracol que desembocaba en un pasillo con entarimado bordeado por cuadros y vitrinas de cristal. Villiers lo precedió por el largo pasillo sin pronunciar palabra y se detuvo ante una puerta. A su llamada, una voz sonora exclamó desde dentro:

—Pase.

Villiers lo hizo pasar a un estudio. La luz del sol entraba a raudales por una vidriera flanqueada por gruesas cortinas de terciopelo. El aroma de la piel y el barniz de los muebles flotaban en el aire.

Cuando Ben accedió al estudio, el hombre sentado ante el amplio escritorio se puso en pie. Era alto y delgado, con traje oscuro y una melena blanca peinada hacia atrás desde la frente alta. Ben calculó que tendría unos setenta y cinco años, aunque estaba erguido y en buena forma.

—El señor Hope, señor —dijo Villiers, que se marchó cerrando las pesadas puertas a sus espaldas. El hombre alto se acercó a Ben desde el otro lado del escritorio, alargando la mano. Sus ojos grises eran veloces y penetrantes.

—Señor Hope, me llamo Sebastian Fairfax —anunció cálidamente—. Muchas gracias por prestarse a venir desde tan lejos con tan poca antelación.

Se estrecharon la mano.

—Por favor, tome asiento —dijo Fairfax—. ¿Puedo ofrecerle una copa? —Se dirigió a una vitrina que estaba a su izquierda y cogió una licorera de cristal tallado. Ben introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta y extrajo su vieja petaca, desenroscando la tapa—. Ya veo que ha traído la suya —comentó Fairfax—. Un hombre de recursos.

Ben bebió, consciente de que Fairfax lo observaba atentamente. Sabía lo que estaba pensando el viejo.

—No afecta a mi trabajo —aseguró mientras volvía a enroscar la tapa.

—Estoy seguro —repuso Fairfax. Se sentó detrás del escritorio—. ¿Qué le parece si vamos al grano?

—Me parece bien.

Fairfax se reclinó en la silla, frunciendo los labios.

—Usted es un hombre que encuentra a gente.

—Eso intento —contestó Ben.

Fairfax frunció los labios y prosiguió:

—Quiero que encuentre a alguien. Es un trabajo para un especialista. Sus credenciales son impresionantes.

—Continúe.

—Estoy buscando a un hombre llamado Fulcanelli. Es un asunto de extrema importancia y necesito a un profesional de su talento para encontrarlo.

—Fulcanelli. ¿Tiene nombre de pila? —preguntó Ben.

—Fulcanelli es un seudónimo. Nadie conoce su verdadera identidad.

—Qué bien. Así pues, supongo que no se trata de un amigo especialmente íntimo, un pariente desaparecido ni nada de eso. —Ben sonrió fríamente—. Mis clientes suelen conocer a las personas que quieren que encuentre.

—En efecto, no lo es.

—Entonces, ¿qué conexión tienen? ¿Para qué lo quiere? ¿Le ha robado algo? Eso es un asunto de la policía, no mío.

—No, nada de eso —respondió Fairfax con un gesto desdeñoso—. No le deseo mal alguno. Todo lo contrario, significa mucho para mí.

—Vale. ¿Puede decirme cuándo y dónde lo vieron por última vez?

—Lo vieron por última vez en París, donde su rastro se pierde —dijo Fairfax—. En cuanto a cuándo lo vieron… —Se interrumpió—. Fue hace algún tiempo.

—Eso siempre complica las cosas. ¿De cuánto tiempo estamos hablando? ¿Hace más de dos años?

—Un poco más.

—¿Cinco? ¿Diez?

—Señor Hope, la última aparición de Fulcanelli que se conoce se remonta a 1926.

Ben lo miró fijamente. Efectuó un cálculo apresurado.

—Eso fue hace más de ochenta años. ¿Estamos hablando de un caso de secuestro infantil?

—No era un niño —declaró Fairfax con una sonrisa apacible—. Fulcanelli era un hombre de unos ochenta años en el momento de su repentina desaparición.

Ben entrecerró los ojos.

—¿Se trata de una broma? He recorrido un largo camino y francamente…

—Le aseguro que lo digo completamente en serio —contestó Fairfax—. No tengo sentido del humor. Le repito que quiero que encuentre a Fulcanelli.

—Yo busco a personas vivas —repuso Ben—. No me interesan los espíritus de los difuntos. Si eso es lo que quiere, llame al instituto de parapsicología y que le manden a uno de sus caza fantasmas.

Fairfax sonrió.

—Aprecio su escepticismo. Sin embargo, tengo razones para creer que Fulcanelli sigue vivo. Pero tal vez haya que ser un poco más preciso. Lo que más me interesa no es el hombre en sí, sino cierto conocimiento que está, o estaba, en sus manos. Información crucial que mis agentes y yo no hemos conseguido encontrar hasta el momento.

—¿Qué clase de información? —inquirió Ben.

—Información contenida en un documento, en un precioso manuscrito, para ser exactos. Quiero que encuentre el manuscrito de Fulcanelli y me lo traiga.

Ben frunció los labios.

—¿Ha habido algún malentendido? Su empleado Villiers me aseguró que se trataba de una cuestión de vida o muerte.

—Así es —contestó Fairfax.

—No le sigo. ¿De qué información estamos hablando?

Fairfax sonrió tristemente.

—Se lo explicaré Señor Hope, tengo una nieta. Se llama Ruth.

Ben confió en que su reacción al oír ese nombre no fuese perceptible.

—Ruth tiene nueve años, señor Hope —prosiguió Fairfax—, y mucho me temo que no cumpla diez. Le han diagnosticado un inusitado tipo de cáncer. Su madre, mi hija, no abriga ninguna esperanza de que se recupere. Tampoco los expertos médicos privados de élite, que no han conseguido revertir el curso de esa terrible dolencia a pesar de todos los fondos que tengo a mi disposición. —Fairfax alargó una mano enjuta. En su escritorio había una fotografía dentro de un marco dorado vuelto hacia él. Le dio la vuelta para enseñársela a Ben. La fotografía mostraba a una niñita rubia, rebosante de sonrisas y felicidad, montada a lomos de un poni.

»Ni que decir tiene —continuó Fairfax— que esta foto se tomó hace algún tiempo, antes de que detectasen la enfermedad. Ya no tiene ese aspecto. La han mandado a casa a morir.

—Lamento oír eso —dijo Ben—, pero no comprendo qué tiene que ver con…

—¿Con el manuscrito de Fulcanelli? Tiene todo que ver. Según creo, el manuscrito de Fulcanelli contiene información vital, conocimientos antiguos que podrían salvarle la vida a mi querida Ruth. Que podrían devolvérnosla y convertirla de nuevo en lo que era en esa fotografía.

—¿Conocimientos antiguos? ¿Qué clase de conocimientos antiguos?

Fairfax esbozó una sonrisa sombría.

—Señor Hope, Fulcanelli era, y sigue siendo, según creo, un alquimista.

Hubo un pesado silencio. Fairfax estudió atentamente el rostro de Ben.

Ben se miró las manos durante unos instantes. Exhaló un suspiro.

—¿Qué está diciendo?, ¿que ese manuscrito le enseñará a elaborar una especie de…, una especie de pócima salvavidas?

—Un elixir alquímico —puntualizó Fairfax—. Fulcanelli conocía su secreto.

—Mire, señor Fairfax. Comprendo lo doloroso de su situación —dijo Ben, midiendo sus palabras—. Lo compadezco. Es fácil querer creer que un remedio secreto pueda obrar milagros. Pero un hombre de su intelecto… ¿No le parece que es posible que se engañe? ¿Alquimia? ¿No sería mejor pedirle consejo a otros médicos más expertos? Puede que una nueva forma de tratamiento, alguna tecnología moderna…

Fairfax meneó la cabeza.

—Ya le he dicho que, según la ciencia moderna, hemos hecho cuanto se puede hacer. He contemplado todas las posibilidades. Créame, he investigado este tema en gran profundidad y no me lo tomo a la ligera… En el libro de la ciencia hay más cosas de lo que los expertos actuales quieren que creamos. —Se interrumpió—. Señor Hope, soy un hombre orgulloso. He tenido un éxito extraordinario en la vida y poseo una influencia muy considerable. Pero aquí me tiene, como un abuelo viejo y triste. Me pondría de rodillas para suplicarle que me ayude, que ayude a Ruth, si creyera que así lograría persuadirlo. Puede que crea que mi búsqueda es insensata, pero por el amor de Dios y el bien de esa adorable chiquilla, ¿no quiere complacer a un anciano y aceptar mi oferta? ¿Qué tiene que perder? Nosotros somos los que perderemos mucho si nuestra Ruth no sobrevive.

Ben titubeó.

—Sé que no tiene familia ni hijos, señor Hope —añadió Fairfax—. Puede que solo un padre, o un abuelo, entiendan de verdad lo que significa ver cómo sufren o mueren sus queridos descendientes. Ningún padre debería soportar esa tortura. —Lo miró a los ojos con una expresión firme—. Encuentre el manuscrito de Fulcanelli, señor Hope. Creo que puede hacerlo. Le pagaré una tarifa de un millón de libras esterlinas; una cuarta parte por adelantado y el resto cuando me entregue el manuscrito. —Abrió un cajón del escritorio, sacó una hoja de papel y la deslizó sobre la superficie de madera barnizada. Ben lo cogió. Se trataba de un cheque a su nombre por valor de doscientas cincuenta mil libras.

»Solo necesita mi firma —murmuró Fairfax—. Y el dinero es suyo.

Ben se puso en pie sin soltar el cheque. Fairfax lo observó atentamente mientras se dirigía a la ventana y contemplaba los árboles que se mecían suavemente en la extensa finca. Guardó silencio un minuto antes de exhalar el aire por la nariz de forma audible y volverse lentamente hacia Fairfax.

—Yo no hago esas cosas. Yo encuentro a personas desaparecidas.

—Le estoy pidiendo que le salve la vida a una niña. ¿Acaso importa cómo lo consiga?

—Me está pidiendo que emprenda una búsqueda inútil que usted cree que puede salvarla. —Arrojó de nuevo el cheque al escritorio de Fairfax—. Pero yo no lo creo. Lo siento, señor Fairfax. Gracias por la oferta, pero no me interesa. Ahora, me gustaría que su chófer volviese a llevarme al aeródromo.