Capítulo 14

El barrio de la Ópera, en el centro de París

El punto de encuentro que Ben había escogido para la cita de aquella noche era la iglesia de la Madeleine, situada en el límite del barrio de la Ópera. Tenía por costumbre no establecer contacto ni prestarse a que lo recogieran en sitios demasiado próximos a los lugares donde se hospedaba. No le había gustado que los hombres de Fairfax conocieran su residencia en el norte de Irlanda y fueran a buscarlo a su casa.

Salió del apartamento a las ocho y veinte y se encaminó a buen paso a la estación de metro de Richelieu Drouot. Solo lo separaban de su destino dos paradas a bordo de un vagón que traqueteaba. Se abrió paso entre el tumulto que atestaba los túneles subterráneos y reapareció en la superficie, en la plaza de la Madeleine. Encendió un cigarrillo al pie de la imponente torre y se reclinó contra una de las columnas corintias, observando el tráfico.

No tuvo que esperar mucho tiempo. A la hora señalada una limusina Mercedes de gran tamaño se desvió del tráfico para detenerse suavemente ante la acera. El conductor uniformado se bajó.

—¿Señor «Ope»?

Ben asintió y subió cuando el chófer le abrió la puerta trasera. Observó París a su paso. Oscurecía cuando traspusieron la periferia de la metrópoli y la limusina aerodinámica y silenciosa se internó en una sucesión de carreteras comarcales cada vez más estrechas y tenebrosas. Matorrales y árboles, edificios ocasionales sumidos en sombras y un pequeño bar de carretera desfilaron brevemente a la luz de la los faros.

El conductor era parco en palabras y Ben se quedó absorto en sus pensamientos. A juzgar por el medio de transporte que había mandado a recogerlo, Loriot era sin duda un editor sumamente próspero. No se le antojaba probable que el éxito de su empresa dependiera en gran medida, si acaso, de la publicación de títulos de contenido esotérico o alquímico; el examen del sitio web de Editions Loriot apenas le había reportado un puñado de ellos, y ninguno parecía estar relacionado con lo que andaba buscando. En todo caso no era precisamente un sector muy pujante del mercado editorial. Pero Rose le había asegurado que Loriot era un verdadero entusiasta. Probablemente para él no fuese más que un hobby, quizá tenía un interés personal en el tema que había introducido en la empresa a modo de actividad suplementaria para satisfacer las necesidades de otros aficionados a la alquimia. Tal vez pudiese indicarle el camino que debería seguir. Un opulento coleccionista podía incluso poseer libros insólitos, papeles o manuscritos de interés. Tal vez incluso… No, eso era esperar demasiado. Tendría que esperar a ver adónde lo llevaba la reunión de aquella noche. Observó la esfera luminosa de su reloj. Llegarían enseguida. Empezó a divagar.

Se percató de que el Mercedes estaba frenando. ¿Habían llegado ya? Escrutó la tenebrosa carretera más allá del conductor. No estaban en ningún pueblo y no parecía que hubiera ninguna casa en las cercanías. Reparó en un cartel de gran tamaño iluminado por los faros.

PELIGRO

PASO A NIVEL

Las barreras de madera estaban levantadas para que el coche pasara por debajo. La limusina se encaramó lentamente a las vías y se detuvo. El conductor bajó la mano para pulsar un botón de la consola instalada a su lado. Se escuchó un ruido metálico al accionarse el cierre centralizado. Una gruesa mampara de cristal se elevó con un rumor, separándolo del conductor.

—Oiga —exclamó, golpeando el cristal. Su voz sonaba hueca en el compartimento insonorizado—. ¿Qué sucede? —El conductor lo ignoró. Ben comprobó la puerta, sabiendo de antemano que estaba cerrada con llave—. ¿Por qué nos hemos parado? Oiga, que le estoy hablando.

Sin mirarlo ni pronunciar una sola palabra a modo de respuesta, el conductor paró el motor y los faros se apagaron. Abrió la pesada puerta y se encendió la luz de la cabina. Ben advirtió que la mampara que los separaba estaba reforzada con acero que se entrecruzaba por dentro en forma de una rejilla de alambre rígido.

El conductor salió tranquilamente del coche. Cerró la puerta de un golpe y el interior del coche quedó sumido en la oscuridad. Se encendió el tenue haz luminoso de una linterna vacilante cuando exploró el terreno, y se internó en la carretera desierta. El haz de la linterna se balanceaba de un lado a otro como si estuviese buscando algo. El tembloroso charco de luz se posó sobre un Audi negro estacionado junto a la carretera unos cuarenta y cinco metros más allá del paso a nivel. Cuando el conductor de la limusina se aproximó se encendieron las luces traseras y se abrió una puerta. Entró.

Ben aporreó la mampara de cristal y a continuación la ventana tintada. Lo único que conseguía discernir en la oscuridad eran las luces traseras del Audi. Al cabo de un minuto aproximadamente el coche arrancó y desapareció en la carretera.

Buscó a tientas una salida del asiento trasero del Mercedes. Volvió a comprobar las puertas, sabiendo que era inútil y resistiéndose a la creciente oleada de angustia. Habría una salida. Siempre había una salida para todo. Había estado en situaciones peores que aquella.

Oyó un sonido procedente del exterior, el tañido de una campana. A continuación se escucharon una serie de ruidos mecánicos y las barreras de madera descendieron. Aunque estaba ciego en la oscuridad, podía visualizar la escena con total claridad. El Mercedes estaba atravesado sobre las vías, atrapado entre las barreras, y se acercaba un tren.

—¿Te has encargado de todo, Godard? —preguntó Berger, el tipo gordo que estaba sentado al volante, mirando por encima del hombro mientras el conductor de la limusina subía al asiento trasero del Audi.

Godard se despojó de la gorra de chófer.

—No hay problema. —Sonrió.

Berger arrancó el coche.

—Vamos a tomar una cerveza.

—¿No deberíamos esperar un rato? —sugirió el tercer hombre, mirando nerviosamente su reloj. Observó con inquietud la silueta del Mercedes, cuarenta y cinco metros más atrás.

—No. ¿Para qué? —se rio Berger satisfecho mientras introducía la marcha y se alejaba, acelerando bruscamente por la carretera—. El tren llegará dentro de un par de minutos. Ese hijo de puta inglés no va a ir a ninguna parte.

Los ojos de Ben ya se habían adaptado por completo a las tinieblas. Al otro lado de la ventana lateral del Mercedes, el horizonte era una negra uve de cielo estrellado que descendía vertiginosamente, flanqueada por escarpados terraplenes más oscuros que se elevaban desde las vías. Ante sus ojos, un fulgor mortecino entre los terraplenes se intensificó sin cesar hasta convertirse en dos luces precisas, que todavía estaban muy lejos, pero crecían de forma alarmante a medida que el tren se acercaba. A través del rugido de su cabeza, distinguió débilmente el sonido de las ruedas de acero sobre las vías.

Golpeó la ventana con más fuerza. Mantén la calma. Desenfundó la Browning y la empleó a modo de martillo, descargando repetidamente la culata contra la ventana. El cristal no cedió. Le dio la vuelta al arma en la mano, se protegió el rostro con la mano libre y efectuó un disparo contra la cara interior del vidrio. El disparo le produjo un pitido en los oídos que absorbió el creciente fragor del tren en un gemido agudo. La superficie se resquebrajó formando una enloquecida tela de araña, pero no cedió. El cristal era a prueba de balas. Bajó la pistola. No serviría de mucho intentar cargarse los seguros de las puertas. Haría falta mucho más que una docena de cartuchos de una endeble nueve milímetros para penetrar en el acero macizo.

Vaciló y empezó a aporrear de nuevo. Las luces lejanas se estaban haciendo más grandes y brillantes, inundando el valle que discurría entre los terraplenes con un resplandor blanco circundado por una aureola.

Se escuchó un estrépito y Ben se apartó de la ventana. La hoja, debilitada, se combó hacia dentro con el segundo impacto crujiente.

Una voz del exterior, amortiguada pero familiar.

—¿Estás ahí? ¿Ben? —Era una voz de mujer, americana. ¡La voz de Roberta Ryder!

Roberta volvió a golpear la ventana con la palanqueta de hierro del equipo de emergencia del Citroën. El cristal reforzado se había combado hacia dentro, pero no cedía. El tren se aproximaba velozmente.

Roberta exclamó a través de la ventana resquebrajada:

—Ben, no te muevas. ¡Va a haber un impacto!

El aullido del tren se estaba intensificando. Ben apenas oyó el sonido de la puerta del Citroën al cerrarse ni el de su quejumbroso motor. El dos caballos dio una sacudida hacia delante, atravesando las barreras y precipitando su endeble masa contra el pesado metal de la parte trasera del Mercedes. El poste de madera hizo añicos el parabrisas de Roberta. El metal rechinó al contacto con el metal. Roberta aferró la palanca de cambios, introdujo violentamente la marcha atrás, embragó rápidamente y retrocedió para volver a golpearlo.

El impulso había empujado la limusina un par de metros hacia delante; los neumáticos bloqueados horadaban surcos en la tierra. Roberta embistió al Mercedes por segunda vez y consiguió introducir el morro del voluminoso y pesado coche por debajo de la barrera opuesta. Pero no era suficiente.

Ben, que se había acurrucado en el asiento trasero de la limusina, salió despedido con el siguiente impacto. El Mercedes rebasó la segunda vía a resultas del impulso y la barrera repiqueteó contra el techo.

El tren estaba casi encima de ellos, a doscientos cincuenta metros, y acortaba rápidamente las distancias.

Roberta volvió a pisar a fondo el acelerador. Era la última oportunidad. El dos caballos, completamente retorcido, se estrelló de lleno contra la parte trasera del Mercedes y Roberta dejó escapar un aullido de alivio cuando el impulso arrojó la limusina al otro lado de las vías del tren.

El maquinista había visto los coches sobre las vías. Roberta percibió el chillido de los frenos entre la muralla sónica que se abalanzaba sobre ella. Pero nada podía detenerlo a tiempo. Por un terrorífico instante el dos caballos se quedó trabado detrás del Mercedes, interponiéndose en el camino del tren, con la destrozada carrocería enganchada y los neumáticos dando vueltas hacia atrás.

En ese momento los despojos se desprendieron y el coche salió disparado de las vías, retrocediendo para ponerse a salvo apenas un segundo antes de que el tren pasara aullando produciendo una poderosa corriente de aire. Su enorme extensión pasó como una exhalación durante diez segundos antes de desaparecer en la noche y de que las lucecitas rojas se perdieran en la distancia.

Se quedaron un instante sentados en silencio en sus respectivos coches, esperando que se les restableciera el pulso y la respiración. Ben introdujo la Browning de nuevo en la funda y la cerró.

Roberta se bajó del dos caballos, lo miró y profirió un gemido involuntario. Los faros estaban hechos añicos, suspendidos de los cables entre los restos retorcidos del capó y los guardabarros delanteros del coche. Atravesó las vías con las rodillas temblorosas hasta la limusina.

—¿Ben? ¡Dime algo!

—¿Puedes sacarme de aquí? —replicó su voz amortiguada desde el interior.

Roberta comprobó la puerta del conductor del Mercedes.

—No me fastidies… Bien pensado, Ryder —musitó para sus adentros—. Estaba abierta desde el principio. —Por lo menos las llaves no estaban en el contacto. Eso habría sido realmente estúpido. Entró y golpeó la mampara de cristal que la separaba de Ben. Vislumbró débilmente su rostro al otro lado. Miró en derredor. Debía de haber un botón que accionase el panel acristalado. Si conseguía bajarlo, Ben podría pasar por ahí. Encontró algo que parecía un botón y lo pulsó. No surtió efecto alguno. Probablemente el contacto debía estar encendido. Mierda. Encontró otro botón, lo oprimió y el mecanismo de cierre centralizado trasero se abrió con un satisfactorio ruido metálico.

Ben salió tambaleándose, gimiendo y frotándose el cuerpo dolorido. Se cerró la chaqueta, ocultando cuidadosamente la pistolera.

—Joder, qué poco ha faltado —murmuró Roberta—. ¿Estás bien?

—Sobreviviré. —Señaló el dos caballos destrozado—. ¿Todavía anda?

—Gracias, Roberta —repuso burlonamente la joven con tono sarcástico—. Qué suerte que hayas aparecido. Gracias por salvarme el culo.

Ben no respondió La joven lo fulminó con la mirada antes de examinar de nuevo los restos del coche siniestrado.

—Me gustaba mucho este coche, ¿sabes? Ya no los fabrican.

—Te compraré otro —le aseguró Ben mientras iba cojeando hacia él.

—Por supuesto que me comprarás otro —prosiguió ella—. Y me parece que también me debes una explicación.

Después de girar repetidamente la llave, el motor del dos caballos cobró vida entre estallidos, emitiendo un sonido metálico al final. Roberta giró en redondo, con las ruedas chirriando contra los guardabarros abollados, y se alejó. A medida que ganaban velocidad, la fricción de los neumáticos contra el metal aumentó hasta convertirse en algo como un aullido de tortura y el viento silbaba a su alrededor a través del parabrisas roto. El motor se estaba calentando demasiado y empezó a brotar un humo acre de debajo del capó destrozado.

—No llegaremos muy lejos con esto —gritó ella para imponerse al fragor del viento, escrutando las tinieblas por el cristal hecho añicos.

—Sigue un poco más —vociferó Ben en respuesta—. Me parece que he visto un bar por ahí.