Capítulo 20
Desde su miserable infancia en la Cerdeña campesina, Franco Bozza disfrutaba infligiendo dolor. Sus primeras víctimas habían sido insectos y gusanos, y siendo niño había pasado muchas horas felices perfeccionando métodos cada vez más elaborados para diseccionarlos lentamente y observarlos mientras se retorcían y morían. Antes de cumplir ocho años. Franco había pasado a practicar sus habilidades en mamíferos y pajaritos. Los polluelos de un nido fueron los primeros en sufrir. Más adelante empezaron a desaparecer los perros de la localidad. A medida que Franco se adentraba en la adolescencia se convirtió en un avezado torturador y un experto a la hora de causar agonía. Le encantaba. Era lo que lo hacía sentirse más vivo.
A los trece años, cuando dejó el colegio, el catolicismo lo fascinaba casi en la misma medida. Lo cautivaban las imágenes más atroces de la tradición cristiana: la corona de espinas, los estigmas sangrantes de Cristo y los clavos que se hundían en la cruz atravesándole las manos y los pies. Franco perfeccionó las habilidades básicas de lectura y escritura que había adquirido en la escuela solo para leer sobre la deliciosamente espantosa historia de la Iglesia. Un día descubrió un antiguo volumen que describía la persecución que habían sufrido los herejes por parte de la Inquisición medieval. Leyó que, tras haber conquistado una fortaleza cátara en el año 1210, el comandante de las fuerzas eclesiales había ordenado que les cercenaran las orejas, la nariz y los labios a cien herejes cátaros, que les arrancaran los ojos y los exhibieran ante las murallas de los castillos de los herejes a modo de ejemplo. Ese genio tan macabro inspiraba profundamente al muchacho, que por las noches se desvelaba deseando que de algún modo hubiese podido tomar parte en ello.
Franco se enamoró del arte religioso y recorría a pie los kilómetros que lo separaban del pueblo más cercano para visitar la biblioteca, donde se le hacía la boca agua al contemplar los grabados históricos que mostraban horripilantes imágenes de opresión religiosa. Su cuadro favorito era El carro de heno de Jerónimo Bosch, que databa de la década de los ochenta del siglo XV y representaba horribles torturas a manos de demonios, cuerpos atravesados por lanzas y espadas, y lo más estimulante de todo: una mujer desnuda. No era su desnudez en sí misma lo que le provocaba unos deseos lujuriosos tan sofocantes. Tenía los brazos atados detrás de la espalda y lo único que cubría su desnudez era un sapo negro que se aferraba a sus genitales. Era una bruja. La iban a quemar. Eso era lo que le producía una emoción tan intensa, casi frenética.
Franco se documentó sobre el contexto histórico del cuadro de El Bosco y la furiosa misoginia de la Iglesia católica en el siglo XV, cuando el papa Inocencio VIII emitió una bula sobre las brujas, un documento que otorgaba el sello de aprobación del Vaticano a la tortura y la quema de las mujeres sobre las que recayeran sospechas, por vagas que estas fueran, de estar aliadas con el diablo. A continuación Franco descubrió el libro conocido como Malleus Malificarum, el «Martillo de las brujas», el manual oficial de tortura y sadismo de la Inquisición para los que servían a Dios empapándose de la sangre de los herejes, que le infundió al joven Franco el mismo horror violento a la sexualidad femenina que impregnaba la fe cristiana de la Edad Media. Una mujer que se prestaba a practicar el sexo, que lo disfrutaba, que no se limitaba a quedarse tumbada, debía de ser la concubina del diablo. Lo que significaba que tenía que morir. De un modo horrible. Esa era la parte que más le gustaba.
Franco se convirtió en un experto en el sangriento pasado de la Inquisición católica y la Iglesia que la había engendrado. Aunque otros admiraban el arte de las hermosas ilustraciones de Botticelli y Miguel Ángel en la Capilla Sixtina del Vaticano, Franco se deleitaba con el hecho de que mientras la Iglesia encargaba aquellas obras un cuarto de millón de mujeres de toda Europa eran quemadas en la hoguera con la bendición del papa. Cuanto más aprendía, mejor comprendía que abrazar la fe católica y su legado era, de un modo más o menos tácito, respaldar siglos de corrupción, tortura, opresión, guerra y genocidio sistemático y desaforado. Había encontrado su vocación espiritual y se regocijaba en ella por fin, en 1977, llegó el momento de que Franco se casara con su prometida, la hija del armero de la localidad. El joven accedió con reluctancia al matrimonio con María para complacer a sus padres.
La noche de bodas descubrió que era completamente impotente. En aquel momento no le preocupó lo más mínimo. Nunca le había importado seguir siendo virgen, pues ya sabía que solo se excitaba cuando empuñaba un cuchillo y podía infligir dolor. Eso era lo que lo atraía y lo hacía sentir poderoso. La carne femenina no tenía encanto para él.
Pero a medida que las semanas se convertían en meses y Franco continuaba sin manifestar interés sexual alguno en ella, María empezó a burlarse de él. Una noche fue demasiado lejos.
—Voy a salir a buscar a un hombre de verdad que tenga pelotas —le espetó—. Y entonces todos sabrán que mi marido no es más que un inútil castrato.
A los veinte años Franco ya era fuerte y musculoso. Enfurecido, la agarró por el pelo y la arrastró hasta el dormitorio, donde la arrojó brutalmente sobre la cama, la dejó semiinconsciente de un puñetazo y aplicó un cuchillo a su carne.
Aquella noche Franco realizó un descubrimiento que le cambió la vida: que un cuerpo femenino podía excitarlo al fin y al cabo. Él no la tocó, solo la tocó el cuchillo. Dejó a María atada a la cama, mutilada y desfigurada para siempre. Se fugó de la aldea en mitad de la noche. El padre y los hermanos de María salieron en su busca, jurando venganza.
Hasta entonces, Franco jamás se había aventurado a alejarse sino a unos pocos kilómetros de su aldea, y enseguida se vio perdido, sin un céntimo y hambriento en la exuberante campiña de Cerdeña. Salvatore, el hermano mayor de María, lo encontró una noche cuando estaba mendigando comida ante una taberna cercana a Cagliari. Salvatore se acercó subrepticiamente al desprevenido Franco por la espalda y le rajó la garganta con un cuchillo.
Un hombre más endeble se habría derrumbado y habría muerto, habría permitido que lo asesinaran. Franco estaba medio muerto de hambre y empapado en la sangre que manaba a borbotones del tajo que tenía en el cuello. Pero el dolor y el olor de la sangre le infundieron nuevas fuerzas, una energía en bruto. Se mantuvo en pie como un animal herido. En lugar de huir atacó. Si Salvatore hubiera tenido una pistola aquella noche las cosas habrían sido distintas. Pero Franco le arrebató el cuchillo, lo doblegó y le arrancó el hígado poco a poco.
Era la primera vez que mataba a un hombre, pero no sería la última. Le robó el dinero al cadáver de Salvatore y se escapó a la costa, donde se embarcó en un transbordador con rumbo a la Italia continental. Se restableció del corte de la garganta, aunque hablaría en un susurro sofocado durante el resto de su vida.
Franco Bozza se exilió de Cerdeña debido a la vendetta subsiguiente. Recorrió el sur de Italia, pasando de un empleo a otro. Pero jamás se aplacó su pasión por infligir dolor, y antes de cumplir veinticuatro años los hampones de la mafia le sacaban provecho a sus habilidades empleándolo para sonsacar información a los rivales que capturaban. Franco Bozza poseía un talento innato y su temible reputación de torturador extraordinariamente insensible y frío se difundió enseguida por el submundo criminal. Era el maestro indiscutible a la hora de prolongar la vida y aumentar al máximo la agonía.
Cuando Bozza (o el Inquisidor, como ahora se hacía llamar) no practicaba sus artes con algún desventurado delincuente, merodeaba por las calles de noche a la caza de prostitutas, atrayéndolas a la muerte con su voz arrulladora. Sus lastimosos restos empezaron a aparecer en lúgubres habitaciones de hotel por todo el sur de Italia. Se difundieron rumores acerca de un «monstruo», un maniaco que se cebaba con el dolor y la muerte así como los vampiros se alimentaban de sangre. Pero el Inquisidor siempre ocultaba su rastro. Sus antecedentes policiales eran tan virginales como su sexualidad.
Un día de 1997 Franco Bozza recibió una llamada telefónica inesperada: no se trataba de un cabecilla del submundo ni de un jefe mafioso como de costumbre, sino de un obispo del Vaticano.
Massimiliano Usberti había oído hablar del Inquisidor a través de las sombras del submundo. Su notorio celo religioso, su absoluta devoción a Dios y su inquebrantable voluntad de castigar a los malvados eran precisamente las cualidades que Usberti deseaba para su nueva organización. Cuando Bozza supo cuál iba a ser su papel en ella aprovechó la oportunidad de inmediato. Era perfecta para él.
La organización se llamaba Gladius Domini, «la espada de Dios».
Franco Bozza se había convertido en su hoja.