Capítulo 13
París
Roberta volvió al dos caballos, mirando por encima del hombro, esperando casi que Michel Zardi saliera corriendo por la puerta del edificio para perseguirla. Le temblaban tanto las manos que apenas consiguió introducir la llave en la cerradura.
En el trayecto hacia su apartamento llamó al 17 y la pusieron con el departamento de emergencias de la policía.
—Quiero dar parte de un intento de asesinato. Hay un cadáver en mi apartamento. —Les dio apresuradamente los detalles, sin aliento, mientras atravesaba el tráfico a la carrera, conduciendo con una sola mano.
Cuando se detuvo frente a su edificio al cabo de diez minutos estaban haciendo su aparición una ambulancia y dos coches patrulla. Los agentes de uniforme estaban liderados por un enérgico inspector de paisano que mediaba la treintena. Su espeso cabello oscuro estaba peinado hacia atrás desde la frente y sus ojos eran de un color verde extraordinariamente vivo.
—Soy el inspector Luc Simon —anunció, examinándola atentamente—. ¿Ha denunciado usted el incidente?
—Sí.
—De modo que usted es… ¿Roberta Ryder? Una ciudadana americana. ¿Tiene algún documento que la identifique?
—¿Ahora? Vale. —Rebuscó en el bolso y extrajo el pasaporte y el permiso de trabajo. Simon los recorrió con la mirada y se los devolvió.
—Tiene el título de doctora. ¿Es doctora en Medicina?
—Soy bióloga.
—Ya veo. Acompáñenos a la escena del crimen.
Subieron las sinuosas escaleras dirigiéndose al apartamento de Roberta. Las radios chisporroteaban en el hueco de la escalera. Simon iba en primer lugar, caminando deprisa, con la mandíbula firme. Roberta iba trotando detrás de él, seguida de media docena de policías de uniforme y un equipo de personal sanitario encabezado por un médico de la policía que llevaba un maletín.
Le explicó la situación a Simon, observando sus intensos ojos verdes.
—Y entonces se desplomó y se cayó encima del cuchillo —concluyó, gesticulando—. Era un tipo grande y pesado, debió de aterrizar con mucha fuerza.
—Enseguida le tomaremos una declaración completa. ¿Quién está ahí arriba ahora?
—Nadie, solo él.
—¿Cómo que él?
—Pues ello, entonces —repuso ella con una nota de impaciencia—. El cadáver.
—¿Ha dejado el cuerpo sin vigilancia? —espetó Simon, enarcando las cejas—. ¿Dónde ha estado?
—Visitando a un amigo —contestó ella, haciendo una mueca en su fuero interno al percatarse de cómo sonaba eso.
—No me diga… Vale, ya hablaremos de eso más adelante —atajó Simon con impaciencia—. Primero vamos a ver el cuerpo.
Llegaron ante la puerta y Roberta la abrió.
—¿Le importa que espere fuera? —preguntó.
—¿Dónde está el cuerpo?
—Está justo al otro lado de la puerta, en el pasillo.
Los agentes y los médicos entraron precedidos por Simon. Un policía se quedó en el rellano acompañando a Roberta. Esta se apoyó en la pared y cerró los ojos.
Al cabo de un par de segundos Simon volvió a salir al rellano luciendo una expresión severa, aunque cansada.
—¿Está segura de que este es su apartamento? —preguntó.
—Sí. ¿Por qué?
—¿Está tomando alguna medicación? ¿Sufre pérdidas de memoria, epilepsia o cualquier otro trastorno mental? ¿Toma drogas o alcohol?
—¿Qué está diciendo? Claro que no.
—Pues explíqueme esto. —Simon la asió por el brazo y la empujó firmemente hasta la puerta, señalando y observándola con expectación. Roberta estaba boquiabierta. El detective señalaba el suelo del pasillo.
Vacío. Limpio. El cadáver había desaparecido.
—¿Puede darme alguna explicación?
—A lo mejor se fue arrastrándose —musitó la joven. ¿Qué, y limpió el rastro de sangre que había dejado? Se frotó los ojos; le daba vueltas la cabeza.
Simon se volvió para dirigirle una mirada inflexible.
—Desperdiciar el tiempo de la policía es un delito grave. Podría arrestarla ahora mismo, ¿se da cuenta?
—¡Pero si le digo que había un cuerpo! No me lo he imaginado, ¡estaba ahí mismo!
—Hmmm. —Simon se volvió hacia uno de sus hombres—. Tráigame un café —le ordenó. Se encaró con Roberta con una mirada sardónica—. En ese caso, ¿a dónde ha ido? ¿Al cuarto de baño? ¿Es posible que lo encontremos sentado en el retrete leyendo Le Monde?
—Ojalá lo supiera —contestó ella, impotente—. Pero estaba ahí… No me lo he imaginado.
—Registren este sitio —ordenó Simon a sus oficiales—. Hablen con los vecinos, averigüen si han oído algo. —Los agentes se dispusieron a inspeccionar el apartamento. Un par de ellos fulminaron a Roberta con miradas de irritación. Simon se volvió de nuevo hacia ella—. ¿Dice usted que era un hombre grande y fuerte? ¿Que la atacó con un cuchillo?
—Sí.
—¿Pero usted no resultó herida?
Ella chasqueó la lengua, enojada.
—No.
—¿Cómo espera que me crea que una mujer de su tamaño, un metro sesenta y cinco, más o menos, puede matar con las manos desnudas a un agresor fornido y armado sin hacerse ni un rasguño?
—Espere, yo no he dicho que lo haya matado. Se cayó encima del cuchillo.
—¿Qué estaba haciendo aquí?
—¿Qué suele hacer un delincuente en un apartamento ajeno? Estaba robando. Me ha puesto el laboratorio patas arriba.
—¿El laboratorio?
—Claro, lo ha saqueado todo. Véalo usted mismo.
Señaló la puerta del laboratorio y el inspector la abrió de un empujón. Cuando se asomó por encima de su hombro, Roberta comprobó con asombro que la habitación estaba ordenada; todo estaba en su lugar correspondiente, los documentos habían sido cuidadosamente clasificados y los cajones cerrados. ¿Se estaría volviendo loca?
—Un ladrón ordenado —comentó Simon—. Ojalá fueran todos así.
Uno de los agentes se asomó por la puerta.
—Señor, los vecinos del otro lado del rellano han estado en casa toda la noche. Dicen que no han oído nada.
—¡Ah! —resopló Simon. Miró en derredor del laboratorio y cogió una hoja de papel del escritorio—. ¿Qué es esto? ¿La ciencia biológica de la alquimia? —Sus ojos pasaron de la página a mirarla fijamente a ella.
—Ya le he dicho que s-soy científica —tartamudeó Roberta.
—¿Ahora la alquimia es una ciencia? ¿Puede convertir el plomo en oro?
—No se pase.
—A lo mejor ha inventado una forma de hacer que las cosas… desaparezcan —añadió abriendo los brazos. Arrojó el papel al escritorio y se dirigió resueltamente al otro lado de la habitación—. ¿Y qué hay aquí dentro?
Antes de que Roberta pudiera detenerlo había abierto las puertas de los tanques de moscas.
—Putain! Qué asco.
—Forma parte de mi investigación.
—Esto es un asunto serio de salubridad y seguridad, madame. Estas cosas transmiten enfermedades. —El médico de la policía estaba en la puerta, detrás de Roberta, asintiendo aprobatoriamente y poniendo los ojos en blanco. Los restantes agentes regresaban tras haber inspeccionado el pequeño apartamento, meneando la cabeza. Roberta percibió miradas hostiles procedentes de todas direcciones.
—Su café, señor.
—¡Ah, gracias a Dios! —Simon cogió el vaso de papel y bebió un largo trago. El café era lo único que mitigaba las jaquecas ocasionadas por el estrés. Tenía que descansar más. No había dormido nada la noche anterior.
—Sé que esto parece extraño —protestó Roberta. Se había puesto a la defensiva y estaba gesticulando demasiado. No le gustaba la forma en que estaba alzando la voz—. Pero le aseguro que…
—¿Está casada? ¿Tiene novio? —preguntó bruscamente Simon.
—No… Sí que tenía novio…, pero ya no… Pero ¿qué tiene que ver eso con todo esto?
—Está alterada emocionalmente porque la han abandonado —sugirió Simon—. Tal vez el estrés… —Qué irónico, pensó al recordar su actuación de la noche anterior con Hélène.
—Ah, ¿de modo que piensa que estoy sufriendo una crisis nerviosa? ¿Que la mujercita no se las puede arreglar sin un hombre?
Simon se encogió de hombros.
—¿A qué demonios vienen esas preguntas? ¿Quién es su superior?
—Tenga cuidado, madame. Recuerde que ha cometido una grave infracción.
—Por favor, escúcheme. Creo que están planeando matar a otra persona. A un inglés.
—Vaya, ¿de veras? ¿Quiénes lo están planeando?
—No sé quiénes son. Los mismos que han intentado matarme a mí.
—En ese caso, me atrevo a sugerir que nuestro amigo inglés no corre un grave peligro. —Simon la miró con desdén manifiesto—. ¿Y sabemos quién es ese inglés? ¿Tal vez el amigo al que fue a visitar mientras el cadáver imaginario yacía en su apartamento?
—¡Dios mío! —exclamó indefensa, casi riéndose a causa de la frustración—. Dígame que no es usted tan tonto.
—Doctora Ryder, si no se calla ahora mismo, la encierro. La meto en la cárcel mientras empapelo este sitio con cinta y hago que los forenses lo registren con un cepillo de cerdas finas. —Arrojó el vaso vacío y se adelantó hacia ella. Su rostro estaba enrojeciendo. Roberta se echó atrás—. Haré que la examine un médico de la policía —prosiguió—. Hasta el último centímetro. Por no hablar de una evaluación psicológica completa del psiquiatra. Haré que la Interpol inspeccione su cuenta bancaria. Haré pedazos su puta vida… ¿Es eso lo que quiere?
Roberta tenía la espalda contra la pared. La nariz de Simon estaba casi en contacto con la suya y sus ojos verdes echaban chispas.
—¡Porque eso es lo que le va a pasar!
Todos los agentes estaban mirando fijamente a Simon. El médico se le acercó por detrás y le puso suavemente una mano en el hombro, rompiendo la tensión. Simon retrocedió.
—¡Hágalo! —vociferó ella a modo de respuesta—. ¡Enciérreme! Tengo pruebas. Sé quién está involucrado en esto.
El inspector la fulminó con la mirada.
—¿Para que pueda ser la estrella de su propia película? Eso le encantaría, ¿verdad? Pues no pienso darle esa satisfacción. Ya he visto bastante en este sitio. Cuerpos que desaparecen, tanques llenos de moscas, alquimia, conspiraciones criminales… Lo siento, doctora Ryder, pero el cuerpo de policía no atiende a los lunáticos que desean llamar la atención. —La señaló con el dedo a modo de advertencia—. Considérese avisada. No vuelva a hacerlo. ¿Entendido? —Les hizo una seña a los demás y fue el primero en salir. Los agentes la empujaron a su paso y la dejaron sola en la oscuridad.
Roberta se quedó paralizada un instante a causa del horror y la sorpresa, contemplando la cara interior de la puerta del pasillo y escuchando el eco de los pesados pasos procedente del otro lado a medida que los policías bajaban las escaleras. No podía creerlo. ¿Qué iba a hacer ahora?
«Nos encargaremos de B. H. esta misma noche». Ben Hope.
Aunque ignoraba cómo estaba involucrado en todo aquello, tenía que advertírselo de inmediato. Apenas lo conocía, pero si la policía no pensaba tomarse en serio aquella situación dependía de ella alertarlo de lo que estaba sucediendo.
Había arrojado a la papelera la tarjeta que le había dado, pues no tenía intención de volver a llamarlo nunca; gracias a Dios, pensó ahora, que no la había metido en la trituradora. Volcó la papelera, esparciendo por el suelo del laboratorio papeles arrugados, pieles de naranja y una lata de refresco aplastada. La tarjeta estaba debajo, con manchas de Coca Cola Cogió el teléfono y pulsó las teclas, se lo acercó al oído y esperó el tono de llamada.
Una voz respondió.
—¿Hola? ¿Ben? —empezó con urgencia. Pero entonces comprendió qué era lo que estaba escuchando.
—Bienvenido al contestador automático de Orange. Lo sentimos, pero el número que ha marcado no se encuentra disponible…