Capítulo 45
Ben se despertó con un sobresalto. Oyó el sonido de pasos y movimiento en la habitación de arriba y voces en el pasillo.
Miró el reloj y masculló una maldición. Eran casi las nueve. A su alrededor estaban las notas y los esbozos de la noche anterior. De pronto recordó que había descubierto la firma encriptada de Fulcanelli. Quiso contarle la noticia a Roberta.
Entró en el dormitorio y vio que la cama estaba vacía. Pronunció su nombre ante la puerta del cuarto de baño y entró al no recibir respuesta. Tampoco estaba allí. ¿A dónde demonios había ido?
No le gustaba. Cogió la pistola y se la enfundó con disimulo. Salió de la suite y bajó las escaleras. El grupo de turistas británicos estaba desayunando y hablando a grandes voces en el comedor. No había ni rastro de Roberta. Se dirigió al vestíbulo desierto. Al otro lado de una puerta unos cuantos empleados se habían congregado en círculo y susurraban atropelladamente con tono apremiante.
Salió. A lo mejor había ido a dar un paseo. Debería habérselo dicho. ¿Por qué no lo había despedido ?
Cruzó la entrada y atravesó el aparcamiento. El sol calentaba ya y se protegió los ojos del resplandor de la gravilla blanca. Había gente en los alrededores. Estaba llegando un coche lleno de nuevos huéspedes, un Renault Espace provisto de un remolque para el equipaje. No había ni rastro de ella.
Cuando se volvió de nuevo hacia el hotel, sus acuciantes pensamientos se vieron interrumpidos por el aullido de una sirena a sus espaldas. Giró en redondo. Había dos coches patrulla atravesando la gravilla apresuradamente, levantando nubes de polvo. Aparcaron a ambos lados de Ben. Había un conductor y dos pasajeros en cada uno. Se abrieron las puertas y salieron dos policías de cada coche que empezaron a caminar. Lo estaban mirando.
Se volvió y se alejó rápidamente de ellos.
—¿Monsieur? —Los cuatro lo estaban siguiendo. Una radio chisporroteó.
Ben apretó el paso, ignorándolos.
—Monsieur, un momento —repitió el agente alzando la voz.
Ben se detuvo, dándoles la espalda, petrificada. Los policías le dieron alcance y lo rodearon. Uno lucía una insignia de sargento. Era corpulento y robusto, tenía los hombros cuadrados y el pecho amplio y aparentaba unos cincuenta y tantos años. Parecía confiado, como si supiera defenderse. El más joven era un muchacho de apenas veinte años. Tenía una mirada nerviosa y una pátina de sudor en la frente. Una mano en la culata de la pistola.
Ben sabía que si hacían un movimiento para atacarlo habría desarmado y derribado a los cuatro antes de que pudiesen dispararle. Primero iría a por el fornido sargento. Luego el chico nervioso. Estaba lo bastante asustado para disparar. Los números tres y cuatro no serían un problema. Pero los dos policías que se habían quedado en los coches estaban fuera de su alcance y tendrían tiempo de preparar las armas. Ese era un problema más grave. Ben no quería tener que matar a nadie.
El sargento habló primero.
—¿Es usted quien ha llamado a la policía? —le preguntó a Ben.
—¡Agente! ¡Yo soy quien los ha llamado! —Un huésped estaba saliendo del hotel, un hombrecillo grueso con el cabello cano.
—Disculpe, señor —le dijo el sargento a Ben.
—¿Qué pasa? —preguntó Ben.
El gordo se unió a ellos. Estaba agitado y le faltaba el aliento.
—Los he llamado yo —repitió—. He visto cómo secuestraban a una mujer. —Señaló y les refirió los detalles.
Ben retrocedió, escuchando con creciente alarma.
—Ha sido ahí mismo —estaba diciendo el tipo. Sus palabras afloraban sin interrupción—. Era un tipo grande. Me parece que tenía un arma… La metió en un coche…, un Porsche negro…, con matrícula extranjera, puede que italiana… Ella se estaba resistiendo. Era una joven pelirroja.
—¿Vio qué dirección tomaba el coche? —preguntó el policía.
—Dobló a la izquierda al final del sendero; no, a la derecha… No, a la izquierda, seguro que a la izquierda.
—¿Hace cuánto tiempo?
El gordo suspiró y miró su reloj.
—Veinte o veinticinco minutos.
El sargento se comunicó por radio. Tres policías se quedaron para tomarle declaración al testigo e interrogar al personal. El cuarto volvió a subir al coche y se fue carretera arriba.
—La vi llegar anoche con su marido —estaba diciendo el gordo—. Espere un minuto… Ahora que me acuerdo, era el hombre que estaba aquí hace un momento.
—¿El rubio?
—Sí; era él, estoy seguro.
—¿Adónde ha ido?
—Ha desaparecido hace unos instantes.
—¿Alguien ha visto adónde ha ido?
Se escuchó un grito.
—¡Sargento! —Se trataba del joven novato. Estaba agitando una hoja de papel. El sargento se la arrebató y abrió los ojos como platos. La foto tenía probablemente unos diez años. En ella llevaba el pelo rapado y se daba un aire militar. Pero fue el texto que había debajo lo que atrajo casi toda su atención.
RECHERCHÉ ARMÉ ET DANGEREUX
«En busca y captura. Armado y peligroso».