Capítulo 26
En el centro de París
El pub de Flann O’Brien es un oasis de música irlandesa y Guinness que se encuentra al doblar la esquina del museo del Louvre, cerca del Sena. A las once y veintisiete de aquella noche, obedeciendo las instrucciones específicas que les había transmitido mediante un correo electrónico el inesperadamente vivito y coleando Michel Zardi, entraron cuatro hombres. Mirando a su alrededor, se acercaron a la barra, que estaba atestada de gente. El pub estaba lleno de carcajadas estentóreas, el repiqueteo de los vasos y el sonido de los violines y los banjos.
El cabecilla de los cuatro hombres era calvo, achaparrado y fornido, y llevaba una chaqueta de cuero negra. Se inclinó sobre la barra para dirigirse al camarero corpulento y barbudo. Este asintió, sacó un teléfono móvil de debajo de la barra y se lo entregó. El calvo les hizo una indicación a sus amigos y los condujo de nuevo a la calle.
A las once y media exactamente sonó el teléfono. El calvo respondió.
—No hables —ordenó la voz al otro lado de la línea—. Escucha lo que te digo y sigue mis instrucciones al pie de la letra. Te estoy observando.
El calvo recorrió la calle con la mirada.
—No me busques —le advirtió la voz al oído—. Limítate a escuchar. Un movimiento en falso y se acaba el trato. Perderéis a la americana y seréis castigados.
—De acuerdo, te escucho —contestó el calvo.
—Utiliza este teléfono para llamar a un taxi —dijo Ben al otro lado de la línea, sentado tras el volante del Peugeot 206 a ochocientos metros de distancia—. Ve solo, repito, ve solo o te quedarás sin la mujer. Cuando estés en el taxi marca «Zardi» y te diré adónde has de ir.
El calvo tomó asiento en el Mercedes y el taxista africano lo condujo a lo largo del muelle que discurría junto al río Sena. Alejado de las luces brillantes de las embarcaciones de recreo y los grupos de bebedores y turistas, el taxi se desvió para enfilar una carretera lóbrega y estrecha que desembocaba en la tenebrosa ribera. El calvo salió sin soltar el teléfono móvil. El taxi se alejó.
Los pasos del calvo reverberaron bajo el sombrío puente al acercarse al punto de encuentro que le habían indicado. Miró a su alrededor.
—Ben, esto me da mala espina —musitó Roberta en la oscuridad—. ¿Estás seguro de que es una buena idea?
El Sena se mecía y borboteaba a su lado bajo la luz de la luna. Por debajo del nivel de la calle el fragor de la ciudad les llegaba amortiguado y distante. A lo lejos, la catedral de Notre Dame, con sus luces doradas, descollaba sobre el agua. Ben comprobó su reloj.
—Relájate.
Una puerta se cerró violentamente en la calle encima de ellos, un coche se puso en marcha y se oyeron pasos. Roberta se volvió para ver a una figura que se acercaba.
—Ben, hay…
—Ahora escucha —le susurró este al oído—. Confía en mí. Todo saldrá bien. —La cogió del brazo y la sacó de las sombras del puente al acercarse el calvo. Una sonrisa retorcida se dibujó en el rostro de este.
—¿Zardi? —preguntó. Sus palabras resonaron bajo el arco de piedra.
—C’est moi —respondió Ben—. Vous avez l’argent?
—El dinero está aquí —contestó el calvo en francés. Alzó un maletín.
—Déjalo en el suelo —ordenó Ben. El calvo lo depositó suavemente a sus pies. Apartó la vista de Ben durante un segundo. Este soltó el brazo de Roberta y fue corriendo hacia él. Le atenazó la muñeca, lo obligó a darse la vuelta y le hincó el frío acero del silenciador de la Browning en los pliegues del cuello—. De rodillas.
Roberta contemplaba horrorizada la pistola que empuñaba Ben. Quería escapar, pero no le obedecían las piernas, de modo que se quedó petrificada, incapaz de apartar los ojos de Ben mientras este hundía la pistola en la nuca del recién llegado y se disponía a registrarlo. Ben observó momentáneamente la expresión de su rostro y adivinó lo que estaba pensando. Le dirigió una mirada que afirmaba: «Yo me encargo de esto».
El calvo había ido preparado. Llevaba una Glock 19 en la chaqueta de cuero. Ben le dio una patada y el arma resbaló sobre el borde de la ribera produciendo un suave chapoteo.
—Morirás por esto, Zardi —masculló el calvo.
—¿Eres Saúl? —preguntó Ben.
El calvo no soltaba prenda. Ben descargó la culata y el guardamonte de la pistola sobre la cabeza del cautivo.
—Que si eres Saúl —repitió deliberadamente. El hombre gimió y un hilo de sangre resbaló por su cráneo reluciente.
Roberta apartó la mirada.
—No —dijo el calvo—. No soy Saúl.
—Entonces, ¿quién es Saúl y dónde puedo encontrarlo?
El hombre hizo una pausa y Ben volvió a golpearlo. Se desplomó al suelo y se dio la vuelta, alzando la vista con miedo en los ojos. Pero no demasiado. Ben advirtió que aquel tipo estaba acostumbrado a recibir un poco de castigo.
—Vale, no me sirves de nada. —Retiró el seguro con el pulgar y le apuntó a la cara con la pistola.
Debió de ser la expresión de los ojos de Ben lo que lo persuadió de que no se trataba de un farol.
—¡No sé quién es! —protestó, con la sinceridad de un hombre que podía perderlo todo—. ¡Solo recibo órdenes por teléfono!
Ben bajó la pistola y sacó el dedo del guardamonte. Volvió a accionar el seguro.
—¿Quién te llama? ¿Lo llamas tú? ¿Cuál es su número?
El calvo conocía bien el número. Se lo confesó con un susurro.
Ben lo observó, sopesando lo que debía hacer con él. Llevaba la chaqueta desabrochada y debajo de esta una camisa abierta con una cadena de oro sobre el pecho hirsuto. Ben reparó en otra cosa y alargó la mano para desgarrarle la camisa sin apartar la pistola de su rostro. Vio el tatuaje a la luz mortecina de la luna y la calle de arriba, que se reflejaba en las suaves ondulaciones del agua.
Se trataba de una espada de tipo medieval con la hoja recta y la contraguardia plana, diseñada de modo que semejase un crucifijo. Alrededor de la hoja había un estandarte con las palabras «Gladius Domini».
—¿Qué es eso? —preguntó Ben, señalando con la pistola. El calvo se miró el pecho.
—Nada.
—Gladius Domini. «La espada de Dios» —murmuró Ben para sus adentros. Le pisó los testículos y el hombre gritó.
—Por el amor de Dios… —suplicó Roberta.
—Me parece que quieres decírmelo —susurró Ben, ignorándola y manteniendo la presión.
—Vale, vale, aparta el pie —resolló el hombre. El sudor resbalaba sobre sus facciones contorsionadas. Ben apartó el pie, aunque continuó apuntándole firmemente a la frente con la pistola. El prisionero exhaló un suspiro de alivio y se tendió sobre el suelo de piedra—. Soy un soldado de Gladius Domini —musitó.
—¿Qué es Gladius Domini?
—Es una organización. Yo trabajo para ellos… No sé… —Su voz se extinguió lentamente. Tenía la mirada perdida. Ben advirtió cierta vaguedad, cierta vacuidad en sus ojos que le recordó al suicida de la catedral. Alguien se había metido en la cabeza de aquella gente.
—Así que eres un soldado de Dios, ¿verdad? —dijo—. Y cuando matas inocentes, ¿lo haces por Él? —Alzó la pistola y retrocedió. Introdujo el dedo en el guardamonte—. Ahora lo vas a conocer en persona.
Roberta salió corriendo de las sombras hacia ellos.
—¡Qué estás haciendo! ¡No lo mates! Suéltalo…, por favor… ¡Tienes que soltarlo!
Ben advirtió la vehemencia suplicante de su mirada. Apartó el dedo del gatillo y bajó la pistola. Contradecía todos sus instintos.
—Márchate —le ordenó al calvo. Este se recompuso poco a poco, aferrándose la entrepierna dolorido. La sangre le humedecía la camisa y el sudor le perlaba el rostro a la luz de la luna. Se puso en pie tambaleándose.
Roberta miró fijamente a Ben. Tenía la cara crispada. Le propinó un furioso empujón. Él no reaccionó. Ella lo golpeó en el pecho.
—¿Quién cojones eres?
Ben vio el brillante punto rojo que pasaba sobre su frente una fracción de segundo antes de agarrarla por el cuello de la camisa y empujarla violentamente hacia un lado.
Entonces, de repente, el rifle con mira láser apostado al otro lado del río arrancó fragmentos de mampostería del muro. Fue una andanada de tres disparos; fuego completamente automático. Uno de los proyectiles atravesó limpiamente la cabeza del calvo. Su cráneo saltó en pedazos, salpicando de sangre a Roberta. Su cuerpo se derrumbó encima del suyo al caer y la derribó al precipitarse al suelo. La joven pataleó bajo el cadáver, profiriendo un chillido de pánico.
Ben ya había atisbado el destello de la lente de la mira del tirador a cincuenta metros de distancia y estaba devolviendo el fuego. La Browmng centelleaba y le daba sacudidas en la mano. El francotirador emitió un grito sofocado y se desplomó de su puesto para hundirse en el río. El rifle de asalto AR-18 produjo un repiqueteo al estrellarse contra el suelo.
Otros dos hombres estaban corriendo por la orilla hacia ellos empuñando sendas pistolas. Una bala pasó junto a la oreja de Ben y otra rebotó contra el muro a su lado.
Alzó la pistola. Calma. Concéntrate en el centro del blanco. El gatillo percute de forma automática. Dos golpecitos dobles en rápida sucesión tumbaron a ambos atacantes en apenas un segundo. Sus cuerpos inertes se derrumbaron sobre el suelo como formas negras a la luz de la luna.
Ben le quitó de encima el muerto a Roberta y lo apañó a un lado de una patada. Le faltaba la mitad de la coronilla calva. La joven tenía la ropa y el cabello empapados en sangre.
—¿Estás herida? —le preguntó con urgencia.
Ella se puso en pie vacilante. Estaba pálida. A continuación se puso a vomitar contra la pared. Ben oyó sirenas de policía a lo lejos; sus estridentes aullidos subían y bajaban sincrónica y asincrónicamente, acercándose a toda velocidad.
—Vamos.
Roberta no respondió. No había tiempo para razonar. Le rodeó la cintura con el brazo y la llevó prácticamente en volandas por el muelle hasta el tramo de escalones que daban a la calle.
En lo alto de las escaleras ella dio muestras de recobrar el sentido. Se debatió para zafarse y se apartó de Ben. Este gritó su nombre. Pero ella estaba corriendo frenéticamente en dirección opuesta, dirigiéndose directamente hacia el sonido de las sirenas. La policía caería sobre ellos en cualquier momento.
—¡Aléjate de mí! —exclamó Roberta. Ben la perseguía intentando cogerla del brazo, razonando con ella—. ¡No me toques! —Se apartó de él tambaleándose.
Los destellos azules aparecieron entre el tráfico disperso al final de la calle. Ben no tenía elección. Tenía que dejarla marchar. Al menos ella estaría a salvo en manos de la policía y dentro de una hora él se habría marchado de la ciudad y habría puesto tierra de por medio. La miró por última vez, se dio la vuelta y fue corriendo hacia el Peugeot.
Roberta se tambaleaba aturdida en medio de la calzada. Un par de coches tocaron el claxon, virando para eludirla. Ben observó desde cierta distancia el coche patrulla que se detenía derrapando junto a ella. Salieron tres policías que vieron su aspecto aturdido y ensangrentado y la relacionaron de inmediato con el tiroteo que habían denunciado. Se escuchó el aullido de nuevas sirenas a lo lejos; tres, quizá cuatro coches más que acudían corriendo a la escena.
La estaban metiendo en el asiento trasero del coche patrulla cuando el Mitsubishi negro se detuvo a su lado.
Ben estaba a un centenar de metros de distancia cuando vio que se abrían bruscamente las puertas del Mitsubishi y salían dos hombres armados con escopetas recortadas que abatieron a los policías antes de que ninguno de ellos tuviera ocasión de desenfundar una pistola. Roberta salió a rastras del asiento trasero mientras ellos rodeaban el costado del coche patrulla, deslizando la corredera de las escopetas.
El Peugeot embistió al atacante más cercano, que salió despedido hecho un guiñapo. Ben disparó a través de la ventana abierta al otro, que se agachó para protegerse detrás del coche patrulla y salió corriendo. Ben abrió violentamente la puerta, metió a rastras a Roberta y atravesó el puente derrapando, justo a tiempo de doblar ruidosamente la esquina más cercana para meterse en una bocacalle antes de que la ululante flota de policías se presentase en la escena.