Capítulo 33

Después del largo y caluroso viaje desde Roma, Franco Bozza no estaba de humor para sutilezas. El Porsche 911 Turbo negro sorteó el tráfico de las afueras de la ciudad en dirección al suburbio de Créteil. Enseguida encontró lo que estaba buscando en un polígono industrial abandonado de la periferia. La planta de embalaje en desuso estaba apartada de la calle, al otro lado de unas oxidadas puertas de hierro cerradas con una cadena. El patio delantero estaba cubierto de maleza. Bozza dejó el Porsche en marcha y se dirigió a las puertas. El cerrojo estaba nuevo y reluciente. Sacó la llave del bolsillo y lo abrió. Miró a derecha e izquierda para cerciorarse de que no hubiera nadie en las inmediaciones y empujó la puerta de la derecha. Las bisagras oxidadas chimaron. Metió el Porsche y cerró las puertas a su paso. La calle estaba desierta. Bozza aparcó en un lugar escondido detrás del edificio abandonado y entró por la entrada trasera que sabía que le habrían dejado abierta.

La aparición de aquella imponente figura corpulenta y silenciosa ataviada con un largo abrigo negro enfrió los ánimos de los tres hombres que habían custodiado al inconsciente Gaston Clément. Naudon, Godard y Berger conocían la reputación del Inquisidor y se apartaron todo lo posible de él, sin atreverse apenas a mirarlo mientras abría la bolsa negra que llevaba y colocaba el reluciente surtido de instrumentos encima de un carrito. Algunas herramientas eran obviamente quirúrgicas, como los escalpelos y la sierra, pero no podían sino suponer el horripilante propósito de la cizalla, el martillo de carpintero y el soplete.

En el centro del amplio espacio vacío estaba el viejo alquimista, desnudo e inerte, suspendido cabeza abajo de una cadena enrollada alrededor de una viga. El último artículo que Bozza extrajo de la bolsa fue un pesado mono de plástico que se enfundó cuidadosamente por la cabeza y alisó sobre su cuerpo. A continuación pasó un dedo enguantado sobre la hilera de instrumentos, decidiendo por dónde empezar. Su semblante era inexpresivo e impasible. Escogió una sonda larga y afilada y le dio vueltas entre los dedos enguantados. Asintió para sus adentros.

Entonces empezaron las preguntas susurradas y los gritos.

Apenas una hora después, los gritos del anciano se habían visto reducidos a un gimoteo ininterrumpido y balbuciente. La sangre formaba un creciente charco debajo de su cuerpo y una gruesa capa que embadurnaba el mono de plástico de Bozza y las herramientas del carrito.

Pero había sido una pérdida de tiempo. El viejo estaba enfermo y debilitado y Bozza adivinó al ver los moretones y los cortes cubiertos de sangre seca de su rostro que los golpes de sus captores lo habían dejado inservible mucho antes de su llegada. Ahora su cuerpo destrozado estaba completamente conmocionado y el torturador sabía que era inútil prolongar su agonía. No había nada que sonsacarle. Bozza se dirigió al carrito y desabrochó una bolsita. La jeringuilla que había dentro contenía una dosis masiva de la misma sustancia que los veterinarios empleaban para sacrificar a los perros. Volvió junto al cuerpo suspendido de Clément y le hundió la aguja en el cuello.

Cuando todo acabó, Bozza se volvió a mirar fríamente a los tres hombres. El desasosiego que les inspiraba su presencia se había atenuado y estaban en un rincón apartado de la fábrica, charlando y fumando cigarrillos, riéndose y bromeando acerca de alguna cosa.

Sonrió. No seguirían riéndose mucho tiempo. Lo que ignoraban acerca de su visita era que extraerle información a Clément no era el único motivo de que Usberti lo hubiese enviado a aquel lugar. Sus órdenes de «limpiar la suciedad» iban más allá. Era la última vez que aquellos tres principiantes echaban a perder un trabajo. Los días en los que Gladius Domini contrataba a delincuentes de poca monta para que le hicieran el trabajo sucio estaban tocando a su fin.

Les indicó que se acercaran. Godard, Naudon y Berger aplastaron los cigarrillos, se dirigieron miradas serias unos a otros y se aproximaron. Su buen humor se había evaporado de repente, dando paso enseguida al nerviosismo. Naudon esbozaba una sonrisa débil, disponiéndose a decir algo.

Estaban a diez metros de distancia cuando con ademán indiferente Bozza desenfundó una Beretta 380 con silenciador y los abatió en rápida sucesión sin pronunciar una sola palabra. Los cuerpos se desplomaron silenciosamente. Un casquillo vacío tintineó contra el suelo de cemento. Dirigió una mirada impasible a los cadáveres mientras desenroscaba el silenciador y volvía a guardar la pequeña pistola en la funda.

Debía encargarse de cuatro cuerpos. Esta vez no quedaría ningún rastro.