Capítulo 29

—¿Seguro que está en la mesita de noche? —dijo Ben mientras aparcaba el maltrecho Peugeot a una distancia prudente del edificio de Roberta.

La joven se había recogido el cabello bajo la gorra de béisbol que le había comprado en un mercado aquella misma mañana. Con ella y las gafas oscuras estaba irreconocible.

—Está en la mesita de noche, es un librito rojo —repitió.

—Espérame aquí —le ordenó Ben—. La llave está en el contacto. Al menor asomo de problemas te largas. Conduce despacio, no te apresures. Llámame en cuanto puedas y yo me reuniré contigo.

Ella asintió. Ben salió del coche y se puso las gafas de sol. Roberta lo observó intranquila mientras recorría la calle a buen paso y desaparecía en el portal del edificio.

Luc Simon estaba harto de perder el tiempo en casa de Roberta Ryder. Llevaba media hora esperando la llegada del equipo forense con dos agentes. La cólera impaciente le estaba provocando una de sus letales jaquecas. Como de costumbre, los forenses se estaban haciendo de rogar. Pandilla de cabrones indisciplinados; les echaría una buena bronca cuando llegasen.

Pensó en encargarle a uno de sus agentes de uniforme que le trajera un café. A la mierda. Lo haría él mismo; sabía Dios qué mierda le llevarían. Había un bar al otro lado de la calle, Le Chien Bleu; era un nombre ridículo, pero tal vez el café no fuera demasiado malo.

Bajó pesadamente por la escalera de caracol, atravesó a la carrera el fresco vestíbulo y salió a la luz del sol, embebido en sus pensamientos.

Estaba demasiado absorto para reparar en el hombre alto y rubio con gafas de sol y chaqueta negra que venía de frente. Este no refrenó sus pasos, pero reconoció de inmediato al inspector de policía y supo que habría otros policías esperándolo escaleras arriba.

—Qué rápido —se dijeron los dos agentes al oír el timbre del apartamento de Ryder. Abrieron la puerta esperando a Simon. Si tenían suerte, les habría llevado un café y un bocado, aunque seguramente era esperar demasiado, teniendo en cuenta que el jefe estaba de un humor aún peor que de costumbre.

Pero el hombre de la puerta era un desconocido alto y rubio. No parecía sorprendido por la presencia de dos policías en el apartamento. Se inclinó contra la jamba de la puerta con aire indiferente, sonriéndoles.

—Hola —dijo mientras se quitaba las gafas de sol—. Me preguntaba si podrían ayudarme…

Simon volvió al apartamento de Ryder, bebiendo a sorbos un café solo hirviendo en un vaso de plástico. Gracias a Dios, el dolor de cabeza ya estaba remitiendo. Subió rápidamente las escaleras hasta el tercer piso, llamó a la puerta y esperó a que le abriesen. Después de tres minutos se puso a aporrearla y vociferó a través de la puerta. ¿Qué demonios estaban haciendo allí dentro? Al cabo de otro minuto supo que algo iba mal.

—Policía —le dijo al vecino, enseñándole la placa. El anciano hombrecillo estiró un cuello arrugado como el de una tortuga y observó perplejo la placa, luego a Simon y el vaso de café que este sostenía.

»Policía —repitió Simon, alzando la voz—. Tengo que entrar en su apartamento. —El anciano abrió más la puerta, haciéndose a un lado. Simon le propinó un empujón al pasar—. Sostenga esto, por favor —añadió, entregándole al viejo el vaso vacío—. ¿Dónde está el balcón?

—Por aquí. —El vecino, arrastrando los pies, condujo a Simon al otro lado de un breve pasillo decorado con acuarelas que desembocaba en una impecable salita en la que había un piano de pared y sillones antiguos de imitación. La televisión estaba a todo volumen. Simon encontró lo que buscaba, las altas ventanas dobles que daban al estrecho balcón.

Un espacio de apenas un metro y medio separaba el balcón del anciano del de Ryder. Conminándose a no mirar el patio que había tres pisos más abajo, se encaramó a la balaustrada de hierro y saltó de un balcón a otro.

La ventana que daba al balcón de Ryder no estaba cerrada con llave. Desenfundó su pistola reglamentaria y la amartilló con el pulgar mientras entraba sigilosamente en el apartamento. Se oían golpes amortiguados en alguna parte. Parecía que emanaban del improvisado laboratorio de Ryder. Se dirigió subrepticiamente hacia el sonido apuntando hacia delante con el revólver del treinta y ocho montado.

Cuando entró en el laboratorio volvió a oírlo. Procedía del otro lado de las puertas donde Ryder guardaba sus repugnantes moscas. Pum, pum.

Simon abrió las puertas y lo primero que vio fueron los insectos negros e hirsutos que se arracimaban sobre los cristales; las gruesas paredes de los tanques acallaban sus zumbidos agitados. Algo le rozó la pierna. Miró hacia abajo.

Los dos agentes estaban embutidos en el espacio que había debajo de los tanques, atados y amordazados con cinta adhesiva, forcejeando con las ligaduras. Sus automáticas estaban colocadas encima del escritorio la una al lado de la otra, descargadas y desmontadas, y los cañones habían desaparecido.

El escuadrón de policía los encontró más adelante dentro de los respectivos tanques de moscas.

Ben le arrojó el librito rojo al regazo.

—En cuanto puedas lo destruyes, ¿entendido? —dijo mientras se subía al coche.

Roberta asintió.

—C-claro.

Cuando el Peugeot aceleró hasta perderse calle abajo, un hombre que estaba inclinado en un portal se dio la vuelta para observarlo. No era policía, pero estaba vigilando el apartamento de Ryder desde la noche anterior. Asintió y cogió el teléfono. Cuando alguien descolgó después de un par de tonos anunció:

—Un cupé 206 plateado con el guardabarros delantero abollado acaba de ponerse en marcha en dirección al sur por la rue de Rome. Un hombre y una mujer. Podéis darles alcance en el boulevard des Batignolles, pero será mejor que os deis prisa.