Capítulo 8

París

Si la selección de efectos que una persona se tomaba la molestia de guardar en una cámara celosamente protegida en un banco era una muestra de sus prioridades, Ben Hope era un hombre que tenía una perspectiva de la vida muy simple.

La caja fuerte del Banque Nationale de París era prácticamente idéntica a las de Londres, Milán, Madrid, Berlín y Praga. Todas ellas contenían solo dos cosas. La primera solo cambiaba de un país al siguiente en la divisa. La cantidad era siempre la misma, la suficiente para tener libertad de movimientos durante un periodo de tiempo indeterminado. Los hoteles, el transporte y la información eran sus gastos más importantes. Era difícil calcular cuánto tiempo lo retendría en Francia aquel trabajo. Mientras los guardias de seguridad esperaban ante la sala de consulta privada metió aproximadamente la mitad de los ordenados fajos de billetes europeos en una vieja bolsa militar de tela.

Lo segundo que Ben atesoraba en el corazón de media docena de eminentes bancos europeos no cambiaba en absoluto. Retiró la bandeja superior de la caja, donde se hallaba el resto del efectivo, la depositó en la mesa y buscó la pistola que había en el fondo de la caja.

La Browning Hi-Power GP35 semiautomática de nueve milímetros era un modelo antiguo que había sido sustituido en gran medida por las nuevas generaciones de pistolas de combate que combinan plástico y metal SIG, HK y Glock. Pero contaba con un dilatado expediente de probada eficacia, era completamente fiable, sencilla y resistente, y poseía la potencia y la penetración suficientes para detener a cualquier asaltante. Tenía trece balas, además de otra en la recámara, suficientes para solucionar rápidamente cualquier situación peliaguda. Ben la había usado durante casi la mitad de su vida y le sentaba como un guante.

La pregunta era si debía dejarla en el banco o llevársela consigo. Ambas cosas presentaban ventajas e inconvenientes. La ventaja era que si algo podía predecirse en su trabajo era que era completamente impredecible. La Browning representaba tranquilidad y eso tenía mucho valor. La desventaja era que pasearse con un arma de fuego sin registrar siempre comportaba ciertos riesgos. El arma oculta significaba que uno debía ser especialmente cuidadoso en todo lo que hacía. Solo hacía falta que un policía excesivamente celoso decidiera registrarte; si eras lo bastante descuidado para dejar que encontrase la pistola te podías meter en un lío. Si un ciudadano con vista de águila reparaba casualmente en la funda de cadera Di Santis que llevabas debajo de la chaqueta podía ponerse histérico y convertirte al instante en un fugitivo. Además, era casi seguro que no la necesitaría en aquel trabajo, que seguramente acabaría siendo una búsqueda completamente inútil.

Pero qué demonios, el riesgo merecía la pena. Metió la pistola, el alargado silenciador tubular, los cargadores adicionales, las cajas de munición y la pistolera en la bolsa junto con el dinero y llamó a los guardias para que volviesen a meter la caja fuerte en la cámara.

Salió del banco y se adentró en las calles de París. Había pasado mucho tiempo en aquella ciudad. Se sentía como en casa en Francia y hablaba el idioma con un acento apenas perceptible.

Cogió el metro para volver a su apartamento. Se lo había regalado un adinerado cliente después de haber rescatado a su hijo. Aunque estaba bien situado en el centro de París, se hallaba en un callejón apañado, escondido entre una colección de antiguos edificios semiderruidos. Solo se podía acceder a través del aparcamiento subterráneo, subiendo una escalera miserable y franqueando una pesada puerta de acero. Consideraba el apartamento oculto un piso franco. El interior era confortable pero espartano: una cocinita utilitaria, un dormitorio sencillo y una sala de estar provista de un armario, un escritorio, una televisión y su ordenador portátil. Eso era lo único que Ben necesitaba en su puerta a Europa.

La catedral de Notre Dame era una silueta borrosa en el horizonte parisino bajo el sol de media tarde. Cuando Ben se aproximó al imponente edificio un guía turístico se estaba dirigiendo a un grupo de americanos con cámaras:

Esta espléndida joya de piedra se empezó en 1163 y no se terminó hasta ciento sesenta años más tarde. Estuvo a punto de ser destruida durante la revolución francesa, aunque más adelante le devolvieron la gloria del pasado a mediados del siglo XIX

Ben entró por la fachada occidental. Hacía muchos años que no ponía un pie en una iglesia ni reparaba siquiera en ella. Regresar le producía una sensación extraña. No estaba seguro de que le gustase demasiado. Pero incluso él tenía que admitir la espectacular grandeza de aquel lugar.

La nave central se remontaba vertiginosamente hasta el techo abovedado delante de él. Los arcos y los pilares de la catedral estaban bañados por los rayos del sol poniente que se filtraban a través de la magnífica vidriera del rosetón instalado en el frontispicio que daba al oeste.

Pasó largo rato deambulando de un lado a otro, contemplando las numerosas estatuas y tallas, mientras sus pasos reverberaban en los azulejos de piedra. Debajo del brazo llevaba un ejemplar de segunda mano de un libro escrito por el hombre al que supuestamente estaba buscando, el elusivo maestro alquimista Fulcanelli. El libro era una traducción de El misterio de las catedrales, escrito en 1922. Ben se había entusiasmado al encontrarlo en la sección de ocultismo de una antigua librería de París, confiando en hallar algo valioso. Las pistas más útiles habrían sido una fotografía del autor, ciertos detalles personales, tales como alguna indicación referente a su verdadero nombre o información acerca de su familia, y cualquier mención a un manuscrito.

Pero no había nada de eso. El libro versaba sobre los criptogramas y símbolos alquímicos ocultos que, según afirmaba Fulcanelli, estaban esculpidos en los ornamentos de los muros de la catedral que ahora Ben estaba contemplando.

El porche del juicio era una gran arcada gótica cubierta de intrincadas tallas de piedra. Bajo las hileras de santos había una serie de imágenes esculpidas que representaban diferentes figuras y símbolos. Según el libro de Fulcanelli, aquellas esculturas encerraban un significado oculto, un código secreto que solo podían leer los ilustrados. Pero él no lograba descifrar ninguno. Es evidente que no estoy ilustrado, pensó. No me hacía falta que me lo dijese Fulcanelli.

En el centro del enorme portal, a los pies de una estatua de Cristo, había una imagen circular de una mujer sentada en un trono. Sostenía dos libros, uno abierto y el otro cerrado. Fulcanelli aseguraba que simbolizaban los conocimientos accesibles y ocultos. Ben recorrió con la mirada las restantes figuras del porche del juicio. Una mujer que empuñaba un caduceo, el antiguo símbolo de la curación que consistía en una serpiente enroscada en un bastón. Una salamandra. Un caballero que empuñaba una espada y un escudo en el que figuraba un león. Un emblema redondo con un cuervo. Al parecer, todos ellos transmitían algún mensaje velado. En el portal que daba al norte, el «portal de la Virgen», el libro de Fulcanelli lo condujo hasta un sarcófago esculpido en la cornisa del centro que representaba un episodio de la vida de Cristo. El libro describía los adornos del costado del sarcófago como los símbolos alquímicos del oro, el mercurio, el plomo y otras sustancias.

Pero ¿lo eran de verdad? A él le parecían simples motivos florales. ¿Dónde estaba la prueba de que los escultores medievales habían insertado deliberadamente mensajes esotéricos en su obra? Ben apreciaba la belleza y la maestría de aquellas esculturas. Pero ¿podían enseñarle algo? ¿Podían servirle de ayuda a una niña moribunda? El problema de aquella simbología, se dijo para sus adentros, era que cualquiera podía interpretar una imagen determinada a su antojo. Un cuervo podía ser simplemente un cuervo, pero si alguien buscaba un significado oculto podía encontrarlo fácilmente, aunque este no hubiera sido intencionado. Era demasiado sencillo proyectar significados subjetivos, creencias o deseos en una talla de piedra de varios siglos de antigüedad cuyo creador ya no podía alegar lo contrario. Esa era la materia prima de las teorías conspiratorias y los cultos que rodeaban los «conocimientos ocultos». Había demasiada gente que buscaba desesperadamente versiones alternativas de la historia, como si los hechos reales de los tiempos pasados no fueran lo bastante satisfactorios o entretenidos. Tal vez quisieran compensar la monótona verdad de la existencia humana, inyectar un poco de intriga en una vida anodina y poco estimulante. Se desarrollaban subculturas enteras alrededor de aquellos mitos, que reescribían el pasado como si se tratara del guión de una película. A tenor de sus investigaciones sobre la alquimia, opinaba que no era más que otra subcultura que se mordía la cola en busca de emociones.

Se le estaba agotando la paciencia. No por primera vez, se arrepintió de haber aceptado aquel trabajo. De no haber sido por las doscientas cincuenta mil libras que Fairfax había depositado en su cuenta bancaria habría jurado que alguien le estaba gastando una broma. Lo que tenía que hacer era marcharse de inmediato, coger el primer avión a Inglaterra y devolverle al viejo loco su dinero.

No, no es un viejo loco. Es un hombre desesperado con una nieta moribunda. Ruth. Ben sabía por qué estaba allí.

Se sentó en un banco y durante unos minutos ordenó sus ideas entre las figuras diseminadas que habían acudido a rezar. Volvió a abrir el libro de Fulcanelli, aspiró una honda bocanada de aire y repasó mentalmente lo que había conseguido averiguar hasta el momento.

La introducción a El misterio de las catedrales era una adición posterior al texto de Fulcanelli que había escrito uno de sus seguidores, que relataba que en 1926 Fulcanelli le había confiado a su aprendiz parisino cierto material (nadie parecía saber exactamente de qué se trataba) y se había esfumado rápidamente. Desde entonces, según afirmaba el escritor, mucha gente había intentado encontrar al maestro alquimista, incluyendo, al parecer, una agencia de inteligencia internacional.

Sí, claro. Lo mismo podía decirse de la mayoría de los hallazgos que le habían reportado las búsquedas en la red. Circulaban versiones dispares de la historia de Fulcanelli en función de los estrambóticos sitios web que visitaras. Algunos aseguraban que Fulcanelli no había existido nunca. Otros, que se trataba de una figura colectiva basada en varias personas distintas, la fachada de una hermandad o una sociedad secreta que se dedicaba a explorar lo oculto. Algunos afirmaban que era una persona real, después de todo. Según una de aquellas fuentes, el alquimista había sido visto en Nueva York décadas después de su misteriosa desaparición, cuando debía de tener mucho más de cien años.

Ben no se tragaba nada de eso. Ninguna de aquellas afirmaciones tenía fundamento. Si no se conocía fotografía alguna del alquimista, ¿cómo iba a creer que lo hubieran visto? Todo era una maraña confusa. Solo había una cosa que tenían en común todas aquellas fuentes de supuesta información, y era que Ben no había conseguido encontrar ni una sola mención a un manuscrito de Fulcanelli en ninguna parte.

No descubrió nada demasiado esclarecedor durante aquella visita a Notre Dame Pero lo que sí descubrió, no mucho después de haber entrado, fue al hombre que lo estaba siguiendo.

Aquel tipo no estaba haciendo un trabajo especialmente bueno. Era demasiado furtivo, tomaba demasiadas precauciones para no interponerse en su camino. Un minuto lo estaba mirando por encima del hombro desde un rincón apartado y al siguiente estaba en los bancos procurando esconder su forma rechoncha detrás de un libro de oraciones. Si hubiera sonreído y le hubiese pedido indicaciones habría resultado menos flagrante.

Ben tenía los ojos puestos en los ornamentos de la catedral, su lenguaje corporal denotaba relajación y se comportaba como un turista cualquiera. Pero desde el momento en que había divisado a su perseguidor lo estaba estudiando atentamente. ¿Quién era? ¿De qué se trataba?

En estos casos, Ben abogaba firmemente por la honestidad y la acción directa. Si deseaba averiguar por qué alguien lo estaba siguiendo se limitaba a preguntarle por las buenas quién era y qué quería. Lo que debía hacer en primer lugar era conducirlo a un lugar tranquilo y abortar cualquier ocasión de escapar que se le presentara. Entonces podría exprimirlo como si fuera una naranja. La amabilidad con la que se hiciese cargo de la situación dependía por entero de la reacción del sujeto al verse acorralado y desafiado. Un aficionado como ese podía doblegarse de inmediato ejerciendo apenas una levísima presión.

Ben se dirigió a un rincón de la catedral cercano al altar y se dispuso a subir la escalera de caracol que ascendía hasta las torres. Justo antes de perderse de vista comprobó que el lenguaje corporal de su hombre se alteraba a causa del nerviosismo. Ben continuó subiendo las escaleras sin prisa hasta que accedió a la segunda galería. Se internó en un estrecho pasillo de piedra que discurría a la luz del sol, dominando los tejados parisinos. Estaba rodeado de gárgolas de pesadilla, demonios de piedra y duendes que habían instalado los albañiles medievales para ahuyentar a los malos espíritus.

El pasillo, que estaba justo encima del enorme rosetón de la fachada, conectaba las dos majestuosas torres de la catedral. Una balaustrada de piedra enrejada que no le llegaba a la altura de la cintura era lo único que lo separaba de una caída de sesenta metros hasta el suelo. Ben se ocultó de la vista y esperó a que apareciese su perseguidor.

Este accedió al parapeto al cabo de un par de minutos, mirando a su alrededor. Ben aguardó hasta que se hubo alejado del acceso a las escaleras y entonces salió de detrás de una sonriente estatua del diablo.

—Qué tal —dijo, adelantándose con aire amenazante. El perseguidor dio muestras de sucumbir al pánico, mirando rápidamente de un lado a otro. Ben lo empujó hasta un rincón, haciendo uso de su propio cuerpo para bloquearle la vía de escape—. ¿Qué se te ha perdido siguiéndome?

Ben había presenciado las reacciones de muchos hombres sometidos a la presión y sabía que todos reaccionaban de maneras diferentes. Había quienes se derrumbaban, otros huían, y algunos oponían resistencia.

La reacción inmediata de aquel tipo fue la violencia letal. Ben advirtió la contracción de la mano derecha una fracción de segundo antes de que extrajera el cuchillo de la chaqueta. Se trataba de un arma de estilo militar provista de una hoja negra de doble filo, una imitación barata del cuchillo de combate Fairbarn-Sykes que Ben había conocido en el pasado.

Esquivó la puñalada, aferró la muñeca que empuñaba el cuchillo y descargó el brazo de su atacante sobre su propia rodilla. La hoja repiqueteó al caer al pasillo. Ben mantuvo la presa sobre la muñeca, retorciéndola en una llave que sabía por experiencia que era en extremo dolorosa.

—¿Por qué me sigues? —repitió en un susurro—. No quiero hacerte daño.

No estaba preparado para lo que sucedió a continuación.

Es imposible zafarse de una buena llave de muñeca. A menos que la presa permita deliberadamente que le fracturen la muñeca. Nadie en su sano juicio lo hace, pero aquel hombre sí. Se debatió contra la presa de Ben. Al principio este creyó que solo estaba intentando liberarse y lo asió con más fuerza. Pero entonces percibió que los huesos de la muñeca se rompían. Al no oponer resistencia la mano flácida el brazo se desasió repentinamente. Su perseguidor lo eludió con los ojos desencajados y la frente perlada de sudor, profiriendo gemidos de agonía mientras su mano se balanceaba desde la manga como un trapo de cocina. Y antes de que Ben pudiera detenerlo se volvió, se precipitó hacia el borde y se arrojó al vacío por encima de la balaustrada.

Mientras el hombre se desplomaba por el aire Ben descendió apresuradamente la escalera de caracol empedrada. Cuando el cuerpo cesó de voltearse para detenerse de una forma horripilante en las púas de la verja de hierro justo al lado de un grupo de turistas, Ben ya había recorrido buena parte de la distancia que lo separaba del oscuro rincón de la catedral. Cuando los primeros turistas empezaron a gritar y la gente salió corriendo para ver lo que había sucedido, Ben se escabulló subrepticiamente hasta el otro lado del edificio y se confundió entre la muchedumbre balbuciente que señalaba.

Estaba muy lejos cuando el primer gendarme se presentó en la escena.