Capítulo 30
Seis meses antes, alrededores de Montsegur, en el sur de Francia
Anna Manzini estaba descontenta al verse en un trance semejante. ¿Quién habría pensado que la respetada profesora de la Universidad de Florencia y autora de dos aclamados volúmenes de historia medieval podría comportarse de una forma tan impulsiva y tontamente romántica? Renunciar a un puesto bien remunerado para alquilar una villa en el sur de Francia (una villa muy cara, por cierto) y empezar desde cero una nueva carrera como escritora de ficción no casaba con la conducta lógica y comedida que le atribuían sus antiguos colegas y alumnos.
Peor aún, había escogido deliberadamente una casa aislada en el seno de los valles y las escarpadas montañas de Languedoc, confiando en que la soledad avivase su imaginación.
Pero no había sido así. Había pasado más de dos meses en aquel lugar y apenas había escrito más de una frase. Para empezar se había retirado para no ver a nadie. Pero desde hacía poco había empezado a recibir las atenciones de los académicos e intelectuales locales, que habían descubierto que la autora de los libros La cruzada olvidada por la Historia y Los herejes de Dios: descubriendo a los auténticos cátaros se había establecido en la campiña, a escasos kilómetros. Después de meses de aburrimiento y clausura se había sentido aliviada ante la ocasión de entablar amistad con la jovial Angélique Montel, una artista local. Angélique la había introducido en un nuevo círculo de personas interesantes y finalmente Anna había decidido celebrar una cena en la villa.
Mientras esperaba a los invitados recordaba lo que Angélique le había dicho por teléfono dos días antes.
—¿Sabes lo que me parece a mí, Anna? Me parece que sufres bloqueo de escritora porque necesitas a un hombre. Así que voy a llevar a un buen amigo a la cena. Es el doctor Edouard Legrand. Es inteligente, rico, y está soltero.
—Si es tan maravilloso —repuso Anna con una sonrisa—, ¿por qué tienes tantas ganas de pasármelo?
—Mira que eres mala, si es mi primo. —Angélique emitió una risita—. Se ha divorciado hace poco y se encuentra perdido sin una mujer. Tiene cuarenta y ocho años, seis años más que tú, pero tiene el físico de un atleta. Alto, pelo negro, sexi, sofisticado…
—Tráelo —le había dicho a Angélique—. Me apetece conocerlo. —Pero lo último que necesito en mi vida en este momento es un hombre, había pensado para sus adentros.
Había ocho invitados a la cena. Angélique había conseguido estratégicamente que el doctor Legrand se sentara en la cabecera de la mesa al lado de Anna. Estaba en lo cierto: era encantador y apuesto, llevaba un traje hecho a medida y tenía el cabello cano en las sienes.
La conversación había girado un rato en torno a una exposición de arte moderno en Niza a la que habían asistido buena parte de los invitados. Ahora todos estaban deseosos de saber más cosas sobre el proyecto del nuevo libro de Anna.
—Por favor, no quiero hablar de eso —repuso esta—. Es algo muy deprimente. Tengo bloqueo de escritora. Parece que no me sale. A lo mejor es porque es la primera vez que escribo un libro de ficción, una novela.
Los invitados se mostraron sorprendidos e intrigados.
—¿Una novela? ¿Sobre qué?
Anna suspiró.
—Es una historia de misterio sobre los cátaros. El problema es que me cuesta mucho imaginar a los personajes.
—Ah, pero te he traído al hombre adecuado para ayudarte —intervino Angélique al ver su oportunidad—. El doctor Legrand es un psiquiatra de renombre y puede ayudar a cualquiera que tenga un problema mental.
Legrand se rio.
—Anna no tiene ningún problema mental. Muchos artistas de gran talento han sufrido a veces una pérdida de inspiración temporal. Hasta Rachmaninov, el gran compositor, sufría bloqueos creativos y tenía que someterse a hipnosis para crear sus mejores obras.
—Gracias, doctor Legrand —contestó Anna con una sonrisa—. Pero esa analogía me otorga demasiado mérito. Yo no soy Rachmaninov.
—Por favor, llámame Edouard. Seguro que tienes mucho talento. —Hizo una pausa—. No obstante, si lo que buscas son personajes interesantes con un regusto misterioso y gótico, es posible que pueda ayudarte.
—El doctor Legrand es el director del Instituto Legrand —terció madame Chabrol, una profesora de música de Cannes.
—¿El Instituto Legrand? —preguntó Anna.
—Es un hospital psiquiátrico —explicó Angélique.
—No es más que un pequeño establecimiento privado —la corrigió Legrand—. Está a las afueras de Limoux, no lejos de aquí.
—Edouard, ¿te refieres a ese extraño sujeto del que me hablaste en una ocasión? —quiso saber Angélique.
Legrand asintió.
—Es uno de nuestros pacientes más curiosos y fascinantes. Está con nosotros desde hace unos cinco años. Se llama Rheinfeld, Klaus Rheinfeld.
—Su nombre se parece al de Renfield, el de la historia de Drácula —comentó Anna.
—Eso le viene como un guante, aunque aún no lo he observado comiendo moscas —repuso Legrand, y todos se rieron—. Pero no cabe duda de que se trata de un caso interesante. Es un maniaco religioso. Lo encontró el sacerdote de una aldea cercana. Se automutila y tiene el cuerpo cubierto de cicatrices. Delira sobre demonios y ángeles; está convencido de que se encuentra en el infierno, o a veces en el cielo. Recita continuamente frases en latín y está obsesionado con series de números y letras sin sentido. Las escribe en todas las paredes de su cel…, de su habitación.
—¿Por qué le dejan tener un bolígrafo, doctor Legrand? —preguntó madame Chabrol—. ¿No podría ser peligroso?
—Ya no se lo permitimos —contestó este—. Las escribe con su propia sangre, orina y heces.
Todos los comensales se mostraron espantados y asqueados excepto Anna.
—Parece terriblemente infeliz —observó.
Legrand asintió.
—Sí, supongo que probablemente lo es —convino.
—Pero ¿por qué querría nadie… mutilarse, Edouard? —preguntó Angélique, arrugando la nariz—. Qué cosa tan horrible.
—Rheinfeld manifiesta una conducta estereotípica —explicó Legrand—. Es decir, padece algo denominado trastorno obsesivo compulsivo. Se puede desencadenar debido a la frustración y el estrés crónico. En todo caso, creemos que el trastorno mental se debe a que estuvo buscando algo infructuosamente durante años.
—¿Qué era lo que estaba buscando? —inquinó Anna.
Legrand se encogió de hombros.
—La verdad es que no estamos seguros. Según parece, cree que había emprendido una especie de búsqueda de un tesoro oculto, un secreto perdido o algo parecido. Se trata de una manía frecuente entre los enfermos mentales. —Sonrió—. A lo largo de los años hemos tenido a nuestro cuidado a varios intrépidos buscadores de tesoros. Además de un buen número de Jesucristos, Napoleones Bonaparte y Adolfs Hitler. Me temo que no suelen tener mucha imaginación cuando escogen una fantasía.
—Un tesoro perdido —musitó Anna, como si hablara consigo misma—. Y dices que lo encontraron cerca de aquí… —Su voz se apagó lentamente en la reflexión.
—¿No se puede hacer nada para ayudarlo, Edouard? —preguntó Angélique.
Legrand meneó la cabeza.
—Lo hemos intentado. Cuando nos lo trajeron lo sometimos a psicoanálisis y terapia ocupacional. Durante los primeros meses dio muestras de responder al tratamiento. Le dimos un cuaderno para que anotase sus sueños. Pero más adelante descubrimos que estaba llenando las páginas de desvaríos dementes. Su estado mental se deterioró durante algún tiempo y empezó a automutilarse de nuevo. Tuvimos que quitarle los útiles de escritura y aumentarle la medicación. Desde entonces, me temo que he de admitir que se ha sumido progresivamente en algo que solo puedo describir como locura.
—Qué pena tan grande —musitó Anna.
Legrand se volvió hacia ella con una sonrisa encantadora.
—En todo caso, estás invitada a visitar nuestro pequeño establecimiento, Anna. Y si puede ayudarte a inspirarte para tu libro me encargaré de que conozcas personalmente a Rheinfeld… Bajo supervisión, por supuesto. Nadie va a verlo. Nunca se sabe, podría hacerle bien tener un visitante.