Capítulo 43

Ben durmió menos de una hora antes de que sus aletargados pensamientos lo devolviesen bruscamente a la consciencia con sentimientos de culpa y le hicieran levantarse al instante de la cama. Levantó con cuidado el brazo dormido de Roberta de su pecho y salió rodando de debajo. Se levantó, cogió la Browning de la mesa y asió la bolsa.

Orientándose con la luz de la luna se dirigió silenciosamente a la antecámara. Cerró la puerta a su paso con un quedo chasquido y encendió una lámpara auxiliar.

Las reglas del juego habían cambiado. De repente había quedado claro que aquellas personas, fueran quienes fuesen, también andaban detrás del manuscrito. Tenía trabajo que hacer.

La sencilla chaqueta negra que se había llevado de la casa de Anna todavía estaba en la bolsa. La sacó y volvió a registrar los bolsillos. Aparte del cuaderno de Rheinfeld y el manuscrito falso que el agresor había arrancado del marco, estaban vacíos. No había el menor indicio sobre la identidad de su propietario. ¿Quién era? Un asesino a sueldo, tal vez. Se había topado antes con ese tipo de gente, pero nunca con nadie igual, un maniaco enfermizo que torturase a las mujeres.

Reflexionó sobre el falso manuscrito. ¿Por qué lo habría descolgado de la pared aquel hombre? Al igual que al anterior propietario, que se lo había regalado a Anna, debía de haberlo engañado la meticulosa falsificación de la apariencia y el estilo anticuado. Eso solo podía significar que quienes buscaban el manuscrito no sabían mejor que Ben qué era exactamente ni qué aspecto tenía. Pero sin duda era importante para ellos. Lo bastante importante para matar por él.

Sacó el cuaderno de Rheinfeld, lo extrajo del envoltorio de plástico y se sentó con él en un sofá cerca de la lámpara. Hasta ahora no había tenido ocasión de estudiarlo atentamente. ¿Estaba Roberta en lo cierto sobre él? ¿Era posible que Rheinfeld hubiese transcrito de memoria los secretos que le había robado a Gaston Clément? Esperaba que fuera así. Era lo único que tenía para seguir adelante.

Pasó lentamente las mugrientas páginas, escrutando las ilustraciones y los textos. Buena parte de ellos le parecieron bobadas. Había anotado combinaciones alternativas de letras y números que aparecían en las esquinas y los márgenes de algunas páginas, diseminados aparentemente al azar. Algunas combinaciones eran largas, otras cortas. Pasó las páginas, hacia adelante y hacia atrás, y contó nueve anotaciones de esas. Le recordaban un poco a los delirios de Klaus Rheinfeld en la grabación del dictáfono de Anna.

¿Cómo descifrarlas? A sus ojos semejaban una especie de código. Tal vez fuesen una serie de fórmulas alquímicas. Al parecer ninguna de ellas guardaba relación con el resto de la página en la que aparecía. Su significado, cualquiera que fuese, era impenetrable.

Las ignoró y siguió adelante. Se topó con un boceto a tinta de algo parecido a una fuente. En la base había extraños símbolos parecidos a los del crucifijo de oro. Bajo la ilustración había una inscripción en latín.

Dum fluit e Christ benedicto Vulnere Sanguis,

Et dum Virgineum lac pai Virgo permit,

Lac fuit et Sanguis, Sanguis conjungitur et lac

Et sit Fons Vitae, Fons et Origo boni

Cuando era estudiante se había visto obligado a bregar con numerosos textos religiosos antiguos escritos en latín. Pero eso había sido hacía mucho tiempo. Jugueteó un rato con las palabras hasta que elaboró una traducción que rezaba: «Cuando la sangre fluye de la herida sagrada de Cristo y la sagrada Virgen se aprieta el pecho virginal, la sangre y la leche manan y se mezclan convirtiéndose en la fuente de la vida y el manantial del bienestar».

La fuente de la vida…, el manantial del bienestar. Parecían referencias al elixir de la vida. Pero eran muy vagas. Siguió leyendo con obstinación y llegó a una página en la que había una sola línea de texto con un símbolo circular debajo. El texto estaba en francés y la sinuosa caligrafía apenas era visible debido a las antiguas manchas de sangre y las huellas dactilares de Rheinfeld. Volvió a traducir.

Consideremos el símbolo del cuervo, pues oculta un argumento importante de nuestra ciencia.

Reconoció de inmediato el símbolo que había debajo. Volvió atrás algunas páginas. En efecto, se trataba del mismo emblema del cuervo. Al parecer aparecía en repetidas ocasiones. De modo que el texto le decía que ocultaba un argumento importante. Pero ¿cuál?

Una mancha de sangre ocultaba algo escrito bajo la imagen del cuervo. Ben rascó cuidadosamente la sangre seca con la uña hasta que consiguió discernirlo. La palabra oculta era Domus, «casa» en latín. ¿Qué significaba eso? ¿La casa del cuervo?

La única referencia al cuervo que pudo hallar era una estrofa rimada que resultaba igualmente desconcertante. Esta vez estaba escrita en inglés.

Los muros de este templo no pueden romperse

Los ejércitos de Satán los atraviesan sin darse cuenta

En ese lugar el cuervo protege un secreto no pronunciado

Que solo conoce el buscador leal y justo

Ni siquiera se proponía intentar descifrarla. Siguió adelante y llegó a las tres últimas páginas del cuaderno. Eran idénticas excepto por un revoltijo de letras aparentemente sin sentido colocadas de tres maneras diferentes, una en cada página. Las leyó una y otra vez. En la cabecera de cada página se leían las crípticas palabras «El que busca, encuentra». A Ben se le antojaron casi una burla.

—El que busca se pierde por completo —musitó.

Bajo estas tres inscripciones había una línea en latín que rezaba: Cum Luce Salutem. «Con la luz viene la salvación».

Debajo de esta, cada una de las páginas presentaba una desconcertante distribución de texto aún más peculiar. En la primera de las tres páginas se leía:

En la segunda página:

Y en la tercera página el texto estaba dispuesto de la siguiente manera:

Las tres últimas letras de cada párrafo, «M. L. R.», parecían iniciales. ¿Acaso la «R» significaba Rheinfeld? Pero se llamaba Klaus. ¿Y las letras «ML»? No parecían tener ningún sentido.

¿Qué pasaba con los fragmentos de palabras encima de «M. L. R.»? Ben se arrellanó en el sillón. Siempre había odiado los acertijos. Se quedó mirando al infinito. Observó a una polilla que pasó volando delante de su nariz para dirigirse a la lámpara que había en la mesa de al lado. Se metió como una flecha al otro lado de la delgada pantalla de tela. La vio caminando a través del material, que transparentaba por la luz de la bombilla.

Entonces se le ocurrió. Con la luz viene la salvación.

Cogió las tres páginas por separado, doblando el resto del cuaderno, y las puso ante la lámpara. La luz atravesó el endeble papel y de repente las letras desordenadas formaron palabras reconocibles. Los tres bloques de texto combinados decían ahora:

A lo mejor ahora llegamos a alguna parte, pensó.

Por otra parte, a lo mejor no.

Vale, separémoslo en trocitos. «Fin». ¿Qué significaba eso, simplemente señalaba la conclusión del libro? Eso era lo único que se le ocurría. Pero al menos era más de lo que entendía del agua asada y los lagos de sangre. Se frotó los ojos y se mordió el labio. La frustración dio momentáneamente paso a la furia y se vio obligado a contener el fuerte impulso de hacer trizas el cuaderno. Tragó saliva, intentó serenarse y observó ceñudo las frases durante un minuto entero. Las instó a que le revelasen algún significado.

Pero si realmente no significaban nada, ¿para qué tomarse la molestia de colocar las frases de ese modo en tres páginas consecutivas?

Como la mayoría de los lingüistas autodidactas, el francés hablado de Ben era mucho más fluido que su conocimiento del lenguaje escrito. Por lo que alcanzaba a comprender, sin embargo, la línea «el lago de sangre» en francés debería haberse escrito «LE LAC DE SANG». Pero la habían escrito como «LE LAC D’SANG», omitiendo una letra importante. ¿Se trataba de un simple error? No lo parecía. La ortografía parecía deliberada. Pero ¿por qué?

Se esforzó por pensar con claridad. Era casi como si…, como si el escritor estuviera jugando con la forma, jugueteando con las letras… ¿compensando la ausencia de letras? Pero ¿por qué querría hacerlo?

¿Un anagrama?

Cogió una hoja de papel de cartas con el membrete del hotel que había en la mesa y se puso a garabatear. Empezó eliminando las letras de una en una rodeándolas con un círculo, tratando de crear palabras nuevas con las extrañas frases. Llegó hasta «L’UILE ROTIEN’A MAL…», es decir, «El aceite asado no tiene mal…». Entonces comprendió que se encontraba en un callejón sin salida y perdió la paciencia.

Enfurecido, arrugó la hoja, arrojó la bola al otro lado de la habitación y volvió a empezar con una hoja nueva.

Después de otros cinco intentos empezaba a pensar que acabaría enterrado vivo en bolas de papel. Pero ahora empezaba a parecer algo coherente.

Quince minutos después, lo tenía. Miró la hoja. Las nuevas palabras no estaban escritas en francés, sino en el italiano, el idioma del verdadero autor.

IL GRANDE MAESTRO FULCANELLI.

Era su firma. Ben respiró profundamente. Parecía que eso era lo que había estado buscando desde el principio.

Solo había un pequeño problema. Aunque lo que tuviera delante fuera en efecto una transcripción palabra por palabra del elusivo manuscrito de Fulcanelli, seguía sin tener nada que valiese la pena llevarle a Fairfax. Si el anciano creía que el manuscrito le ofrecería una especie de receta médica o una simple receta casera para elaborar pociones salvavidas siguiendo paso a paso diagramas sencillos no podía estar más equivocado. Una críptica masa de arcanos acertijos y sandeces no ayudaría a la pequeña Ruth. La búsqueda aún no había acabado. No había hecho más que empezar.

Eran más de las seis y media de la madrugada. Mareado a causa de la fatiga, Ben se acomodó en el sillón y cerró los ojos, que le quemaban.