Capítulo 28

El agua tibia le resbalaba por la cabeza y repiqueteaba contra el costado de la bañera sobre la que se había inclinado. La espuma teñida de rojo se colaba por el desagüe mientras Ben le lavaba cuidadosamente la sangre del cabello.

—¡Ay!

—Lo siento. Aquí se te han quedado pegados unos trocitos secos.

—No quiero saberlo, Ben.

Ben colgó la alcachofa de la ducha en el soporte de la pared y se echó más champú en la mano para enjabonarle el cabello.

Los nervios de Roberta ya se habían calmado; las náuseas habían remitido y habían dejado de temblarle las manos. Se relajó ante su contacto, advirtiendo que era atento y delicado. Percibió el calor de su cuerpo pegado al de ella mientras le aclaraba la espuma del pelo y el cuello.

—Me parece que ya no queda nada.

—Gracias —murmuró ella, envolviéndose la cabeza con una toalla.

Ben le dio una camisa limpia para que se vistiera y la dejó sola para que se diese una ducha. Mientras ella lo hacía, desmontó rápidamente la Browning, la limpió y la volvió a montar. Su mente estaba muy lejos mientras realizaba aquellos movimientos fluidos y automáticos, que estaban tan profundamente inculcados en su mente como los de atarse los zapatos o cepillarse los dientes.

Cuando Roberta salió del cuarto de baño se había anudado la camisa holgada a la altura de la cintura y todavía tenía la oscura cabellera roja mojada y reluciente. Ben le sirvió una copa de vino.

—¿Te encuentras bien?

—Sí, me encuentro bien.

—Roberta… No he sido completamente sincero contigo. Hay algunas cosas que deberías saber.

—¿Te refieres a la pistola?

Ben asintió.

—Entre otras cosas.

La joven se quedó sentada mirando al suelo y bebiendo sorbos de vino mientras Ben se lo explicaba todo. Le habló de Fairfax, de la búsqueda y de la niña moribunda.

—Y eso es todo, básicamente. Ahora ya lo sabes todo. —La observó a la espera de una reacción.

Ella guardó silencio unos instantes, con el rostro impasible y pensativo.

—Así que, ¿eso es lo que haces, Ben? ¿Salvas niños? —inquirió con suavidad.

Él miró su reloj.

—Es tarde. Tienes que dormir un poco.

Aquella noche le cedió la cama mientras él se acostaba en el suelo de la habitación contigua. Roberta se despertó al alba al percibir sus movimientos. Salió soñolienta del dormitorio para verlo llenando la bolsa de tela verde.

—¿Qué pasa?

—Me marcho de París.

—¿Que te marchas? ¿Qué pasa conmigo?

—Después de lo de anoche, ¿todavía quieres acompañarme?

—Sí que quiero. ¿Adónde vamos?

—Al sur —dijo Ben, introduciendo con cuidado el diario de Fulcanelli en la bolsa y deseando disponer de más tiempo para leerlo. A continuación abrió un cajón del escritorio y extrajo el pasaporte que había guardado dentro. Se lo habían hecho en Londres y resultaba imposible distinguirlo de uno auténtico. La fotografía era suya, pero el nombre que constaba era Paul Harris. Se lo metió en el bolsillo interior de la chaqueta.

—Pero Ben, solo una cosa —recordó ella—, antes tengo que volver a mi casa.

Ben meneó la cabeza.

—Lo siento. Imposible.

—Tengo que hacerlo.

—¿Para qué? Si necesitas ropa y esas cosas no pasa nada; iremos a comprar lo que necesites.

—No, es otra cosa. La gente que nos persigue… Si vuelven a entrar en mi apartamento puede que encuentren mi agenda. Lo tengo todo en ese libro, a todos mis amigos y familiares en los Estados Unidos ¿Y si le hicieran algo a mi familia tratando de encontrarme?

Cuando Luc Simon volvió a su despacho descubrió que toda la comisaría de policía estaba soliviantada a medida que les llegaban noticias acerca del tiroteo en el muelle. Los crímenes violentos eran algo corriente en París, formaban parte de la vida. Pero cuando se producía un baño de sangre como ese, con dos agentes abatidos y otros cinco cuerpos a orillas del Sena, con pistolas y casquillos usados por todas partes, el cuerpo de policía salía en masa.

Simon encontró un sobre marrón encima del escritorio. Contenía el informe de un análisis de grafología. La caligrafía de la nota de suicidio de Zardi no se correspondía con otras muestras que habían encontrado en su apartamento, como listas de la compra, pequeñas notas y una carta inconclusa dirigida a su madre. Se parecía bastante, pero no cabía duda de que se trataba de una falsificación. Y las notas de suicidio falsas apuntaban en una sola dirección. Sobre todo sabiendo que la víctima no había disparado.

Era un caso de asesinato después de todo. Había metido la pata hasta el fondo. No había prestado suficiente atención a la Ryder. Quizá tenía demasiadas cosas en la cabeza, con los problemas pendientes de su relación, como si no tuviera bastante con todo lo demás. Sacar a flote un matrimonio hundido mientras procuraba impedir que todos los habitantes de París se mataran entre ellos; las dos cosas no eran compatibles, sencillamente.

Pero era inexcusable. El hecho era que la había cagado. Roberta Ryder no era una simple chiflada. Sí que estaba metida en algo. Tendría que averiguar de qué se trataba y cómo estaba relacionado con ella.

Pero todo eran preguntas, no tenía ninguna respuesta. ¿Quién era el tipo con el que se había presentado la noche de la muerte de Zardi? Se comportaban de un modo extraño cuando estaban juntos. Se habría dicho que el hombre intentaba impedir que ella hablase demasiado. ¿No había afirmado que era su prometida? No parecían tan íntimos. ¿Y acaso no le había dicho Roberta Ryder, apenas unas horas antes, que estaba soltera?

Aquel tipo era importante de algún modo. ¿Cómo se llamaba? Si no le fallaba la memoria, parecía un tanto reacio a desvelar su nombre y no le había complacido demasiado que Roberta se lo dijera. Abrió el archivo que tenía encima del escritorio. Ben Hope, eso era. Era británico, aunque hablaba francés casi perfectamente. Tendría que investigarlo. Y registrar el apartamento de la Ryder. Ahora sería fácil conseguir una orden.

Simon se topó con su colega el detective Bonnard y recorrieron juntos el bullicioso pasillo. Bonnard tenía un aspecto seno, sombrío y demacrado.

—Acaba de llegar lo último del homicidio múltiple y el asesinato de policías —anunció.

—Ponme al corriente.

—Tenemos un testigo. Un motorista ha dado parte de dos personas que huían de la escena del incidente en el preciso momento en que se estaba produciendo. Se trata de un hombre y una mujer caucásicos. La mujer era joven, creemos que pelirroja, y tenía unos treinta años. El hombre posiblemente fuera un poco mayor, era más alto y tenía el pelo rubio. Según parece, la mujer estaba forcejeando, intentando escapar. Los testigos aseguran que estaba cubierta de sangre.

—¿Un hombre rubio y una mujer pelirroja? —repitió Simon—. ¿La mujer estaba herida?

—Parece que no. Creemos que se trata de la misma que detuvieron nuestros agentes justo antes de que los mataran. Dejó rastros de sangre en el asiento trasero del coche, pero pertenecía a uno de los cuerpos que encontramos debajo del puente, el tío al que le habían volado la tapa de los sesos con un rifle. La pared estaba llena de dibujos preciosos.

—Entonces, ¿adónde ha ido?

Bonnard hizo un gesto de impotencia.

—Ni idea. Se diría que se ha desvanecido. Si no se escapó sola, alguien se la llevó a toda leche antes de que nuestros chicos llegaran a la escena.

—Estupendo. ¿Qué más tenemos?

Bonnard meneó la cabeza.

—Es un desastre. Hemos recuperado el rifle. Se trata de un arma militar, es imposible rastrearla y no tiene ni una sola huella, al igual que las pistolas que hemos encontrado. Conocemos a algunas de las víctimas, que habían cumplido condena por robo a mano armada y cosas así. Eran sospechosos habituales, nadie va a echarlos de menos. Pero no tenemos ni idea de qué demonios va esto. Puede que esté relacionado con el tráfico de drogas.

—No lo creo —repuso Simon.

—Lo que sí sabemos es que nos falta por lo menos un pistolero. Se han encontrado proyectiles de nueve milímetros en tres de los cuerpos. Al parecer todos salieron de la misma arma, que, según afirman los forenses, basándose en las estrías, es una pistola de tipo Browning. Es la única que no hemos recuperado.

—Ya —asintió Simon, devanándose los sesos.

—Hay una cosa más —prosiguió Bonnard—. A juzgar por lo que hemos descubierto, el misterioso pistolero de la nueve milímetros no es el típico delincuente de poca monta. Sea quien sea, es capaz de abatir rápidamente a blancos en movimiento desde una distancia de veinticinco metros en la oscuridad haciendo grupos de impactos de dos centímetros y medio. ¿Tú puedes hacer eso? Yo no puedo ni de coña… Nos estamos enfrentando a un profesional serio.