CAPÍTULO 91

Era lunes por la mañana y el ajetreo de la gente se palpaba en el ambiente. El autobús de la línea 95 iba a reventar, cada uno a sus quehaceres y obligaciones. Andreu, de pie y agarrado a una de las barras de sujeción, estaba ajeno al alboroto de los pasajeros. Su mente navegaba muy distante. De hecho, apenas había podido conciliar el sueño dando vueltas y más vueltas, y no es que la cama de la habitación de invitados de Lluís no fuera cómoda, es que sus remordimientos no le dejaban descansar. El día anterior en la comilona con Sara y los demás se había desarrollado con total perfección, era digno de enmarcarlo en los recuerdos más agradables de su vida. En ningún momento se sintió desplazado o fuera de lugar. Se veía claramente que estaba integrado como uno más de la familia. Todos le aceptaban tal y como era, y eso le hacía sentirse bien consigo mismo correspondiéndoles con una total lealtad. ¡Como uno más de la familia!… se dijo para sus adentros. Y apenas si lo conocían… ¿cuánto tiempo había pasado?, tan solo varios meses, ni tan siquiera llevaban un año, y sin embargo, se habían volcado hacía él ayudándole en todo lo necesario. Había crecido una relación entre todos ellos multiplicándose a cada paso que daban, y debía reconocer que había habido pasos realmente peligrosos. Pero ahí estaban todos dentro de una fuerte piña, y por supuesto él se incluía sin ningún tapujo. Pero, a pesar de sentirse tan bien con todos ellos, de valorar sus buenas acciones y de estar totalmente integrado como uno más, ¿qué pasaba con su verdadera y legitima familia? ¿La que llevaba su sangre y que durante muchos años a lo largo de su infancia y adolescencia le habían hecho sentirse tan humillado y tan inútil? Eso le atormentada enormemente, y estos últimos días habían supuesto un verdadero tormento que no le dejaba vivir. Alejandra tenía razón, debía de visitarlos y ya no por su padrastro, al cual no tenía nada que agradecer salvo broncas y palizas, pero sí por su madre… tan solo mencionar su nombre le creaba una sensación de angustia y al mismo tiempo de ternura hacia la mujer que le había dado la vida. Si ella hubiera sido fuerte y con decisión, y no hubiera sido tan dependiente por la enfermedad que llevaba arrastrando durante tantos años, posiblemente no hubiera permitido que el capullo de su marido se apoderara de ella dejándola al borde de la sumisión, provocado por los celos humillar a su descendencia. Pero ya era demasiado tarde para buscar una explicación o intentar cambiar los hechos. Aunque no para poner remedio y buscar de alguna manera una reconciliación.

El autobús dio un frenazo que hizo moverse bruscamente a todos los pasajeros dando pie a quejas entre unos y otros. Eso hizo que Andreu despertara de sus revoltosos pensamientos y fuera consciente de dónde se encontraba realmente. Aturdido, miró por las ventanillas intentando situarse en su trayecto. Faltaba poco para que llegara su parada. A decir verdad, decidió bajarse en la siguiente, necesitaba respirar aire puro y sobre todo aclarar sus ideas. Mientras caminaba, las dudas de estar haciendo lo correcto le atormentaban como puñales hurgando en las heridas de sus recuerdos. Giró la calle a la derecha y la inmensa Avenida de la Plata se extendió ante él. Desde allí podía divisar el cartel luminoso del Bar Oro y Plata que pertenecía a su padrastro y en el que tantas veces había estado. Tan solo unos pocos metros a continuación, estaba la finca en la que creció. Sus piernas se paralizaron negándose a obedecer, mientras su mente rezagada titubeaba sin saber qué hacer. Tenía que tomar una decisión. Una decisión sumamente importante para él. Se armó de valor y tras obligar a sus pies a ponerse en marcha fue avanzando sin prisa pero sin pausa. Cuando llegó a la altura del Bar se detuvo con curiosidad acechando su interior. Los clientes bullían en la hora crítica de los desayunos, mientras los camareros afanados y a destajo iban y venían de la barra a las mesas. Andreu creyó reconocer a su cuñado trastear de aquí para allá. Los años no se habían detenido en ese lugar, sino que habían pasado si cabe con menos piedad. Un chaval salió de la cocina llevando un plato con embutido y él sonrió al verle. Sin lugar a dudas era su sobrino. El lunar en su mejilla izquierda no daba lugar a dudas. Se había convertido en un joven realmente apuesto. Añoró no haberle visto crecer. A su hermana le hubiera gustado. Hizo memoria intentando recordar qué edad tenía el muchacho cuando decidió marcharse. Esos años que nunca volverán… cuánto se había perdido por culpa de ese indeseable de Augusto Fonfría.

Tan solo esperaba que se pudriera en la cárcel todo el resto de su vida.

Agudizó la vista intentando localizar a su padrastro. No es que tuviera un especial interés en verlo, pero el morbo de ver cómo le había tratado la vida durante estos años, le reconcomía por dentro. Dio un paso para poder ver mejor el interior dejando que el descaro lo delatara e invadiendo inconscientemente la puerta de entrada al local. No parecía encontrarse dentro o por lo menos no a la vista. Estaba a punto de retomar sus pasos y dejar ya de fisgonear, cuando oyó unas palabras a su espalda:

—Perdone, ¿me deja pasar?

Andreu reaccionó de inmediato al escuchar la grave y familiar voz dejando la puerta libre. El corazón se le detuvo por unos instantes mientras sus recuerdos retrocedían en el tiempo haciéndole sentir como un colegial. El estómago le dio vuelco como tantas otras veces le había pasado años atrás al oír su voz. Pero ya no era un niño indefenso, ni tampoco un adolescente temeroso de su ira. Sus ojos se clavaron en semejante individuo con una mirada desafiante en espera de una respuesta. Le reconfortó ver que se había convertido en un mísero hombre y que estaba pagando el precio de la vejez. El hombre abrió la puerta para entrar en el bar y durante el espacio de unos escasos segundos posó sus ojos sobre él con tremenda curiosidad. Las miradas de ambos hombres chocaron en su trayectoria. Su padrastro se sorprendió al encontrar un reto en aquellos inquisidores ojos ¿Quién demonios era ese individuo que se atrevía a intimidarle con esa prepotencia? Esos ojos le recordaron a alguien que no supo identificar, y seguidamente y restándole importancia, cerró la puerta del local y se sumergió dentro. Cuando llegó a la altura de la barra, un escalofrío le recorrió su envejecido cuerpo y, girándose de inmediato hacía la puerta en busca de ese desconocido personaje que le había alterado su estado emocional y murmurando en un tono de voz casi imperceptible:

—¡Andreu!… No puede ser.

La puerta y los ventanales se habían quedado abandonados. El hombre que los había acompañado durante un largo rato había desaparecido.

Los escalones se iban evaporando a medida que Andreu los ascendía luchando por el temblor de piernas que pretendía apoderarse de todo su cuerpo dejándolo como una marioneta sin vida. Tan solo llegar al primer piso, que era su objetivo, había sido una terrible tortura de calambres.

Ahora, frente a la puerta de lo que fue su casa hacía ya tantos años, las dudas y los temores le asaltaban como fantasmas del pasado. Andreu cerró los ojos y casi a tientas posó sus dedos sobre el timbre. Tenía que ser valiente, y si había tomado la firme determinación de visitar a su madre, no pensaba volverse atrás por mucho respeto e intranquilidad que le propinase. Un ring se oyó retumbando en todo el rellano. Nervioso, pasó las manos por su chaqueta simulando una plancha y deslizó los dedos por el cabello. Quería causarle buena impresión. Unos pasos lentos se escucharon al otro lado de la puerta. Andreu notó como su corazón cabalgaba sin frenos y sus pulsaciones ascendían sin límite. La cerradura de la puerta se oyó chirriar y tragó saliva. Una débil y menuda mujer enlutada apareció al otro lado. Sus ojos apagados y cansados y sus acentuados rasgos dejaban entrever que la vida no había sido generosa con ella.

—Dígame… —susurró apenas sin aliento y con la puerta entreabierta.

Andreu se quedó mudo e inmóvil como una estatua de mármol. Su mirada se enfrentó con la de su madre y sintió desfallecer de la emoción.

Por unas décimas de segundo recordó imágenes pasadas de su niñez en compañía de esa mujer que tan solo era un triste relejo de entonces. Solo tenía ojos para admirarla y de un momento a otro iba a delatarle la agonía por la que estaba pasando.

—Dígame, joven… ¿le puedo ayudar en algo? —repitió la mujer de nuevo con un tono de voz más intenso.

—Lo siento, señora… creo que me he confundido —fue lo único que pudo decir ante la imagen de su propia madre. No sabía muy bien por qué acababa de soltar esa frase. Aunque en su fuero más interno se veía incapaz de confesarle el motivo de su visita.

La mujer al escuchar su voz sintió como el estomago se le encogía unido a una punzada de emoción mezclada de una total confusión. Esa voz… esa voz le recordaba tanto a su querido y desaparecido hijo Andreu. Y esos ojos… eran iguales a los de su pequeño.

—¿Andreu? —le llamó tímidamente con un hilo de esperanza.

—¡Madre!… —exclamó estremecido y dejándose querer, echándose en los brazos de esa mujer que le tendía los suyos para acogerle en su regazo.

Los sollozos de madre e hijo fundidos en aquel tierno y maternal abrazo resonaron en aquel pequeño espacio. Tantos años de letargo, de desesperación, de incertidumbre, de desconsuelo, se purgaban con las lágrimas puras de ambos a medida que lamían sus mejillas.

—No puedo creerlo —susurró su madre sin dejar de abrazarlo y con la congoja del momento—. Andreu, estás aquí… mi Andreu… gracias, Señor, gracias.

Las doce llaves
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