CAPÍTULO 71
Estaba anocheciendo y la oscuridad empezaba a envolver la Ciudad de las Artes y las Ciencias contrastando con la negrura la inmensa luz artificial que resplandecía en aquellos monstruos arquitectónicos. Miguel parecía mucho más tranquilo en su apartamento después de ver entrar a Rosa ilesa por completo tras semejante aventura dentro del museo. Si le hubiera pasado algo no se lo hubiera perdonado nunca. Ahora intentaban reponer fuerzas con una cena ligera mientras comentaban los incidentes del día. Cada vez se alegraban más de haber tomado la firme decisión de que Rosa se trasladara temporalmente a su domicilio, hasta que pasara la tormenta y se aclarase semejante enredo.
Habían analizado meticulosamente la situación y teniendo en cuenta que el museo disponía de numerosas cámaras de seguridad, habían llegado a la acertada conclusión de que les habrían reconocido al instante. Principalmente a ella puesto que la policía había acudido a su casa para interrogarla acerca del paradero de sus sobrinas. No podían arriesgarse a que volvieran de nuevo a su domicilio y encima la detuvieran por haber alterado una antigüedad. Previamente, había hecho una sencilla maleta con las cosas indispensables y se había instalado en casa de Miguel. Tan solo Sara y Alejandra junto con Lluís y Pepe y nadie más sabían la existencia de Miguel Roselló en la relación de Rosa. Era prácticamente imposible que dieran con su paradero, por lo menos eso era lo que ellos pensaban.
Solo que se habían olvidado de una persona en cuestión que sí sabía de esa relación y además estaba obsesionado, ofendido y dolido por ella: Paco Herrera. Un hombre que no había aceptado un no por respuesta, y que nunca aprobaría que Rosa le hubiera despreciado cambiándolo por otro hombre, y cuya mayor obsesión atormentaba su enfermiza cabeza, en la que solo albergaba una única cosa: venganza.
A primera hora del lunes, Sara desayunaba en compañía de su hermana y de Pepe mientras actualizaban los pasos que iban a dar ese día. Lo más urgente era depositar en el Banco de Valencia, la décima llave encontrada el sábado en la Plaza de Toros. No podían arriesgarse a estraviarla o que cayera en otras manos no deseadas. Aprovechando que su Tía Rosa y Miguel habían conseguido dar con la onceava llave, se reunirían en una cafetería cercana a la sucursal del banco en la calle Pintor Sorolla.
Pepe, en compañía de las dos hermanas, fue el primero en llegar. Se sentaron en una mesa y pidieron tres cafés. A los pocos instantes, entraron por la puerta Miguel y Rosa. Éstos se sentaron en una mesa contigua sin hacer la menor señal de que se conocían. Rosa preguntó al camarero por el cuarto de baño y después de perderse por un estrecho pasillo fue seguida por sus dos sobrinas. Una vez dentro a salvo de miradas indiscretas se abrazaron unas a otras.
—¿Cómo estáis? —preguntó Rosa dulcemente con los ojos llorosos y sin dejar de cogerles las manos después de fundirse en un maternal abrazo.
—Estamos bien, tía, no te preocupes —intentó consolarla Alejandra.
—Gracias por conseguir la llave —dijo Sara mirando a Rosa a los ojos—. Sé que no ha resultado fácil —mediante una llamada de teléfono, sabía que había habido ciertas complicaciones.
—No hay de qué —contestó su tía con una sonrisa—. Al in y al cabo, estamos todos subidos en el mismo barco.
Sara la abrazó de nuevo. Cómo la echaba de menos.
—¿Creéis que es necesario fingir que no nos conocemos? —preguntó Rosa dolida por no poder mostrar su cariño ante ellas en público.
—Todas las precauciones son pocas —añadió Alejandra previsora—. Están pisándonos los talones. Sobre todo a mí. Lluís nos llamó ayer y han entrado en nuestro ático de la calle Quart. Han forzado la puerta, han revuelto todo lo que les ha dado la gana y la policía la ha precintado. Igualito que si fuéramos unas delincuentes —añadió con tristeza—. Hicimos bien en cambiarnos de domicilio. La pregunta es: ¿cuándo nos cogerán?
Rosa, la abrazó con lágrimas en sus ojos. Notó congoja en sus palabras y solo pudo darle ánimos y rezó porque esa pesadilla se acabara cuanto antes.
—¿Cómo está Lluís? —preguntó Rosa preocupada—. ¿Cómo es posible que no sospechen de él cuando habéis sido siempre uña y carne?
—Tía, todo está controlado —prosiguió Sara—. Lluís ha pedido unos días en la empresa de asuntos propios. Y ha hecho creer a los vecinos que se ha ido de viaje de trabajo, pero realmente se ha ido a vivir al piso de una colega. Mientras que este amigo se ha quedado en su casa de la calle Quart para cuidar de Thor y al mismo tiempo mantenernos informados.
—Veo que no se os pasa nada por alto —replicó su tía algo más tranquila.
Sara le sonrió.
—Ahora no ha podido venir con nosotras porque está intentando dar con las claves de la última llave que nos queda —concretó Alejandra justificando la ausencia de su vecino—. La número doce y habremos terminado gran parte de este complicado enigma.
—¿Y después, qué? —preguntó su tía.
Sus sobrinas se encogieron de hombros. Ni ellas mismas lo sabían.
Tía Rosa sacó de su bolso la llave encontrada en el Museo Pío V. Sara la cogió y le echó un vistazo. Era similar a las otras que tenían y aparentemente parecía autentica. A continuación, la envolvió y se la guardó en su mochila. Pasados unos minutos se dieron un último abrazo y salieron del baño como verdaderas desconocidas.
El Banco de Valencia ubicado en el chaflán de Pintor Sorolla con Don Juan de Austria se construyó en 1942 con corte clásico. La base del edificio estaba consolidada con una serie de columnas, y entre ellas, un enrejado daba la imagen de protección.
Entraron en el banco tan solo Sara y Alejandra. Pepe les esperó atento fuera apoyado en una de las columnas. El sonido de su móvil le hizo ponerse en guardia. Miró la pantalla y vio que era Lluís.
—Dime…
—¿Dónde estáis? —preguntó Lluís algo nervioso.
—Acaban de entrar en el banco —contestó Pepe—. Yo me he quedado fuera como acordamos.
—Pepe, me ha llamado mi amigo Dani, el chaval que está en mi piso.
La policía está histérica y están volviendo a preguntar a los vecinos enérgicamente. De hecho, le han dejado una foto de Sara y Alejandra por si las ve aparecer por allí. ¡Andaros con mucho ojo! Están desesperados por encontrarnos. Al parecer se les ha agotado la paciencia. Tenemos que agilizar el tema o presiento que nos van a ligar antes de tiempo.
—De acuerdo. Tendremos cuidado.
Pepe colgó el móvil y se lo guardó en el bolsillo. Abrió sus enormes ojos claros inspeccionando cualquier indicio de la policía.
Mientras tanto, dentro de la entidad bancaria Sara y Alejandra se disponían a bajar al sótano donde se encontraban las cajas de alquiler dentro de las cámaras acorazadas, habiendo firmado antes en el libro de registro destinado para ello. Nada más activar el empleado el sistema de apertura electrónica, dejarles las dos cajas que tenían contratadas y desaparecer dejándolas en la más absoluta intimidad, Sara abrió una de ellas, su primer objetivo era coger la libreta de su padre y guardársela en el bolso. Volverían a repasarla en busca de la llave número doce. Mientras, Alejandra, depositaba la llave dentro de la otra caja. Contaron las piezas que se encontraban repartidas. Nueve, incluyendo la llave que acababan de depositar. Más dos que Augusto Fonfría tenía en su poder, hacían un total de once llaves. Tan solo les quedaba una. Una duda le asaltó a Sara. Según las anotaciones de su padre, les advertía que no buscaran la solución hasta no tener las doce en su poder. Pero si Augusto Fonfría tenía dos de ellas en su caja fuerte, de esa manera siempre les seguirían faltando dos.
En la fachada del Teatro Principal situado a pocos metros del Banco de Valencia un hombre mal aparcado en su Mercedes cotilleaba la posición de Pepe. Llevaba espiándolos desde la cafetería. De hecho, había seguido a Rosa y Miguel y ellos le habían llevado a la posición donde ahora se encontraba. Se preguntaba qué demonios estaban tramando.
Pero si el olfato no le engañaba y presumía de tener buen ojo, estaba más que convencido de que no entraba dentro de la legalidad. Había dejado marchar a su primer objetivo que era Rosa, ya que sus sobrinas le parecieron mucho más interesantes después de haber visto en dos ocasiones la fotografía de Alejandra en los informativos, diciendo que la buscaban por un robo bastante serio. De lo que se enteraba uno, y eso que parecía una mosquita muerta, se decía constantemente. Su mayor ansia era poder hacerle daño a la mujer que le había humillado dejando que se colara por ella y luego dándole una patada en el culo. Menuda hija de puta, y como la mayoría de las mujeres: una fulana de cuidado. En cuanto te das la vuelta te apuñalan por la espalda. Sus pensamientos se apelotonaban unos contra otros. Reconocía que se había cegado con ella y ¿cómo le había correspondido? No descansaría hasta que se lo hiciera pagar bien caro. Aunque con ello tuviera algo desatendido el puesto del mercado dejándolo tan solo con el chaval que le echaba una mano de vez en cuando. Enfrascado en sus perversos pensamientos casi no se da cuenta de que Sara y su hermana acababan de salir del banco y se habían unido a Pepe. En ese preciso instante, un policía se acercó a la ventanilla del vehículo y asomándose por la ventana del conductor y saludándole le dijo:
—Buenos días caballero ¡No se puede aparcar aquí!
Paco, sobresaltado le miró por unos instantes y acto seguido volvió a dirigir la mirada a la puerta del banco donde aún permanecían los tres personajes a los que estaba controlando.
—Perdone agente. Me voy enseguida. Es solo que… —Paco dudó.
—Si no se va ahora mismo —añadió el policía mientras sacaba la libreta de las multas—. Me veré obligado a…
—Ya me voy, ya me voy —se disculpó con una risita malévola—. Pero es que agente me ha llamado la atención aquella joven —dijo señalando a Alejandra—. Juraría que es la chica que buscan en los informativos y no dan con su paradero. ¿Cómo se llama?… ah, sí, Alejandra Ferrer.
El policía miró siguiendo las indicaciones de aquel hombre y… era cierto. Tenía razón. Sin perder tiempo cogió el walkie y dio el aviso al tiempo que se dirigía hacía el banco dejando olvidado a Paco dentro de su vehículo sin decirle ni una sola palabra.
Éste acentuó su sonrisa, la cual se pronunció mucho más. Estaba empezando a saborear parte de su venganza. De su boca salieron tan solo dos palabras:
—De nada.
A continuación, arrancó el coche y salió de allí dejando que la autoridad cumpliera con su trabajo. Instantes después escuchó la sirena de un coche de policía acercándose a gran velocidad.
El sonido alertó a Pepe y a sus acompañantes. Éste se giró y vio como un agente se aproximaba dando grandes zancadas y estaba a punto de cruzar la calle.
—Chicas… ¡salgamos cagando leches de aquí!
Pepe empezó a correr hacía la calle peatonal Don Juan de Austria seguido por Sara y Alejandra. El policía al ver que se le escapaban gritó:
—¡Alto Policía! —al tiempo que sacaba el arma reglamentaria.
La frase fue en vano. Como el agente se temía, no había hecho ningún efecto y los sospechosos habían hecho oídos sordos. Se sumaron cuatro agentes más en la búsqueda después de bajar de uno de los vehículos.
Tres de ellos les siguieron con gran agilidad intentando no perderlos de vista. Los otros dos subieron al coche con el in de atajar y poder darles caza al otro lado de la calle. Las muchachas corrían por la calle esquivando los transeúntes y los enormes maceteros que adornaban el lugar. Pepe, siempre pendiente de ellas, miraba hacía detrás intentando averiguar la ventaja que le llevaban a los agentes. La calle peatonal estaba llegando a su in repleta de tiendas de moda, cafeterías y top mantas. Los jóvenes se veían atrapados sin saber donde esconderse. El edificio de El Corte Inglés aparecía a la izquierda pero desgraciadamente todavía no había abierto sus puertas. Un coche de la policía hizo su aparición por el callejón que daba al parking de los grandes almacenes y estuvo a punto de atropellar a Alejandra. Tras frenar y dejar los neumáticos grabados en el asfalto, dos de los agentes se unieron en la persecución. Pepe les hizo una señal para que se metieran en la estación del metro de Colón y sin pensarlo dos veces, las dos hermanas siguieron los pasos sin rechistar. Con la respiración alterada por la carrera y por la situación bajaron la escaleras de dos en dos. Sara, tropezó y estuvo a punto de caer. Eran las nueve y media de la mañana y hora punta en la estación. La masiva cantidad de gente les haría pasar inadvertidos. Atravesaron la barrera de los billetes saltando por encima, no tenían tiempo para esos menesteres. La gente cercana se escandalizó comentando los hechos. Pocos instantes después, dos agentes de la policía repitieron los mismos pasos. Los murmullos no se hicieron esperar. Una intensa búsqueda se estaba desatando. Bajaron por las escaleras automáticas a toda velocidad y a base de empujones.
Las quejas de los usuarios retumbaban en el eco del recinto y ayudaban a los agentes a seguirles los pasos. Apenas sin aliento consiguieron llegar al andén, y camuflados entre los pasajeros esperaron a que llegase el primer metro. Sara miró el panel informativo y consultó el reloj de la estación; tan solo faltaba un minuto para que llegase el metro dirección Rafelbunyol. El destino les traía sin cuidado tan solo querían desaparecer de allí. Alejandra miró hacía las escaleras y vio aparecer a tres de los policías que los perseguían. Se giró de espaldas intentando ocultar su rostro.
En ese momento, se oyó como hacía su aparición el tren. Pepe tuvo un momento de distracción. Recordó cuando Lluís y él se adentraron en el túnel para conseguir una de las llaves. Un terrible escalofrío le recorrió la espina dorsal. Alejandra le tocó en el brazo haciéndole una señal para que estuviese preparado nada más se abrieran las puertas. Mientras tanto los policías, a varios metros de ellos, se aproximaban cautelosos y con los ojos bien abiertos. La cantidad de gente no les permitía identificar a los sospechosos. Despacio y entre la gente avanzaban poco a poco hacía la puerta más cercana. Fue Pepe el primero en entrar, seguido de Alejandra que se le había adherido al brazo como una lapa. Sabía que su hermana le seguía y eso le hacía sentirse más tranquila. Una madre con su pequeño en el cochecito les hizo separarse, tras la gentileza de Sara que le dejó pasar delante de ella. Una de las ruedas se enganchó en la rendija de la puerta y Sara le ayudó a soltarla. Cuando la madre le dedicó una sonrisa seguida de una palabra de agradecimiento por ayudarla, un hombre uniformado se acercó a Sara y a pocos centímetros de ella le murmuró:
—Sara Ferrer… queda detenida.
Sara notó como la sangre se le helaba por momentos y sintió como palidecía. Por el rabillo del ojo divisó a su hermana y a Pepe dentro del vagón camuflados entre la gente y vio la cara afligida de los dos. Alejandra hizo un ademán de avanzar hacia ella. Pepe la detuvo sin decir ni una sola palabra. A continuación, las puertas del tren se cerraron y Sara quedó fuera y sola en compañía de los tres representantes de la ley. No opuso resistencia. No valía la pena, estaba claro que antes o después iba a suceder. Sin pestañear vio como el tren se alejaba dejando el túnel oscuro y silencioso.
El tren continúo su recorrido ajeno a la congoja de Alejandra por ver como habían detenido a su hermana. Pepe la abrazó para consolarla mientras pensaba como iban a salir de allí ilesos. La próxima parada era en la Alameda bajo el puente de la Exposición o también conocido como el Puente de la Peineta. Era muy posible que la estación estuviera llena de policías. Si se habían propuesto arrestarles lo iban a tener difícil para despistarlos.
—Alejandra, tenemos que tener mucho cuidado en las próximas estaciones —le murmuró casi al oído.
—Han cogido a mi hermana… han cogido a mi hermana… —se lamentaba sollozando y sin escuchar.
Él observó su cara, estaba desencajada y con la moral por los suelos.
Eso no les beneficiaria ante un intento de escapar. Echó una ojeada a su alrededor y la gente les miraba con expresión de curiosidad. Pepe estaba seguro de que cada uno se habría formado su propia historia al respecto.
—Escúchame… —le susurró cogiéndola por los hombros e intentando hacerla reaccionar—. Tenemos que llamar a Antonio Arandiga y ponerlo al día respecto a tu hermana. Él sabrá qué debe hacer.
Ella se limitó a asentir con la cabeza.
Efectivamente, Pepe no se equivocaba. La estación de la Alameda estaba infestada de agentes con uniforme y de paisano. No podían permitir que esta vez se les escapasen después de tanto tiempo sin poder conseguir su paradero. Había orden extrema de detenerlos a toda costa. Repartidos por el andén y en espera de ver el tren asomar de un momento a otro, contaban los segundos que les faltaba para verlo aparecer.
Pepe y Alejandra vieron a varios agentes repartidos y camuflados entre la gente de la estación. La cosa no pintaba nada bien. Pensaron en esconderse dentro del vagón y continuar camino, pero observaron que en todos los vagones y en todas las puertas había un policía esperando y registrando el interior. Estaba claro que estaban perdidos. Pepe se arrepintió enormemente de haber tenido la ocurrencia de bajar a la estación, pero ya no había vuelta atrás. Temiendo lo que ya era inevitable y aproximándose a Alejandra le dijo pegado al oído:
—No deben cogerte. Contra ti hay cargos importantes y no podrás salir hasta que no tengamos todas las pruebas. Tienes que escapar… ¿me oyes?
Ella asintió con la cabeza. Parecía estar más repuesta y le apretó la mano con fuerza en señal de despedida.
Les estaban cercando el terreno, los agentes se aproximaban y en pocos minutos, si no lo remediaban serian arrestados. A pesar de ello, intentaron salir en masa con el resto de los pasajeros. Nada más avanzar unos pocos metros Pepe sintió como alguien le sujetaba del brazo y le susurraba:
—Andreu Subies… queda detenido.
Éste se dejó llevar sin oponer resistencia. Estaba claro que había llegado el final. Alejandra, a pocos metros de su posición, se quedó quieta sin saber cómo reaccionar. No podía ser. Acababan de detener a Pepe delante de sus narices. ¿Y qué pasaba con ella? Necesitaba avisar a Lluís urgentemente. Tenía que salir de allí. Por una décima de segundo cerró los ojos y se acordó de su padre. Mentalmente le suplicó que le ayudara en ese momento tan crítico. A continuación, siguió caminando sin prisa pero sin pausa, esperando que de un momento a otro le llamaran la atención y tuviera que detenerse. No quería mirar atrás e intentaba ocultar su rostro en la medida de lo posible. Sus pies iban solos y poco a poco veía como la puerta de la salida se iba aproximando. No podía creerse que hubiese avanzado tanto sin que la detuvieran. Se encontraba ligera y tenía la sensación de ser invisible. Ya podía ver la luz de la calle como se filtraba en su interior. No podía parar. No debía parar. Aceleró el paso y se colocó sus gafas de pasta de Gucci, se echó el pelo hacía delante y se subió el cuello de la chaqueta. Ya casi estaba fuera. Echó una ojeada al exterior. Vio a varios policías ubicados en sitios estratégicos. Agachó la cabeza y continuó caminando. Ya estaba fuera. La estación que acababa de abandonar se encontraba bajo del puente de la Exposición, ambos constituían una espectacular obra de ingeniería diseñada por el arquitecto Santiago Calatrava y dentro de los jardines del Turia. Ante ella, tenía kilómetros de vegetación. Le pareció una buena manera de camuflarse.
Sin mirar atrás, se introdujo entre la maleza y se alejó de allí.