CAPÍTULO 16
La brisa marina inundaba la Avenida del Puerto. Eran las cinco de la tarde y como un buen día de verano, las playas se veían atascadas de bañistas. Desde el balcón de Tía Rosa, el mar brillaba en todo su esplendor. En su habitación y con la cama plagada de ropa, dudaba entre cual de todos los conjuntos se iba a colocar. Unos, los desechaba porque le sacaban los odiosos michelines, otros, porque eran demasiado escotados, y no quería dar la sensación de buscona, otros, porque los colores eran muy chillones y no quería parecer una feria, pero tampoco una solterona reprimida a punto de entrar en el convento. Con el armario casi vacío y con la hora casi encima de su cita y todavía no sabía qué ponerse ¡Eso le pasaba por la falta de costumbre! Nerviosa y desesperada, al final optó por una falda negra clásica de fondo de armario y una blusa de colores pastel. Se colocó unas sandalias de medio tacón y cogió el bolso a juego. Antes de salir, se dio unos toques de su perfume Loewe y salió disparada. En la calle, tomó un taxi, iba con el tiempo justo y no quería llegar tarde en su primera cita. Todavía no sabía cómo había podido aceptar ¡Dios mío, en qué estaba pensando! Debió cogerle en la hora tonta, como se suele decir. Y de qué iba a hablar con él sin apenas conocerle ¿Y si le dijera al taxista que diera la vuelta? Se decía indecisa. Estaba hecha un lío. Por otra parte, era normal su reacción, se autoconvencía ella misma. Hacía veintitrés años que no quedaba con nadie. Bueno a decir verdad, solo había quedado con su novio Miguel. Pero aquello paso a la historia. Tenía que empezar a rehacer su vida ¿Y por qué no empezar desde hoy mismo? ¿Para qué dejar pasar más tiempo?
Se merecía conocer a un hombre que pudiera hacerla feliz. Ya había pagado durante muchos años una decisión, que nunca sabría si había sido la correcta. Además, Paco parecía un buen hombre, educado y respetuoso. Tenía un trabajo estable en su parada del Mercado Central y parecía apreciarla bastante. El hecho de que se separara de su mujer no quería decir nada, eso estaba a la orden del día. Posiblemente incompatibilidad de caracteres. Ella conocía bien de joven a Pilar, su ex mujer y sabía de muy buena tinta que tenía un genio fuerte ¿Por qué no salir con él? Al in y al cabo los dos eran libres. Desde que se propuso ir dos veces por semana por su antiguo barrio y recorrer el mercado, había coincidido en varias ocasiones con él. Éste siempre se había mostrado muy interesado en ella y le había invitado varias veces. Al final, había conseguido arrancarle una cita y…
El taxista interrumpió sus agitados pensamientos.
—Señora, hemos llegado. Son cinco euros con veinte.
—Gracias… Ahí tiene —dijo mientras le entregaba el dinero.
La cafetería estaba a tan solo unos metros. Rosa se detuvo un momento, se arregló la falda, la blusa, y muy decidida, entró. En una mesa próxima se encontraba Paco. Al verla, se puso en pie, le dio dos besos y le ofreció una silla.
—Siento llegar tarde —dijo Rosa disculpándose—. No sabía qué ponerme. La falta de costumbre. Ya sabes.
—Cómo sois las mujeres. Deberías de saber que tú, Rosa, con lo que te pongas siempre estás guapa. Aunque te felicito por la elección.
Rosa sonrió intentando disimilar su nerviosismo.
—Todavía no sé por qué no has querido que fuera a recogerte a casa —añadió dulcemente sin dejar de mirar a sus ojos—. No tenías necesidad de tener que coger el autobús.
—No… tranquilo he venido en taxi —dijo ella sin saber dónde colocar las manos.
—Pues no tienes por qué gastarte dinero cuando quedes conmigo.
Me alegro mucho de que hayas accedido, —en ese momento le cogió una mano entre las suyas—. Cuando te vi por primera vez hace casi un mes en el mercado, después de tantos años, no me lo pude creer. He de reconocer que los años te han sentado muy bien ¡Estas igual!
—Eres un adulador —le atajó sonrojada—. Eso no es cierto. Yo también tengo ojos y me miro todos los días al espejo. Pero de todas formas, gracias…
El camarero se acercó para tomar nota.
—¿Qué quieres tomar?, —preguntó.
—Un capuchino.
—Yo tomaré otro y dos trozos de esa tarta tan apetitosa que tienes ahí delante. ¿Qué te parece? —dijo con mirada tierna mientras le sonreía.
—No sé si debo —dijo ella con picardía—. Luego me arrepentiré.
—Traiga dos trozos, por favor.
Rosa le dedicó varias miradas a su acompañante. Había cambiado bastante. Pelo veteado de canas, algunos kilos más, ojos de color negro rodeados por unas finas arrugas y una preciosa sonrisa con unos dientes casi perfectos. Realmente tenía su atractivo. Su madurez, al mismo tiempo, le infundía seguridad. La conversación se inició con naturalidad y así pasaron varias horas, recordando años pasados, riéndose y contándose sus penas y desventuras, sus alegrías y sus tristezas. Eran como dos viejos amigos que se reencuentran después de más de veinte años.
Sobre las nueve de la noche Paco la acompañó a casa en su Mercedes.
—Veo que te van bien las cosas —dijo Rosa cuando subió en el vehículo.
—¿Lo dices por el coche? —añadió con una picara sonrisa—. Es de segunda mano. Ahora, eso sí, está en perfecto estado. Cuando me separé, partimos todo al cincuenta por cien, al in y al cabo eran bienes gananciales. La parada en el mercado nos iba muy bien y siempre tuve el capricho de tener uno de estos.
—¿Y te diste el lujo de comprártelo?
—Pues sí ¿Por qué no, me dije? ¿No es un dinero que me he estado ganando durante mucho tiempo? Además, como no tuvimos hijos, ¿para qué quería guardarlo? Para que me lo metan en la caja cuando me muera, prefiero disfrutar del él en vida, ¿no crees?
—¡Pues tienes razón! —dijo ella advirtiendo su sensatez—. Ya hemos llegado —añadió con timidez.
—Me gustaría quedar otro día contigo —le dijo de sopetón mientras paraba el motor del coche—. A cenar o a pasar el día juntos. Podemos ir a la playa o a Peñíscola, a Altea. Conozco un sitio…
—Llámame, aunque de todas formas he de pasar por tu parada ¡Ya sabes!, guárdame los mejores melocotones que tengas. Su sonrisa fue sincera.
—Sabes que lo haré.
Paco se inclinó hacia delante y le beso la mejilla. Al poco, se despidieron.
Cuando Rosa entró en su casa, y mientras se desvestía frente al espejo de su habitación, la expresión de su cara delataba su extasiada felicidad.
Le había besado en la mejilla. Con qué poco se conformaba. Realmente era un autentico caballero. Su nerviosismo de hacía unas horas se había convertido en una indescriptible sensación de bienestar.
El olor a café perfumaba el ático de Sara. Su hermana medio adormilada acudía como un zombi al aroma que salía de la cocina. Tras untar varias tostadas con mantequilla y mermelada se sentaron en la mesa para desayunar.
—Buenos días Alejandra ¿Has conseguido dormir?
—Bien poco. No he podido quitarme de la cabeza las amenazas de ese tipo.
—Yo tampoco —dijo Sara—. Además, la tormenta de esta noche con los truenos y relámpagos, solo ha conseguido que viera a ese individuo en una pesadilla horrorosa en la que entraba en casa por el balcón y nos ataba a la cama mientras nos quemaba con el asqueroso puro.
—¡Ve dando ideas! —continuó Alejandra en tono burlón, mientras daba un sorbo al café.
—Si vamos a continuar con la investigación —añadió Sara—, tendremos que ser muy cautas y además muy astutas. Hay que avisar a Lluís de cómo está la situación ¿Anoche no conseguiste localizarlo?
—No. En su casa no contestaba. Debía de estar en el garito ese de Juan Llorens. Y el móvil estaba apagado o fuera de cobertura.
—No le habrá pasado nada, ¿verdad? —murmuró Sara preocupada.
—¡No digas eso ni en broma! Voy a llamarlo urgentemente. A estas horas debe de estar durmiendo. Si anoche trabajó hasta tarde aún estará en la cama.
—¿Cuándo cogía las vacaciones? —preguntó Sara—. ¿Sabes si ha podido arreglarlo?
—Creo que sí. Vamos a tener suerte. Faltan tres días para que termine el mes de julio y los tres coincidiremos las vacaciones en todo el mes de agosto.
—¿Sabes que me llamó anoche Tía Rosa? —añadió Sara a su hermana—. Y ayer por la tarde tuvo una cita.
—No me lo puedo creer —gritó Alejandra emocionada y al mismo tiempo sorprendida—. ¿Y quién es él? ¿Lo conocemos?
—Pues me temo que sí. Se lo tenía muy calladito pero lo ha estado viendo durante un mes más o menos.
—Dime quién es. No aguanto más —Alejandra ardía de curiosidad.
—¿Tú te acuerdas de Pilar, una vecina que teníamos en la calle María Cristina? Una mujer pelirroja que nos reñía siempre que bajamos corriendo por las escaleras.
—Sí, sí que me acuerdo.
—Pues es el marido. Hace cinco años que se separaron. Y sigue teniendo la parada en el Mercado Central.
—¿Y qué tal está Tía Rosa? —preguntó Alejandra.
—Muy ilusionada. Igualito que una adolescente.
—Me alegro mucho por ella ¡Se lo merece tanto!
—Se me hace tarde —dijo Sara mirando el reloj—. Nos vemos a la hora de la comida.
Alejandra se quedó sola en casa mientras intentaba comunicarse con Lluís. Los tonos del teléfono daban comunicando. Se levantó y recogió el desayuno. Volvió a intentarlo de nuevo y esta vez tuvo más suerte.
—Lluís, perdona ¿Estabas durmiendo?
—No, me acabo de levantar. Me espera un día movidito. Me ha llamado mi socio del garito que esta noche han entrado a robar. Está esperando que llegue la policía para hacer la denuncia ¿Qué ocurre? Es raro que me llames tan pronto ¿Alejandra, sucede algo?
—Pues sí… aunque bastantes cosas tienes ya.
—Vamos, cuéntame ¿qué pasa? —su vecino se mostraba tan comprensivo y servicial como siempre.
—Anoche… —Alejandra dudó por un instante—. Había un tipo en la calle y me amenazó.
—¿Que te amenazó? ¿Qué fue lo que te dijo? —su tono era de mal humor.
—Me dijo… —Alejandra estaba con temor. Tendría algo que ver que le hubieran entrado en el bar o sería solo una simple coincidencia—. Me dijo: ¡Dejad de preguntar por ahí y buscar cosas que no existen! ¡Es el primer y único aviso!
—¡Te ha dicho eso! ¡Será hijo de puta! —ahora su voz era de desconcierto—. ¿Cómo era el tipo ese? —preguntó con carácter.
—Pues parecía un armario ropero. Moreno y con el pelo muy corto como un militar o algo similar. Y además fumaba un puro repelente.
—Alejandra… no te asustes. Pero a ese tipo lo he visto merodeando antes por la zona. Y dudo mucho que viva en el barrio.
—Y si entra en mi casa o en la tuya. ¡Dios mío! ¿Qué podemos hacer?
—La muchacha estaba hecha un manojo de nervios. El solo hecho de tropezarse de nuevo con semejante individuo le ponía los pelos de punta y mucho menos en su propia casa.
—De momento, tranquilizarnos. Alejandra, debemos actuar como si no pasara nada. Dentro de pocos días estaremos los tres de vacaciones, y dispondremos de todo nuestro tiempo para pensar cómo vamos a llevar a cabo la búsqueda. Porque, pensáis seguir con ella, ¿no?
—Sí… hasta el final —continuó Alejandra invadida de temor—. Aunque ahora mismo esté cagada de miedo.
—Vete a trabajar como si tal cosa y luego hablamos —Lluís intentaba darle ánimo y fuerza al mismo tiempo—, pero ante todo, tranquilidad ¿Tu hermana como está?
—Se ha ido a trabajar.
—Bien… y tú haz lo mismo.
—Gracias Lluís… No sé qué haríamos sin ti.
Después de media hora, Alejandra salía de su casa hacía el trabajo.
Avanzó por la calle Quart en dirección a las torres para salir a Guillem de Castro, allí cogería un taxi hasta la oficina. Mientras esperaba ver alguno libre abrió su bolso intentando buscar las llaves del despacho ¡Seguro que se las había vuelto a dejar encima de la mesa! Obsesionada con la búsqueda no observó que alguien se colocaba a su espalda de la manera más silenciosa. Una mano se posó suavemente en su hombro izquierdo dándole un susto de muerte.
—¡Señorrrittta!
—¡Por dios que susto me has dado! —gritó casi sin aliento y con el corazón a mil por hora. Más tranquila pudo comprobar que era el indigente que frecuentaba la zona.
—Lo sienennnto. No querrrría asustataaaaarla —añadió el sujeto.
—No pasa nada —dijo con la boca pequeña.
Alejandra dio con las llaves que buscaba en un rincón del bolso y seguidamente, cogió el billetero y buscando una moneda se la entregó al indigente.
—Gracccicias —dijo agradecido.
El indigente se quedó mirándola fijamente y muy serio le dijo:
—Tenga cuidado, que los lobos están al acecho.
—¿Cómo dice?… preguntó la joven aturdida sin prestarle demasiada atención.
Un taxi libre se aproximaba y la muchacha agradeció el momento.
Quería quitarse a ese hombre de encima lo antes posible. Sin pensarlo dos veces levantó el brazo y cuando éste se paró a su lado se subió inmediatamente. Una vez dentro respiró profundamente.
—¿La estaba molestando ese tipo? —preguntó el taxista interesado.
—No, tan solo me pedía una moneda… —añadió la muchacha pensativa.
—¡La ciudad está cada vez más llena de gentuza! —el conductor seguía con sus comentarios, ajeno a que Alejandra no le escuchaba—. ¡No puede uno salir a la calle seguro! No sé donde vamos a llegar.
Alejandra daba vueltas y más vueltas a las últimas frases escuchadas por boca del indigente ¿Qué había querido decir, con que tuviera cuidado que los lobos estaban al acecho? ¿De qué lobos hablaba? ¿A quién se refería? No entendía nada. Además, hubiera jurado que en la última frase no tartamudeaba. Cada vez estaba más confusa. Seguro que estaba delirando. Cómo iba a dar crédito a un borracho que dormía por las noches en un banco de piedra y se pasaba el día pegado a una botella. El alcohol le hacía decir tonterías y perder la cordura. Las amenazas de la noche anterior la estaban haciendo ver cosas donde no las había ¡Señor, se estaría volviendo loca!