CAPÍTULO 56
Eran las ocho y media de la tarde y hacía tiempo que había anochecido. Lluís estaba llegando a Llano de Zaidía. Tenía ganas de ver a sus vecinas y saludar personalmente a Pepe. Era la primera vez en cosa de un mes que iba a poner los pies en el piso alquilado de Sara, tan solo habían mantenido la relación telefónicamente, pero ahora la situación lo requería. Había tenido cuidado de que no le siguieran. El hecho de que Sara y Alejandra ya no frecuentaran el piso de la calle Quart había desatado cierto nerviosismo en el tipo del puro y por sus vecinos Gustavo y Erika. Querían saber a toda costa donde se habían metido las hermanas, cosa que hasta el momento parecían no haber descubierto. Sara había pedido unos días de asuntos propios en la escuela de yoga. En cuanto a la consulta de psicología, había puesto al día a Lucas, que se había comprometido a ocultar temporalmente la dirección dónde se alojaban e intentaría sustituirla en todo lo posible. Pepe, en compañía de las hermanas, intentaba salir solo lo justo y necesario para no ser descubierto por la policía. La tensión acumulada iba en aumento y ahora se había acentuado mucho más con la oferta de Augusto Fonfría.
Lluís llamó a la puerta ansioso. Le abrió Alejandra y le recibió con un fuerte abrazo envuelto de un apasionado beso en los labios. A continuación, le dejó entrar. Sara lo saludó con un abrazo y Pepe le chocó la mano con fuerza.
—¿Cómo estáis? —preguntó mientras tomaba asiento.
—No muy bien —contestó Alejandra—. La soga se nos está cerrando.
—Por lo menos ya sabemos de qué lado está Fonfría —puntualizó Lluís.
—¿Qué lo dudabas? —preguntó Sara.
—No… pero hasta hace unas horas todo eran conjeturas.
—¿Qué sabes de la policía? —preguntó interesado Pepe.
—Poca cosa. Salvo que raro es el día que no llaman a la puerta de Sara y hacen el paseíllo por los vecinos. Erika es muy avispada y ha empezado a atar cabos. Como la policía pregunta por Sara y Alejandra Ferrer, unido al nombre de Andreu Subies, ha empezado a sospechar que tú pudieras ser él.
—¡Esa lagarta! La muy zorra… —murmuró Pepe sintiéndose descubierto.
—Hay que tranquilizarse —continuó Lluís intentando mantener la calma ya que veía que los ánimos estaban algo frustrados.
—¡Es muy fácil decir eso! —refunfuñó Alejandra—. Pero desde que ha empezado este asunto no hemos podido hacer una vida normal. Desde casi los primeros días nos hemos sentido vigilados. Ha sido un ir y venir de nervios y de aventuras que nos vienen grandes. Por si fuera poco, el asesino de mis padres me amenaza que si no cedo en su propósito de conseguir las llaves, empezará una carrera llena de obstáculos. Estamos buscados por la policía y de un momento a otro nos encontraran. Y luego, ¿qué?… ¿terminaremos con nuestros huesos en la cárcel, o tal vez encuentren nuestros cadáveres en algún descampado?
Alejandra estaba a punto de explotar. Los ojos veteados en sangre la delataban. Lluís se levantó y la abrazó.
—He estado pensando muy detenidamente en todo este lío —continuó Lluís aparentemente entero—. De acuerdo que los caminos se nos están cerrando. Por eso hemos de tomar otra alternativa que no se ha contemplado.
—¿Otra alternativa? —preguntó Sara con un hilo de esperanza—. ¿Cuál?
—Entregarnos a la policía —dijo tranquilamente.
—Pero a ti no te buscan —añadió Alejandra.
—No importa. Si queréis yo os acompañaré. Al in y al cabo estoy tan metido en este lío como vosotros.
—No creo que sea la mejor solución —puntualizó Pepe—. La policía no me inspira la menor confianza.
—No sé, Lluís… —dijo Sara indecisa—. Está claro que hemos de tomar una determinación. No podemos seguir ocultándonos sin acudir al trabajo. Hemos de retomar nuestras vidas, pero…
—¡Escuchadme! —continuó Lluís enérgicamente—. No hemos cometido ningún delito o por lo menos ningún delito grave ¡No somos asesinos!
No hemos matado a nadie ¡Tampoco somos ladrones! No hemos robado nada que puedan echar en falta ¿De qué nos pueden culpar, de entrar en algún recinto sin permiso y fuera de horas acompañado de algún desperfecto? ¡Nada más! Pensadlo fríamente.
Un silencio reinó en la habitación. Las palabras de Lluís les hicieron reflexionar. A lo mejor tenía razón. Aún así, las dudas todavía les acosaban. Lluís insistía con sus convincentes argumentos.
—¿Os mantenéis igual de firmes que hace unas horas respecto a la negociación de Augusto Fonfría? —preguntó.
—¡Por supuesto! —concluyó Alejandra—. No vamos a ceder ante su prepotencia, y no vamos a aceptar ni un solo euro a cambio de las llaves que hemos encontrado. Acarrearemos con lo que nos depare el futuro.
Sara y Pepe asintieron. Lluís continuó.
—Con más motivo entonces para que valoréis lo que os acabo de decir. Si no pensamos ceder ante la negociación de Augusto Fonfría, y la cosa se pone fea respecto a nosotros según sus amenazas, necesitaremos a alguien que nos cubra las espaldas, o por lo menos, que sepa por dónde van los tiros.
—Creo que debemos pensarlo más detenidamente —añadió Pepe—. De acuerdo que tienes razón en todo, Lluís. Pero mi experiencia con la policía no es demasiado halagüeña. No me fío de ella. Creéis que cuando los pongamos al día de todo lo que sabemos, ¿nos van a creer así porque si? Nos van a inflar a preguntas. Nos bombardearan intentando aclarar cosas que ni nosotros sabemos todavía ¿Qué argumentos fiables tenemos para pensar que vuestros padres fueron asesinados? ¿Cómo podéis demostrarlo? —dijo dirigiéndose a Sara y Alejandra—. Al igual que mi hermana ¿Cómo puedo yo probar que no se suicidó? Si la propia policía fue una incompetente en su investigación. Y que me decís de vuestra vecina Elisa, la que también supuestamente se tiró por la ventana, y días después ocuparon su piso Gustavo y Erika con el in de tenernos controlados ¿No os dais cuenta de que todo esto apesta demasiado?
Lluís se quedó mudo. Pepe acababa de echar por tierra todas sus convicciones. Hasta él mismo dudaba de la postura más correcta.
—De acuerdo, esperaremos —continuó Lluís—. Pero a partir de ahora jugaremos siempre con un as en la manga.
Faltaba poco para que cumpliera el plazo. Veinticuatro horas le había dicho Augusto Fonfría a Alejandra, y ésta, nerviosa como un flan, esperaba que el móvil sonara de un momento a otro. La música de su teléfono la sobrecogió. Parecía haber llegado el momento. Miró la pequeña pantalla y arqueó las cejas. Otra vez era ese número que desconocía y que en poco más de un mes la estaba acosando día y noche. Estaba decidida a cogerlo la próxima vez, a ver si conseguía olvidarse ya de ella, pero ahora no era el momento apropiado. Tenía una llamada mucho más urgente. A los pocos minutos, volvió a sonar. Ésta vez identificó el número de Augusto Fonfría. Ahora sí que había llegado el momento. Alejandra respiró hondo e hizo una seña a su hermana y a Pepe que le acompañaban.
—Tranquila, hermanita —murmuró Sara transmitiéndole seguridad y confianza.
Alejandra conectó la grabadora y la acercó al auricular. Seguidamente, descolgó.
—Sí, dígame.
—¿Señorita Ferrer? —preguntó al otro lado.
—La misma. Dígame Don Augusto Fonfría —dijo con retintín y pronunciando su nombre con el in de que quedara grabado.
—¿Se han pensado la oferta que les propuse ayer?
—No teníamos mucho que pensar al respecto. El chantaje no es una cosa que nos entusiasme. Y usted debería saber que es ilegal.
—Hay muchas cosas ilegales en esta vida jovencita —dijo Fonfría en tono de advertencia—. Aunque no son mi especialidad —concretó—. Necesito una respuesta. Es muy fácil, ¿sí o no?
Alejandra veía que se le escapaba de las manos sin poder decir nada que lo involucrara directamente. No podía contestarle solo con un monosílabo. Posiblemente no tuviera otra oportunidad como esa.
—Señorita Ferrer, le estoy esperando —añadió viendo que habían transcurrido unos instantes sin pronunciarse.
—No aceptamos su proposición. Me niego rotundamente, al igual que mi hermana Sara, a cederle las llaves de mi padre a cambio de su dinero.
—Vuelvo a repetirle que no son propiedad de su padre, ni tampoco suya. Y le recuerdo que es un robo en toda regla. Así que se tendrán que atener a las consecuencias. Buenas tardes, señorita Ferrer. Salude a su hermana de mi parte.
Alejandra colgó el teléfono indignada y maldiciendo el cinismo de semejante individuo. Acto seguido, conectó la grabadora con la intención de escuchar la conversación. Su sorpresa fue mayúscula cuando se encontró con que solo se había grabado su voz, la de Augusto Fonfría apenas si podía definirse.
—¡Maldita sea! —murmuró cabreada. Su plan no había dado el resultado que ellos esperaban. Todo había sido en vano.
Rosa salió de su casa preocupada. Hacía más de un mes que no había visto a sus sobrinas y eso la mantenía en vilo. Su contacto consistía siempre por teléfono en cabinas que se encontraba por la calle y siempre diferentes. Después del incidente del restaurante donde casi las localiza la policía por su culpa no estaba tranquila, y andaba con mucho ojo con lo que decía o hacía. Por el bien de todos no las había visitado con el in de no ser descubiertas. La situación se estaba apoderando de ella y en todo ese tiempo había perdido casi cinco kilos. Por otra parte, miraba el lado positivo: la ropa le quedaba mucho mejor.
Esa mañana había quedado con Paco en el mercado como era habitual tres veces por semana. Hasta el momento, no le había comentado la gravedad del asunto con él. No es que no tuviera confianza, pero Sara le había hecho prometer que lo mantendría en secreto por lo menos de momento. Y ella siempre cumplía sus promesas. Alejandra le había revelado la negociación que le había propuesto Augusto Fonfría y la negativa que le habían dado. Por si era poco con la persecución de la policía, ahora se les unía la provocación de ese malnacido y sus amenazas ¡Menudo hijo de puta!, pensó. Y además, acusando a su cuñado y a ellas de ladrones.
Rosa intentó hacer memoria. Hurgar en el pasado. Tenía que haber alguna pista, algo que les demostrara que Sara y Alejandra estaban en lo cierto. Se maldijo ella misma por no guardar más cosas. Posiblemente destruyó sin saberlo datos que hoy podrían haber resultado vitales. Si pudiera retroceder en el tiempo veintitrés años. ¿Cuántas cosas habría cambiado? La nostalgia se apoderó de ella de nuevo, y al instante, desechó ese pensamiento. La imagen de su hermana y su cuñado muertos en el depósito de cadáveres le hizo estremecer. No… no quería por nada del mundo retroceder. Eso implicaría volver a pasar el mismo sufrimiento que ahora permanecía dormido en un rincón de su subconsciente.
Miguel Roselló se adueñó de su mente sin poder evitarlo. Su nombre, su imagen, su mirada, su olor, su voz. Rosa se sentó en un banco próximo con la mente bloqueada. Él era la pieza clave ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Miguel era la persona más cercana a Jorge en sus investigaciones. Ellos dos pasaban horas y horas resolviendo enigmas, estudiando y buscando un sinfín de cosas que ella desconocía. Seguro que podría ayudar a sus sobrinas a justificar que estaban en lo cierto y que el malnacido de Augusto Fonfría estaba mintiendo ¡Tenía que encontrarlo como fuera! El corazón le dio un vuelco y una llama de esperanza se instaló en su corazón. Intentó autoconvencerse de que lo buscaba por una causa justificada. En honor a sus sobrinas que lo necesitaban. Pero en lo más profundo de su ser, apareció una pizca de felicidad. Como si le hubiesen cargado las pilas con una potente fuerza interior, se levantó de donde estaba sentada y cambió el rumbo de sus quehaceres de esa mañana. Hoy no visitaría el mercado. No era tan urgente. Tenía otras cosas más importantes que hacer y no podía perder tiempo. Tenía que contactar con Miguel Roselló. Se dirigió a su casa. Una vez dentro, fue a su habitación cogió una silla y rebuscó en el altillo de uno de los armarios. Con una dulce sonrisa bajó una caja de cartón. Llevaba más de quince años sin tocarla. La última vez fue en el traslado del piso de María Cristina. Le pasó un trapo para retirar el polvo acumulado y su corazón empezó a latir con fuerza. Cuando la abrió, percibió un intenso olor a papel. Montones de cartas apiladas ocupaban su espacio interior. Todas iban dirigidas a ella y con una letra perfectamente legible. Rosa, cogió una de ellas al azar. La sacó del sobre y empezó a leer:
Querida Rosa. No sé nada de ti y me duele que no contestes a mis cartas.
Por favor dime algo o no soportaré la estancia lejos de ti.
Rosa dejó de leer. No podía continuar, sus ojos no se lo permitían. La plegó y miró el remite.
Miguel Roselló
Anton Schjoths gate 5
Oslo (Noruega)
Tenía su dirección, pero la última carta estaba fechada hacía dieciocho años, poco antes de trasladarse de domicilio. Como nunca le contestó, Miguel nunca supo donde vivía. Por otra parte, había pasado mucho tiempo y era posible que él hubiera cambiado de dirección. Aún así, tenía que intentarlo. Escribió una carta pidiéndole ayuda en la situación creada a sus sobrinas y la echó al correo ese mismo día. Mientras, necesitaba conseguir un número de contacto. No podía esperar a recibir una respuesta, ¿y si nunca le contestaban? Decidió pedir el favor al hijo de una vecina que daba clases de idiomas. Necesitaba contactar con Oslo y averiguar el teléfono de esa dirección. Si no hubiese sido por la buena fe del chaval se habría visto perdida. Después de mucho insistir y llamar a un lado y a otro, no hubo forma de hablar con Miguel. La dirección que aparecía en las cartas, actualmente pertenecía a otra familia que nada tenía que ver con él y, ni siquiera habían oído su nombre. ¿Por dónde continuaba buscando? Era imposible seguirle la pista después de tantos años y sin haber mantenido contacto con él. Llevaba dos días enfrascada en su búsqueda, sin esperanzas y desanimada se metió en la ducha. Ella que esperaba tener una buena noticia para sus sobrinas. Poder ayudarlas en algo. Y… ¿qué había conseguido? Nada en absoluto. Mientras el agua le acariciaba la cara una sensación de agobio la invadió. Rosa dejó escapar unas lágrimas que no pudo contener y se sintió arropada con el calor del agua.
La comisaría del centro estaba a rebosar. El comisario Morales había estado de baja una semana, muy a su pesar, por una gripe que había cursado con fiebre alta. Esa misma mañana volvía al trabajo y los inspectores Moreno y Roque a pesar de no haber parado durante esos siete días, no tenían nada explicito que comentar sobre el caso de Sara Ferrer y Andreu Subies ¿Dónde coño se habían metido? No aparecían por la calle Quart ni tampoco acudían a sus puestos de trabajo. Estaba claro que algo temían y por eso se escondían, pero qué… No podían cursar una orden de busca y captura porque aparentemente no habían cometido ningún delito demostrable. Si al menos pudieran hablar con ellos para aclarar un poco la situación. Moreno vio entrar al comisario Morales y lo esquivó para no tropezarse con él. Ya lo vería más tarde, aunque nada más llegara a su despacho los llamaría para pedir explicaciones. Moreno salió a la calle con el móvil en la mano. Intentaría llamar por milésima vez al teléfono que le había proporcionado el director del Instituto Lluís Vives, aunque ya había perdido todo tipo de esperanzas de contactar con ella.
De repente y para su asombro, una voz femenina se oyó al otro lado.
—Sí, dígame.
—¿Alejandra Ferrer? —preguntó cruzando los dedos de que efectivamente fuera ella.
—Sí, soy yo ¿Quién es? —dijo a sabiendas de que era un número desconocido y el mismo que le había estado molestado más de un mes.
Moreno dudó por un instante en revelar que era de la policía. Al final decidió decir la verdad…
—Perdone que le moleste, pero llevo varias semanas intentando contactar con usted. Es importante que nos veamos. Necesito hacerle unas preguntas.
—Todavía no me ha dicho quién es —dijo recelosa.
—Lo siento. Soy el inspector Moreno de la Comisaría del centro.
Alejandra se quedó muda. Era la policía… Un temblor incontrolado se instaló en sus piernas.
—¿Cómo ha conseguido mi teléfono?
—Me lo ha facilitado Vicente Martí, el director del Instituto Lluís Vives. Se ve que es una persona que le aprecia bastante, igual que apreciaba a su padre. Le prometo que tan solo serán unos minutos y podemos quedar donde usted me diga.
Alejandra estaba desconcertada y algo descolocada ¿Quién era ese hombre que además le nombraba a su padre? ¿Qué tipo de preguntas quería formularle? ¿Debía o no debía quedar con él? Además se encontraba sola y no podía pedir opinión a su hermana o a Pepe ¿Y si no era verdad? Y ¿si todo lo que le estaba diciendo era mentira y no era de la policía, sino algún enviado de Augusto Fonfría? Estaba hecha un verdadero lío. En qué mala hora había descolgado el teléfono.
—Alejandra ¿Está usted ahí?
—Sí, pero creo que no es buena idea que nos veamos. Además, por favor no vuelva a llamar más.
Moreno veía que la perdía después de tantos intentos por contactar con ella. Tenía que convencerla.
—Espere por favor, no cuelgue. Sé que están metidas en un lío. La policía les está buscando a usted, a su hermana Sara y a Andreu Subies que todavía no sé qué pinta en todo este entierro. He estado en su piso de la calle Quart sin resultado. Mi intención no es detenerla, no tengo ningún motivo. Solo quiero hacerle unas preguntas. Tan solo eso. Le estoy siendo sincero, le pido por favor que usted haga lo mismo y me dé una oportunidad.
—¿Por qué tengo que creerle? —preguntó indecisa. En el fondo y sin saber por qué, le creía.
—Porque digo la verdad —contestó Moreno tiernamente.
—Muy bien. Espero que vaya solo —continuó Alejandra esperando no tener que arrepentirse de su decisión.
—Iré solo —dijo firme y convincentemente.
—Mañana sábado a las once de la mañana.
—De acuerdo… ¿dónde? —preguntó esperanzado.
Alejandra se volvía loca pensando un lugar muy transitado.
—En el río, a la altura de Gulliver —dijo temblorosa.
—Hasta mañana entonces.