CAPÍTULO 41
Eran tan solo las seis de la tarde y el anochecer se había asentando en toda la ciudad. Durante todo el día el cielo había permanecido con tonalidades grises avisando de la nieve cercana. La calle Quart se veía prácticamente vacía salvo una pareja que caminaba deprisa ataviada con ropa de abrigo. Según las fechas del calendario, la Navidad estaba a la vuelta de la esquina y los comercios habían desempolvado sus motivos navideños intentando atraer clientes. Pero ese año el frío había llegado antes de lo esperado y la bajada de temperaturas estaba haciendo los primeros estragos. La ola de frío polar había hecho que patrullas de la policía recorrieran las calles recogiendo indigentes y personas sin recursos, llevándolos a zonas de refugio y albergues, o repartiendo mantas a quienes se negaban a acompañarles.
Pepe se había refugiado en casa de Lluís y pasaría allí semejante noche de perros, no sin antes percatarse de no ser visto por los secuaces que les controlaban sin descanso. Reunidos en el salón junto con Sara y Alejandra, y con la calefacción a toda mecha, intentaban averiguar el paradero de la siguiente llave. Pensaban que al tener a Pepe de su lado y sabiendo ahora quién era, les sería mucho más fácil dar con el siguiente enigma.
—Habéis sido muy imprudentes al traer la libreta de vuestro padre —les increpó Lluís al ver como Sara la sacaba de su bolso—. Junto con la mitad de las llaves encontradas, el lugar más seguro de momento, es la caja fuerte del Banco de Valencia.
—No nos ha quedado más remedio —contestó Alejandra dirigiéndose a su vecino—. ¡Juzga tú mismo! —dijo mientras le entregaba el cuaderno.
Éste lo hojeó una y otra vez. Volvió a recordar las dedicatorias del principio. Repasó los números doce que aparecían esporádicamente por algunas páginas y se detuvo en un dibujo pequeño a modo de escudo o similar.
—¿Qué me decís de esto? —preguntó apuntándolo con el dedo.
—No sabemos lo que significa —contestaron las hermanas a la vez.
—Déjame ver —añadió Pepe echándole una ojeada y negando con la cabeza.
Activaron la lámpara de infrarrojos para rastrearlo con más detalle y volvieron a hojearlo minuciosamente. Hubiera jurado que había más páginas escritas, pero sin embargo, solo estaban las cuatro correspondientes a las llaves ya encontradas con los complicados acertijos a los que se estaban empezando a acostumbrar. Pero ahora, era diferente, el resto de las hojas, eran trazados y números sueltos, aparentemente, sin ninguna importancia. No había ninguna frase más que descifrar. Estaban totalmente en blanco. Sus caras se tiñeron de asombro. Parecía que el camino se acababa ahí.
—¡Déjame ver! —añadió Pepe cogiendo la libreta y revisándola concienzudamente—. Mientras pasaba las páginas se detuvo a leer las frases de uno de los jeroglíficos, sonrió al reconocer la letra de Jorge Ferrer, aquel hombre que en muchas ocasiones le demostró su cariño y que tanto significó para él. Una punzaba de añoranza recorrió su corazón ¡Cuánto tiempo había pasado! Todavía recordaba la última tarde que pasó con él. Las cosas que le dijo, el libro que le regaló. Era algo que permanecería siempre intacto en su memoria, grabado en su retina, como tatuado a fuego.
—Se nos están cerrando las puertas y estamos a menos de la mitad de camino —murmuró Alejandra desanimada—. Sin embargo, algo me dice que hay algo más aunque no seamos capaces de verlo. No tuve ocasión de conocer bien a mi padre antes del accidente, por ser tan solo una niña, pero creo empezar a comprenderle por su manera de proceder y, dudo mucho que nos deje con la miel en los labios. Deduzco que era una persona muy meticulosa y no de los que se dejan las cosas a mitad.
—Alejandra, es cierto, de hecho, opino lo mismo que tú —añadió Pepe con un hilo de esperanza—. Hay que buscar dentro de estas páginas. Y hay que buscar, con los ojos de él.
—¡Con los ojos de él! —repitió Sara entre dientes—. Tú, por lo menos recuerdas las últimas horas pasadas con él —continuó en tono de reproche y al mismo tiempo cargado de melancolía—, yo… apenas tenía siete años cuando sucedió, y tan solo tengo un borrón de su cara. Ni siquiera puedo recordar el sonido de su voz —un nudo en su garganta le impidió continuar.
Pepe se sintió avergonzado y triste al mismo tiempo. La próxima vez mediría sus palabras. Por unos instantes, tuvo la visión del entierro de Jorge y vio a sus dos indefensas pequeñas, envueltas en lágrimas. Instintivamente, posó su mano sobre las de Sara en señal de consuelo y apoyo, mientras, de sus labios se escapaba una tenue disculpa:
—Lo siento.
—¡Pásame la libreta un momento! —dijo Alejandra mientras se la arrebataba de las manos a Pepe intentando suavizar la situación—. ¡Tengo una corazonada!
Pegada a la lámpara de infrarrojos y llena de luz de esperanza, intentaba averiguar una pequeña pista que se les hubiera pasado por alto.
Empezó por el principio y se tropezó con la inscripción de la primera página. Casi no la recordaba. Habían pasado unos meses desde que la leyeron en compañía de Lluís, ignorando la existencia de Andreu Subies, ahora, éste se encontraba a su lado. Decidió leerla en voz alta siendo consciente de que a Pepe, como quería que lo llamaran ocultando su verdadera identidad, le iba a resultar muy gratificante y, a su hermana Sara le daría fuerzas para continuar.
“A las tres mujeres de mi vida: Carmen, Sara y Alejandra.
A Andreu, que ocupó el lugar del hijo que nunca tuve.
Si leéis estas líneas, significa que algo me ha sucedido.
Pero las claves que describo, sólo vosotros cuatro podéis adivinarlas”.
La cara de Pepe se iluminó por momentos a medida que Alejandra avanzaba en sus líneas ¿Era verdad lo que acababa de escuchar? “A Andreu, que ocupó el lugar del hijo que nunca tuve”. Sí, estaba seguro de que su oído no le había engañado. Entonces… ¡era verdad!, ¡era cierto, lo que le había escuchado decir en multitud de ocasiones! Que lo consideraba como si fuera su hijo. Por unos instantes, se sintió la persona más afortunada del mundo. Una gran satisfacción se apoderó de él, envolviéndole de felicidad.
Alejandra continuó con la siguiente página, leyendo su texto en voz alta, después de observar la expresión tan radiante de Pepe. Pensó que se lo merecía y se sintió satisfecha por haberle Confirmado lo que tanto ansiaba.
“No perdáis el tiempo en buscar el significado.
Sólo cuando tengáis las doce llaves en vuestro poder, Tendréis la solución”
—Ha quedado claro —continuó Alejandra eufórica— que no conseguiremos nuestro objetivo, o mejor dicho el objetivo de nuestro padre, porque de momento nosotros no sabemos cuál va a ser, hasta que no localicemos las doce llaves. Así que no podemos estancarnos y conformarnos solo con la mitad. Debemos continuar y debemos continuar sin descanso. Cuando dice que las claves que describe “solo vosotros cuatro podéis adivinarlas”, cabe pensar que es porque Pepe tiene mucho que ver en este asunto, y mi intuición femenina me dice que en ti está la clave para continuar —dijo señalándolo—. Si no, ¿por qué en esta libreta solo ha planteado los acertijos de cuatro de las llaves? ¿Qué pasa con el resto? Es como si este cuaderno solo fuera una parte de este complicado rompecabezas. Quiero pensar que en nosotros ha deposito las claves para localizar cuatro de las doce y en ti —dijo refiriéndose a Pepe por segunda vez— estoy convencida que tiene que haber otras cuatro más. Si ya has encontrado dos de ellas, creo que tenemos que empezar a buscar las otras dos restantes.
—Tienes razón, hermanita. Tu exposición me ha convencido plenamente ¡Pepe, creo que te toca mover ficha! —añadió Sara esperanzada mientras lo miraba fijamente.
Éste permaneció callado por unos instantes como si con ello estuviera retrocediendo en el tiempo e intentando visualizar hechos sucedidos hacía poco más de veintitrés años. Después añadió:
—Recuerdo que la última tarde que pasamos juntos paseamos durante largo rato. Me confesó que llevaba mucho tiempo investigando sobre un descubrimiento y que había atado cabos y más cabos hasta dar con la solución. Que todavía le quedaba un largo camino por recorrer, pero que estaba dispuesto a llegar hasta el final. Estaba feliz y radiante —hizo una pausa y continuó—. Me dijo: “Por in, Andreu, por in todas mis conjeturas van a dar su fruto. Todas las horas que he dedicado, van a ver la luz”. Cuando nos despedimos me regaló un libro, diciéndome que lo conservara siempre a mi lado, que algún día me ayudaría.
—¿Qué libro era ese? —preguntó Lluís.
—El Lazarillo de Tormes —contestó Pepe—. Pero no veo ninguna conexión, os lo puedo asegurar. Lo leí una y otra vez y, no hay nada en absoluto.
—Entonces, ¿por qué te dijo que lo conservaras siempre a tu lado y que algún día te ayudaría? —preguntó Alejandra buscando una vía de escape.
—Hace muchos años que ese libro me ayudó —atajó Pepe—. ¿Lo habéis leído?
Alejandra negó con la cabeza. Mientras que Sara y Lluís hicieron un gesto afirmativo. Pepe continuó hablando:
—Es una novela picaresca donde cuenta las fortunas y adversidades de un niño muy humilde, huérfano de padre, y que su madre, amancebada con un negro, lo pone al servicio de un ciego. Relata las cosas que con él pasó, luego se asentó con un escudero, después con un fraile, más tarde con un buldero, con un capellán y con un alguacil. A medida que transcurre la novela, la inocencia del chaval se ve transformada en un total instinto de supervivencia. En cierta manera, me sentía identificado con el protagonista. En aquella época era muy desgraciado. Era huérfano de padre y el único hombre al que podía considerarlo como tal, había fallecido en un accidente. Tenía el cariño de mi madre pero solo en contadas ocasiones. Su enfermedad no le permitía levantarse a menudo de la cama y, mi padrastro disfrutaba haciéndome la vida imposible. El Lazarillo de Tormes, me ayudó a abrir los ojos. Contagiado por el ingenio del personaje, pude salvar varios obstáculos.
—¿Qué hiciste con el libro? —preguntó Lluís esperanzado—. ¿Todavía lo conservas?
—Digamos que sí —contestó Pepe con una media sonrisa.
Sara pensó en el lugar donde podría tenerlo, teniendo en cuenta que vivía en la calle, solo podía estar en su antigua casa.
—Está escondido en un lugar seguro —continuó Pepe en tono confidencial—. Cuando me fui de casa para salir de la ciudad decidí llevarlo conmigo. Era un gran recuerdo que no podía olvidar. Al volver de nuevo a Valencia y puesto que no tenía domicilio, ni lugar donde acudir, lo oculté junto con mi documentación en un buen sitio. Saqué las dos llaves que había encontrado varios años atrás de su escondite, y las junté con el libro.
—Creo que deberíamos echarle un vistazo, y ya es hora de unir esas llaves con el resto ¿No crees? —preguntó Alejandra mirando fijamente a Pepe.
—Esta misma noche iremos por él —comentó tranquilizándolos.
La oscuridad se cernía sobre la desolada ciudad salpicada de intermitentes luces con motivos navideños. Esa noche el termómetro había descendido más de lo habitual llegando a los cero grados, una temperatura demasiado baja para el Mediterráneo, que sumado a potentes ráfagas de viento hacía que las calles estuvieran totalmente deshabitadas. Abrigados con pasamontañas y guantes, los cuatro compañeros salían del portal, no sin antes averiguar que no eran vistos. El guardián habitual había desaparecido. Seguramente pensaría que con semejante noche de perros no se atreverían a salir de casa. Subieron en el Audi negro de Lluís y siguieron las instrucciones de Pepe. Avanzaron por orilla del río hasta llegar a las Torres de Serrano y una vez allí, se perdieron por las estrechas callejuelas del barrio del Carmen.
—¿Nos vas a decir dónde vamos? —preguntó Alejandra muerta de curiosidad.
—Ya estamos llegando —contestó Pepe discretamente.
Sara miró a su alrededor. Estaban entrando en la plaza de la Virgen que se encontraba desolada y silenciosa, salvo el agua de los surtidores de la fuente del centro que chapoteaba sin importarle el frío polar que había alrededor.
—¡Para por donde puedas! —añadió Pepe—. Hemos llegado.
—¿Aquí? ¿En medio de la plaza? —Alejandra no tenía la menor idea de dónde podía haber escondido el libro junto con su documentación y las llaves.
—Sí, están bajo la fuente —prosiguió Pepe mientras se quitaba el cinturón del coche.
—¿Bajo la fuente? —murmuraron los tres acompañantes más que sorprendidos.
—¿Quién viene conmigo? —preguntó Pepe saliendo del automóvil.
Las dos hermanas le siguieron y Lluís las imitó. Hay que ver cómo les había cambiado la vida en menos de un año. Iban de aventura en aventura.
Los silbidos del intenso viento helado competían con el chisporroteo de las decenas de surtidores de agua. Pepe se aproximó tanto al borde norte de la fuente que parecía que se iba a meter dentro. Alejandra lo siguió sin pensar lo cerca que estaba del agua. Al instante, notó como pulverizados pinchazos de alfileres le herían la cara; eran las gotas congeladas ¡Qué dolor!, pensó. Instintivamente, se llevó las manos al rostro pensando encontrar rastros de sangre, pero afortunadamente, no fue así.
Pepe se agachó y empezó a hurgar en una trampilla situada en el suelo al lado de la fuente.
—Espero que no hayan arreglado el cierre —murmuró Pepe intranquilo—. De todas formas has traído las herramientas, ¿verdad? —preguntó mirando a Lluís.
—Si, están en el coche —contestó éste—. ¿Quieres que las traiga?
—No, creo que no será necesario. Pero las linternas sí que vamos a necesitarlas.
Lluís se alejó del grupo en dirección al vehículo en compañía de Alejandra. Cuando regresaron a los pocos minutos, la trampilla del suelo estaba abierta y Pepe dispuesto a bajar por ella. Alejandra miró el agujero, era realmente pequeño, por él asomaban unas finas escaleras de metal que se perdían en la oscuridad.
—No es necesario que bajemos los cuatro —comentó Pepe prudente.
—Yo te acompañaré —añadió Sara.
Empezaron a descender iluminados solo por el haz de luz de sus linternas hasta llegar a una especie de habitación con varios pasillos. Sara se estaba empezando a familiarizar con ese tipo de lugares. Unas extrañas piezas de metal funcionaban de una forma simétrica produciendo un ruido característico.
—Son los motores de la fuente —agregó Pepe viendo la cara de sorpresa de la muchacha.
—Nunca me había imaginado que las fuentes iban con motores —dijo Sara sorprendida—. ¿Cómo se te ocurrió la idea de esconder tus cosas personales aquí dentro? Es un lugar tan sorprendente, que por muchos años que viva nunca se me hubiese pasado por la cabeza.
—Lo entiendo —dijo Pepe mientras palpaba y buscaba incansablemente a través de unos largos tubos de metal—. Cuando regresé a Valencia, mi forma de vida no era muy habitual que digamos. Me uní a un grupo de indigentes y deambulábamos por las calles. Hice amistad con un hombre que se dedicaba al mantenimiento de las fuentes públicas de Valencia.
Él me enseñó este lugar junto con otros más. Éste me pareció un buen escondite.
—Te puedo asegurar que lo es… —añadió Sara convencida.
—¡Aquí está! —gritó Pepe victorioso—. ¡Ya lo tengo!
Mientras tanto Lluís y Alejandra, iluminados suavemente por la luz de las farolas de la plaza, movían sus piernas intentando activar la circulación y se frotaban las manos metidas en los guantes intentando entrar en calor.
—Espero que no tarden mucho más, o solo encontraran dos bloques de hielo —murmuró Alejandra mientras observaba como de su boca salía un cálido vapor grisáceo.
—Alejandra… —susurró Lluís en tono de preocupación—. No te gires pero un coche patrulla de la policía está pasando por detrás de ti.
—¡Joder! ¡No me lo puedo creer! —refunfuñó Alejandra olvidándose del frío y dejándolo en un segundo plano ¿Qué hacemos?
—De momento nada. Espero que pasen de largo —murmuró el joven mientras cruzaba los dedos.
Lluís los seguía con la mirada discretamente. Pero sus temores se confirmaron cuando el coche se detuvo. No era muy lógico que una pareja estuviera a la intemperie a esas horas de la madrugada y con el temporal que había.
—Alejandra… tranquilízate, pero uno de los policías viene hacía aquí.
—¡Joder! ¡Joder! —la muchacha temía que la expresión de su cara delatara que algo escondían—. ¿A cuánto está?
—A veinte pasos escasos más o menos.
—Dios mío, Lluís… —susurró alarmada— las dos linternas nuestras están en el borde de la fuente ¡Las van a ver!
El muchacho se giró ¡Era cierto, ella tenía razón, eso les delataría!
Discretamente alargó el brazo y les dio un pequeño empujón dejándolas caer dentro del agua. Por unos segundos, vio como se hundían quedando totalmente ocultas.
—¡Buenas noches! —oyeron a lo lejos y con el saludo correspondiente del agente—. Perdonen…
En ese mismísimo instante, la trampilla del suelo por donde habían desaparecido en las profundidades de la tierra Pepe y Sara, que había permanecido cerrada para no levantar sospechas y quieta, empezaba a moverse. Lluís y Alejandra fijaron sus ojos en semejante placa de metal mientras oían unos golpecitos al otro lado.
—No… Ahora no… —dijo Alejandra con la boca pequeña.
Lluís, se posó encima de la trampilla para impedir que sus dos amigos pudieran ser descubiertos, y cogiendo a Alejandra por la cintura la abrazó dándole un beso apasionado.
—Per… Perdonen —oyeron justo a su lado—. ¿Va todo bien? ¿Tienen algún problema?
—¿Problema? —repitió Lluís soltándola—. ¿Acaso tenemos aspecto de tenerlo? Las mujeres… que no hay quien las entienda —añadió con ironía—. Me ha retado a que no la besaba aquí a medianoche.
—Lo siento agente ¿Pasa algo? —preguntó Alejandra con expresión tierna.
—No, solo que la temperatura no acompaña para pasear —replicó el policía mientras los observaba desconfiado—. ¿Pero si va todo bien?
—Gracias por preocuparse agente, pero todo bien —puntualizó Lluís—. Enseguida regresaremos al calor del hogar.
El policía se quedó mirando fijamente a Alejandra y pasados unos segundos. Le dijo:
—¿Nos conocemos?
—No, no lo creo… —tartamudeo Alejandra con los nervios a flor de piel.
—Su cara… —el policía insistía— hay algo en usted que me recuerda a otra persona… ¿Tiene alguna hermana?
—No… —Alejandra intentaba mantenerse lo más entera posible—. Ya me hubiera gustado, pero soy hija única.
—Perdone —se disculpó mientras se alejaba—. No se queden mucho rato aquí. El temporal no tiene buen aspecto.
—Así lo haremos. Gracias —contestaron al unísono.
Hasta que el coche de policía no desapareció de su vista, Lluís no se retiró de la trampilla.
—¡Ya podéis salir! —susurró cauteloso ayudándoles a levantar la placa de metal.
Fue Pepe el primero en salir con un paquete en la mano.
—¿Que está pasando? —preguntó Sara mientras salía a la superficie.
—Hemos tenido una visita, hermanita —puntualizó Alejandra todavía con temblor de piernas—. Nada más y nada menos que la policía, y encima… me dice que si me conocía. O si tenía una hermana ¡Tú te crees y con lo nerviosa que yo estaba por la situación! Casi me desmayo.
—Te habrá confundido con otra —añadió Sara entre dientes mientras los cuatro se aproximaban al coche.
Por su cabeza pasó la idea de que posiblemente fuera el policía que la había visto en las torres y que confeccionó el retrato robot. Intentó recordar su rostro y tenía una vaga imagen ¿Cómo podía haberse acordado de ella con las facciones casi perfectas si tan solo estuvo delante de él unos minutos? Según le había comentado Tía Rosa perpleja, cuando vio su foto en la comisaría, dijo que era su vivo retrato. Eso la dejó desconcertada. O ese hombre tenía una espléndida memoria fotográfica, o por algún desconocido motivo se había fijado en ella.