CAPÍTULO 88
La habitación estaba en penumbra y el silencio había permitido que Rosa hubiera podido conciliar el sueño. Por in descansaba plácidamente en su cama después de haber sido atendida en urgencias y haber recibido el alta. Gracias a la rápida intervención de Miguel, que arriesgando su vida había absorbido el letal veneno, no había habido males mayores y no quedaría ningún tipo de secuela en el futuro. Así se lo habían comunicado los médicos después de hacerle las pruebas pertinentes.
Miguel salió de su cuarto de puntillas para no despertarla.
—Ya era hora que descansara. Lo ha pasado tan mal —dijo dirigiéndose a Sara y Alejandra.
—Fue una imprudencia por nuestra parte dejar que nos acompañara —añadió Sara con sentimiento de culpabilidad—. Si le hubiera pasado algo, yo…
—Fue una temeridad meternos en las entrañas de la tierra de esa manera tan fácil y sin ser conscientes de los peligros que se nos podían presentar —prosiguió Miguel confesando su irresponsabilidad—. Pero después de todo, hemos de dar gracias por salir airosos.
—Sabíamos de antemano que esta aventura era difícil —continuó Alejandra serenamente—. Lo supimos desde el primer momento, cuando nos sumergimos en las profundidades del Museo Arqueológico de L’Almoina buscando la primera llave. Ahora, podemos confirmar que nuestro padre tenía razón con sus teorías. Lo que hemos encontrado es mucho más de lo que nos podíamos imaginar.
—Es cierto… —continuó Miguel con cierta nostalgia—. Es una lástima que Jorge no… —la voz se le quebró impidiéndole continuar.
Hubo unos minutos de silencio mientras los tres se reponían de la emoción.
—Todavía no entiendo cómo el inspector Moreno se jugó el tipo dando la cara por nosotros. Bien dicen que “hay que tener amigos hasta en el infierno” —murmuró Miguel descolocado—. En especial por ti… —dijo mirando fijamente a Sara.
La joven se quedó pensativa unos instantes mientras recordaba el rostro del inspector. Notó como sus mejillas se ruborizaban.
—Yo creo que a pesar de lo descabellado de la historia que le contamos… —dijo Sara intentando sobreponerse al sopor que la embargaba—, creyó desde el principio que era cierta y tan solo nos veía como lo que somos: meras victimas. Gracias que los hechos nos han dado la razón y gracias también porque hemos salido bien parados. Solo pensar las trabas que hemos pasado, se me ponen los pelos de punta. No sé si sería capaz de pasar por lo mismo una segunda vez.
—No veo nada probable, por muchos años que vivamos, que haya una segunda vez —añadió Alejandra con una suave sonrisa.
El timbre de la puerta se oyó, interrumpiendo la conversación.
—Deben de ser Lluís y Pepe —murmuró Sara mientras se dirigía a abrir.
Efectivamente, los dos jóvenes entraron en el salón. Su aspecto nada tenía que ver con el de unas horas antes cuando habían salido del agujero de Viveros. El agua y el jabón habían hecho verdaderos milagros. Lluís besó a Alejandra y tomaron asiento. Mientras, Pepe les enseñaba la prensa de esa mañana.
—¡No os lo vais a creer!… —añadió Pepe cargado de sarcasmo—. Ese malnacido todavía no ha recibido el castigo que se merece.
En primera plana y como artículo estrella, ocupando la noticia gran parte de la página, aparecía una gran foto del Palacio del Real como fue antes de su demolición, y los escombros que ahora quedaban con la excavación. Sara lo leyó en voz alta empezando por el titular:
El desaparecido Palacio del Real y sus ignorados tesoros descubiertos por Augusto Fonfría.
A medida que Sara leía, notaba como la sangre le hervía a borbotones y se le iba agriando el desayuno.
En el subsuelo donde se edificó el Palacio del Real que se mandó demoler en la Guerra de la Independencia por motivos meramente estratégicos, y en el que hoy se encuentra la montañeta del general Elios dentro de los Jardines del Real, ha estado escondiendo el tesoro más codiciado y posiblemente más grande de toda la Historia. Aunque todavía no se han sumergido en las profundidades de la tierra para extraerlo y que pueda ver la luz, aseguran que tan solo un reducido grupo de personas han tenido el privilegio de verlo con sus propios ojos.
Al parecer, el importantísimo Augusto Fonfría, presidente de la revista Vía Augusta y dueño de la asociación A. F. C. A. N. I., junto con muchos otros prósperos negocios, ha dirigido la expedición. Todo gracias a unas llaves que eran la clave para localizar su posición, a pesar de la desaparición de dos de ellas, las cuales fueron robadas por Alejandra Ferrer, periodista de dicha revista y que fue denunciada hace unos meses. El señor Augusto Fonfría hace unas declaraciones al respecto, en el que es visible su evidente alegría.
“Después de más de veinte años buscando e investigando, por in todo ha terminado y al final la recompensa ha merecido la pena… Mis teorías eran más que ciertas y ahora todos lo sabrán…”.
Sara dejó de leer. No podía continuar con semejante sarta de mentiras.
Ante las confesiones de ese sinvergüenza quedaba claro su objetivo fundamental. Figurar como único autor del descubrimiento. Ese indeseable desgraciado se había atrevido a atribuirse todos los méritos, pasando por encima de la memoria de su padre e ignorando todo su laborioso trabajo.
Y encima reincidía en difamar la reputación de Alejandra. En ese instante, dirigió su mirada hacía su hermana. Lluís la estaba abrazando en claras muestras de consuelo.
—Ese desgraciado no se va a salir con la suya… ¡lo juro! —amenazó Alejandra con los dientes apretados y la rabia contenida—. Aunque sea lo último que haga en este mundo.
—Ninguno de nosotros lo vamos a permitir —gruñó Sara apoyando a su hermana y abrazándola cariñosamente.
—Por supuesto —se unieron los demás solidariamente.
—Esto todavía no ha terminado —añadió Alejandra reponiéndose con mucha más energía y entereza que antes. Si pensaban pisotearla como una uva lo iban a tener muy, pero que muy crudo—. Así que no podemos dormirnos. Todavía tenemos mucho que hacer. Para empezar, hemos de mantener una larga conversación con Humberto Fernández, ya que todavía hay un montón de incógnitas por resolver, y tendrá que cumplir su promesa de revelarnos una tras otra. Nosotros hemos cumplido nuestra parte del trato no involucrándolo más de lo necesario. Ahora le toca a él, ya que, para empezar, no sabemos qué pinta ese hombre en todo este entramado. Una persona inteligente, que actúa con gran sensatez y que sabe mucho más de lo que aparenta, debe tener un papel crucial, ¿pero cuál?
—Se me había olvidado por completo —dijo Lluís dándose un pequeño cachete en la cabeza y pasándose los dedos por el cabello todavía húmedo—. El señor Fernández ha llamado a tu móvil, —dijo dirigiéndose a Alejandra— lo llevaba en el bolsillo de mi chaqueta por error y he quedado aquí con él —Lluís miró el reloj—. Estará a punto de llegar.
Sara y Alejandra se miraron ¿Sería verdad que de una vez por todas fueran a saber toda la verdad? Si eso era cierto, no se lo podían creer. El sonido agudo del timbre les sobresaltó.
—Debe ser él… —dijo Sara mientras se levantaba para recibirle.
A los pocos instantes, Humberto Fernández hizo acto de presencia en el salón, seguido de Sara, que le hizo un ademán de sentarse. Seguidamente, una retahíla de saludos les hizo romper el hielo.
—¿Le apetece una taza de café? —le preguntó Sara en papel de anfitriona.
—Sí, muchas gracias… —contestó educadamente mientras tomaba asiento al lado de Miguel—. Ante todo, les quiero agradecer su silencio ante el interrogatorio del comisario. Estoy tremendamente en deuda con todos ustedes por haber mantenido su palabra de no destapar mi posición.
—Nuestra palabra vale tanto como la suya —interrumpió Miguel—. Aunque su posición, como usted señala, la desconocemos por completo.
—Por eso estoy aquí… —dijo pausadamente mientras cogía la templa-da taza que Sara le entregaba—. Ustedes se han ganado todos mis respetos y creo que ha llegado el momento de desvelar parte de la historia.
Todos los allí presentes se miraron unos a otros con una irremediable sonrisa de satisfacción dibujada en sus rostros.
—¿Tan solo parte? —preguntó Alejandra impulsiva.
—Jovencita, todo a su debido tiempo —le contestó con dulzura.
Humberto Fernández dio un sorbo de café a la vez que dedicaba una rápida mirada a todos y cada uno de ellos, quienes le esperaban impacientes. Seguidamente, empezó con su explicación:
—Hace tres mil años aproximadamente —empezó a decir con un tono de voz agradable a modo de cuento—, los antiguos griegos llamaron a las gentes del Levante y sur de la Península Ibérica “íberos”. Éstos se dividieron en tres pueblos: norte, centro y sur. En el centro, o lo que es lo mismo, en estas mismas tierras, concretamente en el sur de la provincia de Castellón y en las dos terceras partes septentrionales de la provincia de Valencia, había un pueblo llamado los edetanos.
Todos le escuchaban sin apenas pestañear procurando no interrumpirle. Humberto se acababa de remontar tres mil años atrás… sus mentes intentaron asimilar todas sus palabras aunque parecía que iba a ser bastante largo.
—Este pueblo —continuó—, situado en un punto estratégico y privilegiado como era el litoral Mediterráneo, supo aprovechar la riqueza levantina cultivando sus fértiles tierras y haciendo crecer la ganadería. Además de ser pastores y labradores, conocieron bien el arte y la ciencia del barro cocido y los metales fundidos, hasta el punto que alcanzaron un alto nivel de perfección en la tecnología de la cerámica a torno. Todos sus territorios y residencias siempre estaban al lado de fuentes, manantiales y ríos, ya que para ellos el agua era sagrada, al igual que tenían una fe ciega en la energía del sol y en la madre tierra. Aunque sabían leer y escribir, sus tradiciones, leyes, costumbres, eran verbales. De este pueblo, nacieron un grupo de hombres que poseían una inteligencia fuera de lo habitual, con mentes privilegiadas y altamente evolucionadas. Eran maestros con una sabiduría muy avanzada para su época. Vivían en santuarios destinados para santos y sabios. Y su vida la dedicaban por y para ampliar sus conocimientos, que imprimían sobre finísimas láminas de plomo que guardaban enrolladas en esos mismos santuarios.
—¿Algo así como los egipcios? —preguntó tímidamente Alejandra.
—Digamos que sí… —corroboró Humberto—, de hecho en la misma época que los edetanos existían otras sabias civilizaciones muy avanzadas con varios miles de años, como los egipcios, y curiosamente tenían creencias con cierta similitud.
—Por favor, continúe… siento haberle interrumpido —se disculpó Alejandra.
—Tranquila —añadió el presidente del Tribunal de las Aguas respetuosamente—. Sé sobradamente que lo que les voy a contar es difícil de creer.
Sólo les diré que todo, absolutamente todo, hasta la última palabra, es cierto.
—Le creemos —murmuró Sara sonriente y totalmente convencida de que no mentía—. Después de todo lo pasado, no hay razón alguna para que nos cuente un cuento con la intención de consolarnos.
El señor Fernández inició de nuevo su monólogo.
—Tierras adentro, habitaban otros pueblos que, al igual que los edetanos, vivían de la agricultura y la ganadería. Tanto unos como otros eran guerreros. Sin embargo, y como una excepción, el pueblo edetano, gentes que habitaban mirando al Mediterráneo en la desembocadura del río Tiryus que es como entonces llamaban al que hoy conocemos como río Turia, eran pacíficos, ya que les era más provechosa la paz que la guerra.
Daban prioridad a los valores hoy perdidos, como la palabra dada, la conducta ejemplar, la nobleza de sus actos… —Humberto se detuvo por unos instantes pensativo con claros rasgos de tristeza—. Hoy en día, la corrupción, la mentira, la codicia, las ansias de poder, son las noticias que dominan los informativos y rodean nuestras vidas. El mundo se está echando a perder por culpa de los hombres. Cada vez son más las calamidades, las muertes de personas inocentes… la Tierra se está rebelando, y si no ponemos remedio… —el presidente del Tribunal de las Aguas volvió a hacer un inciso. Su tono había subido inesperadamente—. Ruego me disculpen —añadió volviendo a su melodía de voz habitual—, todavía me quedan muchas cosas por explicarles, y reconozco que estaba empezando a desviarme.
—No se preocupe… —dijo Lluís, que hasta ahora había permanecido de oyente, en tono tranquilizador—. Por favor, continúe…
—Mientras los edetanos vivían en armonía, los demás pueblos de alrededor crecían, comerciaban y competían entre ellos, prosperando y subiendo como la espuma; los edetanos, por el contrario, como pueblo pacífico que era, no tenían espíritu de lucha, ni de conquista y grandeza, solo les importaba ser felices viviendo sus creencias y tradiciones.
En los siglos del primer milenio a. C., en las costas Mediterráneas dos eran los pueblos que en comercio, política y poder se disputaban ser los primeros: los cartagineses y los romanos. Después de muchas guerras, a las que llamarían Púnicas, y de dieciocho años de batallas entre unos y otros, los romanos fueron vencedores. Todo el litoral Mediterráneo acabó sometido a la autoridad militar de Roma que, con el tiempo, potenció y engrandeció las tierras valencianas, construyendo en Sagunto un canal de más de 50 kilómetros y otro en la desembocadura del Tiryus, donde se instaló el campamento romano, y posteriormente Valentia, como entonces se llamaba la ciudad. Con la creación de villas y canales romanos, los asentamientos edetanos fueron destruidos, abandonados, y sus habitantes repartidos al servicio de los nuevos amos. El agua marcó para los romanos la razón de ser de todas sus edificaciones y se aplicaron con gran inteligencia para aprovechar los recursos hídricos. Para armonizar de forma óptima el rendimiento y mantenimiento de su obra hidráulica, crearon entidades federativas encargadas de administrar sus canales. Estas entidades, a pesar de ser representadas por romanos, tomaron como patrón el carácter de los edetanos en cuanto al comportamiento y formas de hacer, respetando su narración, sus ritos y lugares sagrados. De manera, que las aguas del territorio edetano-valentino pasaron a ser administradas de palabra por los vencidos edetanos.
—Perdone que le interrumpa… —atajó Pepe algo confuso—. ¿Nos quiere decir que esas entidades federativas encargadas de administrar el agua pertenecían al Tribunal de las Aguas?
—Algo así —confirmó Humberto—, aunque tendrían que pasar todavía muchos años hasta que se bautizara con el nombre que hoy todos conocemos.
—Pero lo curioso y lo que más me llama la atención —dijo Sara en voz alta—, es que a pesar de dominar los romanos, aceptaron seguir con las costumbres edetanas.
—Sí —añadió el señor Fernández con una dulce sonrisa—. Piensa que este pueblo, nuestros antepasados, no eran personas problemáticas, al contrario, sabían hacer su trabajo y lo sabían hacer con justicia y sabiduría. Esas cualidades son las que les hicieron siempre a lo largo de toda la Historia demostrar su valía y su nobleza ¿Recordáis que os he comentado que había un grupo de hombres sabios?
Todos asintieron.
—Pues los descendientes de su linaje fueron los encargados de guardar y custodiar como grandes tesoros las finísimas láminas de plomo en las que estaban anotados sus más reveladores conocimientos. Los denominaron: manuscritos edetanos.
Una sonrisa se dibujó en la cara de Sara demostrando su firme convicción respeto a lo que acababa de escuchar y seguidamente hizo una señal para que continuara con su relato.
—En el transcurso de cien años, estas tierras se convirtieron en unas de las más prosperas de todo el imperio. Pero lo bueno no dura siempre, y tras una guerra civil romana del 76 al 70 a. C., que fue cruel y exterminadora, tan solo se salvaron los templos y los monumentos funerarios.
Todas las obras públicas se paralizaron y abandonaron, y se tardó más de medio siglo en levantar cabeza. Cuando la ciudad renació de nuevo, se hizo con inmigrantes, en su mayoría personas que huían. Antiguos súbditos cartagineses que no podían sobrevivir en su tierra. Era el flujo migratorio africano que iba de África a Europa. Los huertos fueron recuperados y también los canales recuperando las funciones de los Síndicos. Se construyeron nuevos azudes. Azudes que daban agua a nuevas acequias pasando del secano valenciano a regadío. Así se formaron, con el paso del tiempo, las ocho acequias que hoy todos conocemos. Tanto en la época musulmana como en la cristiana, cada acequia tenía su Síndico, y éste su Sequier. En el caso de Valencia, estos formaban un Sindicato o Tribunal. Se llamó: El “Tribunal de las Aguas” —su voz sonó con satisfacción y una pizca de emoción. Se detuvo durante unos instantes para coger aliento—. Su función consistía en repartir de forma justa el agua del canal entre todos aquellos que tuvieran derecho a ella. En ningún tiempo se escribió nada, tan solo cuando llegaron los cristianos, y a partir de ellos, se empezó a dejar constancia por escrito de todo lo que se consideraba importante.
—¿Le apetece otra taza de café, o quizá un vaso de agua? —le ofreció Alejandra pensando que debía tener la boca seca.
—Un vaso de agua, gracias —después de dar un largo trago y refrescarse la garganta retomó el hilo de la conversación—. Los Síndicos que componían el recién inaugurado Tribunal de las Aguas eran hombres escogidos minuciosamente por sus cualidades. Todos ellos eran descendientes de aquellos hombres sabios que mantenían el serio compromiso de hacer preservar aquellos importantes documentos reforzando su mutuo y estricto acuerdo. Dado que la tierra y el agua era algo primordial para el pueblo edetano, y puesto que se conservaban sus ritos y costumbres, las generaciones venideras habían sido mezcladas con distintas razas debido a la inevitable inmigración. Ese acuerdo inviolable ha continuado con las mismas estrictas condiciones hasta nuestros días. Toda persona que entraba a formar parte del Tribunal de las Aguas hacía un serio e irreversible juramento de mantenerlo hasta el in sus días.
Un tremendo silencio se apoderó de todos los presentes incluyendo Humberto Fernández, que los miró a todos colmado de satisfacción y orgullo por ser un Síndico del mencionado tribunal.
Ahora entendían parte del motivo por el que se había negado a revelar nada en absoluto. Pero… ¿qué le había llevado a tomar la decisión de cambiar de opinión, quebrantando su promesa? Ese interrogante se lo formularon casi todos en el más estricto silencio. Nadie se atrevió a preguntarle. No querían perturbar las confesiones de ese hombre. Dedujeron que tendría sus buenas razones para hacerlo y que ya les llegaría el turno de enterarse.
Humberto continuó:
—El lugar escogido para ocultar esos valiosísimos manuscritos edetanos estaba en peligro. Lo que casi mil años atrás había sido una apuesta segura por encontrarse en un punto aislado y estratégico, ahora con las guerras acontecidas y la expansión de la ciudad resultaba obviamente peliagudo. Era necesario un traslado y además con la máxima urgencia.
Después de deliberar entre distintas opciones, la elección fue al otro lado del río y totalmente fuera del recinto amurallado de la ciudad. Casualmente, el hallazgo de unos interminables pasadizos ya existentes y descubiertos al azar por uno de los Síndicos facilitó la situación. Supusieron que era una gracia divina y se pusieron manos a la obra. Además, estaba lo suficientemente cerca como para que se pudiera seguir cumpliendo con su cometido. Acondicionaron y reforzaron su seguridad para que nadie pudiera traspasar sus puertas. Las trabas que ya conocen fueron estudiadas concienzudamente por mentes superiores con la intención de que nadie absolutamente nadie pudiera burlarlas.
Alejandra levantó la mano con la intención de preguntar. Humberto le hizo un gesto dándole la palabra.
—Perdone que le interrumpa nuevamente… imagino que los pasadizos que nos acaba de hablar son los mismos que hemos visitado en las últimas horas, pero hay algo que me llama tremendamente la atención, y es que los manuscritos edetanos, que se supone que eran los realmente valiosos, no se encontraban dentro, o por lo menos no a la vista.
—En efecto, como iba diciendo, el lugar era perfecto por la proximidad a la ciudad y de esa forma se podía poner en marcha un nuevo plan.
Todos le miraron con todavía más atención.
—Hasta ese momento, los manuscritos mencionados eran el único tesoro soterrado, y de hecho hicieron una cámara específica donde los ocultaron. Nadie después de ese día ha entrado jamás. Nadie después de esa fecha los ha tenido en su poder.
—Pero usted cree en ellos ciegamente… —afirmó Miguel desconcertado.
—Sí… —dijo Humberto rotundamente.
—¿Cabe la posibilidad de que no estén, de que sea una fabula? —preguntó Pepe.
—No, puedo asegurarles que siguen donde se dejaron hace casi dos mil años.
—¿Y qué nos dice de la inmensa sala repleta de tesoros donde nosotros entramos? —preguntó Lluís confuso.
—Buena pregunta… —respondió el Síndico—. Esa sala se adaptó como tapadera.
—¿Cómo tapadera? —preguntaron todos casi al mismo tiempo.
—En efecto —afirmó con un leve movimiento de cabeza—. Esa sala fue una estrategia para custodiar de una manera fiable los manuscritos edetanos, suponiendo que alguien consiguiera adentrarse y sobrepasar los obstáculos, algo bastante improbable pero no imposible, se quedaría fascinado al encontrarse con millares de objetos de un valor incalculable.
Hay que reconocer que es un buen cebo.
Todos asintieron con una sonrisa dibujada en sus labios.
—Cada uno de esos objetos se ha ido recopilando a lo largo de la Historia. Se dieron por desaparecidos debido a los enfrentamientos y las guerras. La misión de los Síndicos además de repartir justamente el agua del canal entre todos aquellos que tuvieran derecho a ellas, era el de rescatar y proteger los tesoros de la ciudad. Tesoros que habrían perecido en incendios, plagas y epidemias. Gracias a ellos, se han salvado de desaparecer entre las batallas y los conflictos de intereses. En el derrumbe de museos, templos, palacios y demás residencias, todo lo que podía representar algo de valor se requisaba y se protegía, ya fueran cuadros, tapices, vasijas, espadas o joyas.
—Si lo que esa sala contiene y que nosotros hemos visto… —interrumpió Alejandra— es tan valioso como comenta, y por supuesto doy fe de ello, y tan solo es una tapadera para ocultar la cámara en cuestión ¿Nos quiere decir que esos manuscritos edetanos superan con creces su valor?
—En efecto —contestó Humberto Fernández—. La valía de esos documentos no tiene precio. No hay dinero suficiente para pagar los conocimientos que contienen y la antigüedad a la que se remonta. Estamos hablando de manuscritos de hace tres mil años ¿Se dan cuenta ustedes de lo que significa eso?
Las miradas de sorpresa entre unos y otros fue la nota dominante en aquel instante.
—Me gustaría que escucharan la historia hasta el final —añadió el Síndico con humildad.
El gesto de los presentes quedó más que claro dándole su consentimiento.
—Durante la época musulmana, la muralla se amplió con respecto a la romana, y las munyas o casas de recreo aumentaron construyéndose a las afueras de la ciudad por los potentados. Ello les permitía estar en contacto directo con la naturaleza. La munya de Russafa fue construida por un príncipe Omeya, la munya de la Walafa perteneció a un gobernador y estaba situada donde hoy se encuentra la plaza del Ayuntamiento, y sus jardines ocupaban la extensión de la plaza de Toros, la munya de la princesa Zaydia perteneció a la familia de los Mardanis, más conocido entre los cristianos como rey Lupu, y estaba situada cerca de Marchalenes, lo que ahora es Llano de Zaidía. Pero la que realmente nos interesa es la munya de Abd al-Aziz, primer gobernador general del al-Andalus y situada junto a los Jardines del Real, que aunque más reducidos ya lo eran de aquella finca de recreo. Los Síndicos del Tribunal de las Aguas creyeron que al construir la munya peligraría el secreto escondido, pero no fue así, lo único que ocurrió es que permaneció todavía más oculto y las entradas misteriosas siguieron en activo. Más tarde, sería el Cid quién residiría en la mencionada casa de recreo durante el asedio a que sometió Valencia.
Estaban empezando a atar cabos. Todo empezaba a tomar forma, aunque aún les quedaban muchas dudas por solventar. Por ello, siguieron escuchando al Síndico en un estricto silencio.
—Las reuniones del Tribunal de las Aguas, dado, que se reconoció el carácter sagrado y santo de los Síndicos, se acordó celebrarlas en el centro alfaguara de la mezquita mayor de Valensiya, como entonces se denominaba la ciudad, que como ya sabrán ustedes la mezquita mayor en esa época estaba situada donde hoy se encuentra la catedral de Valencia. Por ese motivo, y guardando la tradición se sigue celebrando en el mismo lugar. Pero cuando la ciudad fue conquistada por los cristianos, limpiaron la mezquita de todo lo musulmán. Los Síndicos rescataron gran parte de aquellos objetos evitando que se destruyeran. Los eclesiásticos se empeñaron en expulsar a los componentes del tribunal, esperando que Jaime I les apoyase. Pero viendo éste que los ancianos que lo componían no alardeaban ni presumían de sus métodos de hacer justicia, y no existían jerarquías entre ellos, decidió conservarlos sin variar sus juicios musulmanes orales, ya que consideraba que sus formas de hacer eran insuperables. A pesar de ello, durante toda la historia cristiana, los canónigos de la catedral nunca permitieron que se hiciera justicia dentro de ella. Cuando fueron expulsados del interior de la catedral, la anterior mezquita, el tribunal no se alejó de su alfaguara manteniendo sus ritos del agua. De ahí que se celebre en la calle tras la Puerta de los Apóstoles.
Durante la dominación de los Reyes Católicos, y tras la expulsión de los judíos y los abusos de la Inquisición, algunos de los Síndicos, en su mayoría moros, pasaron a ser cristianos. Sin embargo, la mayor parte de los cristianos, fuera de donde fuera que se incorporaran, asumían los ritos del agua y el fuego, al igual que el juramento de mantener intactos y ocultos los manuscritos edetanos. Jaime I inició las obras en lo que fuera la munya de Abd al-Aziz, convirtiéndola en el Palacio del Real de Valencia.
Sus sucesores lo transformaron en un verdadero Alcázar. Tras la unión de Aragón y Castilla, el noble edificio medieval fue residencia de virreyes y de capitanes generales, hasta que durante la guerra de la Independencia y ante el temor del ejército francés, fue mandado demoler por las autoridades militares españolas con el in de que el enemigo no pudiera utilizar el palacio situado al otro lado de la muralla para cañonear la ciudad. Fue una gran pérdida —suspiró Humberto Fernández—. Los Síndicos volvieron a rescatar, como tantas otras veces, objetos que se hubieran perdido a pesar de que trasladaron lo que consideraron importante. El Palacio del Real se convirtió en un montón de escombros, pero nuestro secreto aún seguía a salvo —Sara le acercó un vaso de agua y Humberto le dio un largo trago—. En el siglo XVII, la situación política española aconsejó a la monarquía tomar decisiones drásticas. Ciento cincuenta mil moriscos fueron expulsados de la tierra. Debían de abandonar la ciudad en el plazo de tres días bajo pena de muerte, dejando sus hogares y llevándose únicamente los bienes que pudieran transportar. Tras esa expulsión, las huertas quedaron nuevamente despobladas de labradores musulmanes.
Tan solo quedaron los señores y sus familias cristianas. De manera que parte de los sequiers y los síndicos se fueron y sus puestos no fueron ocupados por nadie, ya que la mayoría de los puestos eran moros. Para repoblar de nuevo, los virreyes valencianos y los señores feudos dueños de los campos gestionaron traerse labradores de otras partes, de Cataluña, Aragón… ya que sus campos estaban abandonados y sus acequias anegadas —una punzada de tristeza invadió su voz haciéndola más grave—. Cuando los nuevos inquilinos ocuparon los cargos en el Tribunal de la Aguas, la casi totalidad desconocían los ritos del agua y el fuego. Desconocían los usos y sus valores ya que no existían de donde venían. Fue un momento difícil para el Tribunal —murmuró apenas entre dientes—. Su continuidad estuvo en peligro, ya que muchos de ellos no fueron capaces de hacer suya la ley de la huerta. Y, por supuesto, también desconocían el juramento sobre los manuscritos edetanos y su existencia. Durante mucho tiempo solo parte de los Síndicos que lo componían estaban al corriente del secreto que ocultaban e intentaron mantenerlo vivo. Más tarde, en el siglo XVIII, se planteó otro problema, esta vez muy grave, que volvió a atentar contra la prolongación del tribunal. En tierras valencianas y manchegas se decidía la corona española. Los Austrias y los Borbones se disputaban quién sería el nuevo rey, quedando vencedores los segundos.
Por cuestiones políticas, Valencia quedó desamparada por apoyar a los perdedores. Felipe V, rey Borbón, impuso el Decreto de Nueva Planta y en él, todo lo valenciano, o lo que pareciera, tenía que desaparecer, momento que aprovecharon los Síndicos para recuperar parte de su patrimonio y resguardarlo en su lugar seguro. Cuando el nuevo rey tuvo que decidir el destino del Tribunal de las Aguas, se encontró con algo que desconocía y no supo cómo interpretar. El Tribunal fue considerado como una vulgaridad de los labradores que política y legislativamente era imposible manipular. Felipe V decidió perdonarlo, y que siguiera sus funciones, al ver que las personas que lo componían impartían una justicia sana y los que los seguían tenían una fe ciega en su eficiencia. Por decreto, todas las leyes valencianas y fueros fueron abolidos. A todos los Síndicos como el de Valencia se les recomendó por el bien suyo que hablaran y aprendieran el castellano, y que lo hablaran cuando se relacionaran con las autoridades. —Humberto Fernández se levantó y caminó unos pasos como si quisiera reactivar el lujo sanguíneo de sus piernas. Luego, dirigiéndose a los oyentes continuó mirándoles a los ojos—. Muchas han sido las trabas que a lo largo de la Historia el Tribunal de la Aguas ha sufrido y, muchas las veces que las ha superado. Mi intención no es aburrirles con ellas y el relatarles parte ha sido para que entendieran nuestra función y, de alguna manera, nos comprendieran.
—Continúe, por favor… —añadió Alejandra encandilada con la historia de ese hombre.
—En el siglo veinte, a partir de los años cincuenta, los dirigentes de la ciudad se desvivieron porque ésta creciera urbanísticamente, provocando con ello la merma de la huerta. Esta política, a finales de siglo, llegó a ser tan exagerada que en apenas treinta años la ciudad había doblado su edificación. Sus consecuencias: la desaparición de las huertas, azudes y acequias. Ello provocó el olvido de la cultura natural, ya que al morir los labradores ancianos, no había continuidad. Durante todos los siglos anteriores en la Valencia real, la agricultura había sido la fuente de riqueza, a partir del siglo veintiuno, en la Valencia real no sabemos de qué vivirá —volvió a sentarse con claras señales de resignación y tristeza—. Les vuelvo a pedir disculpas por haber sido tan extenso y haberme remontado hasta el origen, pero necesitaba plasmar nuestros motivos y el porqué de todo esto. También imagino que se preguntaran el móvil que me ha hecho romper mi promesa y el causante de que les haya revelado nuestro secreto con respecto a los manuscritos edetanos.
Ellos asintieron con una tímida sonrisa.
—Efectivamente, y como ustedes habían supuesto —dijo dirigiéndose a Sara y Alejandra—, no solo conocí a vuestro padre, Jorge Ferrer, sino también a vuestro abuelo, Tomás Ferrer. Todos los Síndicos acudimos a los funerales conmovidos por su pérdida. El padre de vuestro abuelo, es decir, vuestro bisabuelo llamado también Tomás Ferrer, fue la mano derecha del gobernador civil de Valencia, Cirilo Amorós, quien decretó, a pesar de la oposición militar, el derribo de las murallas cristianas de la ciudad alegando la necesidad de dar trabajo a los obreros en paro por la crisis de la seda, además de ensanchar la ciudad, ya que la población había aumentado y se asfixiaba por el cerco amurallado. El hermano mayor del mencionado gobernador era un venerado Síndico del Tribunal de las Aguas. En aquella época hubo uno de los complicados conflictos en los que peligró su supervivencia. Ya habían pasado unos sesenta años desde que se derrumbara el Palacio del Real, y nuestro escondite no resultaba demasiado seguro. Se habían filtrado ciertas sospechas con claras suposiciones de las cuales desconocíamos su procedencia, en las que se rumoreaba de la manera más discreta que algo valioso se escondía en estas tierras. Antes de que cundiera el pánico, los rumores se extendieran y los más atrevidos hicieran sus pesquisas en su busca, los Síndicos de entonces lo acallaron y procuraron que el secreto más bien cuidado de toda la Historia permaneciera oculto. No podían conseguir que aquello se extendiera, y mucho menos que nadie ultrajara lo que el Tribunal y todos sus componentes a lo largo de la Historia habían guardado con el mayor de sus desvelos. Todavía no había llegado el momento. Se barajaron varias hipótesis y se sellaron las entradas a dicho escondite. Después de deliberar durante mucho tiempo decidieron reforzar su seguridad ampliando sus trabas. Aprovechando el derrumbe de las murallas y la desaparición de la gran mayoría de sus puertas se decidió por unanimidad conseguir todas sus llaves con el in de esconderlas en los lugares más insospechados y despistar a los supuestos y posibles enemigos. Nada mejor que esas llaves que simbolizaban la ciudad de Valencia, y que habían convivido con ella a lo largo de cinco siglos siendo testigos de todos sus acontecimientos. El trabajo requería mucha pericia y sobre todo mucha imaginación. Dado el alto nivel de la prueba y por mutuo acuerdo entre los componentes, se solicitó la ayuda del hermano de uno de los Síndicos, el gobernador civil Cirilo Amorós, quien se puso al día y ofreció su juramento de no divulgar ni delatar la posición secreta de dicha cámara.
Éste recomendó a su mano derecha, vuestro bisabuelo Tomas Ferrer, para realizar tan difícil tarea, ya que su inteligencia para los acertijos y su lealtad eran incuestionables. Como era tradición también juró su silencio absoluto. Se meditó mucho el lugar donde serían ocultadas todas y cada una de las llaves y todas tendrían un lugar emblemático de la ciudad, ya que sus tesoros escondidos, por llamarlos de alguna manera, pertenecían a tierras valencianas. Después de realizar su complicado y magistral trabajo se comprometió a destruir todas las pruebas para que nadie pudiera seguir sus rastros. —Humberto Fernández les miró con tristeza apenado de sus siguientes palabras—. Me temo que vuestro bisabuelo Tomas Ferrer cumplió su promesa tan solo en parte.
Sara y Alejandra notaron como el corazón se les encogía por momentos. Un nudo se había adueñado de sus gargantas impidiéndoles respirar con normalidad. Por in iban a saber la verdad… por in iban a saber el motivo que llevó a su padre a iniciar esa descabellada búsqueda. Y también había llegado la hora de desenmascarar la incógnita de si Jorge Ferrer había actuado por su cuenta y riesgo o por el contrario, confirmaría la teoría de Augusto Fonfría, la cual afirmaba de que su padre le había robado todas sus investigaciones para llegar a la localización de las ansiadas llaves.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Sara sin poder contenerse y llena de angustia.
—Que vuestro bisabuelo no destruyó todas las pruebas, como se le pidió. No sabemos el motivo. Tal vez lo hiciera por salvaguardarse las espaldas aunque no veo motivo para ello, o quizá fue un simple descuido. El caso es que debería de haber sido mucho más cauto, tratándose concretamente de semejante misión. No acatando las normas se podía haber echado a perder el trabajo de muchos hombres a lo largo de tres mil años de Historia e incluso más. Un error imperdonable —dijo mientras se frotaba la frente.
—¿Pero cómo puede asegurar que eso que acaba de decir es así? —interrumpió Alejandra dolida ante tales acusaciones—. ¿Cómo sabe usted que no cumplió su juramento y dejó pruebas intencionadamente?
—Soy consciente de que mis palabras son como puñales para ustedes —continuó Humberto Fernández con humildad—, y ruego me disculpen porque nada más lejos de mi intención que hacerles daño Pero si no, ¿cómo es posible que vuestro padre, diera con los acertijos él solo? Sabemos que era una persona muy despierta y con una inteligencia poco habitual, además de su tenacidad, algo que lo hacía realmente envidiable, pero necesitó alguna prueba, alguna señal que le hiciera despertar el ansia de esa búsqueda.
Miguel reaccionó ante esa afirmación. En cosa de segundos su mente retrocedió veintitantos años atrás cuando en compañía de su amigo Jorge Ferrer vio como leía una carta de su recién fallecido padre. Intentó visualizar aquella escena. Ahora más que nunca necesita recordar.
—Creo que ahí tengo algo que aclarar —atajó Miguel con firmeza.
Todos los presentes posaron sus ojos sobre él esperando una respuesta favorable en defensa de la familia Ferrer.
—Le escuchamos… —pronunció el Síndico.
—Como todos saben, Jorge Ferrer y yo éramos amigos y compañeros de fatigas, y estuvimos juntos en parte de la investigación. Indagamos y rastreamos la posición de las llaves y él mismo fue quien inventó los acertijos disfrazando el lugar para que su localización fuera lo más enrevesada posible. Su interés se desató cuando falleció su padre. El abogado le leyó el testamento, dejándole únicamente la casa de Játiva donde habían vivido sus padres y él hasta que se independizó, y algunos huertos de naranjos. Misteriosamente, entre las páginas de la escritura de dicho caserón se encontraba una carta fechada en el año 1865 y que Jorge debió de encontrar por pura casualidad.
Humberto Fernández agudizó el oído que ya le empezaba a fallar en determinadas ocasiones, al escuchar la existencia de una carta con tal antigüedad.
—Recuerdo perfectamente el día que la leyó en mi presencia. Era la segunda vez que lo hacía y estaba pletórico de emoción. Entonces creímos que iba dirigida a su abuelo, yo desconocía que en el árbol genealógico se había repetido el mismo nombre. Pero después de escuchar su testimonio —dijo dirigiéndose a Humberto Fernández—, deduzco que se trataba de su bisabuelo, la persona de confianza de Cirilo Amorós. La persona que usted ha comentado que se encargó de esconder esas doce llaves. Esta carta había pasado de generación en generación totalmente inadvertida, o por lo menos nadie de la descendencia había sentido la más mínima curiosidad de saber a qué se refería. Si la memoria no me falla, —añadió Miguel curándose en salud—, le encomendaban una especie de misión en la que tenía que esconder doce llaves de la manera más hábil posible y que conducirían a un lugar sagrado donde nadie había estado jamás. No es que el texto fuera tan explicito pero Jorge consiguió descifrarla sin apenas dificultad. También hacía referencia a la discreción y al juramento que debía realizar si aceptaba el trato. En la parte de detrás había unas anotaciones imposibles de descifrar hechas a lápiz seguramente por el propio Tomás Ferrer. Para Jorge Ferrer, persona impulsiva, tenaz y disciplinada supuso un tremendo y tentador desafío, y se convirtió en su principal existir, además de su familia desde el primer momento que leyó aquellas líneas.
—Deja usted entrever que esa carta no se dejó adrede… —continuó el Síndico precavido—. Es posible que tenga usted razón y que fuera un descuido por su parte. Pero eso no le exculpa de su tremendo error.
Miguel asintió corroborando esa teoría.
—Perdone… —interrumpió Pepe pensativo—. ¿Cómo sabía usted que Jorge Ferrer había iniciado una búsqueda al respecto?
—Veo que no se le escapa nada… —dijo el Síndico con una media sonrisa—. Porque acudió a nosotros.
—¿Cómo? —la exclamación fue unánime.
—Sí, Jorge Ferrer acudió a nosotros en plena investigación. Era muy listo y al mismo tiempo muy astuto. Personas de su nivel hacen falta en este mundo, lástima que no podamos contar con su compañía.
—Le importaría aclarar ese pequeño detalle… —puntualizó Alejandra con cierto retintín.
—Jorge Ferrer se presentó en la Casa Vestuario un día al término de uno de los juicios, al igual que lo hicieron ustedes hace unas semanas —dijo Fernández señalando a las dos hermanas—. Vino con una historia muy parecida a la que estamos contando en estos momentos y nos pedía cierta colaboración, ya que al parecer disponía de un documento que no detalló entonces, por mucho que intentamos sonsacarle, alegando que nuestra firma del Tribunal de las Aguas estaba presente en él y por lo tanto nos involucraba.
—¡Claro!… —gritó inconscientemente Miguel como si se hubiera acordado de algo—. Es cierto —afirmó en voz alta—. La carta iba rubricada con un sello ilegible… pero está claro que nada se le podía resistir a Jorge.
Era un verdadero as en todo lo que caía en sus manos —murmuró con orgullo—. El sello pertenecía a ustedes… —terminó de decir en apenas susurro.
—Y ustedes se negaron… —dijo Sara llena de frustración.
—Sí —agregó Humberto Fernández advirtiendo la tristeza en los ojos de la joven—. No podíamos reconocerlo. Nuestra misión era seguir ocultándolo y hacerle ver que todo era producto de su inmensurable imaginación. Pero no… Jorge Ferrer no se dejaba convencer así como así y continuó con su rastreo. Simplemente nos limitamos a marcarlo de cerca y a tener controlados tanto sus movimientos como sus adelantos.
—¿No hubiera sido más fácil acceder y poner al día a mi padre? —pronunció Alejandra resentida—. Al in y al cabo, su bisabuelo había sido uno de los protagonistas en esta historia ¿Acaso no tenía derecho a conocerla? ¿Se le ha pasado por la cabeza pensar que a lo mejor si ustedes hubieran accedido, hoy mis padres posiblemente pudieran estar vivos?
—Esa es una conjetura que no tiene fundamento… —agregó Humberto Fernández sin demasiada convicción.
—¿Usted cree? —insistió Alejandra desafiante—. Si ustedes no le hubieran cerrado las puertas a mi padre, no habría tenido la necesidad de buscar a otro, llamémosle patrocinador, para que le ayudara en toda su investigación.
—Señorita Ferrer, entiendo su descontento y su desazón, pero entonces no podíamos revelar tal misterio porque todavía no había llegado el momento. Si nosotros hubiéramos incluido a su padre desvelándole el preciado secreto, estoy convencido de que no se hubiera detenido en su búsqueda. Hubiera querido llegar hasta el final y eso no podíamos permitirlo. Entonces, no… —susurró con un hilo de voz—, hace veinticuatro años no era el momento de actuar y menos de sacar todo esto a la luz.
—¿Qué ha cambiado, señor Fernández? —preguntó Sara intrigada—. ¿Qué le ha hecho sincerarse con nosotros como lo está haciendo ahora?
Humberto se frotó las manos que se le habían quedado heladas intentando activar su circulación.
—Cuando ustedes me preguntaron en la Casa Vestuario y delante de mis colegas si conocía a Jorge Ferrer y a su padre —dijo dirigiéndose a las dos hermanas—, lo negué… lo negué las dos veces, porque no debía reconocerlo entonces, al igual que teóricamente tampoco debería de afirmarlo ahora, pero durante el tiempo que pasamos en los pasadizos del antiguo Palacio del Real ocurrió algo que cambió totalmente el rumbo de los hechos, y que les voy a contar en breves instantes. Yo desconocía la verdadera identidad de usted —dijo señalando a Pepe, quién se sobresalto ante tal afirmación—. Pero cuando descubrí que su nombre era Andreu Subies todo cambió para mí.
Pepe le miró sin comprender nada en absoluto ¿Qué tenía que ver su nombre en toda esta historia? Su cara de sorpresa al igual que la de los demás era más que visible.
—Sí, Pepe —afirmó el Síndico con voz serena—. Supongo que tendrá sus razones para camuflar su nombre y apellido pero le debo decir que lo puede llevar con orgullo. Su bisabuelo Andreu Subies, llamado igual que usted, fue un Síndico muy respetado del Tribunal de las Aguas durante más de treinta años.
—¿Y cómo está tan seguro de eso? —preguntó Pepe desconcertado ante la nueva revelación—. Quiero decir, que después de tantos años, el apellido se puede haber extendido y es posible que no sea yo ese bisnieto que usted cree el descendiente de ese Síndico.
—¿Qué referencias tiene usted de sus antepasados? —preguntó Humberto Fernández con voz irme.
—Pocas… —contestó Pepe con claros signos de vergüenza—. Mi padre falleció cuando yo era tan solo un niño y no he tenido ningún tipo de contacto con mi familia paterna. Pero eso no demuestra que usted esté en lo cierto.
—Estoy convencido de ello —dijo Humberto indeleble—. Si no hubiera sido así no hubieras pasado la prueba.
—¿De qué prueba habla? —Pepe no entendía absolutamente nada.
—Ante mis ojos y mis conocimientos es evidente que tú eres ese Andreu Subies, porque de lo contrario ninguno de nosotros estaríamos vivos aquí y ahora, ni habríamos podido salir airosos de aquellos lóbregos pasadizos, y tú habrías perdido radicalmente tus manos.
Un absoluto silencio se extendió inundando la estancia.
—Reconozco que mi testimonio entonces no fue del todo certero, y maquillé las condiciones. Yo presumí de antemano que nuestros días terminaban en aquel túnel. Había tan solo una posibilidad entre un millón de poder lograrlo. No se valoraba solamente la honestidad o la nobleza de una persona… —Humberto Fernández permaneció en silencio durante unos segundos, los cuales parecieron un espacio interminable—. También debía ser una persona especial: un elegido.
Esa última palabra en la que había hecho especial énfasis les había pillado a todos por sorpresa ¿Qué es lo que intentaba explicarles aquel hombre?
—¿Qué quiere decir con la palabra “elegido”? —preguntó Lluís más que confuso ante el curso de la conversación.
—A lo largo de toda la Historia, y en numerosos lugares del planeta, hay y ha habido un número indeterminado de personas que tienen un potencial de fuerza y poder superior a los demás, incluyendo aquel grupo de hombres que escribieron los manuscritos edetanos. Están aquí para ayudar a la madre tierra, la cual nos está avisando para que despertemos hacia un nuevo amanecer, al cambio de consciencia, y lo simbolizan o representan mediante la paz, la lealtad, los valores olvidados…
La expresión de todos los presentes era un verdadero poema. Ninguno fue capaz de articular palabra alguna.
—Pensarán que me falla la razón —continuó Humberto Fernández advirtiendo los rostros inexplicables que tenía delante—, que he perdido la cordura y estoy rozando la locura, o quizá que por mi avanzada edad estoy empezando a caducar. Nada más lejos de esas conjeturas que estoy convencido se les ha pasado por la mente, ya que todas mis palabras, absolutamente todas mis palabras, y verán que hago especial hincapié, son la pura y desconcertante realidad. Ustedes me han preguntado por qué hace veinticuatro años no revelé la verdad a Jorge Ferrer. Y creo haberles comentado que porque todavía no había llegado el momento.
Vio como todos asentían con un leve movimiento de cabeza.
—Nos estamos acercando a una nueva era y con ella se inicia una inédita fase en el crecimiento humano. Hemos llegado a un punto en el que la gente no cree en nada, son solo el interés y el dinero los que ocupan ahora el primer lugar. El hombre es destructor por naturaleza, ansía poder, la codicia y la ambición pueden con él. Los valores básicos, como antes he mencionado, se están perdiendo. La ideología que hoy domina a las grandes masas principalmente es el materialismo, somos esclavos de nuestro propio consumo y nos estamos olvidando de algo tan primordial como es el amor. En muchos países hay multitud de personas que se están sublevando en contra de los abusos de poder reclamando justicia y libertad ¿No se dan cuenta de que el planeta está cambiando?
Todos hicieron un repaso mental. No se necesitaba tener una inteligencia muy avispada ni disponer de muchos conocimientos para darse cuenta de que tenía razón. Ese hombre tenía toda la razón del mundo…
De que la Tierra estaba cambiando ante la indiferencia de la mayoría.
—Señores… —continuó el Síndico—, la madre tierra está enferma, metafóricamente hablando. Ella nos da la vida, el aire que respiramos, el agua y el alimento para subsistir, y, ¿qué hemos hecho la raza humana a cambio?… violarla y envenenarla.
Cuánta razón tenía ese hombre con sus palabras ¿Sería verdad que el mundo iba a cambiar?, se preguntaban todos al escucharle ¿Sería posible que eso fuera a suceder? Una sonrisa brotó de sus labios inconscientemente.
—Los informativos están atascados de catástrofes en todo el mundo.
El cambio climático que los hombres hemos provocado ha hecho que suban los grados, provocando un desequilibrio atmosférico. Hay destructores tsunamis, grandes huracanes, arrasadoras inundaciones… La contaminación del aire está provocando enfermedades como el asma…
Hasta las abejas se están extinguiendo. Por esos motivos y muchos más la Tierra va a cambiar de frecuencia vibratoria o dimensión como prefieran llamarlo.
—¿Nos está diciendo que realmente el mundo va a cambiar? —preguntó Alejandra con un nudo en la garganta.
—Así es… hace veinticuatro años era todavía demasiado prematuro y no podíamos aventurarnos a desvelar nada. Pero en un tiempo no muy lejano todas las conjeturas van a tener una respuesta. Y personas como Pepe y usted —dijo dirigiéndose a Alejandra— van a contribuir para que se conviertan en realidad.
Alejandra se quedó pálida ¿Qué había querido decir con que ella también?
—Perdone, peeero no le entiendo… —dijo ella a trompicones.
—Usted tiene un gran potencial que tiene que aprender a desarrollar —dijo Humberto Fernández mirándole cálidamente.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó la joven tímidamente.
—Lo sé. Gran parte de los genes de su padre los ha heredado usted y eso me alegra enormemente.
—Me deja usted de piedra… —es el único comentario que Alejandra pudo pronunciar.
—No piensen que les acabo de desvelar la historia tan solo por mi propia iniciativa sin contar con los demás componentes del Tribunal. La decisión ha sido tomada por una absoluta unanimidad. Y por supuesto, también incluye que tenemos que llegar hasta el final.
Todos se miraron unos a otros sin terminar de entender sus últimas palabras.
—Recuerden que todavía nos queda entrar en la cámara donde se encuentran “los manuscritos edetanos” —añadió Humberto Fernández con total seguridad en sus palabras—. Estoy convencido de que ha llegado el momento de descifrarlos. Hay demasiadas señales que nos indican que hay que continuar. Que ha terminado el tiempo de la espera y del silencio. Ha llegado el momento de actuar con unión y determinación. Estamos en la obligación de hacer que nuestro planeta Tierra sane de su enfermedad y nos ayude a convertirnos en mejores personas. Y por supuesto, lo vamos a lograr con la colaboración de todos ustedes, en especial la de Andreu Subies —dijo mirándole fijamente a los ojos.
Al término de esas emotivas palabras los ojos de Humberto Fernández eran brillantes y vidriosos, y estaban al borde de desprender alguna descarriada lágrima, como los de los mudos oyentes que lo observaban.
Pepe, con la boca seca, casi sin aliento y con un tremendo nudo en la garganta, pensó en el arduo trabajo que le esperaba. Nunca en los años de su vida se hubiera podido imaginar que el destino le tenía reservada semejante misión. Pero le gustaba la idea, si ese era su cometido lo desempeñaría lo mejor posible. Se volcaría en cuerpo y alma.
—Hay un ligero inconveniente… —añadió Miguel tendiéndole el periódico al Síndico.
Humberto Fernández se tropezó con el titular sobre el Palacio del Real y lo leyó en silencio. Cuando hubo concluido, solo pudo murmurar:
—Otra vez el señor Augusto Fonfría… y como la gente de su calaña, y tal y como me imaginaba, busca el reconocimiento por ser el pionero en encontrar el tesoro y llevarse todas las medallas posibles. Y no contento con eso, va a montar un circo llevando a los medios de comunicación en el momento en que se sumerja en los pasadizos para mostrar el camino que le lleve al tesoro.
—No podemos consentir que ese indeseable se salga con la suya, y además tiene que pagar por todo lo que ha hecho —concluyó Alejandra llena de rabia e impotencia—. Tiene que haber algo que podamos hacer —añadió tajantemente.
—Recuerden… —continuó el Síndico— que ese tesoro ha servido de tapadera a lo largo de los siglos, y demos gracias de que Augusto Fonfría ha mordido el anzuelo. Hay algo que todos hemos de tener muy claro y es que los manuscritos edetanos han de permanecer en el más absoluto secreto. Si por un pequeño descuido llegaran a caer en unas manos no adecuadas sería una catástrofe y un tremendo e irremediable caos.
—Puede contar con nosotros… —dijo Miguel fielmente con el asentimiento de todos los demás.
—Hay algo que no me encaja… —interrumpió Pepe confuso—. ¿Cómo pudo entrar usted en los pasadizos junto con Augusto Fonfría y su difunto sabueso Marc la noche que encontramos el tesoro, si la fuente de la Dama de Elche que había sido nuestra puerta de acceso a los túneles y debido al tiroteo de los policías con Gustavo y Erika estaría repleta de policías dificultando la entrada?
—Muy buena observación —murmuró el Síndico con notable orgullo.
—Es cierto… —añadió Sara percatándose de que Pepe tenía razón—. ¿Cómo lograron entrar ustedes?
—Existe otra entrada… —añadió Humberto Fernández con una media sonrisa.
—¿Otra entrada? —preguntaron todos a la vez.
—Me temo que sí.
—Y deduzco que con esa otra entrada no necesitan ninguna llave ¿verdad? —preguntó Sara con cierto sarcasmo.
—Digamos que no —contestó el presidente del Tribunal.
—Y presiento también que su acceso no será tan complicado ni con tantas trabas como el recorrido por nosotros ¿no es así? —continuó preguntando la joven.
Sara, respiró tranquila al escuchar esas palabras. Si tenían que volver a sumergirse en esos tugurios oscuros, por lo menos que fuese un trayecto más llevadero. Reconocía que después de todo lo pasado no le habían quedado muchas ganas de repetir las mismas experiencias.
—En efecto. Piensen que nosotros necesitábamos un camino fácil, por llamarlo de alguna manera para continuar con nuestra misión. De hecho, todos los Síndicos del Tribunal tenemos un sello como éste —dijo mientras alzaba la mano derecha mostrando un voluminoso anillo en su dedo anular—. Tan solo hay ocho en todo el mundo, y de hecho, pasan de generación en generación. No se pueden hacer copias a pesar de que se han intentado en alguna ocasión y siempre ha sido un verdadero fracaso.
Tan solo lo originales fueron forjados al mismo tiempo que se formaron y sellaron los pasadizos, y tienen el poder de abrir esas puertas. Además de los componentes del Tribunal, se puede contar con los dedos de una mano, incluyéndoles a ustedes, a las personas que lo saben y que son de una incuestionable lealtad.
—¿Augusto Fonfría lo sabe? —preguntó Miguel ante la astucia de ese hombre.
—Es una persona muy perspicaz. Deduzco que aunque no me vio directamente, es muy posible que lo haya intuido.
—De todas formas, las dos llaves de la Dama de Elche se quedaron incrustadas en su busto de piedra —concretó Miguel—, lo cual quiere decir que en cualquier momento se puede activar la trampilla facilitando el acceso a los túneles.
—No vaya tan rápido, Miguel… —atajó Humberto Fernández—, ya que esas dos llaves ya no se encuentran donde ustedes las dejaron.
—¿Ah, no? —preguntó Lluís con cara inocente.
—No, el Tribunal de las Aguas ya se ha encargado de retenerlas hasta que llegue el momento.
—¡Qué barbaridad! No se les escapa nada y son ustedes como hormiguitas —exclamó Lluís espontáneamente.
—Lo cual quiere decir que Augusto Fonfría no podrá entrar a los pasadizos para recrearse con los hallazgos, y tendrá que acudir de nuevo a usted —murmuró Alejandra entre dientes esbozando una sonrisa traviesa y dejando entrever una chispa en sus ojos que descolocó al personal—. Me temo que el señor Fonfría se va asfixiar en sus propias arenas movedizas —dijo con un tono de satisfacción unido a una anhelada venganza.
Humberto Fernández comprendió de inmediato el comentario de la joven, y una mueca similar a una sonrisa se dejó entrever en su rostro.
Una persona madura, de su nivel, seria y formal se acababa de transformar en tan solo unos segundos en un niño que estaba a punto de cometer una diablura.
—¿Se puede saber que estáis tramando? —preguntaron el resto ante la visible complicidad de ambos.
—Todo a su debido tiempo —agregó el Síndico.