CAPÍTULO 83
El panorama no era nada halagüeño y no se lo deseaban ni a sus más odiados enemigos. Lo que hubieran descrito un par de horas antes como una amplia sala con un aire más saludable teniendo en cuenta las circunstancias, se estaba convirtiendo en un estrecho pasillo con el ambiente espeso e irrespirable. La claustrofobia se hacía latente en todos y cada uno de ellos, y el temor a ser aplastados incrementaba su estado de ansiedad. Habían pasado por experiencias difíciles a lo largo de ese año y medio, y cuando las recordaban, muchas de ellas se les ponían los pelos de punta. Se habían adentrado en desconocidos túneles y pasadizos ocultos y lóbregos, pero siempre habían encontrado la manera de poder salir airosos. Ahora, los ánimos habían decaído, hasta los más optimistas rozaban el pesimismo inevitablemente.
Durante el tiempo que llevaban encerrados y angustiados, habían recorrido centímetro a centímetro intentando dar con alguna clave que les sacara de semejante atolladero. Pero sin lugar a dudas habían llegado a la conclusión de que solo un milagro les sacaría de allí. No podían retroceder en el tiempo y, mucho menos detener los chorros incesantes de arena que cubrían gran parte de la diminuta estancia, ni tan siquiera bloquear o frenar las paredes que cada vez les obligaban a estar más juntos. El nivel de arena había ascendido considerablemente, llegando hasta la cintura de muchos de ellos. La inmovilidad les aturdía y la inhalación del polvo creado por la arena al caer les producía constantes golpes de tos. La situación era bastante crítica. En una palabra; solo les quedaba la agonía de esperar un arduo final.
Rosa abrazó a sus sobrinas con los ojos envueltos en lágrimas. Hubiera dado su propia vida por poder cambiar aquella situación y, que sus sobrinas que eran como sus verdaderas y legítimas hijas pudieran salir de semejante infierno. A pesar de haber reencontrado a Miguel después de veintitrés años, y después de haber sido su sueño anhelado, se iría tranquila de este mundo sabiendo que él aún la seguía queriendo y dejando a Sara y Alejandra sanas y salvas.
Pepe le chocó la mano fuertemente a Lluís en señal de gratitud. Nunca nadie se había molestado en ayudarle incondicionalmente de una forma tan noble.
—Gracias amigo… Ha sido un placer conocerte y un honor morir juntos —pronunció emocionado y haciendo especial énfasis.
—Gracias a ti por tu lealtad —le contestó Lluís correspondiéndole en el gesto.
Miguel abrazó a Rosa y pegado a su oído le susurró:
—Te quiero tanto que la muerte no va a ser un obstáculo. Al contrario, sepas que te buscaré y no pararé hasta encontrarte otra vez…
Rosa sonrió acongojada mientras una lágrima rodaba por su mejilla.
Lluís cogió a Alejandra y le acarició la cara. No quería que su rostro se le desdibujara.
—Eres preciosa y un regalo para mis ojos. Mi última palabra es para ti. Te amo…
—Y yo a ti —susurró Alejandra apenada. Ese no era el final que había imaginado y acercándose a él, se fundieron en un apasionado beso.
Un chasquido metálico se unió a los sonidos ya integrados en el entorno.
—¿Habéis oído eso? —preguntó Pepe atento.
—¿El qué? —añadió Sara.
—Ese ruido… sí, otra vez… ¿no lo escucháis? —preguntó Pepe confuso, llegando a pensar si se estaba volviendo loco. Afinó el sentido del oído—. Es al lado de la puerta —gritó con una mueca similar a una sonrisa.
—¿Estás seguro? —preguntó Miguel con ciertas dudas.
—Sí, creo que es al otro lado de la puerta —confirmó Pepe ilusionado.
Todos mantuvieron el máximo silencio.
—Creo que tienes razón, parece que hay alguien… —murmuró Miguel soliviantado.
Los rostros de todos los allí presentes cambiaron de expresión. Tan solo esa frase había conseguido llenar de esperanza sus desalentados corazones. Parecía imposible que alguien pudiera transitar por esas grutas perdidas de la mano de Dios.
—¡Estamos aquí! —gritó Alejandra seguida de todos los demás…
—¡Socorro! ¡Ayúdennos! —las palabras de auxilio retumbaron en el pequeño recinto.
Las miradas estaban fijas en la puerta a pesar de que todo parecía estar exactamente igual. De repente, y ante la sorpresa de todos, escucharon como manipulaban la cerradura de la puerta y al instante, se abrió. Parte de la arena acumulada en el interior se desparramó por fuera bajando el nivel unos pocos centímetros e invadiendo los pies de las tres personas que menos hubieran imaginado. Augusto Fonfría estaba al frente del trío con claros signos de satisfacción y victoria. Le acompañaba como no, su sabueso y guardaespaldas, el mismo que les había vigilado constantemente desde que empezaron la búsqueda. Alejandra notó como su vello se erizaba. Todavía podía recordar con total claridad el recuerdo de su apestoso olor a tabaco el día que la amenazó a la puerta de su casa. En esta ocasión no daba señales de llevar ningún puro encendido a pesar de que se dejaban entrever por el bolsillo de su chaqueta, claro que eso solo hubiera agravado el entorno envenenando todavía más el aire viciado del interior. Tras ellos, y para la sorpresa de todos los presentes, Humberto Fernández, el presidente del Tribunal de las Aguas y jurado de Favara, se dejaba entrever a duras penas. Su presencia descolocó a Sara y Alejandra. No tenían muy clara la función de ese nuevo personaje en este misterio, pero ahora se delataba su complicidad con el presidente de A. F. C. A. N. I., Augusto Fonfría. Al parecer, todos estaban metidos en el ajo… sin embargo, y a pesar de verlo tan claro, la expresión de ese hombre les confundió.
—Deduzco por los gritos de auxilio que estabais en un aprieto —fueron sus primeras palabras, regodeándose ante todos ellos y enseñándoles sus magníficos y blancos dientes con una cínica sonrisa.
Hizo un barrido a todos y cada uno de ellos. Su sonrisa se agrió cuando se tropezó con Erika y la vio maniatada.
—¡Marc, suéltala inmediatamente! —le ordenó con un gesto a su mano derecha.
—Pero… —protestó Rosa instintivamente.
Miguel le hizo una seña. No estaban en situación de poner pegas, ya lo harían cuando estuvieran todos a salvo. Seguidamente, vieron como el guardaespaldas se adentraba hacía su posición y le soltaba las manos mientras ella se acariciaba las muñecas resentidas por la presión de las cuerdas. Por in, y después de casi un año, sabían cómo se llamaba el tipo del puro, como ellos lo habían apodado hasta ese momento. Nunca se hubieran imaginado que podía ser Marc… ellos le hubieran puesto gorila o algo similar.
—Creí que no ibas a llegar nunca —le increpó Erika mientras aliviaba el dolor de las muñecas.
Alejandra la miró con despecho. Sabía que ese malnacido llegaría antes o después y la muy zorra no había abierto la boca.
—¿Y Gustavo? —preguntó Fonfría al no verlo.
Erika hizo un gesto de tristeza al tiempo que negaba con la cabeza.
—No me extraña… —criticó Fonfría con un descarado desprecio—. No servía ni para tacos de escopeta. Mucho músculo y poco cerebro.
—No hables de él así, papá —refunfuñó Erika resentida.
—¡Papá!… —Susurraron al unísono apenas sin voz.
Sara y Alejandra se quedaron boquiabiertas, al igual que todos los demás ¿Cómo no se lo habían imaginado? Ahora veían la total semejanza de sus genes. La insensibilidad por parte de padre e hija era visiblemente idéntica.
—Han probado las ocho llaves de que disponen sin ningún resultado positivo —se apresuró a decir Erika poniendo a su padre al día mientras señalaba el panel de ajedrez con sus correspondientes orificios.
Rosa pensó lo rápido que pasaba página esa joven. Si Gustavo era su pareja no había derramado ni una sola lágrima por él.
—No puedo creer que de todas las llaves que tenéis no os hayan servido ninguna —Augusto irrumpió con una carcajada—. Sabía que no podía perderme este espectáculo. Llevo veintitrés años esperando este grandioso momento ¿Sabéis lo que es eso? Jorge Ferrer lo puso difícil. El muy cabrón… Además de ser un ladrón reconozco que era brillante.
Marc y Erika sonrieron con él siguiéndole la gracia mientras Humberto Fernández seguía tras ellos inexpresivo. Algo no terminaba de encajar.
Todos sintieron ganas de hacerle tragar todas y cada una de las palabras con las que había mancillado la imagen de Jorge Ferrer. Todos tenían sus diferentes motivos para odiar a ese indeseable, que además se engrandecía ante ellos con una desmesurada prepotencia.
—Por eliminación, deduzco que yo tengo la solución —exclamó Fonfría aumentado su ego mientras avanzaba con dificultad a través de la arena acercándose a ellos y sacando de una pequeña mochila las dos llaves que faltaban—. Creo que usted ya las conoce ¿no es así, señorita Ferrer? —susurró mientras pasaba por su lado.
Alejandra le miró desafiante y mordiéndose la lengua.
Marc agarró del brazo a Humberto Fernández y le obligó a avanzar.
Todos se encontraban ante el panel de piedra cuando Augusto Fonfría, con las dos llaves en la mano y dudando de cuál de las dos utilizar primero, le entregó una de ellas a su guardaespaldas y la otra, a Erika para que procedieran a intentarlo. Ella, le obedeció al instante. Acababa de introducir la llave cuando el miembro del Tribunal de las Aguas que hasta ahora había permanecido mudo como una estatua de piedra se pronunció:
—Será mejor que acierte a la primera señorita.
Todos se giraron hacía él ante semejante frase. Alejandra lo miró confusa. Su tono y forma de dirigirse a Erika daba claras muestras de que no estaba del mismo bando, y no solo eso, sino de que sabía mucho más que todos ellos juntos. ¿A qué demonios estaban jugando?
—¿Por qué dice eso? —preguntó Erika recelosa.
—No le hagas caso —gruñó Fonfría—. Intenta perder tiempo y marearnos.
—No es cierto —continuó Humberto Fernández—. Ya han sido testigos de lo trágico que les ha resultado el no dar con la llave correcta. No saben a lo que se enfrentan. Yo ya he vivido muchos años y no temo a nada.
Pero aquí hay personas con toda una vida por delante y…
—Díganos a qué nos enfrentamos —le preguntó Sara. No sabía por qué, pero confiaba en ese hombre. Era una sensación que había tenido desde el primer momento que lo había tenido delante.
En ese preciso instante, y ante la confusión creada Augusto Fonfría empujó a su hija quitándola del medio y agarrándose a la llave con fuerza giró hacía un lado y otro mientras gritaba:
—¡Paparruchas… solo son paparruchas!
—¡Nooooooo!… —Humberto Fernández gritó sin resultado. Ya era demasiado tarde. No habían querido escucharle y ahora pagarían las consecuencias.
Su grito desgarrador afligió a todos. Era como si hubieran destapado una maldición y sus vidas estuvieran en un irremediable peligro. Las firmes palabras de ese hombre habían sido ignoradas por el pecado de la avaricia personificada, y ahora, les arrastraba a un pozo de tinieblas, provocándoles una brutal ansiedad.
Sin embargo, y sin saber cómo ni por qué, las paredes que habían estado aprisionándolos cada vez más se frenaron. No se lo podían creer.
Se habían detenido. Una llama de esperanza iluminó sus corazones. Seguidamente, y detrás de ellos, se oyó un chirrido como si algo se moviera.
El sonido se asemejaba al roce de dos piedras ¿Habrían acertado con la llave y estarían ante una entrada secreta? ¿Se habría equivocado el señor Fernández en sus predicciones? ¿O quizá intentaba despistarlos, como afirmaba Augusto Fonfría? No sabían qué creer. El ruido provenía de las trampillas situadas encima de la puerta de entrada y a ambos lados de la estancia. A pesar de no parar de vomitar chorros de arena, algo parecía moverse en su interior, o por lo menos era la espeluznante sensación que a casi todos sobrecogía. En mutuo silencio, fijaron sus ojos con el in de poder descifrarlo.
—No tenemos escapatoria. La probabilidad de que podamos sobrevivir es muy baja… —pronunció Humberto Fernández casi en un susurro, al mismo tiempo que se santiguaba sobrecogiendo a todos y dejándolos con el miedo en el cuerpo.
—¡Quieres callarte de una puta vez! —protestó Marc alterado, y perdiendo el control levantó la mano con el in de hacerle callar de verdad, pero su nerviosismo solo provocó que se le resbalara la llave que minutos antes le había cedido Augusto Fonfría para que la custodiara—. ¡Joder! —chilló al ver como se adentraba en la arena perdiendo su rastro inevitablemente.
Todos se sobrecogieron ante los hechos acontecidos. Desde luego, si la misión de Humberto Fernández era ponerlos nerviosos, lo estaba consiguiendo a la perfección. Con tanto misterio no sabían qué pensar imaginándose una serie de barbaridades que la angustia de la incertidumbre era mucho peor que la pura agonía ¿Y si la única salida aparente era la última llave que acababa de tragarse la arena, que Marc despavorido buscaba incrustando sus manos hasta desaparecer una y otra vez, palpando y palpando, intentando recuperarla sin dejar de blasfemar una retahíla de palabras malsonantes? Si esa era la única escapatoria, ahora sí que estaban perdidos.
—¡Erika, y tú!… —ordenó Fonfría dirigiéndose a Pepe— ¡ayudadle! ¡Eres un inútil! —le recriminó una y otra vez sin dejar de mirar hacía el suelo.
—¡Miguel… alumbra allí arriba! —gritó Lluís nervioso señalando uno de los agujeros del techo—. Joder es cierto que algo se mueve y no tiene pinta de ser una rata.
De la pequeña abertura una serie de sombras jugaban alterando los nervios de quienes intentaban adivinar qué podía ser aquello y si realmente era tan mortal como se había insinuado.
Sus temores se confirmaron mucho antes de lo que les hubiese gustado haciéndoles retroceder instintivamente. Un cuerpo alargado y cilíndrico, de color pardo rojizo y de poco más de un metro se dejaba entrever altivo y erguido, mientras su lengua bífida provocaba exclamaciones de terror.
—¡Es una serpiente! —exclamó Sara sintiendo una incontrolada flojedad de piernas.
—¡Santo Dios! —Rosa se santiguó.
—Tranquila… las serpientes normalmente no atacan al hombre a no ser que se vean acorraladas —prosiguió Miguel intentando calmar los ánimos.
El reptil, después de dejar ver gran parte de su cuerpo, se lanzó al vacío cayendo encima de la arena, retorciéndose entre sí lentamente y formando un ovillo.
—¿Eso era lo que debíamos temer? —dijo Augusto Fonfría soltando una carcajada.
Apenas pudo terminar la frase cuando un silbido espeluznante les hizo desviar la mirada hacía el mismo agujero. Un puñado de bichas similares a la primera y de varios colores desde el gris hasta el pardo se enroscaban unas con otras, aterrizando en el suelo y dejando a todos boquiabiertos.
—¡Tenemos que salir de aquí cagando leches! —gritó Lluís alterado.
Pepe miró hacia la puerta de entrada. Estaba abierta y hubieran podido escabullirse por ella, si no hubiera sido porque el manojo de culebras se encontraba delante impidiéndoles el paso.
De momento, se encontraban a unos pocos metros de distancia y al estar en la superficie de la arena estaban relativamente controladas.
—Parecen aturdidas —exclamó Miguel sin quitarles el ojo de encima.
—No las subestime —añadió Humberto Fernández—. Estas víboras hocicudas son muy inteligentes y muy superiores a las demás de su especie.
Su misión consiste en no dejarnos pasar. Están desorientadas pero será cosa de unos pocos minutos hasta que cojan posición y se percaten de nuestra presencia.
—Pero eso no puede ser… —atajó Alejandra incrédula— las está definiendo como si fueran soldados entrenados para matar.
—Yo no lo hubiera descrito mejor —afirmó Humberto inexpresivo—. Hay algo más…
—¿Y bien? —gritaron los demás.
—El veneno de estas serpientes es diez veces más potente que las restantes de su especie. Con su mordedura inoculan un veneno que mata a la víctima en un breve lapso de tiempo.
Las palabras de Humberto Fernández les había dejado totalmente mudos y con el corazón y el estomago encogidos.
—¿Qué pasa con la llave? —vociferó Fonfría harto de ver que no era encontrada.
—No sé dónde coño está… —voceó Marc envuelto en arena.
Seguidamente y sin palabras, todos se volcaron en el suelo aportando su esfuerzo por localizar la ansiada llave. Ella era la única salida en esa descabellada pesadilla. La angustia de saber que estaban próximos esos reptiles y de lo que eran capaces les impulsaba a la incesante y desesperada búsqueda. La arena era esparcida y removida por un manojo de manos provocando un fino polvo y enturbiando el ambiente.
—¡Tened cuidado! —gritó el componente del Tribunal de las Aguas en tono de advertencia.
Sus palabras surgieron efecto frenando en seco su búsqueda y prestándole atención.
—La visión de semejantes culebras es limitada y su sentido del oído está prácticamente degenerado —puntualizó fríamente y sin apartar los ojos de ellas— pero tienen unos detectores de calor y movimiento que actúan como una cámara de infrarrojos, lo cual hace que sean muy sensibles a las vibraciones del suelo.
—¿Nos está diciendo que si nos movemos actuaremos de reclamo llamando su atención? —preguntó Alejandra “acojonada” y rezando porque eso solo fuese uno de sus horrorosos sueños.
—Me temo que sí… —afirmó con un leve movimiento de cabeza.
—Pero necesitamos encontrar esa maldita llave —chilló Sara desquiciada y llena de aprensión.
—Lo sé… —contestó Humberto resignado—. Solo les estoy advirtiendo.
—Pues estamos bien… —exclamó Pepe procurando no moverse.
El silbido de las bichas iba en aumento creando un sonido estremecedor y para la sorpresa de todos ellos estaban empezando a reptar alineándose entre ellas como… no daban crédito a lo que sus ojos le mostraban.
Se estaban alineando en formación como si fueran un pequeño ejército.
Ahora entendían la explicación de Humberto respecto a la metáfora que había insinuado Alejandra.
—¡Ohhhh no!… Tenemos que encontrar la puta llave ahora mismo. ¡Vienen hacía aquí!… —grito Lluís aterrorizado.
—¡Que vengan, que vengan, que las voy a socarrar vivas! —gritó Pepe achuchando la antorcha.
Todos se sumergieron en la arena con los nervios a flor de piel y el pánico metido dentro de sus cuerpos. En ese momento no había diferencias de ningún tipo, les unía una misma misión: salir de allí cuanto antes y a ser posible ilesos por completo.
—¡Dios mío!… no me lo puedo creer. Esos bichos son más listos que el hambre —murmuró Rosa acobardada—. Están avanzando hacia nosotros.
—Y lo que es peor, algunos de ellos se están sumergiendo en la arena quedando totalmente ocultos —añadió Miguel más que sorprendido—. Hijas de puta —murmuró—. Así no conseguiremos seguirles el rastro.
—¡Acelerad!… —gritó Fonfría mientras rebuscaba como los demás.
Sus movimientos eran bruscos, provocados por la premura y la impaciencia. Rosa y sus sobrinas no podían contener el reguero de lágrimas mientras sus extremidades temblaban sin cesar esperando de un momento a otro la mordedura de semejantes reptiles. Todos ellos tenían las piernas sepultadas por la fina arena hasta la altura de los muslos. Ello les permitía moverse con dificultad agravando su torpeza. Si esos indeseables bichos reptaban ocultos, sus piernas serían unos certeros cebos.
—Me ha parecido tocar algo —gritó Sara histérica—. Creo que era la llave.
—Dios, que sea verdad —rezó Rosa temiendo de que pudiera ser una serpiente.
—Más vale que sea cierto —añadió Pepe retrocediendo y con la antorcha en la mano—, las tenemos encima.
—¡Cuidado con esa! —voceó Lluís viendo que estaba a punto de atacarle.
Pepe acercó la llama a una de ellas y ésta se arrugó abrasada y desprendiendo un desagradable olor a chamusquina.
—¡Toma, cabrona!… —gritó Pepe eufórico.
—¡La tengo!… ¡la tengo!… —chilló Sara envuelta en llanto mientras levantaba la mano en señal de victoria con la ansiada llave en su poder.
—Rápido… introdúcela en el hueco que falta —señaló Miguel inquieto mientras de reojo miraba sus temidos enemigos—. No podemos perder tiempo.
La joven se limitó a obedecer con la máxima urgencia. En el mismo instante en que estaba a punto de dar la vuelta y hacerla girar, Marc exclamó un quejido de dolor.
—¡Me ha mordido!… La muy hija de puta. Me ha mordido… —gruñó mientras subía una de las piernas para ver la herida.
Los que se encontraban a su lado contuvieron la respiración, quietos como estatuas, mientras escuchaban las protestas y lamentos de Marc maldiciendo su mala suerte. Con los ojos como platos no dejaban de mirar a su alrededor. Tenían todas las posibilidades de ser los siguientes en la lista.
—¡Vamos, Sara! —oyó a sus espaldas.
Ella, mientras tanto, procuraba no pensar en donde se encontraban y el riesgo que estaban corriendo. Se centró en la cerradura y, con los dedos cruzados y los ojos cerrados, se encomendó a su padre… por in consiguió su objetivo. Había logrado girarla al completo. Estaba casi segura de que era la llave correcta. Tenía que ser así, y en ello confiaba, porque no tenían otra opción de escapar. Al instante, se oyó crujir la pared donde se apoyaba, y al mismo tiempo se arrastró hacia un lado dejando poco a poco una abertura más grande que les permitía pasar al otro lado. Desconocían dónde les llevaría, pero no podía ser peor que la desesperada situación en la que ahora se encontraban.
—¡Vamos!… ¡vamos!… —se gritaban unos a otros empujándose y ayudándose entre ellos.
Sara estaba más próxima y fue la primera en pasar, seguida a empujones de Erika y Augusto Fonfría, que solo se preocupó de mantener a salvo su pellejo. En su cara había desaparecido la expresión cínica y burlona que había mantenido hasta que la cosa se había puesto crítica, para sustituirla por la pura estampa del horror. Miguel sujetó a Rosa y le ayudó a aproximarse a la abertura. La siguió Alejandra agarrada a su tía en señal de protección. Rosa, temiendo por su sobrina y ante semejantes apreturas, le cedió el paso. En el momento en que iba a atravesar el umbral notó un fuerte pinchazo a la altura de la pantorrilla. Fue como un doloroso calambre. Una punzada de dolor se relejó en su cara.
—¿Estás bien? —le preguntó Sara al verle la facciones contraídas.
—Si… —contestó Rosa mintiendo.
—¡Pepe!, date prisa. Déjalo ya —gritó Lluís preocupado por su amigo mientras intentaba frenar las víboras más próximas amenazándolas con las llamas, al tiempo que ayudaba a traspasar a Humberto Fernández.
Pepe se giró y se dispuso a desalojar ese infierno, mientras, con la ayuda de su amigo, echaron una mano a Marc que se debatía en un tormentoso sufrimiento. Apenas sin poder andar y entorpeciendo el avance de los dos amigos se quedó algo rezagado cayendo de rodillas. Una serpiente Hocicuda de la superficie más aventajada se abalanzó sobre el cuello del herido haciéndole una brutal y segunda mordedura. Pepe le acercó la llama de la antorcha y ésta cayó al suelo socarrada después de haber depositado su mortal veneno. Instantes después, consiguieron pasar los tres al otro lado.