CAPÍTULO 77
Ese jueves había amanecido igual que todos los demás días, solo que esa mañana la Casa Vestuario acogía a los miembros del Tribunal de las Aguas mucho más temprano que de costumbre. Reunidos con los primeros rayos del alba y con la máxima urgencia, uniformados con los blusones típicos valencianos que les caracterizaban y sentados alrededor de su habitual mesa, discutían y se reprochaban unos a otros sin conseguir ponerse de acuerdo. Parecía mentira su disconformidad en esos momentos, cuando precisamente su cordialidad y su sensatez para atajar los problemas era su lema predominante.
—¡Calma, señores! ¡Calma, por favor! —intentaba poner orden Humberto Fernández, jurado de Favara, y presidente del Tribunal sin conseguirlo.
Aquello más que una reunión de hombres serios y civilizados parecía un mercado en hora punta. Habían perdido totalmente el control de la situación.
Humberto Fernández volvió a insistir de nuevo, aunque esta vez con un tono mucho más severo y enérgico.
—¡Por favor!… ¡Señores!… ¡Basta ya!
Sus palabras empezaron a surtir efecto. Las voces graves y comentarios malhumorados de los demás componentes del Tribunal de las Aguas se fueron aplacando poco a poco dejando la estancia envuelta en un perpetuo y descarado murmullo de fondo.
—Calma, por favor… —volvió a insistir—. Os pido calma y paciencia para deliberar lo que está sucediendo.
Por in, el murmullo de unos y otros se atajó dejando paso a un estremecedor silencio. Humberto creyó oportuno abordar la situación ahora que la tormenta por el momento hacía cesado, y los ánimos parecían haberse tranquilizado.
—Ante todo, os agradezco vuestro madrugón por acudir a esta reunión. No voy a deciros lo sacrificada que es nuestra misión y la de cada uno de todos nosotros —empezó diciendo con un tono de confianza y seguro de sí mismo. Todos sabían que era un gran orador y lo tenían en muy buena estima, de hecho, era el componente más veterano del Tribunal, cuarenta años al pie del cañón y no había decaído ni una décima en sus obligaciones. Todos lo respetaban demasiado como para contra-decirle, y más sabiendo que sus palabras eran sabias y certeras—. Os agradezco vuestro apoyo y lealtad durante todos estos años… Jaime, —dijo dirigiéndose al jurado de Quart que tenía a su derecha—. Tú mismo llevas treinta y cinco años con nosotros. Adolfo —esta vez se dirigía al jurado de Mislata situado a su izquierda—, tú nos acompañas veintisiete años. No voy a nombraros a todos pero como bien sabéis hemos pasado muchas buenas y malas rachas a lo largo de nuestro trayecto juntos, y como de todos es bien sabido, el Tribunal de las Aguas también ha sido víctima de sabotajes y altercados, algunos de ellos muy peligrosos a lo largo de su historia. Pero siempre ha salido adelante —su tono de voz fue más firme haciendo hincapié en esa última frase— y ha flotado como el aceite, gracias a Dios y a la ayuda de todos los que con su apoyo han contribuido a que sea así. Nuestros antecesores tenían una misión importante que cumplir y la cumplieron, y nosotros nos comprometimos a seguir con ella hasta el final de nuestros días y así vamos a continuar. De nuevo ha surgido una amenaza para su continuidad. Todavía no sabemos la gravedad que supone, ni la medida de sus repercusiones, pero hemos de tener los ojos bien abiertos ante cualquier anomalía en nuestros menesteres.
Hubo varias manos alzadas en señal de pedir la palabra. Humberto Fernández le cedió el turno a Lorenzo Alonso, jurado de Rovella.
—Humberto, felicito tu discurso y que nos hayas recordado nuestro juramento y compromiso, pero con todos mis respetos, creemos que la situación es más grave de cómo tú la pintas.
—Sé la gravedad del asunto… —continuó el presidente del Tribunal—, y máxime ahora que las hermanas Ferrer saben de nuestra existencia y nos han relacionado con la búsqueda que están llevando a cabo. Creí conveniente mantenernos al margen y continuar con la discreción que nos caracteriza pero creo que he errado en mis conclusiones y posiblemente haya cometido un gran error. Siento que mis facultades están menguando y quizá debería empezar a plantearme el renunciar a mi cargo…
—Humberto… —atajó Juan Alcázar—. Es cierto que tu proposición de mantenernos al margen ha sido hasta ahora nuestra mejor baza y es posible que no haya sido la mejor decisión respecto a la búsqueda que se nos ha venido encima, pero no estamos de acuerdo y hablo en nombre de todos nosotros en que renuncies y des un paso atrás para retroceder en el cargo que ocupas. Todos nosotros… —hizo un barrido con la mirada en todos los presentes para confirmar su aprobación y fue correspondida como esperaba— queremos que continúes como hasta el momento, y creemos que no hay nadie que pueda representar el cargo con mejor nobleza y sabiduría que tú.
—Os doy las gracias por vuestro apoyo y fuerza moral. Sé que hemos mantenido a las hermanas Ferrer controladas durante muchos años. Estaba claro que tenían que crecer y también está claro, aunque solo sean conjeturas por nuestra parte, que su padre les debió de dejar alguna pista para que ellas se embarcaran en semejante aventura.
—Estoy de acuerdo contigo —añadió Adolfo Serrano, jurado de Mislata— y además esa joven, Alejandra Ferrer, nos ha estado pisando los talones a Jaime y a mí desde hace dos días. No sé cómo se ha enterado de nuestros movimientos pero rara vez la hemos perdido de vista en estas cuarenta y ocho horas.
Humberto cedió la palabra a Jaime Santos, jurado de Quart para contrastar esa afirmación.
—Es totalmente cierto. Y cierto es que vivimos los dos en la misma calle y eso le pueda haber facilitado la manera de espiarnos. Y no hemos sido los únicos. Su hermana ha estado siguiendo también a Lorenzo y a Juan —estos asintieron—. ¿Pero qué es lo que pretenden esas jóvenes? ¿No sería más fácil decirle que era cierto que estuvimos en esos dos funerales?
—Pues es algo que me está quitando el sueño —prosiguió Humberto Fernández—. No creo que eso sea una buena idea. Implicaría dar explicaciones —replicó negando con la cabeza al mismo tiempo—. Hasta ahora nos hemos mantenido al margen de toda sospecha y en el más absoluto anonimato y, debemos seguir en la misma línea.
—Pero y… ¿si no podemos impedirlo? ¿Y si nos llevan una ventaja que desconocemos y logran acceder al lugar sagrado? —preguntó Adolfo con la expresión descompuesta—. ¿De qué habrán servido todos nuestros esfuerzos, y el de todos nuestros antepasados?
—No nos anticipemos a algo que no va a suceder —continuó Humberto con el alma en un puño—. Hemos de estar muy, pero que muy despiertos —sus ojos se perdieron con la mirada abstraída y llena de preocupación.
—Todos confiamos en que sea así, en que tengas razón… —replicó Lorenzo Alonso, Jurado de Rovella.
Era la hora acordada. Miguel consultó el reloj por enésima vez en los últimos diez minutos. Rosa trajinaba en la cocina preparando café cuando el sonido del timbre de la puerta les sacó de su mutismo y preocupación. Miguel se dirigió a la puerta y al abrir pudo comprobar que los cuatro jóvenes esperaban ansiosos y sonrientes a la vez.
—Buenos días, muchachos… Puntuales como siempre —murmuró.
Después de los saludos pertinentes tomaron asiento mientras Rosa les mimaba con una café caliente.
—Gracias, tía… —añadió Sara al tiempo que se acercaba la taza a los labios.
—¿Qué tenéis? —preguntó Miguel dirigiendo una curiosa mirada y haciendo un barrido de las caras de los presentes.
Lluís fue el primero en hablar.
—En estos últimos días nuestra primordial misión ha sido ver todos, absolutamente todos los movimientos de las excavaciones de los Jardines del Real como bien nos encomendaste —dijo mientras miraba fijamente a Miguel al mismo tiempo que le entregaba un cuaderno con anotaciones de horarios y personal autorizado a las obras—. Está todo ahí. Está supervisado por el Servicio Municipal de Arqueología. En la intervención trabajan veintitrés operarios, un topógrafo y cuatro arqueólogos. En estos momentos han colocado una pequeña barandilla donde la gente puede admirar parte de los restos encontrados. Pero si lo que buscamos está ahí dentro, lo tenemos bastante crudo.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Miguel muy interesado.
—Porque solo hay un montón de piedras de lo que supuestamente fue parte del Palacio del Real —puntualizó Pepe continuando con la explicación.
—No nos desanimemos —dijo Miguel intentado dar ánimos—. ¿Y vosotras? —dijo señalando a las dos hermanas.
—Hemos estado bastante ocupadas siguiendo los pasos de varios componentes del Tribunal.
—¿Y?
—Pues aparentemente llevan una vida normal. Al principio intentamos pasar desapercibidas pero somos profanas en la materia y no tarda-ron en darse cuenta de que les teníamos vigilados. Además, nos dio la sensación de que nos conocían… de que sabían quiénes éramos.
—Seguramente —murmuró Miguel—. ¿Seguisteis también a Humberto Fernández?
—No, pensábamos hacerlo hoy a la terminación del juicio del Tribunal de las Aguas.
—Hay un dato curioso que posiblemente no tenga mayor relevancia… —añadió Lluís pensativo—, pero durante nuestras diligencias en cuanto a los yacimientos del Palacio del Real, el señor Humberto Fernández estuvo merodeando por los alrededores en compañía de otro hombre que ahora mismo no consigo identificar.
—¿Y? —preguntó Sara—. Posiblemente estuviera dando un paseo por los jardines.
—No digo que no, pero no lo creo. Se recreó mucho en los restos arqueológicos y no dejaba de mirar a todos lados como si estuviera pendiente de la gente que se encontraba allí. Pero eso no fue lo raro.
—Lluís, ¿quieres terminar de una puñetera vez? Nos tienes con la miel en los labios… —dijo Alejandra, nerviosa por su explicación. ¿Adónde quería ir a parar?
—Tranquila, que ya voy al meollo de la cuestión —dijo Lluís con tono de fastidio, ya que se les terminaba el tiempo de incertidumbre—. Pues que lo teníamos vigilado, discretamente claro —puntualizó mirando a Pepe que era cómplice en su explicación— y sin darnos cuenta desapareció…
—Vamos a ver… ¿cómo que desapareció? —preguntó Rosa que hasta el momento había permanecido de oyente yendo y viniendo a la cocina.
—Pues eso, Rosa —intervino Pepe dando total credibilidad a los comentarios de su fiel amigo Lluís—. Desapareció como lo estáis oyendo.
Pero para más “inri” no solo el señor Fernández, sino también su acompañante. Es cierto que estaba anocheciendo, pero no es suficiente excusa, porque todavía había la suficiente luz como para no perderlos de vista tan fácilmente, ya que no había una vegetación abundante para ocultarlos.
—¿Recordáis el lugar exacto donde se encontraban en ese momento? —preguntó Miguel atento.
—Por supuesto —afirmó Lluís tomando de nuevo la palabra—. De hecho, minutos después nos acercamos intentando averiguar qué narices había sucedido… sin ningún resultado. Se los tragó la tierra, como se suele decir vulgarmente.
—Estoy seguro de que tiene una explicación, por muy descabellada que parezca —continuó Miguel hablando casi entre dientes—. Todos hemos sido testigos de este entremezclado de trabas y despropósitos hasta conseguir las ansiadas llaves ¿Por qué no pensar que hay una entrada oculta que se comunica con el Palacio del Real?
Los presentes se quedaron pensativos por unos instantes. En efecto, parecía una propuesta disparatada, pero ¿acaso no llevaban algo más de un año a base de experiencias irracionales, viviendo en un mundo fantástico y alocado donde habían tenido que sumergirse en las entrañas de la tierra en más de una ocasión a través de unos pasadizos que posiblemente nadie sabía que existían? Todo aquello era una historia que no tenía ni pies ni cabeza, pero a pesar de ello era la historia de todos y cada uno de ellos y les tocaba vivirla en esos momentos ¿Por qué no pensar que Miguel pudiera tener razón? ¿Y si efectivamente ese era el final de esta búsqueda interminable?
—Puede que no sea tan descabellada como dices, Miguel —alegó Alejandra—, y puede también que ese tal Humberto Fernández sepa mucho más de lo que nosotros nos imaginamos. Creo que no podemos permitirnos perderlo de vista.
—Estoy de acuerdo contigo —dijo Miguel mirando al resto del grupo—. Habrá que vigilarlo estrechamente y controlar absolutamente todos sus movimientos. Tenemos que ser su sombra.
Todos asistieron.
—¿Y si lo hiciéramos nosotros? —agregó Pepe, refiriéndose a Lluís también—. Posiblemente no nos identifique.
—Me parece bien —añadió Miguel mirando a Sara y a su hermana esperando su aprobación. Pero creo que debemos presionarlo para que pierda los papeles y con ello los nervios.
—No va a ser fácil —puntualizó Alejandra—. Cuando hablé con él el jueves pasado me pareció que no era un hombre fácil de intimidar. Al contrario, la sensación era de una persona madura, con una extrema educación, que ha vivido mucho y con una calma y una seguridad en sí mismo palpable en el ambiente.
—Pues querida hermanita, tienes que montártelo como quieras para que pierda esa calma —dijo Sara sin dejar de mirarla—. Vamos, dicho de otra manera, tiene que sacarlo de quicio.
—Lo intentaré… —Alejandra miró el reloj. Eran casi las once de la mañana. Disponía de una hora para estar presente en el nuevo Juicio del Tribunal de las Aguas y tenía que ingeniárselas para sacarle toda la información posible a ese hombre, o por lo menos, ponerlo nervioso para que diera un paso en falso.
—Todavía no me habéis preguntado que tal mis investigaciones con las marcas de las llaves —añadió Miguel cambiando de tema y ansioso por mostrar algo de ellas.
Los jóvenes se miraron unos a otros con un hilo de esperanza.
—Acercaos… —murmuró Miguel con una flamante sonrisa—. Es muy interesante lo que he descubierto.
Todos alrededor de la mesa esperaban ansiosos una respuesta convincente.
—Creo que estábamos equivocados respecto a lo del mapa. Más bien son símbolos que nos están indicando algo. Fijaos…
Miguel mostró una de las llaves y el supuesto dibujo. Tres pequeñas protuberancias a modo de bolas estaban talladas bajo del ojo o anilla.
—Son como diminutos guisantes —puntualizó Sara sin dejar de prestar atención.
—En efecto —afirmó Miguel—. Hay dos llaves que tienen las mismas marcas, mientras que estas otras dos —dijo al tiempo que las intercambiaba— son diferentes…
Los jóvenes se aproximaron con sumo interés. Ahora los dibujos cambiaban de forma simulando una especie de X en horizontal con una bola en su intersección.
—¿Has averiguado a qué pueden pertenecer? —preguntó Pepe confundido.
—Todavía no. Pero me llama la atención son dibujos monótonos…
—Muy bien, tenemos cuatro de las llaves que aparentemente nos quieren decir algo —añadió Alejandra—. ¿Qué nos dices de las otras seis que tenemos en nuestro poder?
—De momento nada, pero todo se andará —murmuró Miguel con una flamante sonrisa.