CAPÍTULO 73

Eran más de las tres y media de la tarde cuando Sara y Pepe hicieron su aparición en el piso de Llano de Zaidía. Estaban realmente agotados aunque Sara tenía una sensación de vacío y libertad. Acababa de descargar el peso de una historia que le venía grande. Recordó el interrogatorio por unos instantes y admiró la delicadeza con la que le había tratado el inspector Moreno ¿Qué había en ese hombre que a decir verdad le resultaba tremendamente atractivo? Y, ¿por qué sin apenas esfuerzo le había sonsacado todo tipo de información?

¿Sería por su profesionalidad o quizá… había algo más?

Nada más salir de la comisaría en compañía de Andreu Subies y del abogado Arturo Arandiga se puso en contacto con Alejandra y Lluís avisándoles de que estaban de nuevo en la calle. Sara estaba contenta y no terminaba de entender por qué, a pesar de haber recibido por parte del letrado que les acompañaba una buena reprimenda por haber contado toda la historia sin su presencia. Pero todo se había desarrollado de una manera tan extraña que Sara espontáneamente se había visto envuelta en una declaración que no esperaba.

No se arrepentía de ello; lo hecho, hecho estaba.

Mientras Sara y Pepe comían algo rápido después de haber rebuscado en la nevera, la puerta de entrada se oyó dejando entrar a Lluís y Alejandra. Los cuatro se abrazaron mutuamente y envueltos por la emoción.

Mientras tanto, en la calle y a pocos metros de su casa, una pareja de policías vestidos de paisano los vigilaba. El inspector Moreno había pedido que les siguieran para averiguar su nueva dirección, al igual que todos sus movimientos las veinticuatro horas del día. Según la historia que acababa de escuchar por boca de Sara Ferrer y Andreu Subies, aquello tenía un trasfondo que no le gustaba un pelo. Y a pesar de su desmesurada fantasía, no ponía en duda su credibilidad. Aparentemente, ellos tan solo eran unas víctimas de ese enrevesado caso.

Después de la bienvenida y haber relatado todos los pormenores de las últimas horas se concentraron en la búsqueda de la llave número doce. No podían perder tiempo. Ahora más que nunca necesitaban dar con la solución. Lluís había estado buscando información al respecto desde hacía varios días, el problema estribaba en que no tenían ningún acertijo que les indicara el camino, por difícil que fuera descifrarlo como en ocasiones anteriores. La libreta de Jorge Ferrer estaba exprimida al máximo. Y la novela del Lazarillo de Tormes ya no escondía ningún enigma entre sus páginas, ya se había encargado él de desmenuzarla palabra por palabra. Estaban en un callejón sin salida. Necesitaban encontrar la última llave y no sabían por donde tenían que buscar. Se habían puesto en contacto con Miguel Roselló, era la única persona en la que se amparaban y que podía ayudarles en ese momento. De hecho, gracias a él habían encontrado la llave número once correspondiente a la Puerta del Real. Pero para su desconsuelo Miguel desconocía totalmente cómo continuar a pesar de que se había comprometido en la medida de lo posible a retroceder en el tiempo para refrescar la memoria. Los ánimos habían descendido y el cansancio y el estrés vivido hasta ahora, estaba dejando huella.

—Pero tiene que haber algo que nos guíe… —murmuraba Sara rozando la desesperación.

—Eso es lo que todos anhelamos —continuó Lluís— pero… ¿el qué?

—Repasemos paso por paso —intervino Pepe intentando mantener la calma—. Hasta ahora todos nuestros propósitos los hemos conseguido.

Y estoy totalmente convencido de que Jorge está con nosotros en todo momento.

—Yo también lo estoy… —atajó Alejandra con una dulce sonrisa—. Me encomendé a él cuando salí del metro ante la extensa presencia policial y pasé por el lado de muchos de ellos y de otra gente como si fuera invisible. Aún estoy sorprendida de ello y se me ponen los pelos de punta solo de pensarlo. Estoy convencida de que siempre está a nuestro lado y aunque no lo creamos no está guiando; si no… ¿por qué hemos llegado donde estamos ahora? ¿Creéis acaso que no hemos avanzado?

Los demás asintieron. Alejandra tenía razón. Acababa de inyectarles una buena ración de moral.

—¿Qué me decís de la llave? —preguntó Sara sin dejar de mirar a su hermana.

—¿De qué llave hablas? —preguntó Alejandra mientras instintivamente y ajena a sus movimientos, daba vueltas y más vueltas al cordón de cuero que llevaba anudado al cuello y del que colgaba la pequeña llave que encontraron en el baúl de sus padres hacía tan solo unos días.

Lluís y Pepe dirigieron sus miradas al cuello de la muchacha, quien ante lo evidente cayó en la cuenta de que era algo que todavía les quedaba por averiguar. Sin mediar palabra se sacó el cordón por la cabeza y la sostuvo entre sus manos mientras las miradas de los cuatro jóvenes la interrogaban con múltiples preguntas.

En ese preciso momento el sonido de una melodía familiar irrumpió en la estancia sacándolos de su incógnita. Sara se adelantó unos pasos y cogió su móvil del bolso.

—Es Miguel… —dijo a los demás al tiempo que descolgaba—. Hola, dime… ¿De veras? Entonces… ¿tú crees? Gracias. Muchas gracias.

Todos la miraban muertos de curiosidad. Qué le estaría diciendo el novio de su tía. Tenía que ser algo importante. Por la expresión de Sara, debía de serlo. En cuanto colgó el teléfono y acompañada de una enorme sonrisa dijo:

—Miguel ha estado dándole vueltas y más vueltas a la situación, y en vista de que las pistas se nos han terminado, nos propone que vayamos a Xàtiva y visitemos la casa de nuestro abuelo. Él cree que es posible que lo que buscamos pudiera estar allí.

—¿Pues a qué esperamos? —gritó Sara invadida por la emoción.

—Tía Rosa y Miguel nos esperan dentro de media hora en la entrada de la pista de Silla —continuó Alejandra mientras veía como los demás se dirigían a la puerta sin más preámbulos.

Eran casi las seis de la tarde cuando llegaron a Xàtiva y el atardecer se les estaba echando encima. Numerosos nubarrones se habían apoderado del cielo azul dejándolo triste y sombrío. Habían cogido el Audi de Lluís y tras poco más de media hora de carretera y seguidos por Miguel y Rosa habían llegado a su destino. A pocos metros de distancia y con mucha precaución, dos hombres desconocidos por ellos les pisaban los talones.

Cuando entraron en el pueblo fue Miguel quien tomó la iniciativa camino del caserón. Rosa dejó escapar los recuerdos por unos instantes y recordó las pocas veces que había estado allí. La penúltima vez fue en el entierro del padre de Jorge. Todavía se le hacía un nudo en la garganta al ver a su cuñado y a su hermana tristes ante la situación. Pero de eso hacía ya mucho tiempo. La última vez que pisó esas calles fue mucho más cercana. Hacía tan solo cinco años y fue acompañada de sus sobrinas. Se contempló la posibilidad de vender la casa, aunque al final se descartó por añoranza. Era uno de los pocos recuerdos de su padre. Acordaron mantenerla a no ser que fuera estrictamente necesario. Bajaron de los coches y se dirigieron al portón principal. Su fachada necesitaba urgentemente una mano de pintura y la puerta se enganchó al intentar abrirla.

Entraron mezclados entre sombras y crujidos. Se dividieron por habitaciones con el in de agilizar la búsqueda. La casa era bastante grande y la noche se les estaba echando encima. Pasaron tres horas revisando cajones, armarios, escarbando rincones, y buscando cualquier rastro que les pudiera ayudar a localizar la procedencia de la pequeña llave. Nada de nada. Allí tan solo había muebles viejos lleno de polvo, telarañas y heces de ratones. Salieron pasadas las nueve de la noche desanimados y sin saber dónde acudir. Estaban a punto de subir a los coches y regresar a Valencia cuando una idea descabellada surgió de Sara.

—¡Un momento! El abuelo está enterrado en este cementerio… ¿no?

—Sí, —contestó Tía Rosa sin saber a dónde quería ir a parar.

—Pues creo que deberíamos hacerle una visita —continuó Sara como si hubiese tenido una revelación—. Es lo único que nos queda por ver.

—Sara, se está haciendo de noche —replicó Tía Rosa viendo que las estrellas empezaban a aparecer—. No creo que sea una buena idea visitar el cementerio a estas horas.

—¿Por qué no? —concluyó Pepe apoyando la idea—. Ya que estamos aquí, todo lo más que puede pasar es que se nos aparezca algún alma en pena —dijo con algo de sorna.

—Tía, tú siempre nos has dicho que había que temerle más a los vivos que a los muertos —añadió Sara con firmeza.

Alejandra le sonrió forzadamente. No estaba muy de acuerdo, pero… ¿qué podía pasar?

Por unanimidad y sin más comentarios se encaminaron hacia el cementerio. Como era de esperar las puertas estaban cerradas y el muro que lo rodeaba era bastante alto. Estaba claro que tendrían que escalar, y también que no todos podrían hacerlo.

Lluís y Pepe fueron los primeros voluntarios y aparentemente los más ágiles, seguidos de Sara y Alejandra, que no querían permanecer de espectadoras. Tía Rosa y Miguel les explicaron la posición aproximada donde se encontraba la tumba de sus abuelos. Después de sacar dos linternas del maletero se encaramaron al muro y con ayuda unos de otros consiguieron llegar al otro lado ¡Dios mío! La noche era más que cerrada. Aquello parecía la boca de un lobo. Hasta la luna apenas era visible camuflada entre las oscuras nubes. De no ser por el esbelto haz de luz de las linternas hubieran tropezado unos contra otros. Se separaron por parejas con el in de atajar. Alejandra, pegada a Lluís como una lapa, no podía controlar el rechinar de sus dientes. Mitad por el frío que la invadía, mitad por el miedo que la envolvía.

—¿Quieres dejar de castañear la boca? Me estas poniendo nervioso —le dijo Lluís mientras le alumbraba la cara a su vecina.

—Ojalá pudiera —le contestó ella—. No hay forma de controlarlo.

Avanzaron por pasillos llenos de nichos en relativo silencio sin perder de vista a Pepe y a Sara que iban ganando terreno por el otro lado. Se dirigieron hacia el centro. Según las explicaciones de Miguel, tenían que estar muy cerca. Empezaron a alumbrar las lápidas que había sobre la tierra. Algunas de ellas estaban tan cerca unas de otras y en tan deficiente estado que parecía que se iban a abrir de un momento a otro. Sara tenía el vello erizado y estaba arrepentida de haber hecho semejante proposición ¿Quién la habría mandado entrar a esas horas de la noche? Menos mal que Pepe le acompañaba, y era evidente que estaba bastante entero.

Pensó que si ocurría cualquier incidente sabía sobradamente que él le ayudaría incondicionalmente. Sin saber por qué le agarró del brazo para sentirse más segura.

—¿Estás bien? —le preguntó él.

—Regular. Tenía que haberme mordido la lengua.

—No seas tonta. No va a pasar nada ¿Y si encontramos algo y resulta que estabas en lo cierto? —Pepe colocó su mano encima de la de ella transmitiéndole seguridad.

—Tenemos que estar atentos —añadió Sara—. Tiene que estar por aquí.

Se unieron los cuatro y alumbraron una tumba detrás de otra. Ningún nombre coincidía con el de sus abuelos. Las muchachas miraban a un lado y otro precavidas y asustadas deseando salir de allí lo antes posible.

De repente, uno de ellos gritó:

—¡Aquí! ¡Aquí! —señaló Alejandra.

Los demás se agruparon en torno a la lápida de mármol blanco y sobre su base leyeron la inscripción:

A continuación, un epitafio decía así:

“Descansad en paz y libres de toda carga, Que vuestras buenas acciones se verán recompensadas”

Sobre ellas y dentro de una pequeña urna de cristal dos fotos pequeñas de sus abuelos en color sepia reposaban sobre un pequeño pedestal.

Detrás, una imagen esculpida de la Virgen de los Desamparados cuidaba de sus almas. Sara enfocó la luz hacia las fotografías. Se fijó en las facciones de su abuelo. Los rasgos de su padre eran muy parecidos teniendo en cuenta que toda la información que tenía era en las frías fotografías.

Sintió tristeza por no haberlos conocido mejor y sobre todo por el destino cruel que se los llevó. Estaba a punto de retirar la luz y pasar página.

El desanimo se había adueñado de los cuatro jóvenes. Estaba claro que la visita al cementerio había sido en balde. Cuando al hacer un último repaso en la urna de cristal una descabellada idea le pasó por su mente.

—¡Un momento! —murmuró mientras se aproximaba lo más posible a esa pequeña ventana de cristal.

—¿Qué ocurre? —añadió su hermana con un hilo de esperanza.

Los demás se aproximaron instintivamente.

—No lo sé… pero, ¿y si lo que buscamos está ahí dentro? —dijo mientras intentaba con la luz de la linterna profundizar lo más posible en el interior.

—Tendremos que romper el cristal —añadió Lluís.

—No lo creo… —dijo Alejandra con una media sonrisa.

—¿Estás pensando lo que creo que estás pensando? —añadió Andreu con una mueca de complicidad mientras señalaba con el dedo índice el diminuto orificio de una pequeña cerradura.

—¿Es posible que la llave que llevas al cuello —dijo Lluís dirigiéndose a Alejandra— y que no sabíamos a qué correspondía, sea precisamente la llave que encaja aquí?

—Solo hay una manera de averiguarlo… —dijo la muchacha mientras se sacaba el cordón de cuero del cuello y lo intentaba.

La incógnita era demasiado grande. Si encajaba quería decir que iban por buen camino y que las pistas volvían a asomarles como por arte de magia. Efectivamente, y ante el asombro de los cuatro, la llave dio media vuelta abriendo la portezuela de cristal. Alejandra metió la mano dentro, y al hacerlo rozó el marco de la fotografía de su abuelo, cayendo boca abajo. Al intentar ponerlo en pie algo pegajoso le pringó los dedos. Instintivamente los alumbró para ver que era aquello. Las huellas dactilares de sus dedos pulgar e índice estaban impregnadas no sabía de qué. Los frotó con la intención de averiguarlo y los acercó a la nariz. No olía a nada que pudiera identificar. Posiblemente el calor hubiese derretido el material y por eso se estaba descomponiendo. Era la única explicación posible a no ser que… Alejandra se agachó de nuevo, cogió el marco que acababa de colocar y lo miró detenidamente. La fotografía de su abuelo en blanco y negro le miraba fijamente. Después le dio la vuelta y alumbró con la linterna la parte posterior. Mientras, sus tres acompañantes la observaban silenciosos.

—¿Qué buscas? —preguntó Lluís sin poder contenerse.

—No lo sé… —contestó Alejandra algo confusa—. Ha sido como una corazonada.

Antes de terminar la frase desmontó el marco sacando la fotografía y sin saber porqué… le dio la vuelta ¡Eureka! Pensó en silencio.

—¿Qué diríais que es esto? —dijo mientras les enseñaba la parte de atrás.

Sus caras de sorpresa se aproximaron al papel en color sepia y a pesar de la oscuridad de la noche, el haz de luz que lo alumbraba dejaba bastante claro que había ciertas anotaciones.

—Parece una frase… —murmuró Sara mientras la leía en voz alta:

“Si tratase de agradar a los hombres, no sería siervo de Jesucristo” 13 PZLL

—¿Sabéis a qué se refiere? —preguntó confundida.

Los demás se encogieron de hombros.

—Mira en la otra foto —añadió Andreu esperanzado.

Sara cogió la foto de su abuela y la desmontó en un santiamén. Luego le dio la vuelta imitando los gestos de su hermana, pero su decepción creció al verla totalmente limpia. Después inspeccionaron a conciencia el resto de la urna sin obtener nada que les llamara la atención. Al final, decidieron regresar a los coches. Retomaron los pasos en dirección al muro que habían saltado un rato antes y a los pocos minutos se encontraron con Miguel y Tía Rosa, que les esperaban. Nada más verlos le explicó la situación y le mostraron la parte trasera de la foto con la frase que habían encontrado.

—¿Os dice algo? —preguntó Alejandra.

Tía Rosa negó con la cabeza, mientras, Miguel hacía un meticuloso repaso mental camino de Valencia.

Las doce llaves
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