CAPÍTULO 17
El primer día de agosto amaneció radiante y con el calor típico de la estación. La noche anterior, Lluís se acostó tarde en compañía de sus vecinas. Los tres cenaron en un pequeño restaurante del barrio del Carmen y celebraron su primer día de vacaciones. Al parecer, iba a ser un mes bastante movidito, o por lo menos eso era lo que ellos esperaban. Comentaron qué pasos iban a dar y se comprometieron a encontrar las misteriosas llaves a pesar de las amenazas. Intentarían ser discretos y no llamar demasiado la atención, aunque ya les habían dado un toque y apenas se habían movido ni preguntado por ahí, Lo cual quería decir que de alguna manera alguien les tenía controlados.
Estaban llenos de interrogantes y preguntas sin respuesta. Pero eso no les amedrentaba y llenos de ganas y de valor habían quedado esa misma mañana para ultimar detalles y ver que ruta tomaban.
Cuando Alejandra se levantó, el sol ya estaba en lo más alto. La mesa de la terraza estaba cubierta de folios y mapas, anotaciones y rotuladores. Sara estaba enfrascada en todo ese entramado. Dejó en un extremo la libreta de su padre y solo cuando Alejandra le entregó un zumo de naranja, retiró la mirada y su atención de los apuntes.
—¿Por dónde empezamos a buscar? ¿Has sacado algo en claro? —preguntó Alejandra viendo el follón que tenía encima de la mesa. Un detalle llamó su atención y le hizo sonreír inconscientemente.
—No mucho. Aunque creo tener una premonición —continuó Sara—. La muralla cristiana tenía doce puertas y son las llaves de esas puertas las que estamos buscando. Según el mapa que tengo aquí —dijo señalando la mesa, al mismo tiempo que dejaba el vaso del zumo vacío en un extremo de ésta—, están marcadas todas ellas. En negro, el recorrido de la muralla, en rojo, los portales grandes y en azul, los portales pequeños. Hemos empezado a buscar por el Portal o Torres de Quart porque es la que más cerca tenemos. Pero si te fijas en el mapa, te darás cuenta de que la ruta de casi todos los portales se pierde entre las calles. Solo el Portal de Quart, el Portal de San Vicente y el Portal de los Catalanes podríamos decir que convergen en un punto.
—¡Déjame ver! —dijo Alejandra acercándose a las líneas que le señalaba su hermana—. Yo no estaría tan segura. De hecho, las Torres de Quart, si avanzamos por la calle del mismo nombre y empalmamos con la calle Caballeros, van a desembocar a la Plaza de la Virgen. Mientras que la puerta de San Vicente llega hasta la Plaza de la Reina, y la de los Catalanes quiere llegar también a la Plaza de la Virgen, pero se pierde unas calles antes de llegar.
—Así es —continuó Sara—. Lo cual quiere decir que solo las de Quart llegan casi en línea recta a la Plaza de la Virgen. Y como da la casualidad que dicha plaza está al lado de la Plaza de L’Almoina y cuando se fundó Valencia en el año 138 a. de C. fue la intersección o también llamado punto 0 de las dos principales calles romanas. Cabe pensar, y tendría cierta lógica, que podría ser un buen punto de referencia para esconder algo valioso.
Alejandra reflexionó sobre lo que acababa de decir su hermana. No estaba nada mal su planteamiento. Podría ser, ¿por qué no? Al in y al cabo estaban tan despistadas que por algún sitio tenían que empezar.
—¿Cuándo quieres que vayamos? —preguntó Alejandra llena de esperanza.
—Esta misma mañana ¿Tienes algo mejor que hacer?
—Pues la verdad es que no —contestó Alejandra mirando a su hermana con cierta curiosidad. A pesar de que sus planteamientos podían ser ciertos, había algo que la preocupaba, estaba convencida de ello—. Aparte de lo que llevamos entre manos… ¿hay algo más?
—Sé a qué te refieres —dijo Sara desconcertada.
—Si no te conociera lo suficiente podrías hacerme creer que todo va bien, pero da la casualidad de que nos conocemos demasiado bien como para ocultarnos cosas, y sé de sobra aunque tú no lo menciones que tu cabeza no está tranquila, y no es precisamente por la búsqueda que hemos empezado.
—Pues no sé —dudó en continuar.
—¿Qué me dices del nombre que tienes escrito en la esquina de ese folio? Y no me digas que no has sido tú o que está puesto por casualidad.
Sara, la miró con resignación. No necesitaba mirar donde su hermana había hecho la observación, sabía sobradamente lo que ponía: Jesús Valdés.
—No tergiverses las cosas que te veo venir… lo escribí en un momento de debilidad y nada más —puntualizó Sara restándole importancia.
—¡Ya! —exclamó su hermana incrédula. Te preocupa no recordarle a él ni tampoco lo anterior a tus siete años ¿verdad?
—Pues sí —confesó Sara quitándose un peso de encima—. Por más que lo intento es como si mi infancia antes de la muerte de nuestros padres no hubiera existido.
—Te entiendo. Yo apenas lo recuerdo, claro está que tan solo tenía cuatro años, y mis pesadillas me han hecho ver y escuchar cosas que habían sido realidad en aquella época. Entonces eran un suplicio para mí, ahora las entiendo perfectamente; quiero pensar que eran señales, señales para que iniciáramos esta complicada búsqueda.
—Yo por el contrario soy una página en blanco —murmuró Sara.
—Tú eres psicóloga y sabes perfectamente que un shock de esa índole puede crear un trauma como el tuyo. Piensa que la vida nos dio un giro de ciento ochenta grados y que tu edad era más complicada que la mía.
—Lo sé —asintió su hermana.
—¿Por qué no hablas con tu socio Lucas?, quizá te pueda ayudar —Alejandra estaba realmente preocupada. Pocas veces había visto a su hermana tan decaída.
—Lo había pensado, pero todavía no me he atrevido a dar el primer paso.
—¿Y a qué esperas? —la apremió.
La sonrisa se iluminó en sus rostros. El sonido del timbre les hizo despertar de su euforia. Fue Alejandra la que se dirigió a abrir la puerta.
Lluís estaba al otro lado del umbral, vestía informal, con el pelo engominado y rezumando el agradable olor a su varonil perfume.
—Buenos días, chicas.
Sus vecinas le saludaron, no sin antes darle un repaso de arriba abajo.
—¿Dónde vas tan guapo? —preguntó Sara.
—Tengo entendido que vamos de excursión por la ciudad —contestó Lluís con sarcasmo.
—Tus fuentes de información son correctas —dijo Alejandra con ironía.
—¿Habéis averiguado algo? —dijo Lluís dirigiéndose a su vecina Sara, que aún continuaba frente a las decenas de folios.
Ésta intentó ponerle al día viendo como su querido y guapo vecino la escuchaba atentamente y además asintiendo en toda su explicación.
—Me parece que es un buen punto de partida —añadió el joven—. De todas formas, anoche durante la cena se quedaron varias preguntas en el tintero ¿Qué sentido tenía esconder doce llaves que aparentemente no tenían ningún valor? ¿Qué haremos cuando las tengamos en nuestro poder si es que conseguimos encontrarlas? Y sobre todo… la pregunta que me ha desvelado gran parte de esta noche ¿Quién se había preocupado de hacerlo, y por qué? Si las llaves más antiguas son del siglo XV aproximadamente, y la muralla cristiana se derribó en el año 1865 quiere decir que llevan ocultas más de ciento cuarenta años. Si mis investigaciones no me fallan fue el Gobernador Civil de Valencia, Cirilo Amorós, quien solicitó la licencia a la Reina Isabel II para derrumbar el muro. Lo llamaron el Ensanche de la ciudad. Alegó la necesidad de dar trabajo a los numerosos obreros en paro afectados por la crisis de la seda. Aunque los portales no fueron derruidos todos al mismo tiempo, alguien se preocupó de ir recogiendo esas llaves y esconderlas meticulosamente, pero ¿por qué?
—No lo sé, Lluís —contestó Sara—, pero mi intuición femenina me dice que el meollo de la llave de Quart o de alguna de ellas, tiene que estar en la Plaza de L’Almoina o en sus alrededores.
—Tu intuición tiene cierta lógica —continuó Lluís— aunque también podría estar escondida en las propias torres.
Sus vecinas se quedaron pensativas. También era posible.
—Puede estar escondida en cualquier sitio, en la Basílica de la Virgen, la Catedral de Santa María, la Plaza de la Virgen y no sé cuantas cosas más —dijo su vecino con tono sarcástico—. Puede estar escondida desde bajo de una de las baldosas de mármol de la enorme plaza, hasta dentro de la fuente, o dentro de un santo, quizá de un retablo o de la cúpula en la propia catedral. Esto es como buscar una aguja en un pajar. Además, los restos arqueológicos que vamos a visitar han estado enterrados siglos y siglos, hasta hace aproximadamente veinticinco años que los descubrieron y desde hace poco más de veinte años han pasado por expertos y meticulosos especialistas que los han investigado. Si hubiera habido algo lo habrían visto ellos.
—Nuestro padre murió hace veintitrés años —continuó Alejandra—. Poco después de que descubrieran los restos. ¿Por qué no pensar que era aquí dónde estaba la clave y por eso estaba tan cerca de conseguirlo?
Los tres muchachos permanecieron en silencio durante unos segundos.
—¿Tenéis algo mejor? —preguntó Alejandra.
—No —dijo Lluís—. Pero tiene que haber alguna clave, algo que enlace lo que buscamos.
Los tres jóvenes se dirigían hacía su objetivo. Caminando por la calle Quart, y seguidamente por la calle Caballeros, llegaron a la Plaza de la Virgen. No sabían por dónde empezar. Confiaban que a medida que se movían por la ciudad fueran apareciendo pistas que les indicaran el camino ¡Cómo echaba de menos a su padre! Sara no podía apartarlo de su mente. Y pensar que él casi había dado con la solución. Y le había costado la vida… y no solo la suya, sino también se había llevado la de su madre… Ante sus ojos tenía la Plaza de la Virgen, una gran explanada con una fuente central. Estaba llena de gente, multitud de turistas con sus cámaras intentaban conservar el momento.
—Ya hemos llegado, y ahora, ¿qué? —preguntó Alejandra.
—No sé. Espero que no nos siga nadie —dijo Sara nerviosa.
Lluís advirtió la tensión de sus vecinas.
—Tranquilas, chicas. Mostraros como unas jóvenes que están de vacaciones y van de visitas turísticas, ni más, ni menos. Empezaremos por la intuición de Sara.
Minutos más tarde pisaban la explanada de la Plaza de L’Almoina. El centro un gran lucernario de cristal cubierto de láminas de agua dejaba entrever los restos de las termas romanas. Asomados y curiosos, se dispusieron a entrar. Con las entradas adhesivas pegadas en la ropa y junto con varias personas más en el grupo, empezaron a bajar unas escaleras de metal prefabricadas. Atravesaron las termas restauradas inundadas de luz natural que filtraba el enorme ventanal, y avanzaron a través de una fina barandilla de metal siguiendo la explicación del guía. Aquello eran piedras y más piedras. Entre las termas, el Ninfeo y el Hórreo, restos del edificio donde se guardaban las cosechas de cereales y donde se encontraban las dos calles principales: de norte a sur, la calle Cardo Máximo, de este a oeste, Decumano Máximo. Sara se emocionó al oír que se encontraban en el punto 0. Los tres jóvenes se asomaron más de lo normal.
Tan solo les separaban unos metros. Intentaban ver alguna pista que les ayudara en su búsqueda. Pero aquello seguían siendo solo piedras y más piedras. Sara estuvo a punto de bajar, de deslizarse por aquellos pasadizos y buscar y rebuscar. Alejandra le frenó cogiéndole del brazo.
—¡No es el momento! —le dijo discretamente— nos van a llamar la atención.
—Ya lo sé. Si pudiéramos quedarnos los tres aquí dentro… solos.
—Sara ¿Estás loca? —le dijo apenas en un susurro.
—Creo que sería posible —añadió Lluís.
—No puedo creer lo que estáis diciendo —dijo Alejandra confundida.
El guía continuaba con su explicación y el grupo de quince o veinte personas avanzaba sin fijarse en los tres jóvenes.
—Esta es la última visita de esta mañana —dijo Lluís—. Tenemos dos horas por delante hasta que empiece el turno de la tarde. Si conseguimos despistarnos.
—Pero somos tres personas. No es tan fácil —dijo Sara.
—¿Quién ha dicho que tengamos que quedarnos los tres? —añadió Lluís. Vosotras saldréis con el grupo.
—¡De eso nada! Si te quedas tú…
—Sara, piensa… tu eres una persona sensata. Necesitaré a alguien fuera que me indique si hay peligro. Vosotras me guiaréis a través del ventanal de cristales que hay arriba y además todos llevamos el móvil encima, ¿no?
Las dos hermanas localizaron el móvil y asintieron. Disimuladamente, los tres se acercaron al grupo integrándose en él. El guía continuaba con su explicación:
—En el siglo XIV se construyó el edificio de L’Almoina por iniciativa del obispo Ramón Despont, era una institución benéfica que se ocupaba del mantenimiento de los pobres. En mayo de 1348 llegó la Muerte Negra, todos pensaron que era un castigo divino para los pecadores. Con la peste murieron millares de personas. Los cementerios se quedaron pequeños y todos los objetos ya fuesen vasijas, ropas o cualquier enser que estuviera en contacto con la epidemia era lanzado a ese foso que tienen ahí delante.
Todos miraron al pequeño foso de piedra y a continuación siguieron avanzando. Visitaron unas columnas restauradas y cuya pared estaba pegada con la Basílica de la Virgen. Alejandra se giró a su hermana y cuando buscó a Lluís se dio cuenta de que había desaparecido. Discretamente, intentó localizarlo sin éxito ¿Dónde se había escondido y en tan poco tiempo?
La visita continuó, Alejandra nerviosa observó que nadie lo echaba de menos. Intentó respirar profundamente. No pasaba nada… no pasaba nada… se decía a sí misma intentando tranquilizarse. Su hermana se encontraba a su lado. Siguieron la visita hasta llegar al lugar donde San Vicente fue martirizado en el año 304, allí se levantó una pequeña iglesia en su memoria. Ahora solo quedaba el ábside y algunos restos de unas tumbas. La visita estaba a punto de finalizar y las dos hermanas, poco después, subían por la escalera de metal que hacía una hora habían bajado acompañadas de su vecino.
Salieron al aire libre y la luz les hizo protegerse los ojos. Sara, se puso sus gafas de sol y se dirigió al lucernario de cristales. Su hermana le siguió. Se sentaron en un bordillo intentando observar la situación. Tras los cristales no había rastro de Lluís.
—¿Crees que saldrá bien? —preguntó Alejandra temerosa de que le pudiera ocurrir algo a Lluís.
—Espero que sí. Tenemos que estar muy atentas, dentro de nada cerraran las puertas y se irán a comer. Entonces avisaremos a Lluís para que se mueva.
—¿Y si queda alguien de seguridad? —volvió a preguntar Alejandra nerviosa.
—¡No lo sé! ¡Cállate de una vez! —Sara se mostraba alterada. Ya era bastante delicada la situación como para que su hermana estuviera poniendo pegas.
La plaza antes cubierta de gente paseando ahora empezaba a vaciarse.
La hora de comer tenía que hacer su efecto. Al cabo de media hora se quedaron solas y las puertas del museo se habían cerrado. Ignoraban si se había quedado alguien dentro pero no había manera humana de averiguarlo. Así que sentadas en el bordillo del lucernario se esforzaban por ver algo de movimiento en su interior.
—Creo que se ha movido algo —dijo Alejandra con el estomago encogido.
—Si, es Lluís —chilló Sara nerviosa—. Ha salido de su escondite. Tenemos que estar muy atentas. Será mejor que estemos cada una en un extremo. Ten el móvil controlado.
Alejandra, le obedeció y tranquilamente se acomodó en la otra esquina desde donde podía ver el movimiento de su querido vecino. Hacía un calor sofocante.
Pasado un rato Sara miraba el reloj. Había transcurrido hora y media. ¿Habría encontrado alguna pista? Solo disponía de veinte minutos más. Para su sorpresa un grupo reducido de personas se aproximaba a la puerta del museo.
—¡Dios mío! ¡Van a entrar! Tengo que avisarle. Sara cogió el móvil y marcó el número de Lluís.
Se oyó una voz femenina.
—El teléfono está apagado o fuera de cobertura.
—¡No puede ser, como que apagado o fuera de cobertura! —Sara colgó y volvió a intentarlo.
De repente, Alejandra levantó la cabeza y se quedó paralizada. Frente a ella y de espaldas a su hermana se encontraba en uno de los extremos de la plaza un hombre con un puro en la mano, similar al que le amenazara días antes enfrente de su casa.
—¡Dios mío, es el mismo tipo! —se dijo con una cierta flojedad de piernas.
Miró fijamente a su hermana deseando que ésta advirtiera su presencia pero estaba demasiado ocupada mirando hacia el interior. Intentó llamarla sigilosamente.
—Sara… Sssssss ¡Maldita sea! —miró hacía la puerta y vio el grupo de personas que entraban dentro. Parecían gente importante, a juzgar por el atuendo y además iban incluso con guardaespaldas.
Alejandra, se tapó la cara disimuladamente. No sabía si les había reconocido. Si le había seguido era raro que apareciera después de casi dos horas. Su sorpresa aumentó cuando vio que tiraba el puro al suelo y entraba con el grupo dentro del museo. Rápidamente se levantó y se acercó a su hermana. Ésta aún intentaba localizar a su vecino.
—No consigo contactar con Lluís —refunfuñó Sara preocupada.
—Ha entrado un grupo y en él está el tipo que me amenazó.
—¡De veras!… —dijo incrédula.
—Te lo juro.
—Confiemos que Lluís los vea antes que ellos a él.
—¡Allí está! —señaló hacia dentro—. ¡No me lo puedo creer! —dijo Alejandra—. Se ha escondido dentro de la fosa que metían los enseres de la peste negra.
—Como verás no está la cosa para muchos remilgos —protestó Sara secamente—. ¡Alejémonos de aquí! ¡No dejemos que nos vean! El grupo está bajando y, maldita sea —gruñó mientras se retiraba de los cristales y agarraba a su hermana también.
—¿Qué pasa? —preguntó Alejandra asustada.
—¡Creo que nos ha visto el tipo ese! No sé si nos habrá conocido.
—Creo que sí… Sara, nos ha conocido. ¡Sara, corre todo lo que puedas! Está subiendo por las escaleras y viene hacía nosotros ¡Sígueme!…
¡Corre!
Las dos hermanas salieron de allí espantadas y desesperadas. En un santiamén cruzaron la plaza y entraron por una de las puertas de la Basílica. Había bastante gente, la mayoría turistas. Las muchachas se camuflaron entre la multitud. Sara miró hacía la Virgen de los Desamparados y a pesar de su agitada respiración le rezó una breve oración. Alejandra, le dio un codazo a su hermana y ésta supo al momento a qué se refería.
El individuo que las seguía acababa de entrar. Era alto, y su cabeza sobresalía sobre la mayoría de las personas que allí se encontraban. Medio agachadas y esquivando a la gente, se dirigían hacia la salida opuesta con el in de escapar por piernas. Pero cuando llegaron, su temor aumentó.
La puerta estaba cerrada. Tenían que retroceder. Sara intentó divisar al tipo. Era difícil pasar desapercibido con semejante altura. Pero no había ni rastro de él por ningún lado, era increíble, pero había desaparecido, posiblemente se hubiera ido al no verlas.
—Alejandra… Alejandra… —dijo en voz baja—, ¿dónde estaba su hermana? La había perdido. Sus ojos histéricos no paraban de buscarla. En ese mismo momento se quedó petrificada. Algo le apuntaba a la altura de la cintura. Un aliento cálido y maloliente le dijo justo detrás de su cabeza:
—¡Sois muy desobedientes! ¡Lo vais a pagar muy caro!
Sara no sabía cómo reaccionar. Nunca había vivido una experiencia de ese tipo. Pensó que no se atrevería a disparar delante de tanta gente y menos en un lugar como ese. Una mujer bastante gruesa le empujó para pasar entre los dos y Sara aprovechó para escabullirse. Como una anguila se deslizó entre el gentío, y como pudo salió por la puerta que había entrado. Desorientada y cegada por el sol, dio unos pasos sin rumbo ¿A dónde se dirigía? Miró al frente y sus ojos se detuvieron en la inmensa fuente rodeada de turistas. Se aproximó a ella e intentó esconderse sin dejar de mirar a la puerta por la que había salido. Todavía no sabía si Alejandra se encontraba dentro. Sacó el móvil del bolsillo y marcó su número. Después de dos tonos, oía la voz de su hermana. Sara respiró hondo.
Parecía encontrarse bien. Le dio su posición y a los pocos segundos la vio salir de la Basílica y dirigirse hacia donde ella le había señalado. El móvil de Sara vibró en su pantalón y nerviosa vio que la llamada era de Lluís.
—¿Dónde estás? —preguntó Sara angustiada.
—He conseguido salir fuera. Estoy en la Plaza de L’Almoina —dijo su vecino—. ¿Y vosotras dónde estáis?
—¡Sal de ahí ahora mismo! —grito Sara asustada. En ese momento vio como de la Basílica salía el tipo que les había seguido y mirando a su alrededor se dirigía hacia la plaza donde se encontraba Lluís—. ¡Corre! ¡Corre hacía el río! Nos vemos en la Casa de los Caramelos en diez minutos.
Los tres jóvenes se encontraron en el lugar acordado. Habían sido unas horas realmente estresantes. Camino de casa y mucho más tranquilos, hicieron las preguntas pertinentes:
—¿Quienes eran esos tipos que entraron en el Museo, Lluís? —preguntó Alejandra.
—Pues por lo poco que pude escuchar había una persona del Ayuntamiento. Supongo que para guiarlos sobre las excavaciones. Pero el pez gordo y sus guardaespaldas me pareció que pertenecían a una Asociación Privada. Lo que no sé es el nombre. Todo era decir que la Asociación por aquí que la Asociación por allá.
—Tenemos que averiguar quienes eran y que es lo que pretenden. Y por qué tanto interés en que no investiguemos sobre este tema —aclaró Alejandra.
—¿Conseguiste dar con alguna clave? —preguntó Sara mucho más tranquila.
—No hubo nada en particular que me llamara la atención. No es fácil —contestó Lluís—. Pero creo que deberíamos echar un vistazo más minucioso a esa libreta de tu padre. Insisto en que tiene que tener alguna pista que se nos está pasando por alto.
—Creo que hemos sido unos irresponsables —interrumpió Sara—. Imagínate si te llegan a pillar. No me lo hubiese perdonado nunca por haber accedido a semejante barbaridad. Además, es posible que hubiera cámaras o alarmas dentro.
—Estoy de acuerdo contigo, Sara —añadió su hermana después del susto.
—No digo que no. Cámaras es posible, alarmas no, o por lo menos no las conectaron al mediodía —continuó Lluís bastante tranquilo—. Hemos actuado un poco a la ligera. Pero de los errores se aprende. Vosotras habéis corrido peligro. La próxima vez, debemos de estudiar todos los movimientos a seguir ¡Tenemos que ser más listos que ellos!