CAPÍTULO 80

Una gigantesca nube de polvo invadió la estancia seguida del estrepitoso sonido de los escombros al caer. Alejandra estalló envuelta en gritos y un llanto desconsolador, lo que le provocó un ataque de ansiedad que se adueñó de ella y la dejó fuera de control.

De no ser por Miguel, que a duras penas pudo contenerla, se habría ido de bruces contra el suelo de semejante precipicio.

Habían perdido la cuenta de las veces que les habían nombrado gritando desesperados y no habían obtenido respuesta. La nebulosa se iba disipando y podían adivinar cómo los cuerpos de los dos muchachos estaban tendidos sobre el suelo de un foso a varios metros de altura. La tenue luz de la antorcha junto a ellos hacía adivinar que no había ni el más mínimo movimiento.

Miguel los alumbraba sin parar a pesar de que el haz de luz de su linterna se disipaba a tanta distancia, lo que dificultaba ver con nitidez su objetivo.

—¡Lluís!, ¡Pepe!… —gritó la joven desesperada al continuar sin obtener respuesta—. ¡Espera! —chilló de nuevo—. Miguel, retrocede con la luz, me ha parecido ver algo que se movía entre los escombros —éste le obedeció deteniéndose en varios objetos no identificados—. ¿Qué narices es eso? —preguntó confusa al tiempo que intentaba enfocar con más detalle.

—Parecen un puñado de ratas… —confirmó Miguel con el estomago encogido.

—Dios mío… ¡Lluís!, ¡Pepe! —gritó Alejandra sin parar mientras notaba los pelos como escarpias—. ¡Despertad, maldita sea! —Alejandra se quedó muda durante unos segundos dando paso a un escalofriante pensamiento—. ¡Miguel, no pueden estar muertos! ¿Verdad?

Alejandra recibió un afectuoso abrazo de Miguel mientras un nudo se le formaba en la garganta sin permitirle articular palabra. Nunca se lo perdonaría. Nunca. Por su culpa ahora se encontraban aquellos jóvenes inertes. Se suponía que era el más maduro y por lo tanto el más sensato, y qué había hecho para impedir semejante desgracia. Nada.

—¿Hay alguien ahí? —una frágil y resquebrajada voz se oyó desde el foso como de ultratumba.

—Son ellos… —murmuró Alejandra envuelta en un llanto desconsolador.

Miguel los enfocó de nuevo. Pepe estaba de pie con un aspecto pésimo, y ayudaba a moverse a Lluís, que parecía estar en peores condiciones.

—¡Cabronas!… ¡Malditas hijas de puta!… —se oyó rugir desde el fondo.

—¿Qué pasa? —preguntó Miguel tremendamente preocupado.

—Estamos rodeados de unas sanguinarias ratas —gritó Pepe mientras no paraba de moverse—. Estaban mordisqueando a Lluís. Pero esa va a morder poco, la muy… —un crujido de piedras se oyó desde el fondo seguido de un quejido.

Alejandra observó asustada desde arriba cómo la antorcha iba y venía de un lado a otro manipulada por Pepe persiguiendo a los repugnantes roedores.

—¿Cómo está Lluís?… —preguntó Alejandra con el corazón en un puño.

—Respira, si es eso a lo que te refieres —voceó Pepe mientras intentaba espabilarlo.

—¿Cómo vamos a sacarlos de ahí? —preguntó Alejandra llena de pesar.

—Intenta contactar con tu hermana —contestó Miguel con claros signos de preocupación—. Necesitamos cuerdas… sí, eso, cuerdas.

Alejandra buscó nerviosa su móvil entre los bolsillos. Por in, dio con él. Se limitó a marcar, y espero alguna señal, pero no hubo ningún tipo de respuesta.

—Miguel, no hay señal… no tenemos cobertura ¡Maldita sea!

—Tranquilízate, mujer. No podemos perder el control ahora.

—¡Tenemos que conseguir cuerdas para sacaros de ahí! —chilló la joven intentando infundir algo de ánimo.

—Gracias y lo siento… —una voz débil se oyó desde la profundidad.

Alejandra la reconoció al instante y una lágrima se deslizó por una de sus mejillas.

—Lluís, ¿estás bien?

—He estado en mejores situaciones… —añadió a duras penas.

—No tiene nada roto. Tan solo está magullado y algo aturdido —respondió Pepe al tiempo que no paraba de buscar algo entre los restos de piedra que había esparcidos por el suelo.

—¿Se puede saber qué buscas? —preguntó Miguel confundido.

—Buena pregunta —respondió Pepe—. Las zorras de las ratas se han escabullido por algún sitio cuando las he amenazado con la llama de la antorcha. Si ellas han salido, ¿por qué nosotros no?

—Será porque sois algo más grandes —dijo Alejandra con sorna viendo imposible su propósito. Una sonrisa se escapó de su precioso rostro cuando pudo descifrar que Lluís se incorporaba.

—Creo que ha sido por aquí —dijo Pepe alumbrando el rincón para ver con más detalle.

Las paredes estaban recubiertas de humedad y parecían algo frágiles.

Pepe cogió una piedra y probó a golpearla con ganas. Como bien había descifrado el joven, los roedores se habían deslizado por unos pequeños orificios, que sin duda aumentaron su tamaño al ser golpeados con fuerza y desespero. Pepe se agachó e introdujo la antorcha para poder ver el interior. Gracias a Dios parecía otro habitáculo. Pensó y rezó al mismo tiempo para que hubiera una salida a ese ennegrecido agujero. Sabía de antemano que conseguir unas cuerdas no era una tarea fácil en las circunstancias en las que se encontraban, por lo que había optado por buscar otra alternativa. Parecía que esa era la única opción por el momento y no estaban en situación de hacer remilgos.

—He encontrado una salida —gritó con la intención de tranquilizar a Miguel y Alejandra.

—Pero… no sabéis donde irá a parar —chilló la joven preocupada de que aquello fuera una encerrona y no lograran encontrar la luz.

—Iré a inspeccionar primero —volvió a decir mientras se perdía en semejante boquete.

A su espalda oyó una dolorida voz:

—Vuelve, no se te ocurra dejarme aquí…

—Tranquilo, Lluís que te tengo muy presente —dijo asomando la cabeza para contestar a su amigo.

Lluís fue incapaz de cronometrar el tiempo transcurrido, pero a su humilde criterio fue interminable lo que tardó Pepe volvió a asomarse por el mismo agujero. Su rostro parecía haber cambiado. Una sonrisa brilló en la oscuridad dejando sus dientes al descubierto.

—Espero que traigas buenas noticias… —pronunció Lluís incorporándose a duras penas.

—Las traigo —dijo mientras le sujetaba—. Tenemos que irnos de aquí.

—¿Has encontrado algo? —preguntó Alejandra asustada.

—Sí —verificó el joven—. Vamos a pasar al otro lado —voceó para ser oído—. Y vosotros tenéis que continuar. No os preocupéis por nosotros —volvió a decir mientras ayudaba a su compañero de fatigas y desaparecían como por arte de magia…

—Pero cómo vamos a continuar sin ellos… —refunfuñó Alejandra confusa y con lágrimas en los ojos.

—Hemos de seguir —intervino Miguel mientras la abrazaba en señal de apoyo—. Vamos —dijo mientras retrocedían sobre sus pasos.

De nuevo tenían las cuatro puertas ante sus ojos. Una de ellas abierta y sobradamente ya sabían lo que contenía. Pero y las demás… ¿serían igual de traicioneras? ¿Tendría Miguel razón al pensar que aquello era un reguero de trabas?

—Tenemos que afinar en la elección —añadió Miguel mientras estudiada con detenimiento los símbolos—. No solo se refiere a los cuatro puntos cardinales, sino también a los cuatro elementos Tierra, Agua, Aire y Fuego. La puerta que está abierta pertenecía al Oeste que también representa el elemento Tierra. De ahí que se hayan visto involucrados en ese entorno. Ésta otra nos indica el Este y también el elemento Fuego… —dijo mientras palpada meticulosamente la puerta de la izquierda.

—No quiero ni pensar lo que habrá al otro lado —pronunció la muchacha.

—Yo tampoco. Hemos de sacar las llaves que nos quedan en nuestra mochila y a partir de ahí tenemos que decantarnos por una de las tres puertas que nos quedan.

—Te dejo escoger a ti —cedió Alejandra viendo que aquella situación le venía grande—. Yo no soy capaz de hacerlo.

Mientras tanto, a bastantes metros de distancia y escondidos detrás de unos matorrales en la superficie, dos hombres con la placa de policía guardada en sus carteras observaban asombrados a Rosa y su sobrina Sara. No daban crédito a los movimientos que habían visto en las últimas horas. Parecía magia o quizá brujería, y hubieran pensado eso de las personas que componían el grupo si no hubiera sido porque el inspector Moreno les había avisado de que la misión requería paciencia y sobre todo mucha imaginación. Al principio, no habían terminado de entender a qué se refería con esa expresión y, sobre todo, lo que rodeaba la palabra: imaginación. Ahora quedaba claro que lo que sus ojos vieran y sus oídos oyeran estaba fuera de toda lógica. Tan solo deseaban terminar el operativo lo antes posible, regresar a sus hogares y vivir una vida sencilla y sin complicaciones.

—Tengo los huesos calados con la dichosa humedad esta —dijo uno de los dos policías.

—Y yo tres cuartos de lo mismo —murmuró el acompañante—. Espero que salgan de una puta vez ya. Con lo bien que se está en casa y esta gente se empeña en buscar y buscar.

Tía Rosa y Sara consultaban el reloj una y otra vez. Se habían cansado de utilizar el móvil intentando ponerse en contacto con el resto del equipo, pero la respuesta siempre era la misma: está apagado o fuera de cobertura. La oscuridad de la noche cerrada que las rodeaba era como una pesada losa de mármol que se había posado sobre sus espaldas y la incertidumbre de no saber qué demonios estaba sucediendo, un nudo instalado en sus gargantas que apenas les permitía respirar con normalidad.

—Tenemos que bajar… —volvió a proponer Sara por sexta o séptima vez.

—¿Y si avisamos a la policía? No quiero ni pensar que les haya pasado algo —añadió Rosa desencajada—. ¿Cuánto hace que se fueron?

—Más de cuatro horas.

—Hay que avisar a alguien —insistió de nuevo Tía Rosa.

—No podemos llamar a nadie, tía —negó Sara—. Sé por experiencia que esas búsquedas no son fáciles.

—¿Pero y si llamaras a ese inspector que os inspira confianza? —sugirió Tía Rosa más que desesperada.

Sara se quedó pensativa y reconoció que era la única persona con la suficiente autoridad para echarles una mano, y en la cual confiaba.

—¡Llámale, hija!… ¡llámale! —achuchó Rosa.

Sara marcó su número de teléfono mientras procuraba controlar el temblor de sus manos. Mitad por la humedad que reinaba en el ambiente y que se había alojado en sus huesos, y mitad por los nervios que le estaban corroyendo por dentro.

La señal se repitió una y otra vez sin ninguna respuesta. Sara estuvo a punto de colgar cuando una voz ronca y con claros signos de adormecimiento contestó:

—Dígame…

—¿El inspector Moreno? —preguntó Sara con cautela.

—Sí, ¿quién llama?

—Soy Sara Ferrer. Siento muchísimo el despertarte a estas horas pero necesitamos…

En el momento en que el inspector fue consciente de quién estaba al otro lado de la línea, se espabiló instantáneamente incorporándose de la cama y dejando la modorra en el pasado.

—Dime, Sara, me extraña que me llames a estas horas. Supongo que cuando te has decidido a hacerlo es porque debes tener algún motivo importante.

—Lo tengo. Nos encontramos en los Jardines del Real y hemos descubierto un pasadizo que posiblemente nos ayude a desvelar todo este misterio.

—¿En los Jardines del Real? —preguntó Moreno mientras miraba el reloj—. ¿A estas horas?…

—Sí, es complicado y algo extenso —continuó Sara midiendo las palabras que pronunciaba—. Creemos que a mi hermana y a los demás les ha ocurrido algo. Hace más de cuatro horas que han descendido por un túnel y no han vuelto.

—No te preocupes… Dime el punto exacto y en veinte minutos estaré allí.

Sara le indicó el lugar y le dio las gracias… después colgó. Durante unos instantes dudó si había obrado como debía. Pero el solo pensar que a su hermana y a los demás les hubiera pasado algo… Sí había hecho lo correcto, se intentaba auto-convencer.

—¿Has oído ese ruido? —preguntó Tía Rosa recelosa mientras miraba a un lado y a otro.

—No, no he oído nada —susurró Sara asomándose a la boca del túnel que seguía oscuro como la boca de un lobo e igual de silencioso que una tumba.

De repente, y antes de que pudieran reaccionar, dos sombras salieron de detrás de unos arbustos y aproximándose con sigilo se colocaron a pocos metros de donde ellas se encontraban.

—Buenas noches… —dijeron con sorna.

El sobresalto de las dos mujeres fue mayúsculo al descubrir que no estaban solas. A pesar de la escasa luz que llegaba de una de las farolas próximas, pudieron apreciar que se trataba de un hombre y de una mujer.

Sara los reconoció al instante. Sus queridos vecinos Erika y Gustavo entraban de nuevo en escena, y esta vez sin ningún tipo de disfraz.

Gustavo se acercó a ellas y con tono autoritario les apuntó con el cañón de su arma.

—¿Dónde están los demás? —preguntó de mala forma.

Ninguna de las dos contestó. Rosa se devanaba los sesos intentando averiguar quiénes eran esos dos mequetrefes que se atrevían a amenazarles, aunque empezaba a imaginárselo. Erika se acercó y con cara de pocos amigos repitió la pregunta. Estaba claro que acababan de llegar y no habían visto nada del pasadizo, pensó Sara. Intentó no mirar hacía el suelo de la fuente con el in de no delatar el túnel.

—No lo volveré a preguntar —amenazó Gustavo—. Estoy harto de dar vueltas por el “puto” parque buscándoos, y ahora que os hemos encontrado vamos a ir todos juntitos a desenmascarar este maldito jeroglífico.

—Está claro que se han separado y que están esperando al resto de la pandilla —afirmó Erika mirando alrededor y olfateando como un sabueso.

Espera un momento, ¿qué coño es esto?

Sara cerró los ojos y rezó en silencio porque no encontrara la entrada oculta mientras agarraba las manos de su tía con fuerza.

—Mi niña, creo que lo acaban de descubrir —apenas fue un susurró que su sobrina captó de inmediato.

—¡Gustavo, alumbra aquí! —éste obedeció al instante dejándolas a un lado.

—¿Qué dirías que es? —preguntó descolocado.

—Está muy claro, parece una entrada… —gritó Erika victoriosa—. Seguro que lo que buscamos está ahí dentro.

—Muy bien, pues vamos a bajar —añadió su fiel acompañante.

—¡Vamos, vosotras dos primero! —dijo él mientras las empujaba hacía dentro el estanque.

Sara miró el reloj, el inspector Moreno no tardaría en llegar. Tan solo tenía que hacerse un poco la remolona y…

Mientras tanto los dos policías prestaban atención a pesar de estar hartos de esperar y les llamó la atención la presencia de dos nuevos personajes.

—¿Qué narices está pasando ahí? —despotricó uno de ellos—. Ahora hay dos personas más.

—Tienes razón —contestó el otro—, oye, ¿llevan un arma o es imaginación mía?

—No se ve una mierda —se quejó el otro de la poca visibilidad—. Mejor será que nos acerquemos.

—Deberíamos avisar antes al inspector Moreno de los nuevos acontecimientos.

—Tienes razón.

Sara se agachó para atarse los cordones de las botas. Necesitaba ganar tiempo, pero Erika no estaba por la labor de tolerar niñerías y le empujó tirándola al suelo.

—¡Ponte en pie y baja tú la primera de una puta vez! —gritó sin contemplaciones.

Sara la fulminó con la mirada, agarró su linterna y empezó a descender mientras era seguida de su tía. A continuación, Erika siguió sus pasos. Gustavo se encontraba todavía en la superficie cuando se oyó un grito que alteró la tranquilidad de tan agitada noche.

—¡Alto, policía!

Gustavo disparó a ciegas en dirección al sonido de la voz. Seguidamente, se coló por el agujero subterráneo mientras podía escuchar como varias balas rebotaban en el pedestal de piedra que sostenía el busto de la Dama de Elche. Sara y su tía continuaban bajando aunque habían aminorado la marcha en cuanto oyeron el alto policial. Estaban salvadas… gracias a Dios. Pero Gustavo y Erika estaban a la defensiva y no pensaban dejar bajar a nadie que según ellos no hubieran invitado. En cuanto vieron que alguien se asomaba a la pequeña entrada emprendieron un tiroteo que retumbó en aquellas viejas y húmedas paredes, dejando al personal sumido en un ensordecedor ruido. Sara y su tía se taparon los oídos intentando amortiguar semejante estallido. Rosa, resbaló a causa del suelo húmedo y perdió el equilibrio. Para evitar caer de morros se agarró a un saliente de metal anclado en la pared y ello evitó que pudiera caer, activando sin saberlo un mecanismo que hizo que la entrada que daba al parque y que les había permitido descender y que ahora se encontraba bloqueada por los policías en el exterior, se cerrara sin poder remediarlo. Sara la miró con desanimo. Si aún quedaba algún indicio de que pudieran ser auxiliadas por los agentes de la ley, acababan de perder todo tipo de esperanza. Rosa miró a su sobrina, no tenía palabras para disculparse.

Erika y Gustavo se miraron complacidos.

—No sé lo que habéis hecho pero desde luego ha sido en el momento más oportuno —añadió ella con una macabra sonrisa.

—¡Seguid adelante!… ¡Vamos, caminad!… —gruñó Gustavo dirigiéndose a ellas dos y obligándolas a emprender la marcha.

Erika, como buena rastreadora, posó sus ojos en el suelo. El polvo acumulado durante décadas formando una especie de alfombra se veía alterado por distintas huellas recientes. Se limitó a hacer una seña a su compañero para que las tuviera en cuenta. El interminable pasillo apestaba a aire comprimido y maloliente. Sara y su tía iban delante alumbrando sus pasos, sin saber muy bien donde iba a parar semejante túnel y esperando de un momento a otro encontrarse con el resto del grupo. Solo esperaban que estuvieran bien. Algo al fondo las distrajo.

—Esperad un momento —gritó Erika mientras las adelantaba.

Sara fijó la vista al frente y se sorprendió al ver dos puertas de un grosor exagerado y fuera de lo normal. Pero lo que más le impactó era que curiosamente se encontraban abiertas. Dedujo que su hermana y los demás las habían atravesado ¿Pero cómo saber por cual? Su pregunta fue contestada de inmediato. Erika dio con la solución y les indicó por donde tenían que continuar. Menudo sabueso tenían de guía, pensó para sus adentros. Y pensar que durante el tiempo que se habían hecho pasar por amables vecinos ella los había intentado justificar y defender en varias ocasiones ante su hermana Alejandra, Lluís y Pepe. Ahora se daba cuenta de que tenían razón. La muy lagarta. Mientras la devoraba con la mirada se frotó el codo al resentirse del dolor causado al caer cuando un rato antes Erika le había empujado. Entre dientes juró que no permitiría que esa maldita zorra se saliera con la suya, ni por supuesto que les hiciera algún daño a su tía o los demás.

—Vamos, que no tenemos todo el día —achuchó Gustavo con la pistola en mano empujando a Rosa.

Sara se revolvió como una fiera y con los ojos engangrenados le dijo:

—¡No vuelvas a tocarla maldito desgraciado!

—Más vale que te calles “zorrón”… —él la amenazó al tiempo que la cogía del cuello demostrando su fuerza bruta.

Tía Rosa se interpuso procurando calmar las aguas.

—¡Suéltala, maldita sea! —intervino Erika con autoridad—. La necesitamos hasta el final. Acuérdate de las órdenes.

Gustavo cedió en su desmesurada fuerza dejando a Sara escocida y dolorida al mismo tiempo, mientras se alejaba rezando algo que no consiguieron descifrar.

Habían perdido la noción del camino avanzado pero cada vez era más difícil de llevar. La negrura de aquel agujero se le estaba haciendo insoportable. Sara, agarrada a su tía, caminaba obediente, y de repente se detuvieron. Acababan de llegar a una sala en la que aparecían cuatro puertas. Y de ellas tan solo dos estaban abiertas. Solo que esta vez no había pistas suficientes para adivinar por donde habían ido.

—¿Y ahora qué? —preguntó Gustavo desconcertado.

—No lo sé —contestó Erika mientras inspeccionaba la situación.

Se asomaron puerta por puerta. Primero observaron una sala con bastante profundidad y una gran cantidad de escombros amontonados en el fondo. Pasaron a la siguiente, ya que esa aparentemente no tenía salida. Ésta mostraba otra sala aún más grande y curiosamente sus paredes estaban repletas de grietas. Pero… ¿cómo saber por cual decantarse?

Apostaron por la segunda ya que parecía más fácil. Gustavo obligó a Tía Rosa y a Sara a que fueran las primeras en entrar. No le gustaba un pelo tener que pasearse por las entrañas de la tierra como si fuera una alimaña. Desconfiado como siempre, y precavido, sospechaba que algo extraño pudiera suceder, y como no era adivino puso a las dos mujeres de cebo para cualquier anomalía inesperada.

Tía Rosa fue la primera en entrar seguida de su sobrina. Al instante, sus fosas nasales se inundaron de un fuerte olor que al principio no supieron identificar. Caminaban despacio cuando Gustavo y Erika se unieron a su lado. Parecía no haber ningún peligro extraño, supusieron todos. Pero a veces las apariencias engañan. Unos ruidos a los lados les hicieron desviar su atención. Sara, alumbró hacía una de las paredes e inmediatamente gritó:

—¡Al suelo! ¡Tía, tírate al suelo!

Las dos mujeres centraron toda su atención en mantenerse los más ágiles posibles y casi besando el suelo observaron como de las incalculables grietas de las paredes salían lenguas de fuego que atravesaban prácticamente el ancho de la estancia, socarrando todo lo que entorpeciera su trayectoria. Sara reconoció el pesado hedor que le había embargado minutos antes: era gas. Gustavo fue alcanzado por una de las inesperadas llamas prendiendo parte de su atuendo. Erika que se encontraba a su lado se quitó la chaqueta e intentó apagarlo con rapidez al tiempo que esquivaba las ráfagas de calor. Sara y su tía estaban atrapadas en un ángulo muerto. Ante la inesperada situación dedujeron que si realmente estimaban sus vidas no debían de moverse ni un solo milímetro. Las lamas salían y entraban alternándose unas y otras sin ningún criterio evidente.

La temperatura ascendió vertiginosamente. Por un momento los allí presentes pensaron que se encontraban en el mismísimo infierno. Tenían que salir de allí lo antes posible o terminarían achicharrados. Gustavo y Erika se arrastraron como reptiles y consiguieron llegar al otro lado. Sara intentó imitarlos seguida de su tía. Comiéndose el polvo y enterregadas hasta los ojos, pudieron esquivar el fuego a fuerza de varias piruetas. Misteriosamente, en el momento que alcanzaron el otro lado y se encontraron a salvo, las llamaradas se disiparon como por arte de magia. Tan solo el sofocante calor daba muestras de lo sucedido.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó Erika a Gustavo mirando la negrura de su chaqueta arrugada por las llamas.

—Bien, y gracias —una sonrisa se le escapó de su cara.

Sara los miró con detenimiento y al mismo tiempo con odio mientras ayudaba a su tía a ponerse en pie y a sacudirse el polvo acumulado en sus ropas.

—Hay que continuar… —gritó Erika.

Gustavo asintió.

Las doce llaves
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