CAPÍTULO 68

Amaneció un domingo triste y teñido de gris, a pesar de ello, la mañana resultaba apacible. Según los meteorólogos subirían las temperaturas en los próximos días favoreciendo las Fallas.

De hecho, la ciudad daba muestras de vísperas de fiestas. Se respiraba en el ambiente y en los valencianos, con sus luces de colores adornando las calles, tenderetes de chocolate, churros, buñuelos y gran cantidad de casales repartidos por doquier. Rosa preparaba el desayuno mientras Miguel se acicalaba en el baño. Todavía se relamía de la noche de pasión.

Cada vez estaba más convencida de que había hecho bien cortando con Paco y retomando la relación con Miguel. Era un hombre extraordinario en muchos aspectos. Era inteligente, amable, noble y seductor. A pesar de haber entrado en la cincuentena poseía un gran atractivo y eso le había despertado un morbo desconocido en ella. A la vejez viruela se decía ella misma con una picarona sonrisa. Miguel salió del baño con tan solo el albornoz, el pelo mojado y algo revuelto. Rosa le pasó los dedos por su todavía abundante cabellera y le dio un beso en los labios. Éste la agarró por la cintura y le correspondió.

—¿Quieres más? —preguntó él con la mirada viciosilla.

—Quizá más tarde… —respondió ella mientras rodeaba su cuello—. Primero vamos a coger fuerzas.

Durante el desayuno comentaron los pasos a seguir una vez llegaran al museo. Estudiaron un plano que habían bajado de internet y localizaron la posición del retablo que buscaban. A las nueve de la mañana salieron a la calle equipados como dos camuflados turistas.

Decidieron tomar el autobús, aparcar por los alrededores del museo era complicado y además les permitía tener más libertad de movimientos suponiendo que tuvieran que salir corriendo en el peor de los casos y escabullirse por los alrededores. Esperaron el 95 de la EMT y en apenas veinte minutos bajaron del autobús a pocos metros de la puerta principal. Rosa miró el reloj, eran las diez menos cuarto. Faltaban quince minutos para que abriera sus puertas. Decidieron pasear y verificar las entradas y salidas por si las necesitaban con urgencia. Además de la puerta principal, ubicada en el margen izquierdo del antiguo cauce del río Turia, había unas grandes verjas verdes de metal en la misma orientación para el acceso a los vehículos, y carga y descarga. También contaba con otro acceso por dentro del Jardín del Real o también llamado Viveros, que daba a una especie de laberinto de jardines con una fuente en el centro. Todavía no sabían cómo se iba a desarrollar la búsqueda. Ojalá todo le saliera como estaba planeado, pero teniendo en cuenta que el museo contaba con vigilantes y guardias de seguridad para controlar que los visitantes no manosearan ni pudieran dañar las obras que allí se encontraban, la cosa pintaba un poco complicada. Si no podían acercarse más de lo debido o tocar en determinados sitios del retablo en cuestión, no conseguirían su propósito y el viaje habría sido en balde.

—Ya están abriendo, Miguel —avisó Rosa nerviosa como un flan.

—Tranquilízate, mujer —dijo él al tiempo que le agarraba la mano con fuerza y se encaminaban hacia las puertas—. Piensa que solo somos una pareja de turistas hambrientos de arte. Además, tú eres única improvisando. No te preocupes, todo lo más que puede pasar es que nos llamen la atención. Ya verás…

Sin mediar más palabras se colaron dentro. El Museo de Bellas Artes, en otros tiempos fue denominado Museo del Carmen, Museo Provincial y el nombre más reciente era Museo San Pío V por el edificio que lo albergaba; ya que estaba dentro del Colegio San Pío V, sede de la Real Academia de San Carlos. Fue fundado por el arzobispo Juan Tomás de Rocaberti para la formación de sacerdotes. Estaba compuesto por dos partes: el colegio y el templo. El primero se encontraba alrededor de un claustro y con dos torres en su fachada dándole un aspecto de alcázar, como los monasterios o palacios de la época. Adosado a éste se encontraba el templo con una planta octogonal y una gran cúpula de vidriado azul.

Fueron los primeros en entrar. Miguel se acercó a un mostrador situado a la derecha donde una amable señorita les dio dos entradas gratuitas.

Rosa, mientras tanto, se quedó anonadada con la enorme cúpula situada a gran altura sobre su cabeza. Era de un azul tan intenso salpicado de centenares supuestas estrellas que daban una sensación de paz y serenidad. Por una décima de segundo perdió la noción de por qué estaba allí.

—Vamos… —susurró Miguel cogiéndola de la mano.

La estancia convertida en zaguán principal del museo era amplia y meticulosamente cuidada. Las grecas del suelo relucían simulando un tablero de ajedrez. Rosa caminaba absorta sin perderse detalle, obediente a las indicaciones de su acompañante. Atravesaron la puerta de enfrente hacia las salas de colección permanente, donde sí habían hecho bien los deberes deberían de tropezarse con su supuesto objetivo. La amplia sala rectangular estaba separada por pequeñas paredes, a modo de parabán, asimétricamente, lo que permitía tener más espacio para colocar las obras y al mismo tiempo daba la sensación de estar dividida por pequeñas salas. No les costó mucho encontrar el Retablo Eucarístico del Convento de la Puridad o de la Purísima Concepción. Por su tamaño era imposible que les pasara inadvertido. Según la placa de indicación medía: 635.5 x 374 cm y era óleo sobre tabla, talla de madera dorada y policromada. El asombro se relejó en la cara de Miguel y Rosa: a pesar de haberlo visto a groso modo en internet, nada tenía que ver al natural. Era grande y majestuoso. Su creatividad llevada a cabo por la saga valenciana de los Forment entre 1500 y 1503 era verdaderamente una obra de arte y la labor pictórica realizada por Nicolás Falcó entre 1507 y 1515 era digna de admiración.

—¿Y ahora qué? —preguntó Rosa sin saber por dónde empezar.

—No lo sé —contestó Miguel fijándose en todos los detalles.

Una pareja de edad similar a la de ellos se detuvo a su lado admirando el retablo. Rosa caminó unos pasos y se colocó en otro disimulando.

De momento no, pero estaba segura que si la cosa se alargaba, y seguro que se alargaría, iban a terminar despertando sospechas. Dos vigilantes uniformados con trajes de color marrón hacían su trabajo caminando de un lado a otro.

—Muévete por la sala y fotografía todo lo que veas —sugirió Miguel intentando no levantar sospechas—. Intenta despistar a los vigilantes.

Acuérdate de no utilizar flash. De lo contrario, te llamaran la atención.

Rosa sacó la cámara de fotos y como si fuera una consolidada profesional empezó a diestro y siniestro.

Mientras tanto, Miguel sin quitarle ojo al retablo se devanaba los sesos sin obtener ninguna respuesta.

—¿Dónde coño estará la maldita llave? —murmuraba para sus adentros.

Después de casi tres cuartos de hora y con los detalles medio aprendidos de memoria de semejante monstruo de madera, Miguel buscó a Rosa en el otro extremo de la sala y decidieron subir a la planta de arriba.

Apoyados en la barandilla de metal podían controlarla desde otra perspectiva.

—¿Has sacado algo en claro? —preguntó Rosa.

—Nada, absolutamente nada. Y cada vez que me acercaba más de la cuenta el guardia de bigote me echaba unas miradas que me fulminaba.

No he podido verlo con tranquilidad y mucho menos ponerle la mano encima. Pero por lo que recuerdo, la predela del retablo está dedicada a los gozos marianos: Anunciación, Natividad, Epifanía, Resurrección, Ascensión y Pentecostés. Y el propio retablo, como su nombre indica, está dedicado a la Inmaculada Concepción, cuya imagen descansa sobre una peana en el centro y por debajo de San Joaquín y Santa Ana —Miguel continuaba con su relato asombrando a Rosa que lo escuchaba con la boca entreabierta—. Sobre ellos, hay seis tallas de bulto de santos y cuatro huecos vacíos donde en principio se supone que eran diez.

—¿Cómo puedes saber todas esas cosas? —preguntó Rosa impresionada—. No sabía de tus conocimientos religiosos.

—Porque tengo mis fuentes de información y la sinopsis del retablo anotadas aquí.

Miguel desdobló una hoja de papel en la que aparecía una fotografía del retablo y sus características.

Rosa hizo una mueca de complicidad.

—Prosigamos, que vas muy bien —puntualizó Rosa con retintín.

—Debajo de las polseras hay dos profetas tenantes —continuó Miguel corroborando mediante el retablo y el papel que sus afirmaciones coincidían—. Los guardapolvos están ocupados por los reyes David y Salomón y seis profetas más. Pero no hay ninguna pista aparente que nos diga por donde buscar.

Por una décima de segundo un mal pensamiento se apoderó de él.

—Rosa… ¿y si después de tantos años y de tantos traslados la llave ya no está dentro del retablo?

—No digas eso ni en broma… Tiene que estar ahí y nosotros la vamos a encontrar. Repasemos lo que sabemos —prosiguió Rosa intentando dominar los nervios.

Miguel respiró profundamente, el solo pensar que la llave podía haberse extraviado con el paso del tiempo, le había hecho perder la cabeza por unos instantes. Más relajado escuchó a Rosa:

—Sobre las claves que tenemos: El primer billete decía Minerva —dijo Rosa bajando el tono de voz ya que se aproximaba un vigilante que al pasar por su lado les miró disimuladamente.

—Cierto… —continuó Miguel—. Minerva es la diosa de la sabiduría y del arte. El retablo es puro arte y la sabiduría… —por unos instantes se quedó pensativo—. ¡Ya está! ¿Quién puede tener más sabiduría que los profetas?

—En el retablo hay varios… —murmuró Rosa en voz baja.

—Sí, solo falta saber cual o cuales hay que tocar ¡Tenemos que volver a bajar!

Sin mediar una palabra más y procurando aparentar cierta calma sin conseguirlo se encaminaron hacia las escaleras, y a los pocos minutos se encontraban delante de su objetivo.

—¿Cuáles dices que son los profetas? —preguntó Rosa desorientada. A decir verdad, todas las figuras le parecían iguales.

Miguel fue señalándole tanto a la derecha como a la izquierda y nombrándolos uno por uno. Seis de ellos estaban pintados al óleo. Era prácticamente imposible que sobre una pintura al óleo pudiera haber algún tipo de palanca o saliente que activara el escondite de la llave en cuestión.

Pero por el contrario, había dos de ellos que se encontraban debajo de las polseras y no estaban pintados, sino tallados en madera. Medirían entre cuarenta o cincuenta centímetros cada uno y salvo los turbantes que protegían sus cabezas y sus espesas barbas que eran oscuras, el resto de sus vestimentas eran de un dorado envejecido. Miguel se aproximó al de la derecha intentando adivinar no sabía bien qué.

—Tienen que ser estos… —murmuró en voz baja.

Sin poder evitarlo, las manos actuaron por libres palpándolo de arriba abajo con sumo cuidado.

—¡Perdón, perdón!… ¡Caballero no se puede tocar! —una voz firme y masculina se oyó a su espalda.

—Lo siento —se disculpó Miguel ante el vigilante—. Ha sido un impulso incontrolado. Están tan bien hechos que… —su frase se quedó a mitad, no sabía muy bien qué decir mientras veía como el guardia de seguridad se alejaba discretamente aunque procuraba no perderlos de vista.

—Creo que deberíamos irnos de aquí —apremió Rosa asustada—. Están recelosos con nosotros y es normal, llevamos casi hora y media en el mismo sitio.

—¿Irnos? Después de que casi lo tenemos.

—No digo que nos vayamos del museo —susurró— pero sí que cambiemos de lugar. Vamos a ver otras salas, nos despejamos, dejamos que los guardias se confíen que nos hemos marchado y pensamos cómo vamos a actuar.

Miguel se quedó sopesando la propuesta que Rosa acababa de proponerle.

—Me parece una idea muy sensata —dijo Miguel mientras la cogía de la mano.

Se dirigieron hacía el patio Embajador Vich recientemente restaurado, donde el color añil era el protagonista principal en el estuco veneciano. Su planta baja lucía rodeada de columnas con sus arcos respectivos.

Un grupo de jóvenes se disponían a salir por la otra puerta que daba a los Jardines de Viveros. Al encontrarse solos en el patio les dio libertad para poder hablar con cierta normalidad.

—Tiene que haber algo en esos dos profetas que active el escondite de la llave —murmuraba Miguel convencido de su planteamiento—. Estoy seguro.

—No lo pongo en duda, pero… ¿cómo vamos a hacerlo sin tocarlos?

—Rosa, tienes que distraer a los vigilantes —dijo tajantemente—. Es nuestra única opción.

—De acuerdo. Fingiré que he perdido un pendiente —dijo mientras se tocaba la oreja derecha, se quitaba uno de ellos y lo escondía en el bolsillo.

A los pocos minutos se encontraban en la conocida sala de colección permanente. Rosa se armó de valor y se dirigió a uno de los vigilantes.

—Perdone que le moleste, pero se me ha debido de caer un pendiente por aquí. Si usted fuera tan amable de echarme una mano. Es un recuerdo de familia y tiene un gran valor sentimental.

El hombre primero puso mala cara al ver de nuevo a la pareja que había estado rondado los alrededores más de lo normal y centrándose tanto en un mismo sitio. Pensó: ¿qué diablos hacían allí otra vez con lo grande que era el recinto? Llevaba en la profesión más de veinte años y en ese mismo puesto cerca de siete y creía conocer las reacciones de la mayoría de la gente que visitaba el museo, y con toda seguridad creía adivinar que algo buscaban. Pero lo del pendiente le había descolocado un poco y no supo reaccionar ante la petición de la mujer. De reojo le miró los lóbulos de la orejas y efectivamente le faltaba uno. A continuación, sus ojos siguieron los movimientos del hombre que la acompañaba y vio como miraba hacía el suelo con la intención de buscar algo.

—Si, cómo no señora. No se preocupe —contestó educadamente.

Miguel levantó la vista y observó cómo Rosa, en compañía de uno de los vigilantes, se alejaban del lugar donde él se encontraba. Viendo como su compañera interpretaba el papel como la mejor de las actrices y aprovechando que en la estancia no se encontraba ningún otro visitante, se aproximó al retablo y tocó y tocó el profeta de la izquierda sin descanso.

Nervioso se volvió hacia atrás, oía las voces de Rosa y de dos hombres que se habían unido a la búsqueda del pendiente y pudo comprobar que desde su posición no podía ser visto por ellos. Eso le dio fuerza y esperanza para continuar. Empezó de nuevo, palpó los pies de la talla de madera, la dorada túnica, intentó mover los brazos, el turbante, la cabeza.

—¡Un momento! —murmuró suavemente.

Volvió a tocar la cabeza y le pareció que… hubiera jurado que se había movido. Se centró en ella y cuidadosamente intentó girar la pequeña cabeza del profeta de madera.

—¡Eureka!

La cabeza se movió en un ángulo de 90.º Miguel detuvo su respiración ansioso por ver u oír algún movimiento extraño en el retablo. Nada de nada. Tenía que comprobar si en la figura de la derecha ocurría lo mismo, se movió hábilmente unos pasos con el in de repetir la misma operación.

Mientras lo hacía cruzó los dedos para que sus sospechas se convirtieran en realidad. Unas voces femeninas desconocidas se oyeron a su espalda. Se giró instintivamente y vio como tres mujeres en edad de jubilarse se aproximaban. Intentó disimular cambiando de retablo para despistar dándoles la espalda. Oyó como murmuraban entre ellas e intercambiaban risitas. Harto de escuchar que no se movían se giró hacia ellas y una le dedicó una insinuante sonrisa al tiempo que otra de al lado le había parecido que le cucaba un ojo. Miguel, sin mover ni un solo músculo de su rostro, les volvió a dar la espalda cambiando de sitio. No se lo podía creer ¿Acaso estaban intentando ligar con él? No tenía que dar ninguna muestra de simpatía, de lo contrario, estaba perdido. Transcurridos un par de minutos y con cara de pocos amigos como la situación requería, pudo comprobar que de nuevo se había quedado solo. Era ahora o nunca. Posó sus dedos sobre la cabeza del profeta de la derecha y la giró con cuidado. Había acertado en pleno. Sus sospechas le daban la razón. Consiguió moverla 90.º al igual que la primera. Un ruido dentro del retablo le sorprendió. Estaba claro que algo se había activado. Solo esperaba que no fuese demasiado escandaloso o lo pillarían con las manos en la masa.

Agudizó el oído; era como la maquinaria de un potente reloj de pared.

Miró hacía atrás con miedo a ser descubierto. Seguía oyendo la voz de Rosa aunque esta vez era mucho más próxima. Recorrió todo el retablo con la mirada intentando captar cualquier movimiento extraño. Nada de nada. Sin embargo algo se estaba moviendo en su interior. Podría presentirlo. En el centro y más o menos a su misma altura se encontraba la imagen de madera de la Inmaculada Concepción. Ante sus ojos y para su sorpresa el pedestal donde reposaba la Virgen se estaba empezando a mover. Miguel, se aproximó. El tiempo apremiaba. Tan solo disponía de unos pocos minutos como mucho. Rosa no podría continuar mucho más tiempo con su farsa y él corría el peligro de que entrara más gente o de que el guardia se cansara de buscar. La imagen de la Virgen había destapado una abertura de varios centímetros. Miguel metió la mano sin ningún tipo de reparo y buscó. Aquello no podía quedarse así. Tenía que haber dado su fruto. Notó como sus dedos entraban en contacto con una superficie áspera, como acartonada, que ocultaban algo firme en su interior. Lo agarró con fuerza y lo sacó hacía fuera. En efecto, era un pañuelo de algodón raído y maloliente. Lo abrió por una esquina y pudo comprobar con gran alegría que contenía la llave que tanto buscaban. Rápidamente leyó la inscripción: Puerta del Real. Sin pensarlo dos veces se la guardó en el bolsillo interior de la gabardina, y esperó a que la Virgen volviera a su posición inicial. Pero la figura permaneció inmóvil ante sus ojos. Sin perder tiempo, giró las cabezas de los dos profetas repitiendo los mismos movimientos. Teóricamente, la peana donde estaba apoyada la Virgen debería de haber vuelto a su estado inicial. Pero por algún extraño motivo que desconocía no se activaba. Si eso no ocurría le delataría al instante. La voz de Rosa se oía casi al lado. Ésta gritaba más de lo normal con el in de avisar a su acompañante que seguía observando a la imagen de la Virgen fuera de su lugar de costumbre y con la abertura totalmente al descubierto. Dios mío, lo iban a pillar. No podía dejar que eso sucediera. Podía ver la sombra de Rosa y de los guardias a tan solo unos pocos metros. Ya estaban allí. Tenía que desaparecer y tenía que ser sumamente rápido. A los pocos instantes, Rosa apareció en la pequeña sala rodeada de los dos vigilantes. Ella fue la primera sorprendida al ver que Miguel ya no se encontraba allí. Seguidamente, tragó saliva con dificultad y notó como le faltaba el aire cuando vio la Inmaculada Concepción descolocada y con un agujero a su lado. De repente, se agachó al suelo intentando desviar la atención de los guardias.

—¡Ya lo tengo!… no puedo creerlo, pero si estaba aquí. El pendiente está aquí —dijo mientras lo enseñaba—. Muchas gracias, caballeros. No sé cómo agradecerles la atención.

Uno de los hombres se giró hacía el retablo y desconcertado se aproximó a él. Algo había captado su atención ¿Qué era lo que veía diferente?

Su memoria iba a una velocidad de vértigo intentando averiguar qué era lo que no encajaba. Notaba algo extraño en el retablo, ¿pero el qué? De repente, lo vio claro. Era la imagen de la Virgen, no estaba en su lugar y además alguien había hecho un agujero en la pared de madera. Rápidamente ató cabos. Se giró intentando localizar la posición de la mujer del pendiente. No se lo podía creer. Había desaparecido. Rastreó con la mirada caminando hacía ambos lados buscando al hombre que la acompañaba. No estaban ninguno de los dos. Les habían engañado como a chinos.

Las doce llaves
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