CAPÍTULO 76

La Fuente del Turia ubicada en la mitad norte de la plaza de la Virgen rara vez se encontraba sola. Pero a esa hora de la mañana casi a punto de ser mediodía tenía su mayor auge. El tintineo y burbujeante sonido del agua refrescaba la calurosa mañana de ese inicio de primavera mientras las palomas bebían y sacudían sus alas en señal de alegría. En su base central una enorme figura masculina de bronce representaba el río Turia. Le rodeaban ocho adolescentes desnudas con el peinado típico valenciano simbolizando las ocho acequias del mencionado río. Fue construida en honor al Tribunal de las Aguas, y como cada jueves decenas de curiosos se aproximaban a la puerta de los Apóstoles de la Catedral con el in de poder presenciar uno de los juicios orales considerado como la institución más antigua de Europa. Las campanas del Miguelete irrumpieron con su ensordecedor y armonioso sonido anunciando las doce en punto, mientras los ocho miembros del Tribunal salían de la Casa Vestuario en compañía del alguacil y hacían su aparición abriéndose paso entre los presentes para tomar asiento cada uno en su sillón identificativo y, rodeados de una pequeña verja de metal concediéndoles cierta intimidad bajo la Puerta gótica de los Apóstoles, se disponían a empezar el juicio.

Sara y Alejandra estaban en primera fila, seguidas de Lluís y Pepe.

Inspeccionaron los rostros de los ocho hombres a medida que pasaron por su lado intentando localizar la cara de la fotografía del periódico que minutos antes habían estudiado. Inconscientemente, sus ojos buscaron la merma de uno de sus dedos en la mano derecha. Habían llegado con la suficiente antelación como para coger unos sitios privilegiados y, atentos, intentaban no perderse detalle. Lo localizaron enseguida y lo vieron sentarse en el sillón correspondiente a la acequia de Favara. A pesar de haber pasado miles de veces por aquel lugar, nunca habían tenido la ocasión de presenciarlo. Los observadores de su alrededor grababan las escenas inmortalizándolas en sus cámaras. Ellos simplemente se limitaron a ver y escuchar… El alguacil, después de solicitar la venia presidencial, empezó a nombrar acequia por acequia esperando que algún labrador procedente de los nombres que iba mencionando se presentara para exponer su denuncia. Para el desconsuelo de ellos, nadie se presentó. El alguacil dio por terminado el juicio a falta de denunciantes y, en pocos minutos, fue disuelto ante el revuelo de los asistentes. El alguacil, seguido de los componentes del Tribunal, regresó de nuevo a la Casa Vestuario hasta la semana próxima. Sara y Alejandra se miraron perplejas ante la rapidez con la que se había concluido. Tenían que ponerse en contacto con algún componente del jurado, pero se habían quedado en blanco y no sabían por dónde empezar.

—¡Ahora o nunca! —murmuró Lluís.

Alejandra fue la primera en tomar la riendas y se abrió paso entre la gente que empezaba a moverse con bastante parsimonia.

—Perdone… —dijo en varias ocasiones intentando tener vía libre.

Sara y los demás le siguieron pisándole los talones. Cuando consiguió colocarse en la puerta de la Casa Vestuario pudo ver que los miembros del Jurado estaban de tertulia entre unos y otros. Sus ojos buscaron al Síndico de Favara, colocado al fondo de la estancia ¿Qué le preguntaría?

¿Por dónde iba a empezar? Improvisaría, se dijo para sus adentros infundiéndose ánimo. Los observó con la máxima discreción posible. Todos eran de edad avanzada y aparentemente todos ocupaban el mismo cargo.

Estudió sus expresiones con el in de poder descifrar qué tendrían que ver en todo este asunto. Recordó las palabras de su tía cuando mencionó que no iba solo, que lo acompañaban otros hombres ¿Serían todos ellos?

¿Serían los hombres que tenía delante? Sus rostros no la intimidaron en absoluto, al contrario, resultaban bastante serenos. Eso le resultó tremendamente curioso. Ocho personas que le infundían esa sensación no eran demasiado habituales. Un pequeño empujón recibido de Pepe la hizo reaccionar y dio un paso al frente, y luego otro, hasta colocarse delante del más cercano. Buscó el nombre de la persona que le interesaba en los rincones de su memoria. El caballero le miró fijamente esperando una aclaración.

—Perdone… —se disculpó—, ya sé que no debo estar aquí. Me gustaría hablar con el señor Fernández… con Don Humberto Fernández —rectificó.

—¡Humberto!… —oyó como le llamaba con grandes signos de complicidad.

Éste se giró al oír pronunciar su nombre y su rostro se contrajo al reconocerla.

—La señorita quiere hablar contigo —aclaró.

Alejandra le dedicó una de sus mejores sonrisas al cruzarse con la mirada de ese hombre. Vio como se aproximaba a ella con paso tranquilo y antes de que pudiera decir ni una palabra le dijo:

—Si es sobre la acequia de Favara, sepa señorita que ha llegado tarde.

—No… no lo es —murmuró Alejandra sin demasiados argumentos.

—¿Entonces?… —sus ojos y su expresión pedían una explicación.

—Me gustaría hablar con usted en privado. Si es posible, claro —añadió la joven mirando de reojo al otro señor que les observaba curioso.

—Pues la verdad, no termino de entender cuál es su propósito, jovencita.

—Tan solo serán unos minutos. Por favor… —suplicó viendo que se le escapaba de las manos.

—De acuerdo. Sígame.

Alejandra respiró profundamente mientras caminaba detrás de él y era conducida a una antesala cercana. El primer asalto estaba conseguido, pensó.

—Usted dirá —pronunció mientras le miraba fijamente a los ojos intentando descifrar por adelantado sus propósitos.

—Pues verá… no sé por dónde empezar —balbuceó.

—Por el principio. Me gustaría que fuese por el principio —dijo dulcemente y con una serenidad que la aturdió.

—Esta misma mañana me he enterado de que usted estaba presente en el entierro de mis padres. Y me preguntaba, ¿de qué los conocía? —le soltó de sopetón.

—Si no es más concreta —agregó el Síndico sin entender a qué venía ese comentario—. A lo largo de mi vida he asistido por desgracia a muchos funerales.

—Sí, ya me imagino —murmuró la joven avergonzada. Tenía que tranquilizarse y tomar las riendas de la situación. Estaba claro que estaba haciendo el ridículo—. Mis padres murieron hace veinticuatro años. Me quede huérfana a los cuatro años. Mi padre se llamaba Jorge Ferrer —en ese mismo momento, sus ojos se clavaron en las facciones de ese hombre. Quería estudiar su actitud. En el mismo instante en que terminó de pronunciar el apellido de su padre, supo sobradamente que lo había conocido y que sin lugar a dudas sabía perfectamente de quien estaba hablando.

—Ahora soy yo el que no sé qué decir señorita. No conozco ni tengo referencia alguna de nadie con ese nombre.

—Piénselo bien… como le digo, hablamos de hace veinticuatro años. A veces la memoria nos puede guardar malas pasadas —dijo astutamente, sabiendo que le estaba mintiendo con total seguridad.

—Gracias a Dios, jovencita —puntualizó con un tono de voz sin inmutarse—. Los años han pasado para mí pero conservo total lucidez y una memoria extraordinaria.

—No lo pongo en duda —puntualizó—. Pero me consta que usted se encontraba allí y no solo eso, sino que también estaba presente en el entierro de mi abuelo, cinco años antes —terminó su frase con una dulce e irritante sonrisa.

—Señorita, se ha acabado su tiempo. Recuerde que tan solo le concedí unos minutos. Si es tan amable —dijo mientras le señalaba la puerta.

—Le agradecería que si pudiera hacer memoria —murmuró Alejandra humildemente viendo que era la única alternativa que le quedaba.

—Ya le he dicho todo cuanto sé. Buenos días —su tono era impenetrable y no dejaba entrever nada, ni bueno ni malo.

Alejandra se dirigió a la salida con el peso del fracaso sobre su espalda por no haber podido sacarle ni una sola palabra a ese hombre. Se recriminó interiormente su falta de tacto para formularle las preguntas. Debía haber actuado de otra manera. Pero era tarde. Parecía mentira que su profesión fuese la de periodista. Se maldijo por parecer una inexperta ante la entrevista formulada. Mientras caminaba hacía la luz de la calle observó como los demás componentes del jurado la observaban silenciosos. Cuando sus pies pisaron la calle respiró hondo intentando llenar sus pulmones de aire fresco. En ese momento era lo único que la satisfacía. ¿Qué les iba a decir a su hermana y los demás? Por otra parte, estaba más que convencida que ese hombre sabía mucho más de lo que aparentaba.

Un pellizco en la cintura la hizo girarse en redondo.

—¿Qué tal… cómo ha ido? —la sonrisa de Sara se borró instantáneamente al ver la expresión de su hermana.

—Mal, muy mal —contestó la joven decepcionada—. No me ha dicho nada en absoluto. Pero estoy segura de que ha mentido.

Lluís y Pepe se encontraban a su lado cuando terminó la frase.

—Pues si sabe algo… —terminó de decir Pepe—. Tendremos que averiguar cuánto.

Una sonrisa se enmarcó en su rostro infundiéndole confianza en sí misma.

—Nos os giréis… —añadió Lluís apenas en un susurro—. Pero tres del jurado, entre ellos el señor Fernández, acaban de salir y nos están mirando.

Alejandra se giró y hundió sus ojos en los del tal caballero. Su mirada resultó fría y desafiante y con una reverencia de cabeza en señal de cortesía le dedicó una de sus mejores sonrisas. Tras ella vio como los tres hombres se alejaron por la calle del Miguelete perdiéndolos entre la muchedumbre.

—¿Crees que deberíamos seguirles? —preguntó Pepe dispuesto a correr detrás de ellos.

—No creo que sea necesario —concluyó Sara—. Al in y al cabo todos los jueves a la misma hora tenemos una cita en este lugar con ese señor y sus colegas.

—Hemos de llevar las claves de las llaves y los dibujos que hemos fotografiado a ver si Miguel consigue sacar algo en claro —continuó Lluís—. No podemos permitirnos perder tiempo.

—Tienes razón —prosiguió Alejandra mucho más tranquila—. Ahora mismo nos reuniremos con él.

El fregadero de la cocina estaba atestado de tazas de café por fregar y vasos vacíos con restos de distintos tipos de refrescos. Habían perdido la noción del tiempo ensimismados en semejante laberinto de dibujos.

Estaba claro que tenían un significado en clave, como todos los pasos que habían seguido de esa búsqueda sin in, pero desde luego éste se llevaba la palma. Miguel se devanaba los sesos por desenmascararlo y cada vez admiraba más a Jorge por su infinita habilidad con los enigmas y su astucia a la hora de trabarlos. Tía Rosa aportó su granito de arena preparando unos sándwiches para que no desfallecieran mientras sus sobrinas y los demás se lo agradecían hincándole el diente sin apenas levantar la cabeza de los papeles y las anotaciones que esparcidas por toda la habitación decoraban la estancia.

—Hemos de centrarnos… —murmuró Miguel harto ya de dar vueltas y más vueltas consiguiendo la atención de todos los presentes—. Por una parte, tenemos las iniciales, que si no nos falla la intuición creemos que nos quieren decir LA TORRE DE LOS ÁNGELES, a pesar de que nos faltan dos vocales que supuestamente se encuentran en las dos llaves que Augusto Fonfría tiene en su poder. Sobre los dibujos que hemos ampliado y tenemos encima de la mesa —dijo señalándolos— he barajado varias hipótesis, y después de colocarlos en todas las posibilidades posibles creo haber llegado a la conclusión salvo error u omisión, de que corresponden a un, llamémosle, mapa.

—¿Un mapa de dónde? —preguntó Sara.

—Buena pregunta —respondió Miguel mientras se acariciaba la barbilla en claros signos de concentración—. ¡Esperad un momento! —gritó con euforia.

Rosa le miró con delirio. Sabía que Miguel representaba una pieza importante en este puzzle. El hecho de que hubiera convivido varios años con Jorge y hubieran compartido horas y horas de complicidad le hacía pensar que ahora sería de gran ayuda. Cuánto lo deseaba, principalmente por sus sobrinas ¡Cuánto las quería! Nunca había tenido hijos, pero reconocía que tampoco los había echado de menos. Ellas habían sabido ocupar ese espacio que toda mujer anhela en algún momento a lo largo de su vida. Se aproximó a Miguel muerta de curiosidad. Frente al portátil sus dedos iban a una velocidad de vertido aporreando las teclas y buscando la información deseada.

—Chicos… —gritó con una gran sonrisa—. Creo que estamos en lo cierto al pensar en la Torre de los Ángeles. Y además, creo saber también a qué torre se refiere.

Rosa, le agarró del cuello en muestra de cariño, mientras los demás se miraban unos a otros con una expresión de felicidad visible en sus rostros. Miguel se levantó y se llenó un vaso con limonada. Tenía la boca seca por la emoción. No podía creer que estuvieran tan cerca del final.

Miró las caras de sus acompañantes y sonrió. Delataban claramente su impaciencia.

—Y bueno… —Alejandra fue la primera que no pudo contenerse.

—¿Habéis oído hablar del Palacio del Real? —preguntó a modo de profesor.

—¿Ese Palacio no desapareció en la Guerra de la Independencia y estaba situado frente al puente del Real, y en los Jardines de Viveros o del Real, de ahí sus nombres? —añadió Pepe eficientemente en sus conocimientos históricos.

—En efecto —verificó Miguel—. Tomad asiento —dijo mientras les señalaba el sofá—. El Palacio del Real fue uno de los edificios más relevantes de la ciudad de Valencia y por desgracia, uno de los más desconocidos e ignorados. Como bien ha comentado Pepe, parte de su ubicación estaba en los Jardines de Viveros, extendiéndose hacía la Calle General Elío y el bloque de incas del otro lado. Su origen fue en el siglo XI y fue mandado construir por Abd al-Aziz como Munya, o villa campestre de recreo. Tras la conquista cristiana, Jaime I lo convirtió en el Palacio del Real y sus sucesores los transformaron en un autentico alcázar. Para que os hagáis una ligera idea de cómo llegó a ser, su tamaño era como la superficie de dos campos de fútbol; fue llamado también el Palacio de las trescientas llaves en alusión al número de habitaciones que llegó a tener. Más tarde, tras la unión de Aragón y Castilla el noble edificio medieval fue residencia de reyes y virreyes, pasando después a ser alojamiento de los capitanes generales, hasta que durante la guerra con los franceses, como muy bien ha comentado Pepe, fue mandado demoler por la autoridades militares españolas, con el in de que el enemigo no pudiera utilizarlo como arma contra la ciudad colocando allí su artillería.

—¿Y qué tiene que ver la Torre de los Ángeles? —pregunto Lluís impaciente.

—Todo a su debido tiempo —aclaró Miguel con una señal de la mano derecha indicándole paciencia—. Sobre el año 2005, si la memoria no me falla, el geógrafo Josep Vicent Boira estaba realizando una investigación sobre el mariscal Suchet, quien capitaneaba las tropas napoleónicas, cuando descubrió unos planos del palacio Real realizados por el ingeniero militar Manuel Cavallero en 1802. Se encontraban en el Archivo Nacional de la Biblioteca de París y al parecer fueron sustraídos, trasladados e incluidos por el mismo mariscal en una extensa colección de mapas y cartografías tras la retirada de su ejército. Doscientos años permanecieron desaparecidos esos mapas. El Ayuntamiento negoció la adquisición definitiva de los documentos, ya que eran un tesoro cartográfico, desvelando el interior del Palacio del Real, derribado en 1810. Mostraban con todo lujo de detalle desde la fachada hasta la distribución de las diferentes plantas del edificio.

—¿Cómo quedó la negociación? —preguntó Rosa atenta a la explicación.

—Como una cesión temporal —concluyó Miguel—. Estuvieron expuestos durante un tiempo en el Museo de Cervelló y fueron devueltos de nuevo a París.

—¿Cómo sabes tantas cosas? —preguntó Lluís a sabiendas de que llevaba fuera de la ciudad y del país más de veinte años.

—Te sorprende, ¿verdad? —añadió Miguel—. Nunca perdí el contacto con mi país y mucho menos con mi tierra. He procurado estar informado siempre que tenía tiempo libre. Tan solo fallé en una cosa y la más importante: no saber el paradero de Rosa —sus ojos se encontraron con ella que le apretó la mano en señal de cariño y apoyo.

—Pero el que la sigue la consigue —agregó Alejandra con voz picaruela—. ¿No dicen eso?

Los demás asintieron dando su aprobación.

—¿Nos está diciendo que la Torre de los Ángeles que buscamos pertenecía al Palacio del Real? —preguntó Pepe.

—En efecto —afirmó Miguel mientras daba un sorbo a la limonada—. El Palacio se componía de varios recintos rodeados por jardines en su parte posterior. Disponía de cuatro plantas y en los planos se detallaba desde donde dormía el cocinero hasta donde se encontraban las caballerizas o donde se limpiaba la plata. También detallaba las estancias nobles, en especial el salón del trono, también llamado la Sala de los Ángeles.

Al oír el nombre de la sala se miraron unos a otros con una risita placentera. Ahora entendían la conexión.

—¿Y cómo vamos a buscarla si lo demolieron en 1810? —preguntó Rosa confusa—. Y, además, carecemos de esos mapas para que nos indique dónde se encontraba.

—Ese no es el problema principal-añadió Miguel con cara de preocupación.

—¿Ah, no? —preguntó Rosa con el gesto de curiosidad.

—Tía Rosa tiene parte de razón —puntualizó Alejandra—. Desde luego no es un impedimento que se demoliera ese palacio porque hemos encontrado algunas de las llaves en lugares mucho más insospechados. El problema que yo veo es que siempre hemos seguido algún acertijo que de alguna manera nos ha ido abriendo puertas, pero ahora, ¿por dónde vamos a empezar a buscar si no tenemos ni una sola letra de mi padre para guiarnos?

—Alejandra, estás subestimando a tu padre —puntualizó Miguel ¿Has olvidado quizá los dibujos que están grabados en las llaves? Con ellos nos está diciendo dónde tenemos que buscar. Lo que tenemos que empezar a activar es nuestra habilidad para saber leer su significado.

—¿A qué problema te referías antes? —preguntó Sara intranquila.

—Hay un problema añadido… —Miguel se quedó pensativo durante unos instantes, pensando cómo exponerlo.

Un silencio reinó en la habitación esperando la explicación.

—En 1986 y a raíz de unas obras realizadas en los colectores de la ciudad, fue levantado el asfalto de la calle General Elío. Bajo ella, aparecieron los cimientos de la fachada oriental del Palacio, aunque por supuesto ya se conocía. Después de una fuerte polémica sobre si los restos debían de ser enterrados de nuevo o dejarlos al descubierto, se optó por volverlos a tapar, ya que la mencionada calle representaba una de las arterias más importantes de la ciudad. Tan solo dejaron un pequeño montículo dentro de los Jardines del Real conocido como la montañeta del General Elío.

—Lo he visto en alguna ocasión mientras paseaba por los Viveros —aclaró Sara—, aunque no sabía realmente su procedencia.

—Quieres dejarle terminar… —murmuró Lluís nervioso.

—Pues resulta que después de veintitantos años, la Junta de Gobierno ha decidido reanudar las obras de nuevo —terminó de decir Miguel a duras penas.

—¿Quieres decir que cuando vayamos, vamos a estar acompañados de un grupo de arqueólogos? —gritó Pepe sin dar crédito a lo que había escuchado.

—Me temo que sí —confirmó Miguel resignado—. Parece ser que es uno de los proyectos de recuperación de patrimonio más importantes de la historia de la ciudad. Su inversión asciende a más de un millón de euros y el proyecto es excavar y construir una marquesina o un edificio ligero y acristalado para protegerla.

Pepe lanzó un silbido que no pudo reprimir al oír la desorbitada cantidad que se iban a gastar.

—¿Y a qué esperamos? —pronunció Alejandra ansiosa por empezar con la búsqueda, mientras un cosquilleo de adrenalina le recorría la médula espinal.

—No podemos dejar ni un solo cabo suelto, y de hecho podemos hacerlo —sugirió Miguel tomando el mando—. Sería conveniente que echáramos un vistazo a los Viveros para ver cómo van las excavaciones y, hacer un repaso general de los horarios que tienen y quienes son las personas que componen el grupo.

—Me parece buena idea… —dijo Lluís enérgico—. Pepe y yo iremos mañana y haremos un seguimiento.

—Sara y tú —dijo Miguel señalando a Alejandra— deberíais tener controlados a los componentes del Tribunal de las Aguas y saber qué tienen que ver en todo este asunto.

Las dos jóvenes asintieron con un movimiento de cabeza.

—¿Y nosotros qué haremos, Miguel? —preguntó Rosa viendo que no tenía nada que hacer.

—Nosotros tenemos que averiguar el significado de los jeroglíficos de las doce llaves. Si es un mapa, hay que desvelarlo si queremos que nuestros planes salgan bien.

Todos y cada uno de ellos habían accedido de buen grado a que Miguel ocupara el lugar del liderazgo sin que allí se pronunciara nada al respecto. Sobraban las palabras. Sabían que su experiencia en este terreno les iba a ser muy favorable y además, era una persona que se hacía respetar.

Miguel recorrió con la mirada a todos los presentes y se dio cuenta de que se habían convertido en una verdadera piña. Se sintió orgulloso de ello y en ese momento, supo que llegarían hasta el final.

Las doce llaves
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