49
Aullido Blanco.
Las mazmorras del castillo de Eren-Ban eran un lugar donde sólo se escuchaban dos cosas: los quejidos y lamentos de aquellos desgraciados que habían dado con sus huesos en ellas y el metálico tintineo de las cadenas y grilletes que los sujetaban. Era uno de los lugares más desoladores que Velthen jamás había visto. La piedra era oscura y llena de moho y limo, y las estancias era frías y húmedas. El ambiente era tan viciado que, al trasladarlos hasta allí, no pudo evitar dar una arcada en cuanto bajaron las escaleras que los conducían hasta las celdas. Una mezcla de heces, orín y humedad que, por un momento, le recordó a las cuevas donde habitaban los ogros, allá en los Montes Vigías.
El Gran Gerifalte de Eren-Ban había mostrado un especial interés en el grupo, pues ordenó que los encerrasen a todos en una estancia circular, en mitad de las mazmorras, rodeada por pequeñas celdas. Allí alojaron al grupo, cada uno en una y encadenados a los grilletes y cadenas que permanecían clavadas en sus paredes. Al menos seis hombres armados eran los encargados de custodiar las puertas de aquella estancia. No eran prisioneros normales. Se habían tomado muchas molestias en aislarlos y vigilarlos.
- Os dije que no debíamos fiarnos de él - refunfuñaba Márdinel, haciendo referencia a Ubarín. - Os lo repetí infinidad de veces.
- ¡Cállate! - le gritó Íniel. - ¡Decir eso no nos solventa nada!
- No solventa nada, pero yo me quedo mejor dejándolo claro.
- Puede que Dálfvar esté al tanto de todo y que no tarde en venir a salvarnos - Velthen escuchó la voz de Tóbur en la celda de su izquierda.
- Yo no albergaría tales esperanzas, camarada - le contestó Gorin, situado una celda más a su izquierda.
- Ectherien, ¿alguna idea? - le preguntó Márdinel al capitán de los montaraces.
- Lo único que se me ocurre es intentar sonsacar toda la información que podamos a nuestros captores - respondió. - Las únicas vidas que les importan son las de Velthen y la princesa Iyúnel, me temo. A los demás nos matarán, de modo que hay que intentar que ellos consigan esa información por si existiera alguna posibilidad de liberarse algún día.
- ¡No digas eso! ¡No nos matarán! - volvió a gritar Íniel.
- Por desgracia para nosotros, los mercenarios de Eren no son tan básicos y estúpidos como los ogros.
Velthen sintió cómo se le encendía el rostro. ¿Iban a matarlos? Realmente no quería creer aquello, pero sabía que Ectherien tenía toda la razón. Las únicas vidas que a los mercenarios les interesaban eran las de Iyúnel y la suya. ¿Qué clase de recompensa le habrían ofrecido los elfos oscuros para retenerlos allí? Estaba claro que más de lo que él podía imaginar. Los corsarios y mercenarios eran codiciosos y unos negociadores implacables. Sacarían una rica recompensa por ellos.
- El destino se empeña en quitarme la vida de manera poco honorable - gruñó Gorin.
- Intentemos no pensar en eso ahora - dijo Iyúnel, a la que Velthen tenía justo enfrente. - Debemos mantener la calma y hacer lo que dice Ectherien. Aprovechemos que nos dan por muertos para sonsacarles. Velthen, ¿estás de acuerdo?
- Lo estoy - no había otro remedio.
- ¿Pensáis que alguien bajará aquí para interrogarnos? - preguntó Tóbur.
- Es la única razón que puede existir para tenernos a todos encarcelados juntos - respondió Velthen al enano.
- Son estúpidos - dijo Gorin. - Podríamos urdir un ardid y tratar de engañarlos. Fingir que somos un grupo de cazarrecompensas o mercenarios igual que ellos. Proscritos… Quizá si decimos que…
- No servirá de nada - le cortó Márdinel. - Ya lo ha dicho Ectherien. Se quedarán con el herrero y la princesa y se librarán de nosotros tan rápido como puedan hacerlo.
El enano Rocasangre soltó una maldición y gruñó roncamente. A continuación, se escuchó el sonido de pasos y voces, acompañados del tintineo de llaves y el quejido herrumbroso de los goznes y bisagras de las puertas de las mazmorras. Alguien se aproximaba.
Un soldado entró en la estancia y puso en su centro una silla, justo antes de desaparecer por la puerta. Acto seguido apareció un hombre de estatura media, calvo, de pobladas cejas, bigotes largos y finos y una barbita larga que le caía por debajo del mentón en una delgada trenza. Su rostro mostraba delgadas cicatrices, semejantes a las del un zarpazo, y era una máscara de soberbia y repugnancia. Sus ojos eran estrechos y oscuros, con unas ojeras violáceas donde parecían hundirse sin remedio. Vestía una larga túnica color oliva de mangas anchas y con adornos en dorado que se cruzaba al pecho y llegaba hasta los pies, a la cintura llegaba atado un fajín de seda granate. Dio unos pasos sin mirar a nadie hasta llegar al centro de la estancia y sentarse en la silla que le habían dispuesto. Luego, recorrió con su mirada a todos sus prisioneros, con calma.
- Extraño grupo - dijo con una voz ronca. - Una compañía tan variopinta no podía pasar desapercibida ni siquiera aquí en Eren-Ban.
- ¿Quién eres? - preguntó directamente Ectherien.
- Mi nombre es Xou Kanh - respondió sin girarse para mirarlo. - Soy el Gran Gerifalte de Eren-Ban, Señor de los Corsarios y Piratas de estas tierras.
- Un vulgar mercenario - le espetó Íniel.
Xou Kanh le dedicó una cínica sonrisa.
- Y vosotros sois vulgares prisioneros. Mis prisioneros, para ser más exactos.
- Yo he oído hablar de ti - Ectherien volvió a dirigirse al señor de los mercenarios. - Eres Xou Kanh, el Leviatán del Mar del Naciente.
- Así es - asintió con orgullo. - Me alegra saber que mi nombre se escucha más allá de estas tierras, que soy conocido en los pueblos que se esconden tras las montañas.
- ¿Qué quieres de nosotros? - le preguntó Iyúnel, con tono desafiante.
Al escuchar su voz, el Gran Gerifalte se levantó de la silla y se aproximó a su celda. La estudió con aquellos ojos estrechos y brillantes y la dedicó una media sonrisa.
- Vos debéis de ser la Princesa del Invierno, si no me han informado mal - guardó silencio, esperando la respuesta de Iyúnel, pero no obtuvo nada. - ¿Calláis? Eso quiere decir que me dais la razón.
- Aún no has respondido a mi pregunta.
Xou Kanh se giró y regresó a su asiento.
- Creo que la traición de vuestro amigo ya ha respondido a esa cuestión. Estáis aquí bajo mi custodia hasta la llegada de aquellos que han mostrado tanto interés en vosotros.
- Los varelden, ¿no es cierto? - intervino Márdinel.
El mercenario asintió con la cabeza.
- Espero que hayan pagado un alto precio por nuestras cabezas - ironizó Tóbur.
- Más de lo que os podáis imaginar.
- Pensaba que le erais fiel a Sártaron el arjón - dijo Ectherien.
- Y lo somos - dijo con tono cargado de socarronería, - como también lo somos a aquellos cuyas bolsas estén llenas de oro.
- Decid el precio - saltó Iyúnel sin pensarlo. - Poned el precio y yo me encargaré de que…
- Sois hija de un rey caído - la interrumpió, - no creáis que no estoy al tanto de aquello que acontece más allá de estas tierras. Onun es un reino invadido que pronto capitulará, si no lo ha hecho ya. Vos no podéis pagarme ni siquiera lo que vale la vida de uno, mucho menos la de todo el grupo.
Todos callaron. La determinación y los pocos escrúpulos de Xou Kanh ponían los pelos de punta. Aquel pirata, aquel mercenario sólo entendía un lenguaje y era el del dinero. Un lenguaje que, por desgracia, ellos no dominaban.
- Entrégame a mí - Velthen intentó incorporarse, pero las cadenas que lo sujetaban a la pared de piedra eran muy cortas y tan sólo pudo ponerse en cuclillas. - Es a mí a quien buscan los varelden. Entrégame y libera a mis compañeros. No te tiñas las manos con su sangre.
El gerifalte se giró para mirar a Velthen mientras reía a carcajadas.
- ¡Aquí tenemos al héroe! - exclamó abriendo los brazos, como si quisiera abrazarlo. - Te estaba echando en falta. Tus palabras son valientes y sabias, tal y como se suponen que deben ser. Pero he de decirte, héroe, que no pretendo seguir tu ejemplo, ni dar muestras de caridad o compasión. Para mí no sois más que mercancía. Una mercancía preciosa por la que seré recompensado con creces.
- ¿Crees que los elfos oscuros se contentarán con pagarte sin más e irse? - Velthen intentó sembrar la duda en el mercenario. - Te matarán, tal y como han hecho con otros antes. Morirás bajo la espada de aquellos que te han comprado.
Xou Kanh volvió a carcajear.
- Si piensas que soy tan estúpido como ese traidor amigo vuestro, que aún alberga esperanzas en encontrar a su princesa viva, es que sois tan necios como él. No soy Gran Gerifalte de Eren por fiarme de la palabra de aquellos que a mi cara me profesan amistad y a mis espaldas afilan el cuchillo para clavármelo. En caso de que mis señores arcontes de la guerra no reciban noticias mías en menos de dos semanas, enviarán cuervos a Sártaron el arjón advirtiéndole de que los elfos oscuros conspiran contra él.
Velthen no esperaba menos de un mercenario capaz de gobernar todo un reino, por muy a la deriva que hubiera ido este. Tenía una gran flota de barcos, hombres a sueldo capaces de sacarle el corazón a su madre si este los pagaba con generosidad, y mostraba una gran inteligencia y capacidad para las intrigas. En ese momento, supo que estaban perdidos.
Cuando Xou Kanh se marchó, a nadie le quedaban ganas de decir nada más. Tan sólo el suave golpeteo de las gotas estrellándose contra la fría piedra rompía el silencio sepulcral que había reinado en la estancia. Velthen estaba desolado, se sentía culpable de ver cómo todo el grupo iba a pagar las consecuencias de estar a su lado. Los varelden pasarían a cuchillo a los enanos y los montaraces, matarían a Íniel y llevarían a Iyúnel y a él frente a los soberanos de los varelden. No quería ni pensar cuál sería su destino a partir de entonces. Había oído historias terribles sobre los elfos oscuros, historias que hablaban de rituales y sacrificios. Pero trató de apartar aquellos pensamientos. La sola idea de ver a su princesa en aquella situación le abría el corazón en dos.
Iyúnel, como si hubiera leído sus pensamientos, comenzó a entonar una canción que decía así:
Lejos, tan lejos estoy
De la tierra de donde nací.
Viento y lluvia yo soy
En la tierra donde crecí.
Nieve que cae donde estoy
En la tierra donde crecí.
Donde quiera que yo voy
Mi tierra estará habita en mí.
Lejos, tan lejos estoy
De la tierra donde quiero morir.
Aquella melodía hizo que a Velthen se le hiciera un nudo en el estómago. Realmente, todos sus compañeros estaban muy lejos de su hogar, de la tierra que los vio nacer. Hogar, aquella palabra ahora se le antojaba extraña, desconocida, como un sueño fugaz que apenas se distingue de la realidad. Thondon, su aldea, había sufrido un destino cruel, pero ahora se daba cuenta que no menos cruel del que sufrían Onun, Árnor o las propias ciudades subterráneas de los enanos. El mundo cambiaba a compás que marcaba un mal que se iba extendiendo sin demora, con la confianza que precede al que se sabe vencedor. Intentó apartar de su mente aquel perverso pensamiento, intentó buscar en su interior la llama que aún brillaba y que iluminaba la esperanza. Velthen consiguió ver aquella luz, pero era demasiado débil y trémula como para poder aferrarse a ella.
- ¡Carcelero! - gritó con su voz ronca Tóbur. - ¡Agua!
Aquel grito pilló por sorpresa a Velthen, que dio un respingo. Tenía gracia, allí estaban todos a punto de morir y algunos parecían no preocuparse de ello. Resultaba curioso observar las distintas reacciones que se suelen tener en situaciones extremas, llegando a sorprenderse a sí mismo.
- ¡Agua, maldita sea! - insistió contrariado. - ¡Quiero agua!
Los pesados pasos de los carceleros se escucharon acelerados. Era un hombre de una gran estatura y gordo como un tonel. La cabeza calva, de cuello inexistente, se unía con los hombros dotándolo de un aspecto macizo. Cuando entró en la estancia se dirigió como un rayo a la celda de Tóbur empuñando una cachiporra con aire amenazante.
- La boñiga de orco no deja de gemir como una mula - dijo, salpicando al hablar con su saliva.
- Tengo sed - se limitó a contestar secamente en enano.
- No hay agua.
- No te hagas de rogar y trae agua para todos - intervino Márdinel.
El orondo carcelero se giró y le dirigió una mirada torva.
- ¡He dicho que no hay agua!
- ¿Es que no escuchas lo que dice tu amo? - el joven montaraz arremetió con tono arrogante. - Nos tenéis que retener vivos hasta que vengan a por nosotros, así que déjate de estupideces y trae el agua.
El gordo se remangó y se fue acercando poco a poco a la celda de Márdinel, que le perdonaba la vida con la mirada.
- Vivos, sí - dijo el carcelero, esbozando una sonrisa que mostraba unos dientes amarillos y torcidos. - Pero no dijeron de manteneros intactos.
- ¡Déjalo en paz! - bramó Velthen, pero el gordo no le prestó la menor atención.
Se paró delante de la puerta de la celda de Márdinel, mientras el resto del grupo le increpaba para que no hiciese aquello que pretendía hacer. Silenciar a un prisionero a base de golpes era una técnica habitual. Cogió el enorme aro que llevaba colgado al cinto y del que pendían varias llaves y comenzó a buscar una por una la correcta.
De pronto, el gordo carcelero ahogó una exhalación y puso los ojos en blanco antes de caer al suelo con todo su peso, inerte. Todos se quedaron sorprendidos, sin palabras. ¿Qué había sucedido? El cuerpo muerto de su guardián yacía en el suelo de piedra y se comenzaba a formar un charco de sangre bajo él. Y entonces, una sombra se perfiló en el umbral de la estancia.
- ¿Quién eres? - murmuró Ectherien, receloso de encontrarse ante un amigo o un enemigo. Estaba claro que sus pellejos valían su peso en oro y muchos tratarían de sacar provecho de ello.
El extraño iba encapuchado, luciendo una vieja y gastada capa de viaje. La tenue luz de las mazmorras le ensombrecía el rostro. Caminó con determinación y de forma harto silenciosa hacia el cadáver del carcelero, se agachó y retiró de su cuello una resplandeciente daga con un movimiento seco. Se incorporó y miró a su alrededor. Luego dio un suave silbido y se escuchó el paso de unas patas de animal. Velthen no pudo evitar dar un salto de alegría, reprimido por las cadenas que lo amarraban, al ver aparecer la majestuosa forma del huargo blanco, cuyos ojos amarillos brillaban a la luz de las antorchas.
El extraño se retiró la capucha, dejando ver una larga cabellera lisa que le caía más allá de los hombros, y una venda que le cubría los ojos. ¡Era el mendigo ciego! Aquel que habían escuchado en las calles de Eren-Ban tocando la flauta. Pero Velthen se sorprendió aún más cuando consiguió ver sus orejas puntiagudas.
- ¡Es un elfo! - dijo.
El elfo invidente se giró hacia la voz del muchacho.
- Mi nombre es Elebrian - se presentó mientras se agachaba y tanteaba con precisión el cuerpo del carcelero, buscando las llaves de las celdas. - Soy capitán y maestro de los Primeros Espadas Inmortales de Asuryon. No temáis, estoy de vuestro lado.
Se levantó rápidamente y caminó hasta la celda de Velthen. Resultaba increíble cómo un ciego podía moverse con aquella precisión y determinación. Probó varias llaves hasta que dio con la que era. Velthen le tendió las muñecas e hizo que las cadenas tintinearan para ayudar al elfo.
- No podemos entretenernos buscando la llave correcta - le dijo Elebrian, al tiempo que descubría una espada oculta bajo su capa. - No tenemos tiempo.
A Velthen se le congeló el corazón al ver cómo el elfo alzaba la espada para soltar un tremendo golpe sobre las cadenas. Temía que fuese a errar, pero las argollas saltaron junto con una chispa, dejando al joven libre. El huargo blanco se le acercó y le lamió la cara con cariño. Se sentía tan feliz de volver a verlo.
- Vamos, ayúdame con el resto - le apremió.
Entre los dos fueron liberando al resto de la compañía. Todos seguían mostrando en sus rostros la estupefacción que les producía aquel inesperado giro de los acontecimientos. Hacía unos momentos podían considerarse hombres muertos y ahora estaban a punto de volver a respirar el aire de la libertad.
- Seguidme - les dijo Elebrian. - Hay una estancia a pocos metros de aquí donde guardan vuestras armas.
- ¿Pero cómo es posible que…? - Iyúnel no pudo terminar de formular su pregunta.
- Aún tengo oídos, mi señora - le respondió, anticipándose a la frase. - Al igual que el resto de los sentidos.
- ¿Cómo nos has encontrado? - le preguntó Ectherien.
- Llevo mucho tiempo en Eren-Ban y he tenido tiempo suficiente para aprenderme cada calle, cada edificio y cada rincón de ella. En realidad, os llevo esperando desde hace mucho.
- ¿Esperando? - se sorprendió Velthen. - ¿A nosotros?
- Así es. Pero ahora no hay tiempo de explicaciones. Vamos, coged las armas. No tardarán en dar la voz de alarma y pronto tendremos a media ciudad buscándonos.
Las armas, tal y como Elebrian les había dicho, estaban en una sala contigua, metidas dentro de un armario que les fue fácil forzar. Una vez recuperadas, se internaron en los lóbregos pasillos de las mazmorras, apretando el paso y siguiendo al elfo ciego que los guiaba con seguridad.
- ¿Cómo has sabido que estábamos hechos prisioneros? - le preguntó Velthen. Su huargo no se apartaba de su lado.
- No se habla de otra cosa en la ciudad - le respondió sin dejar de caminar. - Todo el mundo comenta sobre el oro que Xou Kanh se embolsará por entregar unos prisioneros a los elfos oscuros. Sois mucho más famosos de lo que pensáis.
- Eso juega en nuestra contra, entonces - intervino Ectherien. - Será complicado salir de aquí.
- Hay un pequeño barco que nos espera en el puerto. Seguiremos el cauce del río Ban hasta salir al mar.
- ¿Cómo es posible? - preguntó Iyúnel.
- El que un día compartió camino con vosotros hasta traicionaros ha decidido volver a caminar por vuestra senda.
- ¿Ubarín? - preguntó Íniel con cierta esperanza.
El elfo asintió.
- Ya nos vendió una vez - les recordó a todos Márdinel, - nos la volverá a jugar.
- ¿Por qué deberíamos confiar en él? - Velthen se acercó a Elebrian.
- No deberíais hacerlo, como yo no lo hago. Simplemente guiaros por vuestro instinto, como yo hago.
Aquellas palabras tranquilizaban bastante. Era cierto que Ubarín les había traicionado, y que su arrepentimiento se debería al convencimiento de que los varelden le habían mentido, y que Yemáril estaba muerta. Pero el invidente Elebrian había dado con ellos. Dijo que los había estado esperando. Si él creía que lo mejor era tomar esa embarcación, Velthen lo seguiría sin dudar.
No tardaron en escuchar a los centinelas y guardas de las mazmorras. Ya habrían descubierto el cuerpo del carcelero y visto que se habían fugado. Gritos y órdenes se mezclaban con el sonido de las armas y cotas de malla, pertenecientes a las sombras que se alargaban tras ellos.
- ¡Nos han descubierto! - advirtió Ectherien, mirando hacia atrás.
Al paso se salió uno de los hombres de Xou Kanh, pero no le dio tiempo a desenvainar pues el huargo blanco dio un brinco a una velocidad pasmosa y se abalanzó sobre él, desgarrándole la garganta. El hocico de la bestia quedó teñido de sangre, dotándole de un aspecto mucho más fiero y terrible.
Se lanzaron a la carrera por las escaleras que daban acceso al primer piso del castillo, olvidándose del sigilo y dando más importancia a la premura. Habían sido descubiertos, tanto daba que los escucharan. Dos guardias más se plantaron ante ellos, uno empuñando una espada y el otro una maza. Cuando el grupo quiso desenfundar, Elebrian ya se había lanzado a la lucha. Sus movimientos eran tan rápidos que casi costaba seguirlos, fluidos, limpios y metódicos. Desarmó al de la espada en dos movimientos, y girándose lanzó un tajo al cuello del de la maza, sin darle lugar a que pudiera alzarla contra él. Volvió a girar y clavó su espada en el vientre del otro guardia, dándole la espalda. Era simplemente magnífico ver cómo aquel atelden ciego, por muy elfo que fuera, era capaz de realizar aquellos prodigios.
- ¡Cuidado! - gritó Márdinel, agachándose. - ¡Flechas!
Había varios arqueros apostados en las escaleras que ascendían hasta el siguiente nivel del castillo, disparando contra ellos sin piedad. Ectherien y Márdinel prepararon sus arcos mientras el huargo salía disparado hacia la escalera, corriendo en zigzag, esquivando las saetas enemigas. De dos saltos consiguió encaramarse a la escalera y agarrar a uno de los arqueros por una pierna. El caos que sembró fue suficiente para que los dos montaraces pusieran sus flechas en los arcos y atacaran. Las saetas y el lobo les arrancaron la vida en cuestión de segundos.
Corrieron por el patio de armas, aún vacío de la soldadesca del Gran Gerifalte, atravesaron por varios pasillos, arcadas hasta que llegaron al portón. Este, como era de esperar, estaba cerrado y custodiado por varios guardias que al verlos pusieron sus picas en ristre. Velthen, Elebrian y los enanos se encargaron de ellos, mientras que los montaraces, Iyúnel e Íniel buscaban la forma de abrir el portón. La lucha era encarnizada, y Velthen tuvo que emplearse a fondo para no ser atravesado varias veces por la lanza de su oponente. Se tiró al suelo y desenfundó su daga, encontrando al descubierto la pantorrilla del guardia, donde la clavó con decisión. Su adversario lanzó un alarido de dolor, soltó la pica y cayó sobre la pierna herida, momentos antes de que Velthen le cortara la garganta con su espada. Elebrian parecía danzar mientras se libraba de un rival tras otro y los enanos, con su carácter fuerte y aguerrido, luchaban codo con codo dando muerte a quienes osaban enfrentarse a ellos.
Finalmente, las puertas se abrieron. Una corriente de aire tibio azotó el rostro de Velthen. Era el aire de la libertad. Elebrian los apremió a que lo siguieran, continuaron corriendo, doblando hacia la izquierda pegados a la muralla hasta que el elfo se paró en seco, dio un silbido que atravesó la oscuridad de la noche y se escuchó como respuesta el graznido de un halcón. El ave volaba rápida hacia ellos y se posó en el brazo extendido de Elebrian.
- ¿A qué esperamos? - preguntó Gorin mirando de un lado a otro, preocupado por los que pudieran seguirlos.
El elfo no respondió. Alzó la cabeza y se quedó muy quieto, concentrado en algo que ellos no podían percibir. A continuación, se escuchó el retumbar de cascos contra la tierra, y aparecieron varios caballos. Sus caballos, como pudo adivinar Velthen. ¡El halcón los había guiado hasta ellos! Era casi mágico. No se lo pensaron dos veces a la hora de montar en ellos y lanzarse a galope tendido por las calles de Eren-Ban. Las flechas pasaban silbando y de tanto en tanto algún imprudente se atrevía a interponerse en su cabalgada, pero era abatido con facilidad gracias al mismo golpe contra los caballos, que pisoteaban su cuerpo, o por una flecha de Márdinel o un tajo del resto.
Cuando comenzaron a descender rumbo al puerto, toda la ciudad sabía que se habían escapado. Velthen trató de imaginar la cara que habría puesto Xou Kanh cuando le dijeran que sus codiciados prisioneros se habían fugado. No le habría hecho ni la más mínima gracia, desde luego. Se lo imaginó maldiciendo, insultando, incluso clavando algún puñal a aquel desgraciado que hubiera tenido la suerte de darle la noticia.
El puerto apareció a no mucho tardar, acompañado de ese mar negro que lo bañaba. Sin dejar de galopar, consiguieron ver una luz que procedía de uno de los pequeños barcos que allí estaba amarrado, una luz que se escondía y aparecía. Eran señales. Ubarín los esperaba allí. A sus espaldas, escucharon el bullicio de la muchedumbre que los perseguía, algunos ya montaban caballos. No podían entretenerse más, no podían fallar o no tendrían más oportunidades.
La madera del muelle se quejó y crujió bajo los cascos de los caballos. De la embarcación de donde procedía la luz, había una amplia plataforma, lo suficientemente ancha como para que los caballos cruzaran por ella. Allí estaba Ubarín, con el semblante tenso, urgiéndolos a que entrasen en el barco deprisa. Lo hicieron con gran estrépito, los caballos se encabritaron un poco al sentir su dulce oscilación causada por el mar.
- ¡Vamos, no os detengáis! - les ordenaba Ubarín. - ¡Que alguien me ayude con las sogas y que otra persona meta a los caballos en la bodega!
Iyúnel fue la primera en reaccionar, tomando la rienda de algunos de las monturas y ordenando a Íniel a que hiciera lo propio. Los enanos acompañaron al jinete del desierto a desatar los cabos... El barco comenzó a moverse lentamente justo cuando llegaban los perseguidores del grupo, que intentaron causar algún daño con sus flechas. Del todo inútil. Las velas de la embarcación se hincharon con la brisa marina de la noche y se alejaron del muelle río abajo. El huargo blanco se despidió de la tierra lanzando un espeluznante aullido que quebró la quietud de la mar.
- ¡Lo hemos conseguido! - gritó Tóbur pletórico. - ¡Lo hemos conseguido!
Márdinel, que no parecía del todo convencido, se giró hacía Ubarín y le lanzó un puñetazo para sorpresa de todos. El habarii cayó al suelo de la cubierta, aturdido y sangrando por la nariz. El joven capitán montaraz se agachó y le puso su la punta de su espada en la garganta.
- ¡Márdinel, no! - dijo Velthen, sin esperanzas de que le hiciera caso.
- Dame una buena razón por la que no deba atravesarte con mi espada, traidor - le siseó llenó de cólera.
Ubarín temblaba de pies a cabeza.
- Nunca fue mi intención venderos - su voz se estremecía tanto como él. - Pero debéis comprender. Me dijeron que tenían a mi princesa, me obligaron a elegir entre ella y vosotros.
- Mala elección - Márdinel apretó un poco más la punta de su acero contra el cuello de Ubarín. Un fino hilillo de sangre brotó.
- Tu señora está muerta - le espetó Ectherien. - Fuiste un necio al creer en la palabra de los varelden.
- ¿Qué otra cosa podía hacer?
- Debiste contárnoslo - le contestó Velthen. - Lo único que has conseguido con esto es empeorar las cosas, delatarnos y perder toda la credibilidad que le dábamos a tu palabra.
- Atémoslo al palo mayor como castigo por su afrenta - sugirió Gorin.
- No.
- Jovencito, este patán ha osado traicionarnos. Si un enano de mi clan se atreviese a hacerlo, le cortaríamos la lengua y los pies. Así sería en mi tierra.
- Pero no estamos en tu tierra - Velthen dijo estas palabras con cansancio, con añoranza. - Ninguno estamos en nuestro hogar. Tan sólo nos tenemos los unos a los otros, y si alguno se mancha las manos de sangre hace que los demás también se las manchen. Nos ha vendido, sí, pero ahora estamos aquí gracias a él y a Elebrian. Lo que hubiese sucedido antes no cuenta.
- Yo estoy con Velthen - dijo Iyúnel, que salía de la bodega, de alojar a los caballos en ella. - Aunque no nos fiemos de él, está con nosotros. Eso le convierte en uno de los nuestros.
Velthen se fijó en cómo Márdinel perforaba con sus ojos los de Ubarín. De mala gana, retiró su espada y escupió en el suelo, cerca del habarii. El huargo blanco se unió a la amenaza del montaraz y rodeó gruñendo sordamente a Ubarín.
- Te dije que le pusieras un nombre, herrero - le dijo. - De ese modo sabremos quién le desgarrará la garganta al traidor en caso de que intente jugárnosla de nuevo.
Ubarín tragó saliva y el lobo volvió a aullar amenazante.
- Häivaloniel - dijo Elebrian en élfico.
- ¿Cómo has dicho? - le preguntó Velthen.
- Significa aullido blanco. En Asuryon, solemos llamar así al primer viento del norte que anuncia la llegada del invierno.
El huargo se acercó a Velthen y se sentó a su lado, una efigie señorial que le otorgaba cierto poder en el que el joven comenzaba a creer.
- ¿Querías un nombre? - esbozó una media sonrisa a Márdinel. - Ahí tienes. Aullido Blanco.
El barco continuó alejándose del puerto de Eren-Ban. Velthen sabía que habían escapado de un destino fatal y cruel, pero también era consciente de que no sería el único. Su viaje y su aventura no habían concluido. Acababan de empezar. Él siempre había creído que su aventura comenzó el día que Dálfvar y Ectherien le llevaron a Lagoscuro, ahora ya tan lejano, pero se equivocaba. Su verdadero destino comenzaba en ese momento, en el instante en que fue consciente de su verdadero poder, de su verdadera responsabilidad. Tal vez fuera el Elegido de las profecías élficas, o puede que no. Lo que era seguro es que allí estaba, rodeado de gente que le seguiría a cualquier final, aquellos que depositaban esperanza en su persona sin cuestionarse si estaban equivocados no. Él se había dejado llevar. Ahora tocaba ser el que guiase, aquel que acepta su papel en la historia, el mismo que el destino ha dispuesto. Ellos confiaban en él. Y Velthen se juró a sí mismo que no los iba a fallar.