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Las Piedras de Ilethriel.
Las inclemencias meteorológicas de Mezóberran eran del todo conocidas, pero en aquellos dos días de marcha se hicieron insoportables.
El vasto ejército que lideraba Sártaron, el Señor del Fin de los Días, parecía avanzar muy despacio en comparación con jornadas anteriores, y aunque el estrecho pasillo que formaba el paso de la Garganta Negra les resguardaba un poco del azote del viento, no lo conseguía del todo. Parecía como si la tierra de Onun intentara frenar su camino hacia la guerra.
Los primeros en sentir la ira cruel del Desierto Helado fueron los krulls. Aquellas bestias, pese a su fiero aspecto y su pelaje, no estaban acostumbradas a aquellos fríos extremos. Su hábitat era el bosque de Drawlorn, pegando a Páravon, donde la temperatura era mucho más suave, y aquella marcha parecía hacérseles insufrible. De hecho, hubo algunos de ellos que murieron a causa de las bajas temperaturas. Los ogros y los orcos dieron buena cuenta de sus cadáveres, dándose un festín a la salud de los krulls, que ni siquiera lo consideraron una ofensa hacia su raza.
Los orcos y ogros lo soportaban mejor. Vivir en el valle de Rumm tampoco era sencillo. El ambiente en las cavernas y grutas solía ser sofocante, y habitar en la cima de las montañas tampoco era fácil, ya que el viento frío del norte, los hielos y las nieves parecían ser huéspedes habituales. Pese a ello, mostraban signos de incomodidad ante el clima de Mezóberran, mucho más crudo que en sus tierras.
Los elfos oscuros, en cambio, parecían ignorar todas aquellas adversidades. Sí, era cierto que estaban embozados en pesados mantos de tonos purpúreos y negros, y caminaban al mismo ritmo que los demás. Pero no mostraban signos de agotamiento ni de nada parecido. Eran seres que no se podían comparar con nada. Imperturbables, silenciosos, inquietantes. Sártaron llegó a la conclusión de que, si no había riñas ni sublevaciones entre orcos, ogros y krulls, era por el terrible miedo y respeto que infundían los varelden sobre ellos. Eso y la amenazadora presencia del dragón negro que montaba el rey de los elfos oscuros, Mathrenduil.
Sártaron advirtió que aquel cambio de tiempo tan repentino respondía a cierta actitud por parte de la reina bruja Mórgathi, y es que, desde que levantaron el campamento para reanudar la marcha, la había notado más distante, más inquieta. Incluso se atrevería a decir que un poco más vulnerable. Al principio, lo achacó a la presencia de su hijo Mathrenduil, pero pronto comprobó que no se trataba de eso, pues el rey de los varelden era lo más parecido a un títere en manos de su madre. Aquella actitud, junto con la vuelta de los vientos gélidos y afilados de Mezóberran, correspondían a un decaimiento en el poder de la bruja. Tanto mejor, de momento.
Montado en su enorme caballo negro de guerra, Sártaron miró atrás. Su ejército se extendía hasta más allá de donde alcanzaba la vista. Sus bravos arjones, los bárbaros borses… Y había conseguido agregar a sus tropas a los engendros más terribles que había parido la Tierra Antigua. Sin olvidarse de los varelden, aunque no se fiase mucho de ellos. Pero debía sentirse orgulloso de haberlos unido a todos bajo su estandarte, bajo su poder. Había logrado lo que jamás harían los pueblos libres para plantarles cara: Unión.
- Mi señor - la voz de Zárrock sonó a su espalda, su hombre de confianza se había situado a su diestra a lomos de su caballo, - los batidores informan que al otro lado del paso no hay indicios de emboscadas ni de luchas anteriores. Lédesnald y Órgalf se han debido internar en Onun sin problemas.
- Supongo que estarán siguiendo el rastro de Iyurin.
- Es lo más lógico. Aunque nuestros hombres nos informan de que parece ser que Lédesnald ha debido de ir arrasando todas las cosechas, campos y pequeños reductos de población. Se alza humo dirección sureste.
Sártaron reflexionó un momento. Quema de campos, destrucción de suministros. Ni siquiera la furia de Lédesnald era tan ciega como para acabar con recursos para el abastecimiento.
- No ha sido Lédesnald - dijo tras una pausa. - Iyurin quema su tierra para dejarnos sin suministros con los que aprovisionarnos. Quiere matarnos de hambre y cansancio.
Zárrock esbozó una sonrisa mientras asentía.
- Es mucho más astuto que su padre. Y mejor estratega.
- Lo que el joven nuevo rey no sabe - ironizó Sártaron - es que nosotros tenemos los recursos suficientes como para arrasar su tierra tres veces y no desfallecer. Puede que eso le sirva contra Lédesnald y Órgalf, pero no contra nosotros. Iyurin no es consciente de lo que se le viene encima.
- ¿Y no os preocupan las bajas que pueda sufrir Lédesnald?
- Mucho se debe arriesgar en la guerra - soltó con su voz profunda. - Además, a Lédesnald le encantan los retos, ¿no? Pues ahí tiene uno.
Los dos rieron al unísono.
- No, Zárrock, eso no es lo que me preocupa - volvió la mirada hacia las filas de los elfos oscuros, lideradas por la inquietante Mórgathi. - Temo más la traición.
- ¿Los varelden?
Sártaron asintió gravemente.
- Temo que nuestros aliados puedan volverse en nuestra contra. No sólo por su naturaleza aviesa y su codicia. Creo que nos están utilizando para conseguir mucho más que tierras que conquistar.
- ¿Algún objeto arcano? ¿Tal vez algún enemigo al que hacer prisionero?
- Sospecho que codician lo mismo que nosotros.
Zárrock dudó unos momentos, antes de abrir los ojos sorprendido.
- La Piedra de Ilethriel que se custodia en Theadurion - susurró.
- Así es, Zárrock. Pero creo que hay más. Sospecho que la reina bruja tiene una de ellas.
- ¡Maldición! Si eso fuera cierto…
- Tranquilo - Sártaron le hizo un gesto con la mano, para que se calmase. - Una piedra por sí sola no tiene un poder tan grande como para temerlo. Puede que, con los conocimientos que Mórgathi tiene, pueda vislumbrar posibles acontecimientos futuros.
- ¿Posibles?
- Ya te he dicho que una piedra por sí sola no tiene el poder de revelar los planes del destino. Quizá consiga una interpretación de lo inevitable, pero no su resolución.
- Entiendo… Por eso no debemos permitir que consiga la piedra que tiene la Hermandad de la Luna Escarlata.
- Si consiguiera todas, podría ejercer su voluntad sobre el futuro, sobre el destino. Todo lo que se propusiera podría lograrlo, pues leería lo que está escrito, pudiendo adaptarse o adelantarse a ello.
- No lo permitiremos, mi señor.
Sártaron le dirigió una mirada llena de complicidad. Aquella conversación era completamente secreta. Nadie podría saberlo.
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Si lo que Sártaron pretendía era tener secretos, había errado en el propósito. Nada escapaba a los atentos ojos y oídos de las brujas elfas de Mórgathi. Eran como sombras, como la bruma, que está sin estar, que siente, oye y ve sin que nadie más lo perciba. Y si ellas estaban al tanto de todo, Mórgathi también lo estaba.
Sí, era cierto que sentía cómo menguaba su poder. Desde que dejó su templo, allá en Undraeth, no había vuelto a hacer el ritual de la sangre, y eso la debilitaba. Por eso tendría que sacrificar a alguien pronto. Debía recuperarse. El arjón ya se estaba dando cuenta de su vulnerabilidad, y eso la exasperaba.
Al caer la noche, demasiado pronto en las montañas, decidió descansar para recuperar fuerzas y afrontar el último tramo antes de entrar en Onun. Si bien aquel pasillo en las montañas era demasiado estrecho como para levantar un campamento, sí consiguieron un poco de refugio ante el incesante y molesto viento. Fue ahí cuando una de sus brujas se le acercó.
- Mi señora Mórgathi, ha llegado un cuervo para vos - anunció tendiéndole un pergamino enrollado.
Mórgathi lo cogió y lo leyó. Lo que esperaba, noticias de Freuthon. Aunque no le acababa de gustar la información. Por dos veces, el herrero del lobo blanco, había conseguido escapar de sus garras. Habían reducido su aldea a cenizas y acabado con los miserables habitantes de ella, y él, no sólo seguía vivo, sino que además se había escapado por segunda vez. ¡Maldito fuera! Y para colmo de males, había conseguido llegar hasta los montaraces, ganándose sin duda seguidores. No le gustaba el rumbo que estaba tomando el camino del herrero.
Airada, arrugó el papel y lo lanzó a un lado. Estaban surgiendo complicaciones que no deberían suceder. El maldito Sártaron, el maldito ritual de la sangre, y ahora el maldito joven y su maldito lobo. Pero debía calmarse, la guerra acababa de comenzar, debía ser paciente.
Una sombra se hizo presente a su derecha, alargada como la de un ciprés. Era su hijo Mathrenduil, que permanecía de pie mirándola sentada desde su altura. No dijo nada, tan sólo se agachó y cogió el arrugado pergamino.
- De modo que el herrero ha eludido la muerte - dijo tras leer la nota de Freuthon.
Mórgathi le fulminó con la mirada. Era su madre y, por muy rey que fuera, no permitiría ciertos desaires.
- Tan sólo de momento - siseó. - Y no debería hacerte gracia esta situación, a menos que seas un ignorante y obvies lo evidente.
Mórgathi supo en el momento que no tenía que haber dicho eso. Eran palabras muy duras, y su hijo tenía a todo el pueblo varelden de su lado. Su pasión de madre había podido con el respeto hacia su señor. Mathrenduil se agachó y se acercó mucho a su rostro.
- No me cuestiones jamás - susurró con rabia contenida. - Sé perfectamente lo que significa que el herrero haya llegado a Lagoscuro y a los montaraces. Sé lo que puede llegar a significar. De modo que no me trates como a un necio.
Mórgathi suavizó sus modales, extendiendo la mano y acariciando dulcemente el marcado rostro de su hijo.
- Sabes que nunca haría tal cosa.
El rey de los varelden pareció serenarse, y se sentó al lado de su madre, no sin antes dirigirle una mirada carente de emoción.
- ¿Qué información han conseguido tus brujas? - preguntó con un tono de voz neutro.
Mórgathi suspiró levemente antes de hablarle a su hijo.
- Parece ser que nuestro querido aliado Sártaron conoce mucho más de lo que nos imaginábamos - explicó. - No sólo está al tanto del espinoso asunto del herrero, también sabe lo de las Piedras de Ilethriel. Sabe demasiadas cosas con las que no contaba.
- Lo hemos subestimado, de eso no cabe duda. Un simple bárbaro mortal no consigue reunir a todo este ejército, aunque esté compuesto de escoria orca y demás mercenarios. Mantener unidos a todos es una labor magistral de un gran estratega. En cuanto al conocimiento que demuestra ante asuntos tales como las profecías o los objetos de poder de la Tierra Antigua, no hace más que reforzar esa idea. Es más de lo que aparenta ser.
- Estamos en el filo de la navaja, hijo mío. Un paso en falso y todo se volverá en nuestra contra.
Mathrenduil reflexionó durante un momento. Luego posó sus ambarinos ojos sobre los de su madre.
- ¿Qué crees que debemos hacer? - preguntó sin más a la reina bruja.
- Esperar, no tenemos más alternativas. Dejemos que por ahora el arjón piense que controla la situación, que se regodee con esa idea del control absoluto. En caso de que rompan el pacto y nos traicionen, tendremos la excusa perfecta para acabar con ellos, pero mientras que eso no suceda debemos permanecer a su lado.
- Entiendo. La muerte les hallará cuando la guerra acabé.
Mórgathi asintió con una sonrisa en los labios.
- Nos interesa ganar poder, no cederlo. Por eso debemos recuperar las fuerzas perdidas amparándonos en la momentánea superioridad de nuestros aliados. Sólo así conseguiremos la victoria sobre nuestros enemigos.
- Y sobre nuestros aliados - añadió de forma siniestra Mathrenduil.
Mórgathi le acarició con dulzura la suave melena blanca a su hijo. Luego acercó sus labios a su oreja y le susurró:
- Pronto Onun caerá. El hijo de Haoyu, el ahora rey Iyurin, está acorralado y tendrá que capitular si quiere evitar la completa devastación de su reino. Cuando esto suceda, quiero que Iyurin sea mi prisionero. Digamos que sería un buen regalo por parte del poderoso Señor del Fin de los Días.
Mathrenduil se volvió para mirar fijamente a su madre. Sonrió de medio lado.
- Ya entiendo - asintió el rey varelden. - El ritual de la sangre.