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Engaño.

  

 

 

   Nadie pudo convencer a Dálfvar para que no abandonara el grupo y que continuase el camino que lo llevaba a Eren. El viejo mago había estado muy abstraído desde que llegaron Habar y durante el camino que recorrieron hasta llegar al pie de las montañas Ered Durak, y cuando llegaron allí anunció su deseo de continuar un camino distinto al de la compañía de Velthen.

   La Princesa del Este no reparó en medios para que pudieran afrontar tan duro y largo recorrido, y puso a su disposición caballos y provisiones. También les ofreció una escolta para que los acompañaran a Eren-Ban, la ciudad de los mercenarios, donde poder conseguir una embarcación que los ayudase a cruzar la costa del Mar del Naciente y de ese modo ganar tiempo a la hora de ir a Cáladai. Pero Ectherien declinó la oferta, alegando que un grupo tan grande llamaría demasiado la atención, dejaría un rastro fácil de seguir para los asesinos varelden que los perseguía y ralentizaría su marcha. De modo que partieron de Habar Velthen, Iyúnel, Íniel, Ectherien, Márdinel, Tóbur, Gorin, Dálfvar y el huargo, acompañados de Ubarín que se ofreció a servirlos de guía.

   El capitán de los jinetes del desierto propuso marchar a la vera de las montañas, evitando tener que atravesar el desierto. Le explicó que muy pocos habían conseguido hacerlo, pues era una extensión de arena y sol demasiado grande como para poder afrontarlo con los víveres y las reservas de agua que tenían. Era un camino más largo, pero sin duda era el más cómodo y menos peligroso, tan sólo tuvieron que recorrer un pequeño tramo de desierto y en dos jornadas ya estaban bajo la sobra y el amparo de la montaña.

   - Seguiremos recorriendo la cordillera dirección sur - les explicó Ubarín. - Cuando lleguemos a las tierras de Eren continuaremos siguiendo el cauce del río Ban hasta la ciudad.

   A todos les pareció bien, exceptuando a Márdinel. El joven montaraz seguía sin fiarse del habarii y en varias ocasiones manifestó su deseo de atravesar las montañas.

   - Deberíamos cruzar el Ered Durak y poner rumbo a Lagoscuro - sugería contrariado. - Es la opción más sensata. Sé que existe un paso que lleva un poco más al norte de Thondon, los orcos y ogros lo encontraron. Si ellos pudieron nosotros también lo lograremos.

   - Sería una gran idea - le contestó Ubarín, esbozando una cordial sonrisa - de no ser porque nos persiguen los varelden. No sabemos en qué punto exacto de la montaña se encuentra ese paso y si nos entretenemos buscándolo estaremos cediendo tiempo y distancia a nuestros perseguidores.

   - Nosotros estuvimos en aquel paso - dijo Gorin. - Y, aunque no consigo ubicar su situación exacta, sé que deberíamos marchar hacia el norte, en dirección contraria, para dar con él.

   - No podemos hacer eso - negó Ectherien con la cabeza. - Es como volver sobre nuestros pasos. Estaríamos acercándonos a los varelden en lugar de alejarnos.

   Márdinel no tuvo más remedio que acatar la decisión de la mayoría, pero volvió a reiterar su desaprobación. El siguiente paso estaba mucho más al sur, ya cerca de los límites con Eren, y no era una ruta cómoda ni rápida para llegar a Cáladai. Todos los pasos les llevaban a Eren-Ban, era la opción más sensata si pretendían dar esquinazo a los elfos oscuros y adentrarse en Cáladai.

   - Si continuásemos marchando a pie por las montañas - explicó Ubarín, - llegaría un momento en que los tendríamos encima. Les llevamos mucha ventaja, es cierto, pero no olvidemos que ellos son más rápidos y que no necesitan descansar tanto como nosotros. Cada día que pasa nos recortan distancia.

   El capitán habarii parecía que sabía muy bien lo que hacía y decía. Todo lo tenía controlado, incluso calculaba qué días les ganaban terreno los varelden en función de la climatología. El viento, la lluvia, el calor… Todo influía y ayudaba a Ubarín a planificar los tiempos de marcha en función de sus propias conjeturas.

   - ¿Qué opinas de él? - le preguntó una noche Iyúnel a Velthen, cuando Ubarín comenzó la primera guardia.

   - Es un buen guía. Tiene muy claro lo que hay que hacer y eso se nota. Dálfvar y Ectherien lo siguen y no dudan de él, y eso me basta.

   Iyúnel se acercó un poco más a Velthen buscando el calor de su cuerpo. Las noches eran frías y las brasas no eran lo suficientemente cálidas.

   - Íniel está fascinada con él - le dijo. - Me lo ha dicho. Estoy segura que le seguiría al mismo confín de la Tierra Antigua si se lo pidiese. Y los enanos no cuestionan. Conocen las montañas mejor que nosotros y saben que el camino que propone es el correcto.

   - Sí, eso opino yo - silbó al huargo blanco, que estaba tumbado hecho un ovillo a un lado para que se acercara a ellos. La bestia se echó a los pies de ambos, haciendo que entraran rápidamente en calor.

   - Márdinel, por el contrario, no lo soporta - Iyúnel soltó una risita.

   - Márdinel a veces parece no soportarse a sí mismo. Supongo que no llevará bien eso de que otro sea el líder.

   - ¿Por eso te trata así?

   La pregunta de Iyúnel le pilló por sorpresa.

   - Yo no soy el líder.

   La princesa le miró con suspicacia y dejó ver una media sonrisa en sus labios.

   - Intentas engañarme, ¿verdad?

   - No es a mí a quien seguís. Mis guías fueron Ectherien y Dálfvar, y ahora lo es Ubarín. ¿A quién lidero yo?

   - A todo este grupo - dijo Iyúnel con determinación. - Todo lo que se está haciendo es por ti, todo. Ellos no te están guiando. Te llevan a un lugar donde demuestres tu verdadera naturaleza.

   - Creo que me tomáis por otra persona, ya os lo dije - sonrió tímidamente el joven

   - Y yo creo que te subestimas. Tu destino es hacer cosas grandes, logros que se recordarán a lo largo del tiempo. Los bardos cantarán tus gestas desde Páravon hasta más allá de Habar. Tienes mucha fuerza interior, Velthen, puedo presentirlo. Siento en mis huesos que tú eres el Elegido.

   Los ojos verdes de Velthen se detuvieron en los azules de Iyúnel. Era tan preciosa… Jamás en su vida hubiera pensado que estaría tan cerca de una princesa, y mucho menos que fuera tan bella. Ambos comenzaron a acercarse poco a poco, sintiendo la calidez de sus alientos que se mezclaban para trasformarse en una fina capa de vaho, que era lo único que les separaba. ¿Qué se sentiría al besar a una princesa? Velthen no pudo comprobarlo, pues los fuertes ronquidos de Tóbur les distrajeron de ellos mismos, provocando la risa. ¿Lo había soñado o había estado a punto de besar a Iyúnel?

   A lo largo del camino, Velthen e Iyúnel se hicieron inseparables. Compartían muchas confidencias e intercambiaban opiniones y experiencias. Un día Velthen le contó cómo hicieron su padre y él toda una remesa de lanzas y alabardas para la guardia de Cáladai, y ella le habló de las maravillas de Onun, la tierra del invierno. Todo el mundo los miraba con ojos llenos de complicidad, cosa que a Velthen le ruborizaba, e incluso a veces Ectherien bromeaba diciendo que a la princesa él la gustaba. La única que no aprobaba la actitud del joven muchacho y su señora era Íniel, que en más de una ocasión recordó a Velthen con quién estaba tratando.

   - Es la hija del difunto rey de Onun - le dijo en una ocasión. - No olvides de dónde viene y de dónde vienes tú.

   Aquella frase consiguió que durante aquel día Velthen se mostrara esquivo con Iyúnel, hasta que la princesa logró intuir el porqué de aquella reacción. El joven supuso que la princesa había tenido unas palabras con su fiel vasalla, pues no volvió a dirigirse a él en esos términos.

   Una jornada fue sucediendo a la otra hasta que por fin vislumbraron los montes de Eren, una pequeña prolongación del Ered Durak, aunque mucho menos escarpados y altos que la cadena montañosa. Detrás de estos entrarían en las tierras de Eren, ciudad corsaria y mercenaria. Fue justo en ese momento donde Dálfvar continuó su camino solo.

   - Mis pasos me obligan a tener que marchar sin vosotros - les dijo justo antes de despedirse, - pues mucho me temo que el mal haya avanzado más de lo que yo esperaba. Los peligros que he de afrontar ya no son responsabilidad vuestra, aunque mucho me temo que el camino que vosotros recorreréis no estará exento de ellos.

   Velthen intentó por todos los medios hacerle cambiar de idea, sin poder conseguirlo. Lo único que obtuvo fue una sonrisa franca y unas palabras.

   - Mi joven amigo - le dijo, apoyando una mano arrugada en su hombro, - ha llegado el tiempo de que camines por ti mismo. Tendrás que asumir responsabilidades y tomar decisiones, pues no siempre podrás estar acompañado de aquellos que hoy te rodean. La vida es un camino que recorremos acompañados de gente durante un tiempo, mas luego estos nos abandonan para seguir los suyos propios. La realidad es que la vida es un camino que recorremos solos rodeados de gente.

   El huargo blanco aulló al verlo desaparecer entre las rocas de la montaña. Y Velthen hubiera querido hacer lo mismo, pero tragó saliva y se obligó a mantenerse sereno y firme, pese a que por dentro lloraba por perder a su más sabio consejero y fiel amigo.

   - Volveremos a verlo - le dijo Ectherien, cuya perspicacia le había hecho darse cuenta de la añoranza del joven. - Dálfvar siempre aparece cuando menos te lo esperas.

   - Vamos - les acució Ubarín. - Tras esas montes está Eren, nuestro destino. Ya casi hemos llegado y pronto todo habrá acabado.

   Hicieron noche justo cuando llegaron a los montes. Decidieron descansar y acampar allí, al amparo de las rocas y los árboles en un pequeño valle que los protegía del viento. Esa noche le tocó a Velthen hacer la primera guardia en compañía de su lobo, de modo que cuando hubo de darle el relevo a Gorin pudo descansar durmiendo del tirón. Hacía tiempo que no tenía aquellas pesadillas que lo había ido acompañando desde hacía ya tiempo. Se alegraba de que aquello hubiera acabado.

   Al amanecer, retomaron la marcha por el sendero que recorría los montes. Era su último día de camino, de modo que Velthen lo afrontaba con ganas y con una perspectiva positiva. Pensaba en esto cuando Márdinel se le acercó.

   - Mira al cielo, herrero - le dijo sin más.

   Velthen se extrañó pero levantó la vista. El cielo estaba despejado, salvo por unos sutiles jirones de nubes blancas. Todo era calma.

   - ¿Qué sucede?

   - Allí - le indicó con un gesto de cabeza. - ¿Lo ves?

   A gran altura se divisaba la elegante figura de un halcón que surcaba el firmamento.

   - Un halcón - se limitó a decir.

   - Un halcón que nos viene siguiendo desde hace ya dos días.

   Velthen le miró extrañado.

   - ¿Siguiendo?

   - ¿Has caminado al lado de un mago que es capaz de provocar un derrumbe con su vara retorcida y te extraña que nos sigua un ave?

   Velthen volvió a mirar arriba. El halcón volaba en círculos sobre sus cabezas.

   - No me había percatado - se encogió de hombros. - ¿Qué opina el resto?

   - No les he querido decir nada. No me fio de Ubarín, y mucho me temo que ese halcón pudiera ser suyo y que con él estuviera pasando información.

   - ¿Información? ¿Sobre qué?

   - Sobre nuestros pasos, herrero. Siento que nos dirigimos a una trampa.

   - Los demás no opinan lo mismo.

   - Los demás están ciegos.

   - ¿Opinas lo mismo de Ectherien?

   Márdinel vaciló en la respuesta.

   - Ectherien es un gran soldado y un capitán capaz de dirigir a un grupo pequeño de hombres y hacer que estos acaben con una hueste de orcos. Pero a veces le puede su obstinación y las creencias absurdas en vaticinios y profecías élficas.

   Velthen, en el fondo, estaba de acuerdo con él. Admiraba y respetaba a Ectherien, pero en el fondo le apenaba que tuviese esa fe en mitos que jamás se habían demostrado. Y aquello no era bueno.

   - Tú crees que todo esto no sirve para nada, ¿verdad? - le preguntó a Márdinel. - Que esta búsqueda del Elegido lo único que hace es demorarnos a la hora de preparar a los montaraces para lo que se avecina.

   Márdinel le miró con el ceño fruncido.

   - Tú tampoco crees en ello - le contestó, - aún cuando se supone que eres el protagonista principal de esta historia.

   No tardaron en distinguir la fortificada ciudad de Eren-Ban, antaño uno de los reinos más prósperos  y ricos de la Tierra Antigua cuyo actual dominio lo ostentaban los arcontes y gerifaltes de los grupos mercenarios y corsarios más importantes. Eren no era ni una sombra de lo que antaño llegó a ser, pero conservaba su belleza original. La ciudad crecía en una colina a los pies del caudaloso río Ban, cuyo puerto se caracterizaba por albergar una gran flota de barcos de todo tipo, pero principalmente corsarios al servicio de todo aquel que tuviera la bolsa bien llena de monedas de oro. La muralla de piedra recorría todo el perímetro de la ciudad, dotándola de un aspecto defensivamente férreo e inexpugnable. Cuando la compañía cruzó las grandes puertas de Eren-Ban, quedaron fascinados por los magníficos jardines que albergaba en su interior, los edificios bajos de una sola planta construidos a base de madera y cañas de bambú. Los tejados eran muy pintorescos, hechos a base de paja y teja, de perfil curvilíneo y aspecto volado. Había cerezos y  un lago a los pies de la ciudadela, más elevada que el resto de la ciudad donde se erigía orgulloso el castillo, cuyo aspecto seguía el patrón del resto de la ciudad. No daba aspecto de ser el cubil de mercenarios.

   - Deberíamos buscar un lugar donde alojarnos - sugirió Ectherien. - Los caballos necesitan descansar y nosotros evitar llamar la atención.

   - Estoy de acuerdo - dijo Ubarín, acariciándose la barbita. - Creo conocer un lugar donde podremos aposentarnos.

   - ¿Has estado alguna vez aquí? - le preguntó Gorin, enarcando una ceja.

   Ubarín sonrió.

   - Cuando eres capitán de la guardia de una ciudad como Habar más te vale sondear de cuando en cuando qué se cuece por estos lares. Iré a comprobar si tenemos hueco en esa posada de la que os hablo, vendré enseguida. Procurad buscar un rincón donde no llaméis mucho la atención.

   Márdinel meneó la cabeza.

   - Es difícil no hacerlo con un huargo blanco y dos enanos.

   Mientras Ubarín se separó de ellos, el grupo se dedicó a pasear por las calles y jardines de Eren-Ban. La gente iba y venía, hablaban a voces y cerraban tratos sin ningún tipo de pudor, aunque cuando los veían pasar por su lado, procuraban hablar en susurros para evitar que las conversaciones mantenidas fueran escuchadas por oídos demasiado curiosos. Algunos los miraban extrañados, percatándose de que eran forasteros, aunque en aquel lugar era extraño saber quién era de allí y quién foráneo. Había un crisol magnífico de gentes. La tónica habitual era que los ignorasen.

   - ¡Mira, ahí! - Márdinel agarró del hombro a Velthen y le señaló a su derecha.

   El muchacho giró la cabeza y observó como un halcón planeaba hasta que se posaba en el brazo extendido de un mendigo que permanecía sentado en el suelo, arrebujado en una capa mugrienta y raída, con la capucha echada. Le quedaba grande, pues le cubría todo el rostro. El ave batió las alas de nuevo y se posó sobre su hombro. Entonces, el mendigo sacó una flauta de pan y comenzó a tocar una bella melodía.

   - Acerquémonos - le dijo Velthen.

   Los dos jóvenes se aproximaron donde el mendigo se distraía con la canción, mientras que el halcón giraba la cabeza y los observaba. El resto del grupo los siguió. Cuando estuvieron cerca, dejó de tocar y levantó la cabeza. Llevaba una venda en los ojos, de modo que era ciego con toda seguridad.

   - Unas monedas, gentiles caballeros - dijo con amabilidad, - y tocaré la canción que me pidáis.

   - ¿Te sabes todas las canciones de la Tierra Antigua? - le preguntó Velthen.

   - Podría decirse que sí, aunque sería mucho presumir por mi parte.

   - Sois muy joven para conocerlas todas - intervino Iyúnel.

   - Sois muy amable, mi señora - contestó sin perder la sonrisa. - Pero que no os engañe mi aspecto. He vivido mucho.

   - No lo dudo. No sois de aquí, ¿me equivoco?

   - Soy de aquí y de todos los sitios - sopló la flauta y le arrancó unas notas divertidas que provocaron la risa de Iyúnel.

   - Tenéis un ave magnífica - le dijo Márdinel, con toda la intención. Velthen le dio un codazo. - Apuesto a que verla volar es un espectáculo maravilloso.

   - Debe serlo, mi señor. El halcón son mis ojos.

   - Así que sois ciego.

   - Ciego es aquel que no quiere ver - volvió a tocar la flauta.

   El halcón movió la cabeza varias veces, de un lado a otro, y chilló. El huargo ladeó su testa y soltó un débil aullido. Parecía que ambas bestias se comunicaban. El mendigo, al escucharlo, dejó de tocar y puso su espalda recta.

   - ¿Es eso un lobo huargo? - preguntó. El tono distendido y cordial había desaparecido para dejar paso a la seriedad y el recelo.

   Todos intercambiaron miradas de incredulidad. ¿Cómo lo había averiguado? Resultaba increíble que alguien reconociera a un huargo de un lobo común tan sólo por el aullido. El mendigo guardaba silencio, esperando una respuesta que tardaba en llegar.

   - ¿Cómo has sabido…? - comenzó a decir Tóbur.

   - Os daré un consejo - le cortó el encapuchado. - No deberíais  deambular mucho por esta ciudad con una bestia esa. Llamaréis demasiado la atención.

   - ¿Y qué sabes tú de lo que nosotros queremos? - Márdinel se puso a la defensiva.

   El mendigo se encogió de hombros.

   - Es sólo mi consejo. En esta ciudad hay mercenarios, corsarios y cazadores de animales como vuestra mascota. Apuesto a que tiene un pelaje magnífico. Será la atracción de muchos ojos que ansíen su piel.

   - ¡Ah! ¡Ahí estáis! - la voz de Ubarín se escuchó a sus espaldas. El habarii se acercaba a ellos con paso vivo. - Ya está todo dispuesto. Tenemos habitaciones en una posada que está a un par de manzanas de aquí. ¡Vamos!

   El mendigo retomó la melodía justo cuando se iban. Velthen se quedó mirándole un momento más.

   - Vamos, muchacho - le urgió Ubarín. - Nos espera comida caliente y un buen asiento donde reposar los pies.

   - Dale una moneda - le dijo, señalando al ciego con la cabeza.

   - ¿Cómo? - se extrañó el habarii.

   - Ya me has oído. Dale una moneda. Tiene tanto derecho como nosotros a tener cama y comida hoy.

   Ubarín no protestó, se encogió de hombros y le lanzó una moneda al aire al mendigo. Antes de que cayera rodando por el suelo adoquinado, este sacó una mano rápida y atrapó la moneda. Velthen se quedó sorprendido de ver semejante destreza en una persona ciega.

   - Muy agradecido, señor del huargo - se limitó a decir antes de volver con la flauta.

   La posada era un edificio similar a los de la ciudad, pero más ancho y con tres plantas. En su interior había individuos de toda clase y condición. Los había que vestían con túnicas de seda, otros con cotas de malla y armaduras de cuero, otros parecían pordioseros, encapuchados… Había un amplio plantel que apenas quisieron reparar en los recién llegados. Velthen se agachó y acarició al huargo.

   - No puedes estar aquí con nosotros, es demasiado peligroso. Vete. Busca un sitio donde guarecerte fuera de la ciudad, en los bosques de bambú.

   El enorme lobo, comprendiendo lo que el joven le decía, dio media vuelta y desapareció tras las puertas de Eren-Ban. Velthen sólo esperaba que nadie lo siguiera e intentase darle muerte.

   Mientras todos se acomodaban, Ubarín se acercó a la barra para hablar con el posadero, que les dirigió una mirada torva. Luego asintió y se metió dentro de la cocina.

   - Espero que tengan buena cerveza - rezongó Tóbur mientras se repanchingaba en su asiento. - Mataría por una pinta de la taberna de Gilmu.

   - ¡Oh! - exclamó Gorin al oír mencionar al afamado tabernero enano. - ¡Doble malta y tostada!

   - No creo que tengan aquí cerveza de ese tipo - dijo Ectherien, esbozando una sonrisa.

   Ubarín regresó con ellos, portando un barril de cerveza que le había proporcionado el tabernero. Tóbur se frotó las manos y se dispuso a escanciarlo. Tomó una jarra de barro y dejó que el dorado líquido espumoso la llenara. A continuación, dio un trago largo. La espuma dejó su rastro entre los bigotes del enano, que eructó ahogadamente e hizo una mueca.

   - Esto es orín de troll - masculló.

   - Pues deberías apreciar el orín - le dijo de nuevo Ectherien. - Es mucho mejor que el agua templada que hemos tenido que beber.

   Todos se sirvieron menos Ubarín, que declinó la jarra que le ofreció Gorin.

   - ¿Sucede algo? - le preguntó Márdinel con suspicacia. - ¿Os noto nervioso?

   Ubarín se giró bruscamente y miró sorprendido al joven montaraz. Sus ojos dejaron entrever que realmente algo le inquietaba. Velthen se puso tenso.

   - ¿Nervioso? - Ubarín volvió a mostrar su encantadora sonrisa. - ¿Por qué habría de estarlo?

   Márdinel le clavaba la mirada, intentado amedrentar al hombre del desierto. Pero este se volvió y se quedó fijo mirando a la puerta de la taberna. 

   - Ha sido todo un acierto por tu parte traernos aquí, Ubarín - le dijo Iyúnel, al tiempo que vaciaba su jarra de cerveza. -  Un sitio concurrido de gente que posan las miradas en nosotros. Ideal para pasar desapercibidos.

   - Creo detectar cierta ironía en vuestro tono de voz, mi señora - Ubarín seguía mirando la puerta del local.

   - Creo que ha sido un error dejarte decidir dónde hospedarnos.

   - Mi señora, no me gustan las insinuaciones.

   - Como también ha sido un error no entrar en la ciudad disfrazados de mendicantes o peregrinos. Si lo que pretendíamos era llamar la atención, lo hemos conseguido.

   - ¿Y ahora es cuando os dais cuenta de ello?

   - Dijiste que conocías Eren-Ban, que habías venido varias veces por aquí. Yo en cambio no. Eres tú el que debía conocer la ciudad, no yo.

   Ubarín bajó la mirada.

   - Ya es tarde para eso, mi señora.

   Márdinel se levantó de un salto y desenfundó su espada. Ectherien, Íniel y los enanos pusieron cara de no saber qué estaba sucediendo.

   - ¡Sabía que eras un traidor! - le señaló.

   Ubarín se levantó de la silla y dio unos pasos atrás. Su semblante sereno y amable se había convertido en la perturbación personificada.

   - ¿Qué sucede aquí? - preguntó Ectherien, desenvainando también.

   De pronto, todos los presentes en la taberna sacaron sus armas. El recinto se llenó al instante de dagas, espadas, mazas y demás. Las puertas del local se abrieron violentamente y aparecieron varios hombres con cotas de malla y armaduras, semejantes a soldados. Al verlos, Ubarín dio varios pasos atrás hasta protegerse con ellos.

   - Ahí los tenéis - dijo señalando al grupo.

   - ¡No! - gritó Íniel, visiblemente afectada por lo que estaba ocurriendo. Se dispuso a atacar, pero Velthen la sujetó entre sus brazos.

   - ¡Basta! ¡Sólo conseguirías que te maten, y a nosotros por consiguiente!

   - Arrojad las armas o moriréis - dijo uno de los soldados recién llegados.

   - Haced lo que os dice - les ordenó Ubarín.

   Tras unos instantes de titubeo, el primero en tirar su espada al suelo fue Ectherien, seguido del resto. Habían caído en una trampa absurda sin necesidad.

   - ¿Por qué? - le preguntó sin más Velthen al habarii.

   Ubarín se acercó un poco y miró fijamente al joven.

   - Vosotros tenéis vuestros propios intereses y yo los míos - dijo. - Habar es un reino tranquilo que jamás se ha visto salpicado de las guerras que os han asolado. Nunca hemos querido participar en ellas, al igual que no hemos pedido ayuda cuando nos han tocado a nosotros tiempos difíciles de afrontar.

   - ¿Y eso qué tiene que ver? - Iyúnel se le quiso encarar, pero Velthen la retiró con la mano. - Pensábamos que estabais de nuestro lado.

   - Del único lado del que estoy es de mi pueblo, mi señora. Y es mi pueblo el que está llorando lágrimas de sangre al haber caído nuestra princesa en manos de los varelden. Me conminan a entregaros al gerifalte de Eren-Ban y que este os retenga hasta que ellos lleguen. Lo lamento.

   - Yo sí que lo lamento, pobre iluso - le espetó Ectherien. - Si de verdad tu señora ha caído en manos de los elfos oscuros, puedes darla ya por muerta. Su cabeza habrá rodado por los pasillos de vuestro castillo, como rodará la tuya cuando ellos nos tengan. Nos has vendido por nada, necio.

   Ubarín calló, se puso lívido, pero se giró y desapareció tras las filas de soldados y asesinos que había en la taberna. Velthen miró a Márdinel, que meneaba la cabeza. Le fastidiaba tener que darle la razón, pero esta vez había que reconocer que él lo advirtió y nadie le hizo caso. Se sintió mal por ello. Márdinel no era tan duro ni tan terco como quería aparentar.

   - ¡Vamos! - les gritó uno de aquellos extraños soldados. - Iréis a las mazmorras de la ciudadela. ¡Moveos!