26
La Ciénaga del Olvido.
Aquel mar era tan oscuro como el propio corazón que lo bombeaba y que creaba un oleaje terrible, difícil de capear incluso para los avezados atelden que se afanaron en todo momento por alcanzar las costas malditas de Undraeth.
Las ráfagas de viento, que azotaban y hacían zozobrar las barcas élficas como si fueran de papel, ya les advertía que en aquel lugar no serían bienvenidos, era territorio enemigo colonizado por los varelden al final de las guerras élficas. Estaba claro que incluso la tierra los odiaba tanto como sus parientes tenebrosos. Si las costas de Asuryon estaban rodeadas por una neblina blanquecina, tan espesa que parecía suave algodón, Undraeth estaba rodeado de una bruma oscura, opaca, como una horrible humareda que se extendía más arriba de lo que la vista lograba alcanzar. Era como meterse en las fauces de un huargo o un felión.
Thil Ganir aún trataba de recuperarse del acoso por parte de las embarcaciones varelden y del ataque del kraken. Resultaba irónico ver cómo una vida inmortal, condenada y bendecida a ver pasar de forma inexorable todos los tiempos habidos y por haber, podía convertirse en algo frágil, quizá demasiado frágil como para sentirse más especial o afortunado que los mortales. Tampoco eran tan distintos, a fin de cuentas. Puede que a ellos, el paso de los años no les afectara pero eran tan vulnerables como cualquier hombre ante un certero disparo de flecha o una rápida estocada. Débil carne que se convierte en polvo.
Faobereth y Elbérohir trataban por todos los medios de dirigir a los supervivientes del naufragio dando órdenes a gritos y procurando que todos remaran con la misma intensidad y navegaran muy juntos. Si alguno de los botes se quedaba atrás o se distanciaba del resto del grupo, podía darse por perdido, y con él su tripulación. Eran escasos los que habían burlado la muerte a manos de los tentáculos del kraken, no podían perder más vidas.
- El frío arrecia - dijo Faobereth, con la mirada fija al frente. - Nos acercamos a las costas de Undraeth.
Thil Ganir aguzó la vista. Incluso para un elfo como él, era difícil conseguir distinguir algo en medio de aquella oscura niebla. Sólo se había percatado de que las aguas se habían calmado. No había ni rastro del oleaje que les había acompañado durante todo el viaje, castigándolos sin ningún tipo de miramiento. Ahora, el agua oscura del mar se asemejaba a la de un lago, calmada, silenciosa, inquietante.
- ¿Cómo sabes que estamos cerca? - preguntó el rey elfo, volviendo a coger los remos para ayudar a Elbérohir.
Faobereth no contestó. Se mantenía inmóvil, sin apartar la vista del frente y con el semblante serio y tenso. Undraeth era una tierra desconocida para todos ellos, exceptuando a Faobereth. Es señor del Bosque Perenne de Asuryon era el único elfo que había viajado hasta aquel lugar y había regresado con vida. Era cierto que toda su tripulación había caído ante la implacable ira de los varelden, que muchos de ellos encontraron en el mar su tumba y que los desgraciados que consiguieron sobrevivir se convirtieron en esclavos y prisioneros de los ladinos elfos oscuros. Nunca se supo más de ellos. Pero Faobereth regresó. Apareció en un lamentable estado físico y psicológico al sur de las costas de Quil-Asur. El único que consiguió hacerlo, el único que engañó a Mathrenduil y a su madre, Mórgathi, hasta ganarse su confianza. Estuvo cerca, muy cerca de poder deslizar su daga por el esbelto y pálido cuello de la Reina Bruja mientras bailaban, mientras comían. Cuando fue descubierto, los valientes que lo acompañaban fueron los primeros en caer. Faobereth fue testigo de la sádica venganza que Mathrenduil y Mórgathi le infringieron, pasando a cuchillo a los pocos que consiguieron seguirle hasta el corazón de Undraeth, haciendo que cargara con la culpa de aquella masacre. Luego decidieron darle caza a él, pero Faobereth fue más astuto y rápido que todos los varelden que le perseguían y consiguió dejar atrás Undraeth, aquella pesadilla.
- Ya divisamos tierra - anunció Elbérohir, sin dejar de remar. - Hemos llegado.
Thil Ganir soltó los remos y se inclinó un poco en la proa de la barca. La niebla negra parecía ser menos densa, y delante de ellos ya comenzaba a dibujarse el perfil de los acantilados y las rocas de la costa de Undraeth. Cada vez más próximo a cada remada. Thil Ganir sintió cómo se le erizaba el bello.
- Jamás pensé que llegaría hasta aquí - murmuró, casi hablando consigo mismo.
- Tarde o temprano llegaría el momento en el que alguien tuviese que hacerlo - dijo, Faobereth, sorprendiendo al rey elfo, que no imaginaba que nadie le hubiera escuchado. - Os ha tocado a vos, mi señor. Este es vuestro destino.
Varar en las costas de Undraeth no fue tarea fácil. Había pequeños arrecifes que obligaban a maniobrar con cuidado a los elfos, sorteando las afiladas y oscuras piedras con precisión y habilidad. Hubo un instante en que los arrecifes se apiñaban mucho más y se elevaban como pequeñas hojas de acero, amenazando con resquebrajar los botes y obligando a los atelden a desembarcar. Afortunadamente, no había mucha profundidad, de modo que consiguieron acceder a la orilla a pie.
Undraeth era una tierra extraña. Lo primero que le llamó la atención a Thil Ganir era que el cielo estaba cubierto de negras nubes que impedían el paso de cualquier resquicio de rayo de sol, unas nubes similares a las de una gran tormenta que de cuando en cuando se dejaban iluminar por algún rayo que rompía su oscuridad. La tierra era también negra. Rocas y arena negra, de aspecto volcánico, que incrementaban esa sensación lúgubre y tenebrosa del lugar. Los acantilados, que los rodeaban por todos los lados, eran altos y escarpados, las piedras tan afiladas como cuchillos. Era un terreno muy abrupto y quebrado, nada acogedor. No parecía haber belleza viva en aquel lugar.
- Iremos por aquel camino de allí - Faobereth señaló al oeste, una vez comprobaron que todos habían tomado tierra sin problemas. - Por ese desfiladero que se abre entre aquellas montañas. Intentaremos marchar lo más recto posible.
La partida de elfos avanzó siguiendo a Faobereth, que encabezaba la expedición seguido de Thil Ganir y Elbérohir. Marchaban en completo silencio, tal y como lo hacían los elfos, de un modo tan imperceptible que ni el más avezado de los montaraces hubiera sospechado que un grupo de atelden caminaba cerca de él. Pero Thil Ganir sabía que allí no moraban simples mortales. No, aquel lugar no estaba hecho para los hombres, quizá ni siquiera estaba hecho para ellos. En ese lugar sólo podían habitar seres que igualaran en oscuridad a aquella tierra, que tuvieran el corazón tan negro como las montañas que hollaban. Sólo los elfos oscuros, los malditos varelden podían haber sobrevivido tantos siglos en aquel lugar tan hostil.
Anduvieron durante largo rato, un buen trecho del camino. Aunque la costa parecía desierta, la actitud de Faobereth hacía presagiar que no podían fiarse. El adusto elfo parecía estar en completan tensión, con el arco en la mano y una flecha en la otra. Escrutaba el terreno a cada paso que daba, hasta parecía que su respiración era controlada, pausada y silenciosa como una sombra. Thil Ganir y el resto del grupo no dejaban de estar atentos a cada movimiento de su guía, a cada gesto de su rostro, seguían la dirección a la que sus ojos se dirigían.
- No debemos caer en el absurdo convencimiento de que estamos solos - les dijo. - Es muy posible que, incluso antes de desembarcar, ellos ya sepan que estamos aquí.
A medida que se internaban más en Undraeth, la orografía no mejoraba. El continente donde moría el sol cada día no parecía dispuesto a otorgarles tregua alguna, como si estuviera aliado con los varelden y su odio por sus parientes de la luz se hubiera transmitido a la tierra que ahora ellos pisaban. El desfiladero pronto comenzó a estrecharse hasta que desapareció. El grupo hubo de continuar entre las rocas, ralentizando su ritmo y exponiéndose demasiado a posibles ojos enemigos.
- Apesta - dijo ya entrada la noche Elbérohir, justo cuando trataban de resguardarse para recuperar fuerzas. - Ese olor no se ha separado de mí desde hace ya muchas leguas.
Faobereth asintió, mientras comprobaba la tensión de la cuerda de su arco. La madera del mismo estaba finalmente tallada, la ornamentación asemejaba finas ramas coronadas con hojas. La empuñadura y las puntas del arco eran cuerno de krull, también tallado con runas élficas.
- La Ciénaga del Olvido - dijo, sin dejar de probar el arco. - En una jornada y media, tal vez dos, llegaremos a ella. Avanzamos hacia el sur, no hemos errado en el camino.
- ¿Tendremos que atravesar un cenagal? - preguntó poco convencido Thil Ganir, buscando una postura para poder tumbarse en la fría y dura piedra.
Faobereth se giró y le miró con intensidad.
- Al norte sólo nos esperan los varelden - respondió. - Las montañas se hacen más crueles, escupen fuego. La única forma de avanzar es por sus entrañas, que es donde los varelden han levantado sus ciudades. Hemos llegado hasta aquí en busca de respuestas, y estas están escondidas en algún lugar al sur, no al norte.
- ¿No crees que Mathrenduil encontrase el artefacto con el que despertó a su dragón en el norte?
Faobereth se encogió de hombros y dejó el arco a sus pies.
- Ignoro dónde pudo encontrarlo, mi señor. Lo único que sé, lo único de lo que puedo estar seguro, es de que si cambiamos de rumbo sólo encontraremos la muerte. Un grupo como el nuestro no duraría ni a la puesta del sol ante las hordas varelden que queden en Undraeth.
- Nadie ha cruzado más allá de la ciénaga - intervino Elberohir. - Jamás.
Los ojos de Faobereth centellearon en las tinieblas de Undraeth.
- Por eso existen tantas preguntas, amigo mío - respondió. - Porque nadie se ha aventurado a buscar las respuestas.
Thil Ganir cerró los ojos y trató de ignorar lo incómoda y larga que iba a resultar la noche tumbado entre rocas.
- Seremos los primeros en encontrarlas.
Antes de que el alba despuntara, los elfos ya habían retomado la marcha. El camino seguía siendo tan duro como la jornada anterior, y no había indicios de que fuese a mejorar a medida que se internaban. Y para colmo de males, muchos de los víveres que llevaban consigo ahora reposaban bajo las oscuras aguas del mar. Tan sólo disponían de algo de pan y tortas de cereales. Incluso el agua escaseaba. Si un hombre fornido hubiese dispuesto de aquellas reservas en Undraeth, no hubiese durado más allá de tres días. Los elfos no tenían la necesidad de satisfacer las necesidades básicas como comer y beber tan a menudo como los mortales, pero si no encontraban algo que cazar, alguna planta que recolectar o algún río donde poder llenar sus pellejos… Quizá tampoco sería suficiente para ellos.
Transcurrió más de media jornada cuando consiguieron atravesar las quebradas que les habían acompañado durante casi su desembarco. A los pies de las mismas, se extendía un enorme llano en el que reposaba un cenagal que parecía no tener fin. Su hedor, que se había ido intensificando a cada legua recorrida, ahora resultaba insoportable.
- La Ciénaga del Olvido - anunció Faobereth, señalando el llano. - Haremos un alto en el camino para recuperar fuerzas antes de descender y adentrarnos en ella.
- No me inspira ninguna confianza - dijo Elbérohir, frunciendo el ceño mientras miraba la ciénaga.
- Y no debería hacerlo - Faobereth indicó a un par sus exploradores con el dedo los lugares donde debían apostarse para montar guardia. - Pero al menos encontraremos refugio en los decrépitos árboles que en ella crecen. Aquí, sobre las montañas, estamos a la vista de cualquiera que pretenda emboscarnos.
- ¿Desde el aire? - preguntó extrañado Thil Ganir. - Nuestros ojos controlan todo el perímetro que…
- Nuestros ojos ven menos de lo que otros ojos pueden ver, mi señor - le espetó, mientras depositaba el carcaj a un lado. - Esta no es nuestra tierra, no conocemos nada de lo que ahora pisamos, tan sólo que los varelden moran aquí. Pero hay más que eso en esta negra y fría roca. Mantícoras, quimeras, hidras… Sus aguas albergaban al kraken. No queráis imaginar lo que camina en la tierra.
Comieron un poco mientras estaban sentados examinando los mapas y decidiendo qué camino tomar. Faobereth tenía razón, la única opción posible era atravesar la ciénaga hasta llegar a los Montes Perdidos. Una vez allí, deberían continuar hacia el sur, pero no sabían muy bien qué encontrarían. Nadie había ido más allá de la Ciénaga del Olvido, quizá de ahí le venía el nombre. Igual que a los montes que se intuían más allá. Perdido y olvido. Puede que ese fuese el destino que le aguardaba a Thil Ganir, Rey de los Atelden. Ese pensamiento, lejos de ensombrecer su espíritu, lo azuzó para querer llegar hasta el final.
Cuando el sol comenzó a esconderse bajo las montañas, dejando paso a las sombras del ocaso, los elfos reanudaron la marcha. Una vez hubieron descendido, la noche ya era cerrada y la Ciénaga del Olvido se extendía ante sus ojos, el agua emitía un brillo débil y apagado que la dotaba de un aspecto mucho más tenebroso del que se apreciaba desde la cima de los montes.
Avanzaron en hilera de dos en dos, sin antorchas. Elbérohir y la guardia que él capitaneaba, al llevar armaduras, decidieron embadurnarse con barro y lodo las mismas, para evitar algún mínimo destello que los pudiese delatar. Así mismo, enfundaron sus espadas y pasaron a los arcos. Toda precaución era poca.
- Cuidado ahora - dijo en un susurro Faobereth. - Nos encontramos en un terreno del que nadie ha regresado para hablarnos de él. Todos juntos y sin dispersarnos.
En la ciénaga no se escuchaba nada, salvo las pisadas de los elfos. El pequeño chapoteo de las suelas de sus zapatos en el agua estancada y corrompida que se extendía aquí y allá. Los árboles crecían torcidos, con los troncos podridos y enfermizos, entre juncos y matorrales. La tierra estaba enlodada, y no permitía que la marcha fuese cómoda. Pronto estaban todos cubiertos de barro hasta la cintura. Sólo en contadas ocasiones el terreno se volvía firme y seco, lo cual era un pequeño respiro en un camino lleno de dificultades. Lo único positivo es que no tardaron en acostumbrarse al hedor, una pequeña ventaja más.
Thil Ganir iba delante, como era de esperar, junto con Faobereth. El rey elfo sintió un gran alivio al tener a su lado al señor del Bosque Perenne. Era un consumado explorador, sin duda, pero lo que más apreciaba de él era su experiencia y sentido del deber. Elbérohir también era uno de aquellos en los que Thil Ganir depositaría en sus manos su vida si fuese preciso, pero Faobereth tenía algo que lo hacía especial, lo hacía distinto a cualquier elfo que pisara Asuryon. Había que reconocer que, si habían llegado hasta allí, era gracias a él.
De pronto Faobereth se paró en seco. Levantó una mano para detener al grupo e hizo una seña para que todos se agacharan. Permanecieron así unos segundos, mientras el explorador escudriñaba el cielo de negras nubes.
- Allí, justo allí delante - señaló con la cabeza justo donde sus ojos miraban.
Thil Ganir entrecerró los ojos, intentando ver aquello que había captado la atención de su guía.
- Nubes - respondió el rey sin dejar de mirar. - Nubes negras sobre otras más ocurras.
Faobereth tenía la mandíbula tensa.
- Se mueven contra el viento, en dirección opuesta hacia donde van el resto. Mirad.
Thil Ganir se asombró al ver cómo aquel jirón de oscuridad remontaba el curso que marcaban el resto de las nubes que poblaban el cielo de Undraeth. Avanzaban contra el viento y parecía que se dirigía hacia ellos.
- ¡Rápido, a cubierto! - Faobereth rodó por el lodo hasta ocultarse entre unos altos juncos.
En un abrir y cerrar de ojos, todos los atelden se habían escondido. Permanecían quietos y en alerta. Lo que quiera que fuese aquello, no era algo natural ni normal. Aquella masa informe fue descubriendo su verdadera naturaleza a medida que se aproximaba a su posición. Al principio, Thil Ganir pensó que eran pájaros. Algún tipo de ave que no conseguía identificar bien desde la distancia, de gran envergadura. Pero en realidad no era así.
Lo que desde la distancia podría tomarse como un águila gigante o un pegaso era una abominación que hizo que el corazón de Thil Ganir dejara de latir, congelado por el espanto. La figura bien podría pasar por la de una mujer esbelta, de piernas fuertes, firmes pechos y curvas sugerentes, pero en el lugar donde debían estar las manos y los pies había garras, garras semejantes a las de un oso. El color de la piel de aquel ser alado era zaina, y en su rostro brillaban como dos estrellas en mitad de la noche los ojos amarillos. El pelo era enmarañado, duro y negro, y se ondeaba al viento como si mil látigos danzaran en sus cabezas Las alas, que extendidas bien podían medir dos metros de punta a punta, era muy similares a las de un ave rapaz. Emitían unos chillidos muy agudos, terriblemente molestos.
Aquellas criaturas permanecieron un rato revoloteando, volando en círculos sobre ellos. Se lanzaban en picado contra el suelo para aterrizar y observar a su alrededor. Husmeaban, olfateaban el pútrido ambiente de la ciénaga buscando algo. Quizá a ellos. La tensión se hacía cada vez más insoportable, Thil Ganir no sabía cuánto tiempo tardarían en descubrir a alguno de ellos y que esto les obligase a luchar contra unos seres desconocidos para él.
Afortunadamente, y tras un buen rato que se les hizo una eternidad, las criaturas retomaron el curso del viento y se marcharon por donde habían venido. Sólo hasta que sus chillidos y sus figuras se esfumaron en su totalidad, nadie se atrevió a salir de sus escondrijos.
- Arpías - dijo Faobereth, sin relajar del todo el gesto de su rostro. - Antiguas brujas varelden capturas y corrompidas por los poderes oscuros que quisieron y no pudieron dominar. Han debido de vernos desde la lejanía. No tardarán en alertar a los varelden, de modo que apremiemos el paso.
Thil Ganir comprendió que el tiempo para descansar había acabado. Los Montes Perdidos aún se divisaban muy lejanos y quedaba mucha ciénaga por recorrer. Estaba claro que no podrían sentarse y relajarse un poco en bastante tiempo.
El grupo de elfos apretó el paso, y fueron apretando más casi de forma involuntaria a medida que ganaban terreno. Arpías. Si antes no les habían logrado ver, ahora seguro que sí. Aquellos seres abominables volaban, recorrerían largas distancias en muy corto espacio de tiempo, y Thil Ganir intuía que los varelden sabrían de ellos mucho antes de lo que creían. El sombrío pensamiento de que todo era un error, de que aquel viaje o como quisieran llamarlo les llevaría a la muerte. ¿Qué pretendían encontrar que Mathrenduil no lo hubiera hecho antes? ¿Dragones? ¿Cuernos de dragón? ¿Un ejército aliado que pusiera todas sus fuerzas a su servicio para acabar de una vez con el renegado rey varelden? Estaban en lugar desconocido y extraño, adentrándose más allá de lo que realmente nadie se atrevería a hacerlo. Apretaban el paso, sí, ¿pero hacia dónde? Seguramente se dirigían a la misma boca del lobo.
De súbito escuchó a sus espaldas un terrible alarido seguido de un nervioso chapoteo. Se giraron rápidamente y vieron a uno de los suyos, tirado en el cenagal intentando desenvainar su espada. Pero algo lo estaba sujetando. Era un ser de aspecto descarnado, grandes ojos amarillentos de pupilas rasgadas. Sus extremidades eran largas, o al menos ese era el aspecto que le daba su extrema delgadez, y el color de la piel era macilento y enfermizo.
- ¡Necrófagos! - gritó Elbérohir, empuñando su alabarda.
Pero antes de que nadie pudiera acudir en ayuda del pobre infeliz atelden, que el diabólico ser atenazaba con sus brazos y piernas, el necrófago lanzó una dentellada al cuello del elfo, cuyos gritos se fueron apagando, atragantándose con la sangre que brotaba de su garganta. El cuerpo cayó al suelo como un plomo, y el necrófago, con la boca manchada de sangre y masticando la carne elfa, miró sin miedo a todos los atelden. Parecía estar seleccionado a su próxima presa.
El necrófago dio un ágil salto hacia uno de los elfos, pero cayó al suelo inerte, atravesado por una flecha que le había lanzado Faobereth. Aunque una flecha y un cadáver no los ponía a salvo, pues cientos de aquellos seres empezaron a aparecer de las sombras, algunos emergían del lodo o del agua, emitiendo sonidos silbantes similares a las serpientes.
- ¡Poneos en círculo, proteged al rey! - ordenó Elbérohir, situándose al lado de Thil Ganir.
Aquellos que disponían de espadas o lanzas tomaron la primera línea. Tras ellos se parapetaron los arqueros, que no dejaban de disparar flechas a sus enemigos, que caían y se retorcían mientras agonizaban esperando la muerte.
- Parece que ha llegado nuestro fin - Thil Ganir se sorprendió a sí mismo diciendo esto, excesivamente tranquilo a pesar de darse por muerto.
- Yo no quiero morir en una ciénaga de Undraeth - dijo entre dientes Elbérohir. - No es una muerte honorable para un guerrero.
- Morirás con tu alabarda en la mano y peleando - Faobereth no dejaba de lanzar certeros disparos a los necrófagos. - Igual de honorable es morir aquí que en Asuryon.
Los atelden permanecían muy juntos, formando un círculo protegido por las afiladas puntas de las lanzas y las espadas y del que salían disparadas flechas. En cualquier otra situación, eso les hubiera bastado para resistir y hacer que el enemigo se retirase desmoralizado, incapaz de penetrar en sus defensas. Pero los necrófagos eran más bestias que otra cosa. Carentes de inteligencia o sentido común, lo único que buscaban era saciar su instinto más primitivo: El hambre. Y nada mejor que unos elfos vivos. Eso era todo cuanto necesitaban para no retirarse nunca. No entendían de dolor, ni temían a la muerte. No los veían como terribles adversarios, si no como jugosa carne con la que saciarse.
Pero algo sucedió. Se escuchó en la lejanía un sonido ronco y sordo, parecido al de un cuerno, pero con un matiz completamente distinto. Aquella nota que arrastró el viento, se prolongó durante unos segundos, como el eco de un trueno en mitad de la noche. Los necrófagos se quedaron clavados, quietos y rígidos como estacas, mirando con sus grandes ojos a todos los lados, parecían asustados. Obviamente, el miedo era otro de esos instintos primitivos que parecían mover los escuálidos cuerpos de aquellos seres.
Rápida y precipitadamente, los necrófagos comenzaron a retirarse dejando atrás sus siseos para dejar que el silencio fuera cómplice de su huída. Sólo tardaron un momento en desaparecer por completo ante la estupefacción de los atelden.
Los siguientes segundos después de aquella escena fueron de completa confusión. Thil Ganir miró a todos y cada uno de los suyos, con el rostro dibujando una expresión de incredulidad, buscando con sus ojos respuestas en los de alguien. Pero ni siquiera las encontró en los de Faobereth, que parecía tan aturdido como los demás.
- ¿Qué ha sucedido? - preguntó el rey, sin disimular la duda en sus palabras.
- No lo sé - dijo Faobereth, con la vista fija en los Montes Perdidos. - Pero creo que podríamos estar muy cerca de encontrar nuestras respuestas o nuestra muerte. Continuemos la marcha, o puede que el destino nos niegue una segunda oportunidad.