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Rhikkelion, la Desolación de Olath

 

 

   La marcha que Lánzolt y sus Dragones Rojos habían iniciado hacía ya muchos días desde Faern Ell’As, y que atravesaba el bosque Sombrío, estaba siendo mucho más complicada de lo que realmente esperaba. El inesperado encontronazo con los licántropos había sido la primera piedra en el camino en pos de dragón rojo que se decía allí habitaba, y aunque habían solventado con bastante suficiencia este escollo aún les quedaba encontrar la guarida de la bestia.

   Brumth, el líder de la manada de licántropos, cumplió con su palabra de guiar a Lánzolt hasta Rhikkelion, la Desolación de Olath, por el bosque. Pero lo que el Señor de la Venganza ignoraba era que la morada del dragón distaba de estar cerca del corazón del bosque.

   - Sí, es cierto - admitió Brumth mientras caminaba con paso vivo al lado de Lánzolt y su montura. - Hace cientos de años el dragón rojo moraba aquí, en una cueva subterránea en el mismísimo corazón del bosque Sombrío. Desde ahí, lanzaba sus feroces ataques contra la escasa población que aquí residía, hombres, mujeres, niños, viejos… Nada escapaba al fuego abrasador de Rhikkelion. Por eso Olath conoció la ruina y la desolación que hoy la precede.

   - ¿La gente abandonó su tierra huyendo del dragón? - preguntó Lánzolt.

   - Así fue, en efecto. Este lugar quedó desolado por la ira del dragón, pues Rhikkelion no es un dragón como los que antaño moraban por la Tierra Antigua, no. Se dice que era el mal personificado, el único dragón que jamás consintió ser dominado por otros, ni sometido para ser montura de nadie. Rhikkelion era salvaje, primitivo. Algunos como nosotros lo llamaríamos libre, y nos identificamos un poco con él - sonrió, mostrando sus puntiagudos dientes.

   - ¿Y por qué abandonó su guarida en el bosque?

   - Es sencillo, Señor de la Venganza. El mal atrae al mal. Olath, desierta y destruida a causa del dragón rojo, quedó a merced de los poderes oscuros, de la magia prohibida, de los malditos como nosotros. Ni siquiera un dragón puede permanecer en una tierra como esta sin que te consuma y te corrompa. Por eso desapareció en la época en la que los dragones se sumieron en sus sueños, marchando al norte, hacia las montañas, justo donde nace el bosque y el río Viejo. Allí es donde habita.

   Lánzolt le dirigió una mirada fría desde la altura que le deba su montura.

   - Hace siglos que nadie cuenta historias de dragones - le dijo al licántropo, - siglos desde la última vez que alguien dejó constancia de haber avistado uno. ¿Cómo puedes estar seguro de que está allí?

   Los brillantes ojos de Brumth se quedaron fijos en los de Lánzolt.

   - No creo que ninguno de los caballeros que marchan detrás nuestra hubiera podido jurar jamás que acabarían sus días así, malditos para toda la eternidad y con la inacabable sed de sangre que se os supone. No pongas esa cara, Señor de la Venganza, no has sido el único como tú que ha visto esta tierra sombría. Estáis tan malditos como nosotros, tanto como los muertos que se levantan de las tumbas para reírse de la muerte, tanto como los nigromantes empeñados en controlar poderes que escapan de todo entendimiento. Olath es así, y siempre ha sido así. Me preguntas cómo estoy seguro de la presencia del dragón, y yo te respondo que este lugar te enseña a creer en todo lo que jamás hubieras pensado que podría existir. Tú existes, yo existo, y el dragón rojo también existe.

 El sol fue desapareciendo poco a poco, aunque las nubes oscuras lo hubiesen ocultado prácticamente todo el día. Lánzolt miró al cielo, distraído antes de volver a dirigirse al licántropo.

   - La noche está cayendo - dijo. - ¿Deberíamos empezar a preocuparnos mis hombres y yo? ¿Os transformaréis en lobos monstruosos y caeréis sobre nosotros?

   - Veo que tienes ni idea de lo que es ser uno de los nuestros - le espetó Brumth. Lánzolt le sonrió con ironía. - Ser un licántropo no es una maldición como la vuestra, nosotros no tuvimos elección. Nadie sabe qué tipo de mal decidió que el séptimo hijo nacido en la séptima luna llena del año tuviera esta condición. Estamos malditos desde el mismo día que nuestras madres nos parieron. Antaño, quizá por el amor que los profesaban, procuraban ocultarnos de aquellas miradas que nos veían como lo que somos, monstruos, pero nuestra salvaje naturaleza aflora tarde o temprano. Ser padre de un licántropo suponía ver cómo el pueblo mataba a tu hijo en cuanto se revelaba su verdadera condición, y ver cómo te repudiaban junto con toda tu familia. De modo que quienes nos engendraron optaron por abandonarnos en las lindes del bosque sombrío. Los débiles no duran más de una semana. El resto estamos aquí.

   - El destino ha sido cruel con vosotros, entonces.

   Brumth se encogió de hombros.

   - No conocemos otra forma de vida, Señor de la Venganza. En cambio tú y tus caballeros sí la habéis conocido. Supongo que el destino ha sido tres veces más cruel contigo que conmigo.

   Lánzolt empequeñeció los ojos hasta convertirlos en dos rendijas que desprendían mal, fijo en el licántropo que parecía ignorarlo.

   - De modo que te compadeces de mí - soltó el mariscal de los Dragones Rojos.

   - Elegir vivir maldito de por vida, hasta que alguien os cercene la cabeza y os queme, es suficiente para comparecerse de alguien, desde luego. Pero me compadezco más por la locura de querer someter a un dragón, y no a uno cualquiera. ¿Acaso piensas que Rhikkelion se pondrá a tus pies? Debes estar loco.

   - Y tú debes ser un cobarde.

   Brumth lanzó una ronca risotada, sus dientes afilados  brillaron en el ocaso.

   - Soy un superviviente, Señor de la Venganza. Llevo haciéndolo desde el mismo día que los bazos de mi madre se abrieron y se separaron de mí para abandonarme en este lugar. ¿Veis a todos esos licántropos que están detrás nuestra? Me sirven a mí, soy su líder. De hecho soy la única razón por la que aún no se han abalanzado sobre ti y sobre tus hombres, para descuartizaros.

   - Permite que eso lo ponga en duda.

   - Pero es verdad. Respetan mi palabra y así lo seguirán haciendo. Prometí que te llevaría al cubil del dragón rojo, y así lo estoy haciendo. Esa fue mi palabra.

   - Esa fue, y la estás cumpliendo.

   - Y la cumpliré, pero más allá de eso ya estoy libre de compromiso. Al igual que mis muchachos - Brumth levantó su cabeza y miró a los ojos a Lánzolt. - Entra en la guarida del dragón, sométele y juro que te serviremos y te seguiremos hasta cualquier final. Perece en tu intento y mi manada dará buena cuenta de tus caballeros. Será un combate reñido y muy difícil, por lo que he visto… Pero, ¿de qué te sirve la vida si no la arriesgas?

   Ya era de noche cuando distinguieron las montañas a la orilla del bosque Sombrío, las que marcaban la frontera con Cáladai. Su aspecto era sobrecogedor, multiplicado por la oscuridad de la noche, silenciosos, escarpados. Desde luego era un magnífico lugar para buscar el refugio de un dragón.

   - Allí - le señaló Brumth, con una mano que se asemejaba más a una garra, apuntado a una cueva que se distinguía en lo alto de una de las montañas, semejante a las fauces abiertas de un lobo. Lánzolt vaciló un segundo.

   - ¿Cómo sé que esto no es un ardid? - le dijo secamente al licántropo. Este volvió a reírse.

   - No lo sabes, Señor de la Venganza. Solamente te queda confiar en mí y en ti mismo.

   - Mi señor - intervino de repente Párcel, que se adelantó con su caballo hasta estar a la altura de Lánzolt, - deja que vaya contigo.

   Lánzolt dirigió la mirada de nuevo a la cueva, a las fauces de la montaña que parecían llamarlo. En aquel solitario risco, donde nada hacía pensar que un dragón dormitara en sus entrañas. Había llegado hasta allí y ya no podía dudar.

   - No, Párcel - le dijo a su caballero. - Si caigo, necesitarán un buen guía y líder, como tú. Debo afrontar esto yo solo.

   Agitó las riendas de su montura, y este comenzó a avanzar lentamente, pero Brumth se puso en medio deteniéndolo.

   - No necesitarás caballo allá donde marchas - le dijo. - La senda que te lleva a la caverna se hace impracticable a menos que vayas a pie.

   Lánzolt le miró con frialdad, pero le hizo caso y desmontó. Le tendió las riendas a Párcel y se dio media vuelta dispuesto a ascender. Al pasar por el lado del licántropo, este le susurró.

   - Tienes hasta el amanecer, Señor de la Venganza. Mi promesa expira cuando el sol comience a asomarse. Somete al dragón y entonces seremos tus siervos. Tienes mi palabra.

   Lánzolt le miró de soslayo y asintió, sin más. A continuación se perdió entre las sombras de las montañas en cuanto comenzó a ascender.

   No tardó en darse cuenta de que, aquello que había dicho Brumth era cierto. El camino se estrechaba y se convertía en una pedregosa senda que serpenteaba por la montaña, enroscada como si quisiera estrangular a la misma roca. Poco a poco, el viento comenzó a avivarse, haciendo que cada paso fuera más peligroso que el anterior. La humedad que residía en las piedras del camino hacía que Lánzolt extremara la precaución con el fin de no caer al vacío. ¿Qué sucedería si lo hiciese? ¿Moriría o su nueva naturaleza lo impediría? Se le quebrarían los huesos y sentiría un dolor insoportable pero insuficiente como para arrastrarle a la muerte. Mejor no comprobarlo.

   Siguió subiendo durante un buen trecho, con el frío aire azotándolo y zarandeándolo, empeñado en hacerlo caer, hasta que por fin llegó. Si la montaña le había parecido oscura, la boca de la cueva lo era mil veces más. Lánzolt dio unos pasos y se internó un poco en su interior. Necesitaba una luz. Era bastante difícil poder avanzar con la escasa luz del exterior, mucho menos una vez esta desapareciera. Giró sobre sus talones y salió para buscar algo de leña seca. Tuvo suerte, ya que en los alrededores había ramitas secas y una rama gruesa que podría servirle de antorcha. Cogió dos piedras y comenzó a chocarlas hasta que saltaron chispas. No hubo de esperar mucho para que las ramitas ardieran y así tener su antorcha. Entonces, respiró profundamente y se internó en la cueva.

   Lánzolt torció la boca al percatarse que, en el silencio de aquella caverna, cada movimiento que hacía era un completo estruendo. Sus pisadas sonaban como si estuviera aplastando pan demasiado tostado con sus pies, el tintineo de la cota de malla resonaban como millones de campanillas, el metal de su armadura parecía crujir herrumbro, al igual que el cuero de sus guantes y el roce de su capa. El único sonido apreciable en aquel vacío era un distraído goteo que se escuchaba de cuando en cuando, fruto de las filtraciones del agua. Estaba claro que, si en verdad existía dicho dragón, ya se habría percatado de la presencia del maldito caballero.

   La cueva se internaba más y más en las entrañas de la montaña, penetrando en su vientre de roca de forma directa, sin cruces de caminos ni desniveles. Era una especie de enorme galería que tan sólo se estrechaba y se ensanchaba, aunque por muy estrecho que fuera a veces Lánzolt se percató que tenía suficiente tamaño como para que dos mamuts de las nieves cruzaran por ahí. Una prueba más que dejaba claro que el dragón existía, se dijo el mariscal de los Dragones Rojos. La bestia tenía que tener espacio suficiente como para entrar y salir del interior de la montaña.

   - Vamos, sal de tu escondrijo - se dijo a sí mismo Lánzolt entre dientes.

   Continuó andando, con la antorcha en una mano y la espada en la otra, impregnando aquella cavidad en la roca con una luz anaranjada que emanaba de las temblorosas llamas de la tea. Las sombras de las estalactitas se alargaban como finos dedos que quisieran atrapar la figura del caballero, dotando todo de un aspecto tétrico y fantasmal. Salvo por el círculo de luz que rodeaba a Lánzolt proveniente de la antorcha, todo lo demás era oscuridad. Una densa negrura que parecía acechar imperturbable, pero recelosa de ser despertada tras siglos de profundo sueño.

   El aleteo de varios murciélagos, al sentir el paso del caballero maldito, hizo que Lánzolt diera un respingo. Se giró con brusquedad, con la espada presta. Su mano se aferraba con fuerza en la empuñadura cuyo pomo era la cabeza de un dragón. Apretó los dientes y maldijo. Aquello era una completa estupidez. ¿Realmente había llegado a considerar la idea de que pudiera existir un dragón rojo? ¿Qué hubiera aparecido sumisamente y se hubiera postrado a sus pies? Lánzolt se sintió muy ridículo y le dio una patada a una piedra. Esta desapareció rodando torpemente por el pedregoso suelo de la cueva, tragándosela la oscuridad.

   - ¿Estás ahí, dragón? - gritó Lánzolt, contrariado consigo mismo. - ¿Existes en realidad o ha sido un truco de los licántropos? ¡Vamos, maldita sea! ¡Aparécete de una vez!

   Nada. Después del eco de su voz, rebotando contra las paredes de piedra, tan sólo quedó el silencio que había sido su compañero. Lanzó un gruñido. Le habían engañado. Por un momento se imaginó a todas aquellas bestias adoptando su grotesca forma animal y cayendo sobre sus caballeros. Posiblemente habrían taponado la salida para dejar a Lánzolt encerrado en aquella cueva, atrapado por toda una eternidad o hasta que la sed de sangre, ese voraz apetito que lo mantenía vivo en esa forma semi inmortal, acabase con él. ¿Aquello iba a ser su final? El destino se había burlado de él arrebatándole a Kathline y ahora otorgándole un fin ridículo e impropio del gran guerrero que siempre fue.

   Entonces, ocurrió. Al principio, todo fue una sucesión de sensaciones. El gran estruendo que causó el derrumbamiento de parte del techo de la gruta, creó un momento de confusión. La roca que cayó, hizo un ruido amortiguado y sordo, levantando una gran polvareda y saliendo varios fragmentos de piedra despedidos por doquier, algunos llegando a impactar contra la coraza de Lánzolt. El cielo quedó al descubierto, y la luz de la tenue luna que brillaba entre jirones de nubes penetró violentamente en la oscuridad de la cueva, dejando a Lánzolt ciego por unos instantes. Sus ojos parpadearon, intentando adaptarse, los guiñó tratando de enfocar qué había podido causar semejante desplome. Y fue cuando lo vio. Una mole rojo escarlata, de más de seis metros, se plató ante él. Sus escamas resplandecían como el fuego de la antorcha que Lánzolt había dejado caer en el suelo, bajo la luz mortecina de la luna. Era el dragón, era Rhikkelion

   La magnífica bestia roja giró el cuello suavemente, de forma serpenteante. En su cabeza destacaban dos enormes cuernos, algo más oscuros que el resto del cuerpo, y que apuntaban enroscados hacia atrás. Otros, más pequeños, surcaban la parte superior en hileras, al igual que otros de mucho menor tamaño en las mejillas y en la mandíbula inferior. Lucía dos crestas a ambos lados de la testa, y estas se unían con la mandíbula inferior. Hocico picudo, y cuernos en el mentón. Sus dientes, alargados y brillantes como mandobles, sobresalían en sus poderosas fauces que permanecían cerradas. Sus ojos, que parecían lava fundida y carentes de pupilas, buscaron a Lánzolt. El enorme pecho se hinchó antes de soltar un bufido, semejante al ruido que hace un edificio al derrumbarse, y de los orificios de la nariz salieron dos minúsculas nubes negras de humo. El olor a azufre impregnó la derruida galería.

   Lánzolt esbozó una sonrisa, al tiempo que apretaba los dientes. ¡Qué visión más espectacular! Un dragón rojo de verdad frente a él, frente al Mariscal de la Orden del Dragón Rojo. Aquello era señal del destino, no había dudas. Adelantó su pie derecho, vacilante, sin perder de vista los ojos del dragón, aquellas dos antorchas que permanecían clavadas sobre él. Su mano aferraba crispada su espada, aunque no esperaba utilizarla. ¿Cómo herir a un dragón con un arma tan simple, tan burda? Aquella pregunta le hizo pensar que una lucha contra Rhikkelion era lo que menos iba a necesitar.

   Sin quitar los ojos de encima del dragón rojo, Lánzolt se inclinó para hacerle una reverencia. Sus recuerdos volaron hacia su infancia y cómo su padre le contaba historias, mucho antes de morir, sobre los orgullosos y nobles dragones. Al igual que los hipogrifos, y demás criaturas extraordinarias, estas bestias eran orgullosas y altivas, y si no se les presentaba el debido respeto podían sentirse insultadas, airadas, contrariarse con el sujeto en cuestión y convertirse en feroces y casi insuperables contendientes. Aunque Lánzolt se sentía un poco ridículo reverenciando a una bestia, pero era mejor no tentar a la suerte.

   Los ojos de lava del dragón brillaron con maldad un instante antes de lanzar al viento un rugido grave y ronco que hizo retroceder unos centímetros a Lánzolt. Al caballero maldito no le dio tiempo a más. Cuando se quiso dar cuenta, estaba volando por los aires debido a un poderoso golpe que Rhikkelion le había propinado con la cola, utilizándola como un gigantesco látigo. Le lanzó varios metros hacia atrás, hasta que impactó contra la pared de piedra de la gruta. Cayó al suelo como un plomo, haciendo un ruido bastante escandaloso debido a su armadura. Lánzolt, aturdido por el golpe, intentó levantarse tan rápido como le permitían sus fuerzas. Tenía el peto abollado tanto por delante como por detrás, y le aprisionaba el pecho. Giró la cabeza y observó, para su tranquilidad, que su espada estaba junto a él. La cogió e intentó enfocar de nuevo a la temible bestia.

   Rhikkelion ya no estaba estático. Se desplazaba trazando un semicírculo, intentando acorralar al caballero. Tenía las alas replegadas, y pese a su tamaño se movía con fluidez y velocidad. Volvió a rugir y lanzó un zarpazo con sus patas delanteras a Lánzolt, pero este consiguió esquivarlo dejándose caer a un lado y rodando hasta encontrar refugio en unas grandes rocas que le servían de barrera entre él y el dragón. Apresuradamente, se liberó de la coraza abollada de su armadura, sintiendo al instante un enorme alivio al verse liberado de la opresión que sentía en el pecho, teniendo ahora más movilidad y rapidez. Rhikkelion se levantó sobre sus patas traseras, dejando ver su colosal tamaño, y bufó. Soltó de nuevo su cola contra las altas piedras que le servían a Lánzolt de parapeto, provocando el derrumbamiento de las mismas. El caballero consiguió saltar de nuevo a tiempo, antes de verse aplastado.

   Lánzolt comprendió que no tenía muchas posibilidades contra el dragón rojo, y que lo único que podía hacer era esperar su oportunidad. Su armadura no le iba a servir de mucho, como había quedado claro, y tan sólo le estaba sirviendo para hacerle moverse de manera torpe y lenta. De modo que se fue librando de las demás partes, de la cota de malla, de todo excepto de su espada, aunque incluso esta se le antojaba insuficiente como para tan siquiera hacerle un arañazo a Rhikkelion.

   De pronto, el dragón desplegó las alas, mucho más grandes que las velas de un barco, y las batió para elevarse un poco. Lánzolt, aterrado, observó cómo se le hinchaba la caja torácica, cómo dos pequeñas llamas anaranjadas emergieron de los orificios de su nariz. El ronquido áspero y duro que se escuchó fue el aviso que el caballero necesitó para lanzarse a un lado, un instante antes de que Rhikkelion vomitara una poderosa y terrible llamarada. El fuego era tan intenso que la piedra donde se proyectó quedó completamente oscurecida, como carbonizada.

   Lánzolt no quiso esperar más. Dando vueltas, evitando las acometidas del dragón sólo le servía para ganar tiempo, pero precisamente eso era lo que necesitaba Rhikkelion para acabar con él. Comprendió que debía contraatacar, lanzarse contra el poderoso dragón rojo e intentar doblegarlo. No podía invertir sus esfuerzos en esquivarlo, tarde o temprano se cansaría y entonces sería una presa demasiado fácil para la bestia. Era el momento de vencer o morir.

   Aprovechando que Rhikkelion se mantenía suspendido en el aire, de manera estática, mientras soltaba fuego por sus fauces, Lánzolt corrió hasta situarse debajo de su vientre. Observó la cimbreante cola y se le ocurrió que, si le producía en ella alguna herida que lo dañara lo suficiente como para que no pudiera volver a golpearlo con ella, limitaría los ataques del dragón. De modo que, sujetando con ambas manos la espada, lanzó un duro y seco tajo. El filo del acero soltó una brillante chispa al impactar contra las resplandecientes escamas de Rhikkelion, tan duras y fuertes como la mejor de las armaduras. No consiguió siquiera hacerle un mísero arañazo.

   Lo que provocó con eso fue que el dragón batiera un poco más las alas, se elevara y consiguiera localizar Lánzolt. La bestia gruñó con odio ante la afrenta que le había causado ese mísero mortal, y se lanzó en picado con las fauces abiertas contra él. Si el Señor de la Venganza hubiera tardado un segundo más en saltar a un lado, habría acabado entre los dientes del dragón, que soltó su dentellada al aire justo al momento que remontaba el vuelo. En ese instante, a Lánzolt se le ocurrió una locura, una idea suicida que de haberlo pensado con más calma jamás lo hubiera hecho. Pero cuando se quiso dar cuenta, ya se había agarrado con fuerza de la cola de Rhikkelion con una mano, mientras que con la otra mantenía su espada. Era casi como un muñeco de trapo, oscilando en el aire sin que el dragón se diera cuenta de que lo tenía enganchado. Sólo cuando quiso hacer un giro en pleno vuelo, se dio cuenta. La cola le servía de timón, por así decirlo, y el peso del caballero le hizo desestabilizarse y chocar contra las rocas. El golpe fue tan brutal y violento que hubo un pequeño desprendimiento.

   Lánzolt tuvo suerte. Al chocarse el dragón contra las paredes de la gruta, dobló un poco la cola, y al impactar el caballero salió despedido hacia el pecho de la bestia. Ambos cayeron al suelo, con distinta suerte. El Señor de la Venganza no salió mal parado, mientras que Rhikkelion  se quedó unos instantes tumbado sobre su vientre, sin poder incorporarse. Fue la oportunidad que Lánzolt esperaba. Se apresuró a subirse por la grupa de la bestia, como si fuese a montarla, y se agarró en su cuello. El único punto débil de un dragón es el cuello, había escuchado en alguna ocasión, la única parte de su cuerpo que no está protegida por sus escamas. Y así era.

   La parte desprotegida se ubicaba justo en la garganta, donde se podía apreciar la áspera piel apergaminada. Lánzolt no vaciló ni un instante, fijó los pies en la grupa del dragón y se levantó, sujetó con ambas manos la espada, dispuesto a clavarla en aquella zona libre de toda protección, y entonces…

    Entonces Rhikkelion se sacudió, haciendo que Lánzolt perdiera el equilibrio y tuviera que soltar la espada para agarrarse del cuello de la bestia y no caer. El ruido que hizo el acero al dar contra el suelo de piedra fue para Lánzolt como escuchar la campana que tañe la muerte.

   Se quedó ahí colgado de su cuello, sin espada, sin armadura, pendiendo de la garganta un dragón. Se sintió furioso e impotente de ver que ahora tenía el punto débil de su enemigo delante de sus narices y que él no iba a poder hacer nada. Estaba vendido a merced del dragón, que ahora podría quitárselo de encima y aplastarlo o quemarlo como si de un insecto molesto se tratase. Sintió cómo le quema su sangre maldita en las venas, cómo su corazón se aceleraba. No supo decir si era la ansiedad de sentirse próximo a su final o la llamada de la sangre, pero aquel impulso fue lo que le hizo aferrarse a la garganta de Rhikkelion de pies y manos y tomar aliento justo antes de lanzar un mordisco al dragón.

   El Señor de la Venganza se sorprendió al clavar sus incisivos con relativa facilidad en el gaznate de la bestia,  en aquella piel áspera y desnuda de toda escama que pudiera protegerla. Al principio no sucedió nada, incluso parecía que Rhikkelion ni siquiera había notado la dentellada, pero algo sucedió de repente. Lánzolt, lejos de querer aflojar la mordida, sintió el instinto de presionar más y más, hasta que hubo clavado bien sus dientes en la carne del dragón. La sangre no se hizo mucho de rogar, y apareció brotando por donde Lánzolt seguía mordiendo, inundando la boca del caballero maldito, chorreando por la comisura de sus labios, de su mentón. Lánzolt, sumido en aquel estado de frenesí sangriento, no podía luchar contra ese impulso y succionaba la sangre de la bestia.

   Rhikkelion lanzó una especie de gruñido, retorciéndose de dolor. Se sacudió violentamente, y Lánzolt cayó y rodó por el pedregoso suelo. Se levantó con agilidad, con renovadas energías, y observó cómo Rhikkelion pegaba el vientre al suelo y comenzaba a retirarse reptando sobre sus patas. Lánzolt no se lo pensó. Tomó su espada y corrió hacia la bestia y se agarró firmemente de su hocico. Era una locura, desde luego, pues si el dragón conseguía abrir las fauces podría devorarlo o lanzarle una bocanada de fuego. Pero algo le empujaba a hacer aquello. Apoyó un pie en la mandíbula inferior, mientras que trataba de abrir su boca con la mano, haciendo fuerza con el brazo libre para levantar la superior. E inexplicablemente lo consiguió. Las fauces del dragón comenzaron a abrirse, dejando ver sus nacarados dientes, entre los que se encontraba Lánzolt. A continuación, levantó la espada y con un movimiento decidido y rápido se lanzó un tajo sobre su propio pecho.

   La sangre emanó del torso del caballero, brillante y roja como lo era el propio Rhikkelion. El pequeño cauce encarnado bajó por su abdomen hasta comenzar a gotear sobre la bífida lengua del dragón, que se enfervorizaba por momentos. Entonces, la bestia sufrió una sacudida que desestabilizó a Lánzolt, haciendo que este tuviera que soltar sus fauces y retroceder.

   Rhikkelion convulsionaba de manera brusca, violentamente. No cesaba de lanzar aquellos gruñidos agónicos, aquel canto de dolor y agonía. Lánzolt temió por la propia vida del dragón, sin saber realmente qué había hecho, qué instinto oscuro y desconocido que ahora habitaba en su interior le había llevado a cometer tal acto. Intentó relajar su respiración mientras miraba agonizar a la bestia.

   Todo se quedó en calma. El dragón rojo se quedó tendido en el suelo, completamente inmóvil. ¿Habría muerto? No. Lánzolt observó cómo su enorme pecho se movía acompasadamente, mucho más relajado que hacía un momento. La bestia parecía exhausta. ¿Qué sucedería ahora? Rhikkelion abrió sus ojos, pero ya no eran como antes. Ya no brillaban como lava incandescente. No. Ahora eran blancos, sin pupilas. La corrompida sangre del caballero maldito había contaminado también a la bestia. ¿Qué cabía ahora esperar?

   Lánzolt, con paso cauteloso, se aproximó a Rhikkelion justo cuando el dragón comenzaba a erguirse. Se plantó delante de él, mirándolo directamente a los ojos. El Señor de la Venganza esperó. Fueron unos segundo que se hicieron interminables. Entonces Rhikkelion el dragón rojo, la Desolación de Olath, inclinó la cabeza sometiéndose a los designios de su nuevo amo. Lánzolt lanzó una risa cruel y demente al viento. Lo había conseguido. Ahora ya nada podría pararlo.