19
El asedio.

 

 

      Mórgathi nunca imaginó que un viaje por aquella helada tierra le fuera a resultar tan terriblemente fastidioso. Las bajas temperaturas se mezclaban con repentinas lloviznas que calaban hasta el tuétano de los huesos, el terreno pasaba del llano al pedregoso, y del pedregoso al helado, haciendo que las monturas tuvieran dificultad para continuar la marcha. Y a todo aquello, por si no fuera poco, había que añadir la repulsiva presencia de los krulls, los orcos, los ogros, los trolls y demás criaturas infectas que se habían convertido en aliados y compañeros de viaje. Sólo esperaba que todo aquel padecimiento tuviera su recompensa. Únicamente había que esperar, había que tener paciencia.

   La reina bruja de Undraeth era consciente de que su poder iba menguando poco a poco, que necesitaba de su ritual, de valerse de la energía que desprendían los guerreros sacrificados. Debía rociarse con la sangre de aquellos más valientes que se les oponían. La sangre de sus enemigos era la vida, la sangre de sus aliados era la energía. Ese era el pago, esa era su maldición, su castigo. Había corrompido su alma inmortal muchas veces yaciendo con mortales en sus ceremonias para burlar la apariencia varelden, para seguir siendo una elfa como lo fue antaño, sin esa piel grisácea. Tan sólo sus ojos ambarinos revelaban su verdadera condición. Sus ojos y su ignota mortalidad, un secreto que ni siquiera su propio hijo sabía. Y mejor que fuera así, Mórgathi amaba mucho a Mathrenduil, pero no era tan estúpida como para ignorar la naturaleza traicionera de su pueblo.

   Onun era un reino pequeño, pero su tierra reflejaba claramente la férrea y dura voluntad de sus habitantes no dejando avanzar cómodamente al inmenso ejército de Sártaron y de los elfos oscuros. Sí, cierto era que el tamaño de las huestes eran de proporciones terribles e inimaginables y que el paso era lento debido al número y a la logística, pero aquel suelo, aquella tierra del llamado Reino del Invierno, les plantaba cara. Intentaba doblegarlos a base de obstáculos que los obligaban a reconducir el camino. Tuvieron que rodear un lago enorme que permanecía helado en su mayor parte por miedo a quebrar la gruesa superficie que resplandecía como un frío espejo. Mórgathi adivinó que, de no ser tantos, hubieran podido cruzarlo sin miedo a que rompiera bajo sus pies. Pero no era el momento para imprudencias, de modo que rodearon el lago buscando un paso por el que cruzar el río Élbor.

   Los orcos y los ogros eran los que más escándalo formaban durante la marcha, siendo especialmente molestos para Mórgathi, que intentaba controlar sus impulsos de mandar segar las vidas de aquellos seres repugnantes e impíos. Los krulls, por el contrario, eran mucho más silenciosos. Incluso la reina bruja se atrevería a decir que resultaba inquietante e incómodo que aquellas bestias fueran tan silentes. Sus varelden avanzaban tras los bárbaros norteños de Sártaron, que era el que marchaba a la cabeza de la formación junto con su hijo Mathrenduil y sus señores de la guerra, Zárrock y Arvílcar. Ella montaba el pegaso negro y optó por no seguir a la cabecera, permaneciendo junto a los elfos oscuros y escoltada por sus brujas. Del dragón de su hijo no había rastro, pero sabía que aquello sería así sólo hasta que él lo reclamara.

   Una vez cruzaron el Élbor, y siempre bajo el amparo de las Cumbres Infinitas, Mathrenduil se descolgó de la cabecera hasta situarse al lado de su madre. Las bestias con las que Sártaron había pactado lo miraban con desconfianza, montado en un esbelto caballo negro que el mismo Señor del Fin de los Días le había obsequiado. El rey de los elfos oscuros prefirió marchar a caballo junto con los demás líderes y dejar que su dragón vagase libre. La bestia se elevó sobre las nubes grises y desapareció, dando la sensación de acatar la decisión de su amo. Aún así, y pese a que no conseguían verlo, todos sentían la presencia del temible dragón negro, que les seguía el rastro de forma silenciosa como una sombra.

   - Según parece - dijo su hijo sin más preámbulos, - y si el señor de la guerra que Sártaron mandó ocuparse de Iyurin aún no ha conseguido doblegarlo, nuestro aliado arjón pretende asediarlo hasta que se rinda y acabar con su vida. No quiere dejar rastro del linaje de Haoyu, dejar a Onun sin un líder claro que pueda guiar a su pueblo.

   Mórgathi enarcó una ceja.

   - ¿Quién ha seguido el rastro del joven rey de Onun?

   - Un bárbaro borse llamado Órgalf y el arjón Lédesnald.

   - Lédesnald - la reina bruja se quedó un segundo pensativa. - Creo que Náwing me habló de él en alguna de sus misivas.

   Al mencionar a la bruja elfa, que ella misma había mandado asesinar para instigar a su hijo a clamar venganza contra los mortales que supuestamente le habían dado muerte, no pudo evitar dirigirle una mirada cautelosa. Mathrenduil ni siquiera pestañeó. Ella tampoco esperaba que lo hiciese.

   - Iyurin sigue vivo - sentenció su hijo con su voz neutra.

   - Sí, yo también lo presiento. ¿Sabes qué significa?

   Mathrenduil la miró de soslayo. Sus cicatrices parecían endurecer más su rostro bajo la mortecina luz que les regalaba el cielo encapotado. Sus ojos, en cambio, brillaban como dos llamas.

   - A Sártaron no le preocupa cómo matar a Iyurin, tan sólo quiere matarlo. Podrás disponer de su vida como te plazca.

   - ¿Estás seguro de eso, mi bien?

   - Completamente. Su intención no es comandar el asedio, ni siquiera avanzar hacia la Muralla de Dür Areth. Dejará a alguno de sus señores de la guerra al mando hasta que Iyurin y los suyos se rindan o mueran de hambre. Otra pequeña fracción será la encargada de marchar hacia la Muralla. Él y el grueso del ejército, incluidos nosotros, iremos hacia Ánquok.

   - Dudo de que encontremos a alguien en Ánquok. Es una pérdida absoluta de tiempo.

   Mathrenduil le dedicó media sonrisa a su madre mientras seguía mirando al frente.

   - No busca a alguien - dijo bajando la voz. - Más bien diría que busca algo.

   Mórgathi abrió los ojos desmesuradamente. Sintió una punzada de odio hacia el caudillo arjón. Realmente era más listo de lo que había supuesto.

   - Piedras de Ilethriel - la reina bruja apretó las mandíbulas hasta que rechinó sus dientes.

   - Exacto. Su conquista sobre la Tierra Antigua no tiene valor sin las Piedras de Ilethriel. Son objetos de sumo poder necesarios para alguien que pretende dominar el mundo conocido. Incluidos a nosotros.

   Mathrenduil estaba en lo cierto. La alianza con los bárbaros de Mezóberran sería sólida hasta que sometieran a los reinos libres, hasta que sembraran la tierra de miedo y sangre. Después de aquello comenzarían las traiciones y las conspiraciones. Mórgathi nunca confiaba en nadie, ni siquiera en los suyos, mucho menos en Sártaron. Era obvio que el poder de los varelden no se podía comparar con el de los insignificantes mortales, por muy numerosos que fueran y por más que contasen con krulls, orcos o cualquier otra aberración de la Tierra Antigua. Pero todo cambiaría si el caudillo arjón conseguía las Piedras de Ilethriel, entonces ni el poder inmemorial de su pueblo podría hacerle frente.

   - Continuemos con esta farsa - siseó Mórgathi, apartándose un mechón de pelo de su rostro, que mecía el viento. - Seguiremos a Sártaron allá donde quiera. Tanto si encuentra en Ánquok alguna de las piedras como si no, nosotros poseemos una. Quizá su búsqueda desesperada, intentando conseguir más de ellas antes que nosotros, nos allane el camino. Que haga lo que le plazca, hijo mío, pero que no mate a Iyurin. Haz lo que sea necesario para que eso no ocurra.

   - Me sorprende ver tu interés por el rey de Onun y tu calma con las Piedras de Ilethriel - Mathrenduil la miró con extrañeza. Ella se encogió de hombros.

   - Nunca conseguirá todas las piedras mientras esté una de ellas en nuestras manos, pero es necesario que fortalezca mi poder o podemos vernos en complicaciones. El astuto arjón se está empezando a dar cuenta, no quiero cederle más autoridad. Iyurin debe ser sometido bajo el ritual de la sangre. Su fuerza interior es grande, como el gran guerrero que es. No debe matarlo.

   - Así será - Mathrenduil no dijo ni una palabra más, tiró de las riendas de su caballo negro y aceleró el paso hasta alcanzar a la cabecera.

 

 

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   - Los varelden traman algo, mi señor - Zárrock se levantó el cuello de su capa de piel, protegiéndose del viento que no cesaba de soplar. - ¿Os habéis fijado cómo Mathrenduil cuchicheaba con su madre?

   Sártaron trotaba erguido y orgulloso sobre su caballo de guerra. Su pétreo rostro no apartaba la vista del frente, con los ojos clavados  en algún punto indeterminado del horizonte. A su diestra, como siempre, marchaba Zárrock y un poco más atrás Arvílcar. Los cabecillas de los orcos, krulls y ogros estaban dos filas más atrás.

   - Lo extraño sería que no lo hicieran - dijo el Señor del Fin de los Días con su voz profunda.

   - ¿Teméis una traición?

   - De momento el pacto es fuerte. Hasta que derrotemos a nuestros enemigos no debemos temer a los varelden.

   - ¿Pero - Zárrock convirtió su voz en un casi inaudible susurro - y la piedras?

   Sártaron giró la cabeza y miró a los ojos a su lugarteniente.

   - Todo llega a su momento.

   La sonrisa que esbozó fue fugaz, pero muy significativa. Zárrock prefirió no volver a mencionar el tema, estaba claro que su señor barajaba varios mazos de cartas a la vez.

   El paso de la marcha se hizo más cómodo y pudieron avanzar más deprisa. Las Cumbres Infinitas les hacían de trascacho y el viento cada vez parecía soplar con menos fuerza. Era de agradecer. Desde que partieron de Melle Mathere no habían recibido tregua de la adversa meteorología.

   Poco a poco el terreno comenzó a nivelarse, siendo más llano por momentos. Ya se extendían ante ellos grandes explanadas entre las montañas, y a través ellas, al fondo, se dejaba intuir la torre de vigilancia de la Mazmorra de Cristal y parte de sus muros. En estos, parecía reflejarse un resplandor rojizo, tembloroso, como si miles de pequeñas antorchas intentaran iluminar la fría piedra de aquel bastión. Sártaron entrecerró los ojos hasta convertirlos en dos rendijas. Zárrock lo miró discretamente. Algo iba mal, lo supo en el momento en el que su señor cambió el gesto y tensó los músculos del rostro hasta apretar con fuerza las mandíbulas. Sártaron levantó un brazo con el puño cerrado y toda la hueste que lo seguía detuvo la marcha. Escrutó la lejanía sin relajar el duro rostro tallado en piedra. Al momento llegó Mathrenduil, que se paró a su izquierda. El rey varelden, en cambio, continuaba con el semblante sereno que nada parecía alterar.

   - ¿Problemas? - Mathrenduil perforó con sus ojos ambarinos a Sártaron, que seguía con la mirada fija en la Mazmorra de Cristal.

   - Los problemas los van a tener otros - bajó el brazo y picó espuelas para que su enorme corcel se pusiera en marcha, apretando el paso.

   Al ver que el gran señor del norte se dirigía con decisión hacia la planicie donde se erigía la fortaleza ónunim, toda la hueste se puso en movimiento para seguirlo. Zárrock intentaba seguirle de cerca al igual que Arvílcar, que hizo sonar su cuerno reclamando la atención de sus hombres para que dispusieran las armas. Sártaron iba ganando velocidad paulatinamente.

   Por fin, la gran explanada donde se asentaba la Mazmorra de Cristal se abrió ante la llegada del ejército del norte, y Zárrock pudo observar qué era aquello que había provocado que su amo, siempre tan frío y cauto, hubiera espoleado su ánimo por llegar frente a sus muros. Una larga fila de borses y arjones tenían prestos sus arcos, frente a ellos había antorchas llameantes. Zárrock supuso que debían ser para prender fuego a las flechas, cuyo destino era la Mazmorra de Cristal. No pudo evitar sonreír y menear la cabeza ante la ineptitud de Órgalf y Lédesnald. ¿Acaso pretendían quebrar la roca con el fuego? Del borse se lo esperaba, pero del astuto y taimado Lédesnald…

   - ¡Atención! - la voz de Órgalf se distinguió en medio de la confusión de murmullos y exclamaciones ante la presencia de Sártaron.

   Lédesnald, que no se había percatado de la presencia del gran señor de Mezóberran, giró la cabeza visiblemente airado, pero aquel gesto le duró bien poco. Cuando vio a Sártaron, desmontando del caballo casi en marcha, se apresuró a salir en su encuentro y, cuando lo tuvo a unos escasos metros cerca, clavó rodilla en tierra y bajó la cabeza. Su dorada cabellera le ocultaba el rostro. Zárrock sabía que en ese momento el vanidoso señor de la guerra lo prefería.

   - Deja de arrastrarte por el suelo como un perro sarnoso y dime qué está pasando aquí - le espetó Sártaron a Lédesnald, con una mueca tirante en su cara de granito. El resto del ejército ya estaba llegando y presenciaba la escena entre confuso y cauteloso.

   - Mi señor - Lédesnald no podía ocultar el titubeo en sus palabras, - hemos conseguido derrotar a Haoyu - señaló la punta afilada de su estandarte, donde la cabeza del desafortunado rey de Onun parecía observar las fuerzas de Mezóberran mientras se pudría, las moscas revoloteaban a su alrededor.

   - Eso ya lo sé - Sártaron escupió aquella frase. - ¿Qué es lo que pretendes hacer ahora?

   Lédesnald vaciló un segundo antes de contestar. La presencia del Señor del Fin de los Días parecía cohibirle, más aún cuando se habían sumado a él Arvílcar, el rey varelden Mathrenduil (que lo miraba como quien mira a una insignificante cucaracha) y él mismo, Zárrock hijo de Kórnrak. No iba a ser fácil para Lédesnald afrontar lo que se le venía encima con todas aquellas personalidades pendientes de él. Tragó saliva antes de volver a hablar.

   - Mi señor, seguimos a Iyurin de Onun hasta este lugar, donde se ha escondido como una rata en un agujero. En este momento nos disponíamos a…

   - ¿A qué os disponíais, Lédesnald? - Sártaron tenía el puño crispado en el pomo de su mandoble. Lédesnald dio un paso atrás. - ¿A quemar la roca? ¿A reducir a cenizas un bastión de piedra?

   - Pero, mi señor…

   - ¡Silencio! Debería cortarte la cabeza yo mismo y colgarla al lado de la de Haoyu - esto último lo dijo en un susurro, acercándose mucho a la oreja de Lédesnald, que había cambiado su habitual postura vanidosa y altiva por el temor y la duda. - ¡Arvílcar, acércate! - el enorme arjón que era el señor de la guerra se acercó con paso lento. Tenía la cabeza completamente afeitada y la perilla y el mostacho trenzados. - Tomarás el mando del asedio a la Mazmorra de Cristal. Ya sabes qué tienes que hacer.

   - Levantar una empalizada para evitar una posible huida de los ónunim, asediarlos sin atacar a menos que salgan de detrás de esos muros y dejar el hambre, la sed y el agotamiento los diezmen hasta que depongan las armas o mueran - todo aquello lo dijo sin dejar de mirar a los ojos a Lédesnald. Zárrock era consciente de que aquello era un duro golpe en el ego del rubio arjón, y que en ese momento estaría deseando clavarle un puñal empapado en veneno en el corazón a Arvílcar.

   Mientras todo esto ocurría, Zárrock no había dejado de observar a Mathrenduil, que permanecía en silencio siendo testigo de aquella escena. No había esbozado ni una miserable sonrisa, incluso se atrevería a decir que ni siquiera pestañeaba. Simplemente estaba ahí, mirando muy atentamente a Lédesnald, como si quisiera descifrar los oscuros enigmas del corazón del señor de la guerra. Cuando Arvílcar terminó de decir aquello, se acercó un poco más hasta situarse frente a Sártaron. El Señor del Fin de los Días parecía ser el único que no se dejaba impresionar con la presencia del rey de los varelden.

   - Creo que deberíamos negociar con los ónunim - le dijo a Sártaron, manteniendo la mirada. Este enarcó una ceja, extrañado. Un leve atisbo de emoción en su rostro de piedra.

   - ¿Negociar?

   - Dejar que Iyurin muera de hambre no es una buena idea. Pensadlo bien, se convertiría en un mártir, en un ejemplo a seguir por todo su pueblo. La leyenda contaría cómo el rey Iyurin de Onun, hijo de Haoyu, prefirió morir poco a poco que entregarse a sus enemigos. Cómo resistió por una causa. No debemos convertir su figura en un hito en el camino que muchos otros ónunim podrían recorrer.

   Zárrock advirtió en la mirada dura de Sártaron indicios de duda. Las palabras de Mathrenduil eran acertadas.

   - Vuestro dragón podría lanzarse contra la Mazmorra de Cristal y reducirla a escombros.

   - Sería un final mucho más glorioso. El bravo Iyurin que se enfrentó al dragón negro de los elfos oscuros, dando la vida por su pueblo en el último bastión de Onun. No, es preferible que los ecos de la historia lo recuerden como un cobarde que arrojó la toalla ante el terrible poder de Sártaron, el Señor del Norte y del Fin de los Días.

   Mathrenduil tenía razón. Iyurin era el único hijo varón de Haoyu, su heredero. Tenían la opción de hacer de él un héroe o un miserable cobarde. Su padre había muerto plantando cara al enemigo, ya había dado ejemplo a su pueblo. Había que impedir que Iyurin hiciera lo propio, de esa forma podrían abrir una herida muy profunda en el ánimo de los ónunim. Sártaron parecía considerar la idea.

   - ¿Qué proponéis? - preguntó su señor.

   - Comenzad el asedio, que se den cuenta de que no tienen escapatoria posible. Dejad que pasen hambre, que la muerte se lleve a alguno de ellos, que sufran la agonía de ver caer a los suyos por una causa perdida. Entonces mandad un emisario que parlamente con Iyurin. Su vida a cambio de la de sus hombres. Que rinda la espada a vuestros pies y los suyos no sufrirán daño alguno - Mathrenduil le dedicó una gélida sonrisa que inquietaba de veras. - Sobra decir que no tenemos por qué cumplir nuestra parte del trato una vez Iyurin se haya entregado.

   Sártaron parecía verlo claro. Asintió con el gesto.

   - ¿Qué haremos con Iyurin cuando se entregue?

   Zárrock observó cómo Mathrenduil apartaba la mirada de Sártaron por primera vez desde que iniciaran la conversación. No logró adivinar hacia dónde miraba, pero estaba seguro que era hacia sus elfos oscuros.

   - Dejad que nosotros nos ocupemos de él.

   Estaba claro que peor final no podría sufrir el joven rey de Onun. Seguro que si supiera cuál iba a ser su destino, preferiría morir de hambre.

   - Sea así - sentenció Sártaron. - Arvílcar, serás el encargado de preparar el asedio y parlamentar con Iyurin y los suyos. Deja que pasen algunos días, que el desánimo haga mella en sus corazones. Zárrock, nos tomaremos un par de días de descanso, hasta que la empalizada esté acabada. Pon a trabajar a los orcos y ogros en ello. Cuando todo esté dispuesto continuaremos nuestra marcha hacia Ánquok, allí estableceremos nuestra base.

   - Sí, mi señor.

   - En cuanto a vosotros dos - Sártaron señaló con un dedo acusador y lleno de reproche a Lédesnald y Órgalf, que habían guardado silencio durante todo aquel rato, - debería destriparos o dejaros que los orcos os devorasen las entrañas mientras aún estáis vivos. Pero prefiero que marchéis junto con los krulls hacia la Muralla, que reconozcáis el terreno y acabéis con la posible resistencia, si la hay. Vuestros hombres se quedan conmigo. Y ahora, largaos antes de que cambie de opinión.

   Los dos señores de la guerra agacharon la cabeza a modo de reverencia y se alejaron como dos perros apaleados, sin decir absolutamente nada. Pese a la humillación sufrida, Zárrock conocía de sobra el orgullo de Lédesnald y, al pasar por su lado, le adivinó ese frío brillo en los ojos que no hacían presagiar una conducta sumisa, como si fuese un niño que acepta sin más la regañina de su progenitor. No, Lédesnald no era así. Algo se le pasaba por la cabeza, sin duda. Como también le pasaba a Mathrenduil, pese a su máscara impertérrita llena de cicatrices no desvelaba nada, Zárrock intuía que había algo más. Antes de retirarse y comenzar a transmitir las órdenes de su señor, dirigió una rápida mirada hacia los varelden. No supo muy bien si era producto de su imaginación, pero creyó observar un destello ambarino en los ojos de Mórgathi.