33
Habar.
El paso de los jinetes del desierto aminoró cuando la distancia entre su grupo y los elfos oscuros era lo suficientemente prudente como para pensar que estaban a salvo, pero antes habían cabalgado de forma frenética a través de la arena del Nakerah, la cual formaba nueves de polvo anaranjado creadas por los cascos de los caballos. No miraron ni un solo momento atrás, no se giraron para ver cómo les iba a los valientes que se habían quedado plantando cara a los varelden, ni siquiera escuchaban las interminables protestas de Gorin y Tóbur, aferrados a la espalda de sus jinetes, dejando claro que los enanos no estaban hechos para montar a caballo. Tras ellos, el huargo blanco corría a toda velocidad, con la lengua tan roja que parecía sangre colgando de un lado de sus fauces. Velthen aún se sentía mareado con todo lo que estaba pasando.
El viento del desierto ondulaba la arena, dotándola de un aspecto similar al del oleaje de un mar rojizo. El sol lucía alto y tremendamente enorme y abrasador en el horizonte, ocultándose con pereza y dejando delante del grupo un cielo que creaba un esquema cromático de añiles, violetas y naranjas que daban la bienvenida al atardecer en el Desierto de Nakerah. Fue entonces cuando pararon para montar el campamento.
Los habariis demostraron su disciplina y eficiencia, plantando unas rústicas pero útiles tiendas de campaña rápidamente, pequeños habitáculos redondos y llenos de remiendos y costuras, testigos de muchos usos e iguales aventuras. Uno de los jinetes, el que cargaba con Tóbur, abrió una de las alforjas que llevaba su caballo y sacó varias ramitas secas y algo de leña. No tardó en arder un reconfortante fuego al tiempo que la temperatura caía en picado a medida que el sol iba acostándose en el oeste. El habarii de la barbita daba órdenes y parecía planificar las guardias. El grupo de Velthen estaba un poco más separado de los hombres del desierto, en completo silencio, intercambiando miradas y observando a sus salvadores sin saber muy bien qué pensar. El de la perilla se les acercó en cuanto se percató de sus recelos.
- Por favor, acercaos - dijo haciendo un ademán cortés, señalando el campamento. - Compartid con nosotros el fuego y el lecho.
Su sonrisa era amplia, llena de cordialidad, dejando ver unos dientes blancos y bien alineados que destacaban en el rostro bronceado.
- Antes nos gustaría saber quiénes sois y cómo nos habéis encontrado - Ectherien dio un paso al frente, aunque no pretendía demostrar hostilidad ante aquellos que los habían salvado de una muerte segura.
El habarii ladeó la cabeza sin dejar de sonreír y asintió.
- Tienes razón, montaraz. Ahora sí es el momento de las explicaciones. Si me permitís, me presentaré. Soy Ubarín capitán de los exploradores y jinetes de Habar y de la guardia de la Ciudad roja.
- Muy honrados de conocerte, Ubarín - Ectherien inclinó la cabeza. - Y te damos las gracias por la ayuda prestada. Yo soy Ectherien hijo de Fórsell, capitán de los montaraces de Lagoscuro. Estos son Márdinel, Tóbur, Gorin, Íniel, Dálfvar el mago, Velthen y ella es Iyúnel hija de Haoyu, la princesa del reino de Onun.
Todos se sorprendieron al ver cómo Ubarín ignoraba a la verdadera personalidad del grupo, que era Iyúnel, para centrar su atención en Velthen y en el lobo, que permanecía sentado a su lado, inmóvil como un animal disecado. El joven muchacho se sintió incómodo ante aquella mirada indescifrable, obligándolo a apartar la suya de él. Fue en ese momento cuando el capitán de los jinetes del desierto pareció reaccionar de nuevo.
- Mi señora - dijo cortésmente, al tiempo que hacía una reverencia y cogía la mano de Iyúnel para besarla, lo que pilló de sorpresa a la princesa. - Soy vuestro humilde esclavo.
Velthen entrecerró los ojos y sintió una punzada en el pecho. Se sintió absurdo, teniendo celos por nada. Ella era una princesa, él era un aprendiz de herrero sin hogar y sin historia conocida. ¿Qué pretendían esas reacciones con él?
Iyúnel se ruborizó ante la galantería Ubarín, mas trató de conservar toda su nobleza para seguir ocupando el lugar que le correspondía.
- Os doy las gracias de nuevo, mi señor - la joven dibujó una dulce sonrisa en sus rosados labios. - En mi nombre y en el de mis compañeros.
Ubarín soltó la mano de la princesa y volvió a sonreír, antes de volverse para mirar a Dálfvar.
- Dálfvar el Sombrío, el Caminante de la Tierra y el Mar. Tu nombre no nos es ajeno.
El viejo mago asintió.
- Ha pasado largos años desde la última vez que visité la Ciudad Rubí de Habar. El príncipe Huradh fue un gran anfitrión.
- Fue un gran soberano. Nuestro pueblo lloró su muerte y su ausencia aún entristece nuestros corazones.
- ¿Cómo supisteis de nosotros? - preguntó Márdinel apresuradamente. El joven montaraz era el único que mostraba recelo hacia el habarii.
Ubarín le miró de soslayo y se encogió de hombros.
- Los ojos de la Princesa del Este están en todos los lados. Somos un pequeño pueblo en mitad del desierto, demasiado alejados de los reinos del oeste como para permitirnos ignorar aquello que sucede allende las montañas.
- ¿Y cómo averiguasteis que estábamos en el desierto? - Gorin enarcó una poblada ceja.
- Eso fue casualidad - Ubarín levantó las cejas y mostró su encantadora sonrisa. - Tan sólo sabíamos que la princesa estaba cautiva en el valle de Rumm y que los valientes montaraces de Lagoscuro corrían en su ayuda. Nosotros íbamos a hacer lo propio, pero se nos adelantaron. Tan sólo nos hemos cruzado en el camino.
- Feliz coincidencia, pues - dijo Tóbur.
- Me maravillo y me extraño a la par, al ver que sabéis muchas cosas de nosotros - admitió Ectherien, poniéndose dos dedos en los labios.
- Sabemos tanto - la voz de Ubarín tenía ahora un tinte misterioso, mientras volvía a posar la mirada en Velthen - que os sorprendería.
El capitán de los habariis se dio media vuelta y se sentó cerca de la fogata, extendiendo las manos y frotándoselas para entrar en calor. El primero en acercarse fue Dálfvar, y al momento lo siguieron todos. Velthen se dio cuenta de que Márdinel permanecía con el rostro ceñudo, muy tenso, y no apartaba la mirada de Ubarín. El joven se sintió un poco molesto por la actitud de su compañero, demasiado a la defensiva y en ocasiones hostil, y se preguntó a qué venía ahora eso. Los habían salvado y les ofrecían su ayuda. ¿Qué se les podía reprochar?
Todos se sentaron alrededor del fuego, los dos montaraces se situaron al lado de Dálfvar, que a su vez estaba junto a Ubarín. Los enanos los flanqueaban, por último estaban Íniel, Iyúnel y él. El huargo permanecía acurrucado, hecho un enorme ovillo blanco, al lado de Velthen.
- ¿Qué noticias conocéis del otro lado del Ered Durak? - indagó Dálfvar, girándose para tener a Ubarín cara a cara.
El habarii se atusó la trencilla de la perilla y compuso un gesto de incredulidad con el rostro.
- Supongo que yo podría haceros la misma pregunta.
- Pero no la harás, porque tú sabes más que nosotros, ¿cierto? - Dálfvar sonrió con ironía. - Los ojos de la Princesa del Este están por todos los lados.
Ubarín volvió a dibujar su sonrisa cordial. Hizo una pequeña pausa y se aclaró ligeramente la garganta.
- Sabemos que la guerra ha llegado a vuestras tierras - comenzó. - Que el ejército de los helados desiertos del norte avanza con paso lento pero firme hacia la conquista de los reinos libres - volvió a quedarse callado, acariciándose la barbita y con aire pensativo. - Aunque quizá debería decir mejor pueblos en lugar de reinos. Al fin y al cabo, Cáladai no lo gobierna un rey.
La ironía y la sátira Ubarín pillaron un poco por sorpresa a los compañeros, que le miraron sin saber bien qué decir.
- Pero eso no es lo importante, ¿verdad? - continuó, haciendo un gesto vago con la mano, dando a entender que restaba importancia a su comentario. - Los hechos son aquellos que hablan por sí solos.
- ¿Y qué dicen esos hechos, además de que Sártaron amenaza las tierras del sur? - preguntó Ectherien.
- Que nada los detendrá - los ojos oscuros de Ubarín brillaron como carbones incandescentes en la oscuridad. - En sus filas cuenta, no sólo con todos los clanes de bárbaros de Mezóberran, también le acompañan criaturas de naturaleza maldita y ponzoñosa, como son los ogros y orcos del valle, los salvajes krulls de los bosques del oeste. Incluso los elfos oscuros que os persiguen están a su lado. Un ejército así no tiene rival.
- Lo tendría si todos nos unimos - dijo Iyúnel con determinación. - Hombres, elfos y enanos. Todos juntos conseguiríamos plantar cara al mal que se propaga desde el norte.
- Valiente princesa de las tierras del invierno - Ubarín la miró con compasión, lo cual hizo que Iyúnel frunciera el ceño molesta. - Los pueblos libres de la Tierra Antigua luchan sólo por sí mismos. Vuestro pueblo, orgulloso y guerrero, no ve peligro alguno en lo que se le avecina, y piensa que volverá a rechazar cualquier incursión norteña sin la ayuda de los demás. Cáladai, protegido tras el gran muro, lucha consigo mismo para encontrar su propia identidad mientras que muchos tratan de rematar al agonizante cadáver en que se ha convertido para levantar un imperio mucho más codicioso. Páravon y sus caballeros se encuentran rodeados por bosques repletos de misterios y peligros, y por la tenebrosa e impía tierra de Olath, donde nadie se atreve a pisar. Los elfos permanecen en su isla, preocupados de sus hermanos de la oscuridad, y los enanos están demasiado ocupados en hurgar en la roca y cavar profundo en busca de una gloria que algunos creen pasada.
Tóbur gruñó ante aquel comentario referente a su pueblo.
- ¿Y qué hay de vosotros? - Gorin le lanzó esa pregunta como si de una piedra se tratase.
Ubarín hizo un amplio abanico con los brazos, señalando todo aquello que les rodeaba.
- Ningún norteño, por imprudente y loco que fuera, osaría adentrarse en el abrasador e inclemente desierto de Nakerah. Y si así fuese, no supondrían problemas para nosotros. Estamos demasiado alejados de los problemas como para preocuparnos.
- Te recuerdo que nos siguen varios elfos oscuros - Velthen se vio en la obligación de intervenir.
- Y yo he de recordarte, joven lobezno - Ubarín se inclinó tanto hacia Velthen que dio la sensación de que se iba a lanzar contra el fuego, - que a quien persiguen es a ti.
Reinó un silencio incómodo, únicamente roto por el trajinar de los habariis y del crepitar de la fogata.
- ¿He de entender que no intervendréis en caso de necesidad? - Iyúnel se sentía indignada. - ¿No podremos contar con vuestra ayuda?
- No tengo autoridad para decidir tal cosa, mi señora - Ubarín se encogió de hombros.
En ese momento, cuando la oscuridad ya ocupaba toda la extensión del desierto, se escuchó un fuerte galopar que provenía de las entrañas de la noche. Eran los jinetes que se habían quedado atrás, encargándose de los varelden que perseguían al grupo. Al verlos, Ubarín se levantó de un salto y se acercó con paso vivo hacia ellos. Velthen se giró y, mientras acariciaba al somnoliento lobo, se percató de que habían regresado menos de los que eran. El gesto conmocionado de Ubarín, tras tener una breve charla con uno de los jinetes, le dejó claro que habían caído ante los varelden. Esperaba que no fuera en vano.
- Algo me da mala espina - dijo Márdinel en un murmullo. Todos se volvieron y le miraron.
- ¿Mala espina? - preguntó incrédula Íniel, cuyo pelo rojizo parecía arder bajo la luz de la fogata. - Nos han salvado, al igual que vosotros hicisteis con nosotros. ¿Acaso deberíamos desconfiar?
Márdinel no dijo nada, se limitó a mirar a la ónunim y enarcar una ceja.
- Nos prestado auxilio, nos ofrecen su fuego, su comida y su hospitalidad - dijo Tóbur, mesándose la barba. - A mí me basta.
- Y a mí - añadió Gorin.
Márdinel meneó la cabeza y guardó silencio al ver que Ubarín se acercaba de nuevo al fuego, con el rostro circunspecto.
- ¿Dónde están el resto? - Velthen sabía que era una pregunta absurda, cuya respuesta era obvia, pero se vio en la obligación de hacerla.
- Hemos perdido vidas para sólo lograr que los varelden se retiraran - Ubarín tenía el rostro contraído por el dolor.
- ¿No han conseguido matar a ningún elfo oscuro? - Velthen estaba sorprendido. No esperaba que le trajeran sus cabezas, pero no matar a ninguno…
Ubarín negó con la cabeza.
- Son una raza maldita y bendecida a la vez. ¿Cómo se puede vencer a aquellos que son capaces de despertar a un dragón?
Velthen levantó las cejas y puso cara de no haber oído bien lo que decía el habarii. ¿Un dragón? Pensó, por un momento que estaría bromeando o que quizá se hubiera equivocado. Incluso se le pasó por la cabeza que Ubarín estuviera haciendo referencia a algún tiempo remotamente pasado, donde los elfos oscuros sometieran a esas bestias que formaban parte de las leyendas. Pero las caras de asombro y temor por parte de Dálfvar y Ectherien, sobre todo, le hizo pensar que el que se equivocaba era él. ¡Un dragón! ¡Por todas las estrellas que brillaban en aquel oscuro firmamento! ¿Era posible que el verdadero mundo en el que Velthen vivía hubiera sido el mismo que escuchaba de pequeño en boca de las viejas de Thondon? ¿El mismo que él siempre había creído que no existía?
- ¿Dragón? - la palabra salió de sus labios sin que él lo pudiese remediar. Le daba la sensación de ser el protagonista de una de las leyendas que tantas veces había oído en su aldea.
- ¿Qué quieres decir? - Dálfvar se puso rígido como una estaca y con la cara contraída. Por su tono de voz, estaba claro que el mago se tomaba muy en serio las palabras del capitán de los jinetes.
- ¿No lo sabíais? - Ubarín torció la boca, en una mueca llena de escepticismo. - Supuse que un mago peregrino como lo eres tú estaría al corriente.
Dálfvar atravesaba con su mirada los ojos de Ubarín.
- Es todo un prodigio, desde luego - continuó el habarii, - pero sabemos que los elfos oscuros cuentan entre sus filas con un dragón negro. Cómo, cuándo y dónde lo han conseguido despertar es un misterio.
- Los Cuernos de Dragón - murmuró el viejo mago, mirando las palpitantes llamitas del fuego.
- Se supone que esos objetos se perdieron hace miles de años - le dijo Ectherien, con el ceño fruncido. - Yo escuché incluso que todos se destruyeron y que los dragones habían entrado en un sueño milenario del que nadie los podría despertar.
- A menos que ese alguien posea un Cuerno de Dragón - puntualizó Dálfvar, mirándolo de soslayo.
- ¿Dragones? ¿Cuernos de Dragón? - Velthen estaba desorientado y no entendía nada.
- Los Cuernos de Dragón son unos artefactos arcanos cuya característica principal era el poder de despertar y dominar a un dragón - le dijo Iyúnel, acercándose algo más al joven. Aquello hizo que Velthen sintiera un hormigueo en la tripa.
- Nadie ha podido demostrar jamás que los cuernos existan o existieran - Márdinel no había cambiado su actitud desconfiada, inquiriendo con la mirada a Ubarín sin ningún tipo de pudor.
- Leyendas, algunos lo llamaban - dijo Gorin, pasándose una mano por su afeitada cabeza. - Pero los mitos y las leyendas son la evolución de la historia.
- Un dragón negro ha despertado y son los varelden quienes sujetan sus riendas - Ubarín elevó la voz, en un intento de acabar con aquella discusión que no venía a cuento. - ¿Qué más da la manera en que lo consiguieran?
La conversación se dio por concluida. El silencio que la siguió dejó claro que cada uno estaba demasiado ocupado sacando sus propias conclusiones sobre aquella revelación. Velthen, mientras comía unas gachas de avena que Ubarín había repartido entre ellos, se dedicó a observar los rostros de todos sus compañeros, buscando en ellos algo. No sabía bien qué, pero esperaba ver algo en ellos. Ectherien no apartaba la vista de su cuenco de madera, y comía con el rostro ceñudo. La expresión de los enanos era indescifrable, siempre tan rudos ocultos tras sus enmarañadas barbas. Íniel y la princesa Iyúnel intercambiaban miradas nerviosas y parecían buscar lo mismo que Velthen en los ojos de los demás. En un par de ocasiones, el joven se tropezó con la mirada de la princesa, haciendo que su corazón se disparara sin que él lo pudiera controlar. Márdinel, en cambio, no podía disimular sus reparos y su desconfianza hacia aquellos que los habían salvado de un final atroz, cosa que Velthen seguía sin comprender. Y el rostro de Dálfvar era la viva imagen de la preocupación y la angustia. El ajado rostro del mago parecía haber envejecido de golpe, dándole un aspecto frágil y hasta vulnerable, muy distinto al que solía tener siempre. Y eso preocupaba a Velthen, mucho más que cualquier otra cosa.
Ubarín, una vez hubieron acabado de cenar, les fue indicando las tiendas de campaña donde podrían dormir. Eran pequeñas, pero lo suficientemente espaciosas como para albergar a una pareja. Así pues, Ectherien dormiría con Márdinel, Iyúnel con Íniel, Gorin con Tóbur, y Velthen con Dálfvar. Aquella noche podrían dormir bien, pues los habariis se ocuparían de las guardias, de modo que uno a uno fueron retirándose para descansar y afrontar la siguiente etapa de su viaje. Cuando Velthen fue a meterse dentro de la tienda, miró hacia atrás esperando que Dálfvar le acompañara, pero el mago le hizo un gesto hosco con la mano, indicándole que no lo esperara. Encendió su pipa y se quedó sentado en silencio, mirando al infinito con sus pobladas cejas fruncidas.
El cansancio acumulado y el sueño no tardaron en vencer a Velthen, que se sintió extrañamente reconfortado dentro de aquella tienda y entre esos extraños.
Ahora volvía a vagar por aquel mundo de luz blanca cegadora, donde había estado ya en ocasiones anteriores. Y como en aquellas, buscó desesperadamente con la mirada a la bella dama que se le aparecía, la dama cuyo misterio no lograba resolver, cuyo enigma no conseguía descifrar. La angustia comenzó a aprisionarle el pecho, a hacer de aquel ambiente algo asfixiante y opresor. ¿Dónde estaba su dama? ¿Por qué no parecía? Intentó gritar algo, cualquier cosa que pudiera llamar la atención de quien pudiera oírle, pero de su garganta no salía nada por más que se esforzase, por más que se le hincharan las venas del cuello a causa de los esfuerzos. Sentía cómo se le inundaban los ojos por culpa de la impotencia, de la rabia de no hallar el consuelo y la paz que la presencia de aquella mujer le daba.
Y entonces la vio. Cuando ya daba todo por perdido y se resignaba a no verla jamás, allí estaba ella. Vestida de blanco inmaculado, con su dorada melena cayéndole en cascada más allá de los hombros, con aquel rostro de inimaginable belleza, cuyos ojos se posaban en los suyos, fijos, sin parpadear siquiera. Pero no hablaba, no decía nada en aquel idioma mágico y celestial que tanto le gustaba escuchar, una música imposible de comprender pero lo suficientemente bella como para atraparte.
Esta vez, la mujer callaba. Y aquello quebraba el alma de Velthen en mil pedazos. Se sentía desquebrajar por dentro, como si sufriera una herida emponzoñada que le sacaba la vida a jirones. La presencia de su dama no había hecho que la opresión de su pecho disminuyera, como en otras ocasiones. La paz que le generaba se tornaba en desconsuelo y zozobra. ¿Qué sucedía? ¿Qué iba mal?
Inesperadamente, de los ojos de la mujer brotaron lágrimas, pero no eran lágrimas brillantes como virutas de diamante. Era sangre, sangre carmesí que mancillaba su rostro, que manchaba su vestido inmaculado. Su aspecto ya no era el de una bella dama, ahora parecía más bien un espectro, una aparición demoníaca teñida de sangre. La paz que le transmitía ahora se tornaba en espanto, la atracción en rechazo. Poco a poco vio cómo su dorado cabello se descoloría y palidecía hasta quedar convertido en plata. Su piel se volvía macilenta, grisácea como las cenizas, y sus ojos ahora destacaban entre la sangre porque brillaban como piedras de ámbar en las cuencas hundidas. Aquella burla de la mujer que antaño se le aparecía en sueños, tomó aire como preparándose para gritar, tensó los músculos del cuello, y entonces…
Velthen se sobresaltó y se incorporó. Mientras intentaba controlar el frenético ritmo de su respiración, intentó concentrarse en dónde estaba. Aunque estaba oscuro, pudo distinguir el grueso tejido de la tienda de campaña habarii y, filtrándose por él, una tenue hebra de plata que parecía ser la luz de la luna. El joven se frotó con ambas manos la cara. Estaba sudando. De nuevo había vuelto a tener ese sueño, aunque esta vez la palabra pesadilla le hubiera ido mejor.
Se sintió un poco agobiado ahí dentro, y decidió salir un rato fuera a que le diera el aire de la noche y poder relajar y olvidarse de aquel mal rato. Fuera, el viento era fresco, bastante en realidad. Contrastaba con el aplastante calor que sufrían cuando el sol brillaba con fuerza, cuando se situaba justo encima de sus cabezas. Aquel frescor hizo que Velthen se sintiera un poco mejor.
Miró a los pies de su tienda de campaña, y se sorprendió al ver que el huargo blanco no estaba. Le extrañó mucho, pues la bestia no se había separado de ellos en ningún momento desde que se adentraran en el desierto. Realmente, allí había poco que cazar y eran los propios hombres los que se encargaban de alimentar al lobo. El calor hacía el resto. Quizá ahora que la temperatura era bastante más agradable hubiera decidido ir a husmear un poco por ahí.
Velthen se puso en pie y se estiró, se restregó los ojos con los puños y miró a su alrededor. Había algunos habariis montando guardia, cuidando a los caballos y demás. De la antigua fogata en la que hace unas horas estaban todos apiñados y conversando, tan sólo quedaban unas humeantes brasas. No había rastro de Ubarín ni de sus compañeros de viaje, por lo tanto quería decir que descansaban en sus tiendas, pero Dálfvar no estaba con él. Supuso que el viejo mago estaría dando un paseo, sumido en las cavilaciones con las que le había dejado antes de acostarse.
Tras echar un rápido vistazo a su alrededor, consiguió ver al huargo. Su blanco pelaje destacaba en la oscuridad de aquella noche, tumbado sobre sus patas al lado de Ectherien. El montaraz acariciaba el suave pelaje del enorme lobo con calma, recreándose en cada pasada de su mano. Tanto él como el lobo irradiaban paz y tranquilidad, parecían sumidos en una quietud imperturbable que se contagiaba con cada caricia sobre el animal. Era la primera vez que veía al lobo acercarse tanto a alguien que no fuera él. Se sorprendió.
- Vendrá con paso lento y con sus lobos detrás - una voz a su espalda le hizo sobresaltarse. Velthen se giró con rapidez y vio a Dálfvar, que se le acercaba apoyado en su vara y fumando su pipa, silencioso como luz de las estrellas.
- ¿Aún despierto?
El mago sonrió y se encogió de hombros.
- Supongo que los pensamientos que tengo durmieron lo suficiente cuando no reparé en ellos, y ahora no hay quien los acalle.
Velthen se sentó cerca de las brasas. Dálfvar hizo lo propio.
- ¿Y tú? - le inquirió su viejo amigo. - ¿Qué haces que no estás dormido?
- He tenido una pesadilla.
- Entiendo - Dálfvar dio una honda bocanada a su pipa, y soltó el humo muy despacio por la boca. - Los sueños no dejan de ser reflejo de nuestros verdaderos miedos y deseos, la verdadera naturaleza que escondemos. Soñar nos ayuda a conocernos mejor.
- Creo que nunca dejaré de descubrir cosas sobre mí mismo. De un tiempo a esta parte no dejo de sorprenderme.
- Eso es muy sabio, Velthen. El que cree haber visto, oído y vivido lo suficiente como para no sorprenderse de nada, lo que hace es cerrarse las puertas de todo lo que le queda por conocer.
Velthen señaló al huargo y a Ectherien con el dedo.
- Me sorprende eso, por cierto - dijo. - Nunca antes se había acercado tanto a alguien que no fuera yo.
- Los huargos son criaturas fantásticas, capaces de ser despiadados en manos de un trasgo o, por el contrario, ser sumisos, dóciles y leales como lo es el tuyo. No es de extrañar que los montaraces los respeten tanto como para representarlos en sus estandartes.
- Es cierto. Una de las cosas que más me llamó la atención cuando llegamos a Lagoscuro fue esa. Todo parece girar alrededor de la figura del huargo.
Dálfvar sonrió.
- Cada vez eres más perspicaz, joven amigo. Es cierto, el huargo está muy presente en la cultura de los Onai, los antiguos reyes de Cáladai, de los que descienden los montaraces, como ya sabes. Estos veneraban la figura de los grandes lobos, tanto hasta el punto de creer que cuando un Onai muere, regresa a este mundo reencarnado en huargo.
Velthen arqueó las cejas, sorprendido. Ahora lo veía todo más claro. Las miradas de sorpresa y respeto de las gentes de Lagoscuro al ver al huargo acompañándolo, los estandartes, el nombre que los reyes de Cáladai dieron a la Guardia del Huargo Blanco… El paralelismo era evidente, y ahora comprendía la razón.
- Por eso intervino Ectherien cuando los trasgos nos tenían acorralados al lobo y a mí - era un pensamiento, pero lo dijo en voz alta.
- No, no, no - Dálfvar negó enérgicamente con la cabeza. - Ectherien te salvó porque eres el hijo de Véldonui, al que él quería como un hermano. Por eso y porque un montaraz jamás dejaría que un inocente muriese a manos de un trasgo. Ninguno de nosotros conocía la existencia de este lobo, y no es a él al que deben lealtad. Te siguen a ti, Velthen, en su convencimiento de que los guiarás a la victoria, que arrojarás luz a la oscuridad que asola esta bella tierra. Incluso tu lobo te sirve, posiblemente mucho más incondicionalmente que todos los demás. Tenlo siempre presente.
Velthen tragó saliva. Era la primera vez que Dálfvar se dirigía a él en esos términos, y se sentía un poco sobrecogido. Nunca había sido líder en nada, no se sentía así, y de hecho no quería serlo. Por mucho que la sangre que corriese por sus venas fuera la misma que la de los montaraces, no dejaba de ser un chico criado en una aldea remota de Cáladai, educado en un ambiente humilde por un herrero y su mujer. No era un guerrero, ni un mago, ni un noble. Nunca había visto a un elfo, y era la primera vez en su vida que se alejaba tanto de lo que un día él llamaba hogar. Aquello le venía grande, incluso enorme.
- Dálfvar, yo no me siento el Elegido - sentenció, bajando la mirada. Cogió un pequeño palito y comenzó a trazar figuras dispares en la arena.
Velthen sentía la mirada del mago clavándose en él, pero estaba muy cansado como para mantenérsela.
- Mucho mejor que no te identifiques como tal - la voz de Dálfvar era más seria y rotunda de lo que Velthen había esperado. - Sería caer en el error de un pensamiento fatuo.
Y, tras decir esas palabras, se levantó, apoyándose en su nudosa y retorcida vara, y se adentró en las sombras de la noche.
Al día siguiente, después de que los habariis se afanaran en borrar todo el rastro que delatara presencia allí, el grupo se dispuso a afrontar su último tramo de la marcha hasta llegar a Habar. Le sol continuaba sin darles un respiro, pese a lo temprano de la hora, y de cuando en cuando soplaba un ligero viento tan caliente que parecía quemar los pulmones.
El huargo blanco marchaba al lado de Velthen, y por lo que pudo intuir el joven, el calor no le hacía mucha gracia. Seguía el paso del caballo con la lengua fuera, destacando entre las fauces. El espeso pelaje del lobo debía ser para él un martirio. Ectherien y Dálfvar, por su parte, marchaban al lado de Ubarín inmersos en una conversación que parecía ser bastante interesante, aunque Velthen estaba bastante retirado como para poder oírlos. Márdinel estaba a su lado, y no apartaba la mirada del capitán de los jinetes del desierto.
- Eres incapaz de disimular, por lo que veo - le dijo Velthen, con una media sonrisa en los labios. - Llevas con ese rostro desde que nos unimos a los habariis.
Márdinel frunció el ceño y continuó mirando con fijeza a Ubarín.
- No me fío, herrero.
- ¿Pero, por qué?
El joven capitán de los montaraces torció la boca y soltó un sordo gruñido.
- Eres el único que sigue desconfiando de ellos - continuó Velthen, mientras se secaba el sudor de la nuca. - Esta gente nos ha salvado de una muerte segura a manos de los elfos oscuros, no han dudado en sacrificar sus vidas por nosotros. Nos han ofrecido fuego, comida y descanso, y nos han proporcionado información.
- Exacto. Nos han dado demasiada información. Saben demasiado.
- Dijeron que tienen informadores repartidos por…
- Dijeron, dijeron, dijeron… - le interrumpió con sorna, girando la cabeza para mirar a Velthen. - También yo puedo decirte que he cabalgado a lomos de un hipogrifo más de mil millas, y no por eso ha de ser cierto.
Ambos jóvenes no se apartaban las miradas. Velthen frunció ligeramente el ceño ante aquella sospecha que Márdinel rumiaba sin cesar.
- Todo lo que saben es gracias a las informaciones de sus hombres - sentenció Velthen, meneando la cabeza.
Márdinel volvió a mirar al frente.
- O gracias a la información que le pase el enemigo.
- ¿El enemigo? Plantan cara a nuestros perseguidores, sacrifican las vidas de sus hombres por nosotros. ¿Acaso un enemigo actuaría así?
- Los enemigos obran no como tú crees o quieres, si no como a ellos les parece - y tras decir esto, picó espuelas sobre su montura y se adelantó hasta llegar un poco más atrás de donde se situaban Ectherien, Dálfvar y Ubarín.
Era desconcertante la actitud de Márdinel, por mucho que Velthen intentase comprenderle. Siempre hosco, siempre desconfiado e hiriente. Sacudió la cabeza e intentó olvidar aquella conversación con el joven capitán montaraz. Giró la cabeza y miró hacia abajo, para observar cómo seguía el paso el huargo, y vio por el rabillo del ojo que Iyúnel se le acercaba en solitario. Al verla, Velthen intentó permanecer lo más sereno posible, aunque cada vez le resultaba más difícil. La cercanía de la princesa de Onun le turbaba más y más, por momentos.
- Tu amigo y tú no llegáis a entenderos del todo, ¿cierto? - dijo ella, posando sus claros ojos sobre los de Velthen, como dos mariposas revoloteando sobre una flor.
Velthen se encogió de hombros.
- Márdinel es muy peculiar - repuso. - Ni siquiera creo que me considere un amigo.
Iyúnel ladeó la cabeza extrañada e hizo una mueca. Lejos de darle un aspecto poco atractivo, lo que hizo fue ensalzar su belleza.
- Yo creo que se preocupa por todos nosotros - dijo Iyúnel con voz suave. - Sus modales dejan mucho que desear, desde luego, pero su corazón es fuerte y leal como el de un gran guerrero.
- Supongo que ha sido educado para ello - Velthen sintió otra puñalada de celos. Se sintió ridículo.
- ¿Y para qué fuiste criado tú?
La pregunta de Iyúnel le pilló desprevenido. ¿Realmente una joven heredera e hija de reyes se interesaba por su vida?
- Mi vida es un poco… - hizo una pausa y soltó un profundo resoplido. - Ni siquiera yo mismo sé quién soy. A medida que pasan los días descubro cosas que me hacen creer que aquel que yo pensaba que era, en realidad era un desconocido.
- Eso es muy complicado de entender - rió la princesa. - Pero podrías decirme quién eras hasta que te convertiste en tu propio desconocido.
- Yo vivía en Thondon, una pequeña aldea de Cáladai. No sé si la conoceréis.
Iyúnel asintió, de repente muy seria y escrutando el rostro de Velthen, al punto de llegar a incomodarlo.
- Mi padre encargó una espada al reputado herrero de Thondon, para después regalármela.
A Velthen se le iluminó el rostro.
- Yo soy el hijo de ese herrero, mi señora - mostró su sonrisa más radiante. - Recuerdo haber ayudado a mi padre en ese encargo. Una espada increíble, aunque esté mal que yo lo diga. Un equilibrio perfecto y un acero excelente.
- No tienes de qué avergonzarte, la falsa modestia es exasperante. La espada era maravillosa. Recuerdo su tacto al empuñarla.
- ¿Al empuñarla? - Velthen se sorprendió. - ¿Vos aprendisteis a…?
- Las mujeres de Onun somos tan bravas como cualquiera de nuestros guerreros, Velthen - en su tono de voz había un pellizco de indignación, su orgullo había sido herido. - Lamento decepcionarte si pensabas encontrar en mí a una princesa débil en busca de su salvador.
- Os pido perdón si os he ofendido, mi señora - Velthen bajó la cabeza, ruborizado. - No ha sido mi intención.
Iyúnel dejó pasar unos segundos de silencio y esbozó una pícara media sonrisa.
- En realidad sí soy una princesa en busca de un salvador. Cuando me capturaron los ogros me dirigía a tu aldea.
- Mi aldea ha quedado reducida a escombros y ceniza. De ella no quedan ni los recuerdos.
- Lo lamento. ¿Hubo muchas víctimas?
- Más de las que quisiera creer. Mi padre y mi madre entre ellos.
- Eso es terrible - la joven compuso un gesto lleno de consternación.
- Sí, lo es. Y no sólo por perderlos, sino también por todo lo que ha venido detrás. Demasiados cabos sueltos y demasiados interrogantes sobre mí.
- No deberías dudar de ti, Velthen. Yo no lo hago.
Velthen se giró para mirarla, asombrado ante las palabras que acababa de pronunciar.
- ¿No dudáis de mí?
Iyúnel negó tajantemente con la cabeza.
- Si me dirigía a tu aldea era por ti. La leyenda del joven al que un gran huargo blanco sigue como si fuera su pálida sombra corre de hito en hito. Yo te busqué y tú me encontraste. El destino ha querido que todo esto pasase porque tus días aún están por llegar, Velthen El Que Camina Con Lobos.
Velthen no salía de su desconcierto.
- Creo que me sobrevaloráis, mi señora - dijo con un hilo de voz que delataba su turbación. - O quizás os equivoquéis de persona.
- No. Sé a quién buscaba y lo he encontrado - señaló al frente con un dedo tan fino y grácil, que costaba creer que supiera manejar una espada. - Mira al frente. Creo que hemos llegado a nuestro destino.
Velthen salió de la ensoñación a la que le había transportado Iyúnel y miró al frente, poniéndose la mano como visera para que el sol no le dañara los ojos. Y vio Habar. Sus muros eran imponentes, de arenisca roja, y destacaban entre las palmeras y el lago de agua cristalina que parecía brotar de las entrañas del desierto. Estos muros cercaban la ciudad, a la que se accedía por una puerta principal custodiada por dos torres de vigilancia octogonales. Por encima de los muros, destacaban cúpulas bulbosas tan rojas como estos, coronadas por pendones que ondeaban al son del cálido viento del Nakerah.
- Bienvenidos a Habar - dijo Ubarín elevando la voz. - La Ciudad Rubí
Poco a poco, se fueron acercando a la gran fortaleza que era aquella ciudad, perdida en mitad del desierto. Al verlos, los centinelas de las torres de vigilancia, hicieron sonar los cuernos, o al menos eso intuyó Velthen, pues aquel sonido agudo jamás lo había oído antes. Esperaron frente a la puerta principal, cuyo arco era en herradura adornado por dos pilares que parecían soportarlo, mientras se bajada el puente levadizo que salvaba un canal artificial de agua que venía de la laguna, y que rodeaba todo el perímetro de los muros de la ciudad.
Una vez dentro de Habar, el aroma a incienso, té, especias e hinojo empapó a los compañeros. Los enanos robaron una sonrisa a Velthen, pues cerraban los ojos y aspiraban con tanta fuerza que parecían roncar, adormecidos por aquella fragancia. Todos los edificios de la ciudad también estaban construidos con aquella arenisca rojiza, y algunos de ellos estaban adornados con pequeñas piedras preciosas de color turquesa, estos edificios tenían tres plantas de altura, y debían pertenecer a gente acaudalada de la cuidad. También había pequeños canales que se comunicaban entre sí y que dividían la villa en diversas calles que a su vez se comunicaban por pequeños puentes. Había tiendecitas dondequiera que uno mirase, pequeños puestos con tejados de tela roídos y ajados, sujetos por troncos de madera que le daban forma también al mostrador.
Era un lugar muy exótico, no sólo para Velthen, que no sabía dónde dirigir la mirada, sino también para sus amigos, cuyas caras llenas de asombro y admiración delataban. Y en lo alto de una pequeña colina estaba la joya que coronaba aquella ciudad: El Palacio Rojo. Un edificio rectangular que a su vez se dividía en tres naves, una principal en el centro y dos laterales. Su enorme cúpula también era acebollada, con un remate final a modo de ornamento en lo alto de la misma y del que ondeaba un hermoso pendón rojo, como una herida sangrante en el cielo azul del desierto. Los otros dos pabellones también tenían estas cúpulas, pero en menor tamaño y mucho más sencillas y discretas. El portón del palacio tenía la misma forma que el de los muros, y los de los lados tenían arcadas. Alrededor del palacio, había cuatro columnas en forma de cilindro que se alzaban delgadas y majestuosas, marcando los cuatro vértices del palacio.
- Sobrevivir a una masacre y conseguir escapar de los ogros de los montes Vigías bien ha merecido la pena tan sólo por ver esta maravilla - dijo Gorin, que miraba al palacio embelesado.
Rápidamente vinieron unos jóvenes, que debían pertenecer al servicio del palacio, para ocuparse de los caballos. Al ver al lobo blanco vacilaron, incluso dieron algún paso atrás, pero Ubarín, en una lengua extraña para todos les dijo algo y accedieron acercarse.
- Acompañadme, por favor - Ubarín les indicó con un cortés gesto de su mano que le siguieran. - Nuestra soberana estará muy complacida al veros. Joven Velthen, tráete a tu lobo también.
Velthen no dudó, siguió al capitán habarii como hacían los demás, y el huargo lo siguió.
El interior del palacio estaba muy ornamentado. Con paneles rojos que representaban mosaicos con formas geométricas imposibles, espirales, enrejados… Dos columnatas de pilares finos y cilíndricos los escoltaban a ambos lados hasta otra gran puerta, decorada con ese mismo tipo de ornamentación, pero de oro, que custodiaban dos hombres morenos y robustos, con el torso al descubierto, llenos de tatuajes, con barbita de chivo, igual que Ubarín, y el pelo recogido en una cola de caballo.
- Los Juramentados - les dijo Ubarín en voz baja, señalando a los custodios de las puertas. - La guardia personal de su Alteza Real la Princesa del Este.
Los guardianes, al ver a Ubarín, se cuadraron. Velthen observó cómo de sus cintos pendían enormes espadas anchas y curvas. Acto seguido, abrieron las puertas de la sala del trono.
- Se ve que nos esperaban - masculló casi de forma inaudible Márdinel.
Al entrar en la sala, su admiración continuó creciendo por momentos. Las paredes estaban decoradas con mosaicos que representaban motivos florales, engalanados con pequeñas piedras preciosas que hacían que la nave destellase. Había otras dos columnatas, cuyos capiteles se asemejaban a flores abiertas. Al fondo, y elevado unos centímetros del suelo, se alzaba un bello arco magistralmente labrado donde, en lugar de trono, había un enorme y confortable sofá donde reposaba una mujer. Estaba medio tumbada en él, y la escoltaban cuatro Juramentados. Al verlos, se incorporó un poco y esperó en completo silencio a que Ubarín hincase una rodilla.
- Su Alteza Real Yemáril hija de Huradh, Princesa del Este - anunció el habarii, arrodillado ante su soberana.
Todos se inclinaron ante la presencia de la soberana de Habar. A Velthen le sorprendió lo joven que era, quizá unos años mayor que él. Yemáril era muy bella, de expresivos ojos oscuros, cabello castaño y ondulado. Tenía la piel bronceada, y su rostro era de rasgos finos donde destacaban sus labios carnosos, su nariz afilada y sus pómulos. Vestía ropas de fina seda, de colores crema, mostrando el ombligo del que pendía un cimbreante zarcillo. También lucía unos volátiles pantalones bombachos. La joven princesa, obvió con la mirada a todos los presentes y se centró en el huargo de Velthen, cuyos ojos amarillos se mantenían fijos en los de Yemáril.
- Así que es cierto… - susurró la princesa de Habar, con un suave acento extranjero. - El Lobo Blanco se ha revelado.
Nadie dijo nada. Se cruzaron discretas miradas difíciles de descifrar, pues cada uno debía tener su propia opinión de aquello. Sólo Ubarín se incorporó y se giró para observar al huargo también, sentado sobre sus patas traseras.
- Y supongo que estos que te acompañan son el grupo del que tanto hemos oído hablar - continuó Yemáril, ya centrando su atención en el grupo de Velthen.
- Así es, mi señora - asintió Ubarín. - Creo que recordaréis al mago Dálfvar.
- Era muy joven cuando nos honrabais con vuestra presencia, pero os recuerdo.
- Mi señora - Dálfvar inclinó la cabeza.
- También tengo el honor de presentaros a Ectherien y Márdinel, capitanes de los montaraces de Lagoscuro.
- Mi padre me habló de los Onai, y vuestros nombres creo haberlos escuchado alguna vez.
- Nos honráis con tales palabras, mi señora - dijo Ectherien. Márdinel, en cambio, se mantuvo en completo silencio, mirando fijamente a la princesa.
- Los enanos son Gorin y Tóbur - continuó Ubarín. - La dama del cabello color fuego es Íniel y el joven apuesto de ojos claros es Velthen, al que podríamos llamar el amo del lobo.
- Interesante - Yemáril entornó los ojos y escrutó el rostro de Velthen. - Acércate, por favor.
Velthen vaciló unos instantes, sintió cómo las miradas de todos sus compañeros se posaban en él. Incluso el hecho de no haber presentado a Iyúnel, la princesa del reino de Onun, y centrarse en él, le parecía una descortesía por parte de su anfitriona. Pero estaba ante la soberana de aquel lugar tan exótico, no podía permitirse el lujo de discutirlo. Se acercó al sofá donde reposaba Yemáril, al tiempo que la princesa hacía un gesto a sus guardas para que le dejasen.
El joven se paró a un par de metros de Yemáril, siendo prudente, pero la Princesa del Este le hizo un gesto con el dedo, indicándole que se aproximara más. Velthen lo hizo, hasta situarse a menos de medio metro de ella. Yemáril, con la gracia de una bailarina, se incorporó del sofá y se acercó más al joven, que empezó a sentir cómo se le aceleraba el pulso. Ella, sin decir palabra, comenzó a andar muy despacio alrededor suyo, parecía como si le estuviese examinando. Velthen sabía que Yemáril estaba justo detrás suyo, pero no se dio la vuelta, no quería pecar de impertinente ante la gran dama de Habar. De pronto, sintió el roce de su barbilla, el cosquilleo del contacto de su pelo en el cuello. A Velthen se le erizó el vello.
- ¿Eres tú el que camina con el lobo blanco? - el calor de su aliento se estrelló contra su oreja. - ¿Ese huargo te pertenece?
Velthen sabía que en ese momento tenía los nervios a flor de piel, que cualquier gesto en falso, cualquier muestra de duda, podría significar el éxito o el fracaso de aquel viaje. Sus compañeros confiaban en él, y no podía quedar como un crío inexperto e inmaduro. Tragó saliva.
- Yo camino con el lobo blanco, y él camina conmigo - dijo con seguridad, tanta que incluso se sorprendió. - Por eso no soy su amo. Es tan libre como el propio viento.
Escuchó los pasos de Yemáril hasta que ella volvió a ponerse delante de él. Sus oscuros ojos parecían buscar algo en el fondo de los suyos. Velthen mantuvo la mirada.
- Buena y sabia respuesta - dijo Yemáril, sonriendo levemente. - Puedes volver con tus compañeros.
Al girarse, el joven hizo el amago de soltar un profundo suspiro, pero se lo ahorró. Había conseguido impresionar a la soberana, era mejor no estropear el momento.
- Mi señora - continuó Ubarín, una vez que Velthen volvió al lado del huargo, - la última en presentaros es la princesa Iyúnel hija de Haoyu de Onun.
- Mi señora - Velthen la miró de reojo al escuchar su voz. A diferencia del resto, ella no inclinó la cabeza. Supuso que su condición no le obligaba a guardar pleitesía a una simple princesa, como era Yemáril. Iyúnel, al fin y al cabo, era hija de reyes, no de príncipes.
- Vuestra presencia es un regalo para mi casa y mi pueblo, mi señora Iyúnel - Yemáril hablaba cortésmente. - Ver que habéis sobrevivido a vuestro cautiverio me llena el corazón de júbilo.
- Sois muy amable, mi señora Yemáril.
- Desgraciadamente - el tono de la Princesa del Este se tornó más apesadumbrado, - me temo que he de empañar esta alegría con nuevas que me gustaría daros en privado.
Iyúnel frunció el ceño. Reinó de nuevo el silencio, la tensión creció por momentos. Velthen no pudo evitar girar la cabeza y mirar a la bella princesa de Onun, rígida y con el mentón apretado.
- No tengo secretos para con mis compañeros - dijo con firmeza. - Lo que tengáis que decirme, podéis hacerlo sin reservas ahora.
Yemáril se puso dos dedos en los labios y miró distraídamente la cúpula roja que se alzaba sobre ellos, como si se lo estuviese pensando.
- No creo que sea la mejor forma de decíroslo, pero si así lo queréis… - la soberana habarii volvió a mirar a Iyúnel. - Nuestros observadores, los que son mis ojos más allá de las grandes montañas donde moran los enanos, nos han informado de la caída de las defensas de Onun. Defensas que vuestro padre capitaneaba.
Los ojos de Iyúnel se enrojecieron, el labio inferior comenzó a temblarle, pero se mantuvo firme, casi imperturbable.
- ¿Cayeron todos? - la voz de Iyúnel pendía de un hilo. Íniel alargó su mano y la apretó con fuerza de la muñeca.
Yemáril, bajó la mirada, consternada, y asintió.
- Lamento ser portadora de tan terribles nuevas - dijo. - Vuestro padre y todos sus hombres han muerto.
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Aquella noche descansaron muy bien. La Princesa del Este y sus súbditos los agasajaron con su hospitalidad, con sus atenciones, y ellos, tras todos los avatares sufridos, dejaron que así fuese. Yemáril organizó un gran festín en su honor del que dieron buena cuenta, en especial Tóbur y Gorin que disfrutaron de la comida y la bebida entre chanzas y risas. Luego, les asignaron habitaciones amplias con vistas al desierto, con camas de mullidos colchones y cojines donde uno, al tumbarse, creía estar flotando entre nubes.
Una vez a solas con el huargo en sus aposentos, los pensamientos de Velthen volaron hasta Iyúnel. La noticia de la muerte de su padre había sido un mazazo para la joven princesa de Onun, aunque intentase aparentar la fortaleza que se le presuponía. Íniel tuvo que sujetarla, pues casi le vencen las rodillas y cae al suelo, pero supo sobreponerse. Las lágrimas fueron imposibles de contener, las miradas de compasión y lamento de sus compañeros imposibles de evitar, mas la Princesa del Invierno se tragó su congoja, su gran dolor y sufrimiento interior, y no se dejó llevar por la pena. Velthen la admiraba por ello. Él fue incapaz de hacerlo cuando perdió a sus padres y su hogar.
Durmió tan profundamente que tan sólo le despertó el sonido de unos nudillos tocando su puerta. Cuando abrió, se sorprendió al ver que le traían un copioso desayuno compuesto de pan blanco, mantequilla y un gran surtido de frutas. Así mismo, también le traían carne al lobo, que no tardó en devorarla mientras movía alegremente el rabo. Antes de retirarse, el sirviente que le llevó la bandeja con comida le dijo que se les esperaba en la sala del trono un par de horas más tarde, de modo que Velthen pudo disfrutar de su desayuno tranquilamente y después asearse un poco. Se sorprendió al verse reflejado en un espejo. ¿Cuándo fue la última vez que lo hizo? Ya ni siquiera lo recordaba, y parecía que aquel muchacho que tenía delante suya era un completo desconocido. Le había crecido una barba rubia que le dotaba de un aspecto mucho más mayor del que realmente tenía. Incluso su mirada, antes inocente y jovial, había cambiado. Quizá fue fruto del cansancio acumulado, quizá fuese del peso de los duros golpes llevados. No sabría decirlo a ciencia cierta, simplemente había cambiado. Sujetó la afilada navaja para afeitarse, pero en el último momento decidió tan sólo arreglársela un poco y que no pareciera tan descuidada. El nuevo Velthen había enterrado al antiguo.
Una vez saciado y aseado, Velthen se dirigió a la sala del trono, donde Yemáril les esperaba. De camino se encontró con los dos enanos, que le saludaron con la mano.
- Buenos días - saludó el muchacho cuando estuvo a su altura. - ¿Habéis descansado bien?
- Aunque las camas era un poco grandes para mi gusto - respondió Tóbur con una amplia sonrisa, - debo reconocer que no hay comparación con las celdas ogras.
- ¿Sabéis qué tal se encuentra la princesa Iyúnel?
Gorin negó con la cabeza.
- No creo que pueda decir que ha descansado mejor que nosotros - dijo el enano Rocasangre. - Los muertos se honran de día y se lloran de noche.
La frase de Gorin era una verdad tan grande como la propia Ciudad Rubí, y bien podría aplicarse a Iyúnel. No derramaría más lágrimas, no dejaría que el dolor la azotase en público. Sería la gran dama de Onun a ojos de todos. Cuando esos ojos no estuvieran posados en ella todo cambiaría, como era lógico.
En la sala del trono esperaban Ectherien, Márdinel y Dálfvar, cuyo rostro parecía estar surcado por muchas más arrugas que habitualmente, con gesto meditabundo mientras se apoyaba con ambas manos en su vara. También estaban Ubarín y los Juramentados.
- Espero que hayáis pasado una buena noche y que hayáis tenido un descanso placentero - les saludó el capitán habarii con su habitual sonrisa.
Velthen miró a su alrededor. Iyúnel y su fiel acompañante Íniel no estaban, como tampoco estaba Yemáril.
- ¿Dónde están sus majestades? - Tóbur se le adelantó con la pregunta.
- Hemos mandado avisar a la princesa Iyúnel, como a todos los demás - respondió Ubarín, sin dejar de perder la sonrisa. - Nuestra soberana no tardará en llegar.
Velthen se acercó un poco más a Ectherien y a Márdinel, Dálfvar también estaba cerca pero demasiado ensimismado como para importunarle.
- ¿Por qué nos habrán citado aquí tan pronto? - le susurró disimuladamente Velthen a Ectherien.
- Supongo que para terminar de informarnos - respondió. - La muerte del rey Haoyu no debe ser lo único destacable que merezca ser sabido, supongo. Querrán que estemos al corriente de todo lo que está sucediendo.
- ¿Sólo eso? - se extrañó el joven. - Eso podrían habérnoslo dicho ayer en la cena.
- La princesa Iyúnel no se hallaba en la cena, Velthen. No era el momento.
- Aún así, no entiendo la urgencia de esta reunión.
- Es muy simple, herrero - intervino Márdinel, que envió una sonrisa extremadamente exagerada a Ubarín, que no hacía más que mirarlos. - Nos van a invitar cortésmente a abandonar esta ciudad.
- ¿Cómo dices?
- Piensa un poco. Han intervenido en un conflicto que no les beneficia en absoluto, al enfrentarse a los elfos oscuros. Estos nos persiguen y tarde o temprano sus pasos les traerán hasta aquí. Una ciudad muy segura, desde luego… Pero no lo suficiente para un varelden. Quieren que nos larguemos de aquí antes de que lleguen y liquiden a su gente como venganza.
- ¿Tú también piensas así, Ectherien?
El capitán montaraz frunció el ceño.
- Es su pueblo, y no es su guerra.
En ese momento, llegó Iyúnel acompañada por la fiel Íniel. A ambas mujeres les habían proporcionado ropas limpias y nuevas, prendas cómodas y sencillas de viaje pero mucho más decentes que los harapos con los que habían viajado. Los enanos, dada su estatura y su corpulencia, no tuvieron la misma suerte.
A Velthen no le pasó desapercibido que la actitud firme y sólida de la princesa, propia de su alcurnia, no era más una fachada. Sus párpados estaban hinchados y enrojecidos, la nariz estaba irritada. No podía engañar a nadie, se había pasado toda la noche llorando. Todas las miradas que permanecían en ella estaban cargadas de consternación y condolencia. A Velthen le dolió mucho verla así, no obstante prefirió no decirle nada. Él sabía que en estos casos las mejores palabras que alguien puede dedicarte son las que calla, y que el silencio lo expresaba todo.
Ubarín, en cambio, no debió pensar lo mismo y se acercó con paso decidido hasta Iyúnel, se puso de rodillas, le tomó las manos y se las besó. Aquello pilló desprevenida a la princesa, que enarcó una ceja.
- Mi dulce y gentil señora - el tono del habarii estaba cargado de conmiseración, - nos aflige enormemente vuestro dolor y vuestra perdida. No nos gusta veros en un estado…
- ¿Dónde está la princesa Yemáril? - Iyúnel le interrumpió con brusquedad y con la voz ronca.
- Estoy aquí - la voz y la silueta de la soberana de Habar se filtró tras unas finas cortinas de color azul que habían tras el diván que hacía las veces de trono. Yemáril apareció tras ellas y los observó a todos con calma, con gesto sereno y apacible. - No falta nadie. Podemos comenzar nuestra pequeña asamblea.
- Sí - Iyúnel permanecía seria e imperturbable, una máscara demasiado sólida para su frágil aspecto. - De este modo nos podréis explicar el por qué de esta urgencia.
Yemáril rodeó el enorme sofá sin dejar de mirar a los ojos a la princesa de Onun, y se dejó caer perezosamente sobre este.
- Lamento que hayan importunado mis prisas - dijo, - mas el mal que se propaga desde el Desierto Helado no descansa, y cada hora que corre es una hora pérdida.
- Y una hora menos para evitar que los elfos oscuros fijen su objetivo en vuestra ciudad, ¿no es cierto? - intervino Márdinel, sorprendiendo a todos con un tono desafiante. - No olvidemos que somos su objetivo y que vos tratáis de ocultarnos de sus ojos. También debéis saber que nada escapa a los ojos de un varelden.
Yemáril lanzó una dura mirada al joven capitán de los montaraces, pero le dedicó una irónica sonrisa que a Velthen le llenó de desconcierto.
- Como ya os dije - comenzó a decir, ignorando responder a Márdinel, - la guerra está más avanzada de lo que parece. Nuestros informadores nos indican que el gran ejército del norte ya ha penetrado en Onun, y si no han encontrado contratiempos a estas horas estarán dirigiéndose hacia la Muralla.
- ¿Sabéis algo de mi hermano? - preguntó Iyúnel tensa.
Yemáril negó con la cabeza.
- Nuestros ojos no ven más allá de la Muralla, mi señora Iyúnel. La muerte de vuestro padre ha sido una noticia difícil de ocultar, pese a la frontera que tenéis con Cáladai, por eso sabíamos de ella.
- ¿Y qué hay de mi pueblo? Conmigo marchaban cientos de ónunim antes de separarnos y caer presas de los ogros.
- No sabemos nada al respecto, y eso es buena señal, no os apuréis. De haber muerto o caído la noticia se habría extendido y nos habría llegado a nuestros oídos.
- Supongo que de nuestras tierras no sabréis nada, mi señora - intervino Gorin, enarcando una poblada ceja anaranjada.
Yemáril le sonrió.
- ¿Eso es bueno o malo, amigo enano?
- Bueno, desde luego.
- Los reinos más allá de las montañas de los enanos se hallan sumidos en un caos difícil de controlar. La historia del joven que camina con el Lobo Blanco corre de boca en boca, ya nadie a estas alturas debe ignorar quién es y qué representa.
Velthen sintió un cosquilleo en la yema de los dedos, se sintió nervioso ante aquella clara referencia que hacían de él.
- ¿Y qué represento, mi señora? - decidió preguntar.
Yemáril puso cara de sorpresa, se mordió el dedo índice ligeramente.
- Si no lo sabes tú, comprenderás que yo tampoco lo debería de saber.
A aquella frase le siguió un silencio acompañado de miradas todas dirigidas a Velthen y al huargo, que miraba distraído a su alrededor ignorando la expectación que causaba.
- ¿Qué nos recomendáis hacer, mi señora? - Dálfvar decidió romper ese silencio tan incómodo.
- Como ya os he dicho, vuestro joven acompañante y su lobo son un reclamo para amigos y enemigos a partes iguales. No podéis fiaros de nadie, pues poco a poco irán surgiendo situaciones en los que se pondrá a prueba la lealtad de aquellos que os un día caminaron a vuestro lado. Por eso yo evitaría marchar a Cáladai por las montañas. Tenéis un tramo de desierto sin dunas donde poder esconderos de vuestros perseguidores, y no sabéis qué puede esperaros en el Ered Durak.
- Los enanos no dudaríamos en prestar nuestra ayuda y nuestras hachas - gruñó ofendido Tóbur.
- No debemos desconfiar de tu pueblo, Tóbur de los Yunque ternos - le dijo Dálfvar, mirándolo de soslayo, - pero no sabemos a qué posibles males se estén enfrentando en este momento. No podemos arriesgarnos a cruzar las minas enanas
Tóbur y Gorin intercambiaron miradas de desaprobación, pero no dijeron nada.
- Así pues - continuó Yemáril, - vuestra mejor opción es marchar hacia Eren, la tierra de los mercenarios del río Ban, y desde allí conseguir un barco con el que viajar hasta Cáladai. Podréis bordear las costas del mar del Naciente hasta llegar al nacimiento del río Úrnor y acceder al bosque de Árnor sin exponeros demasiado. Sé que es un viaje largo, que daréis un gran rodeo, pero es vuestra mejor opción.
- Su Alteza Real os proporcionará el dinero para conseguir la información - añadió Ubarín, - y yo os serviré de guía hasta llegar a Eren-Ban.
- ¿Viajará con nosotros alguna escolta? - preguntó Íniel.
- No podemos prescindir de ningún hombre - respondió Yemáril. - Como bien ha dicho el joven capitán Márdinel, los varelden que os persiguen pronto darán con el rastro que los llevará hasta aquí, y mucho me temo que tendremos que plantarles cara. Conseguiremos ganar tiempo para vosotros en caso de que se nos escapen, aunque confío en poder acabar con ellos.
Todos los compañeros se miraron. Lo que Yemáril proponía era la mejor opción, y lo sabían. Había llegado el momento de continuar con el camino.
- En tal caso, no nos demoremos más - sentenció Iyúnel.