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El exilio de los atelden.
El mar estaba en calma. Resultaba irónico ver cómo las aguas se mecían mansamente sin que nada pudiera importunarlas, cuando el destino de la Tierra Antigua era incierto. Las aguas oscuras que separaban las costas de Asuyon y Páravon arrastraban de forma lenta y silenciosa la embarcación atelden, como el que lleva un remedio que no sirve para nada a una tierra enferma de gravedad.
Élennen miraba atrás, desde la popa, hacia su hogar. Un hogar del que ahora debía huir para quizá nunca regresar. Y es que las temibles tropas de Mathrenduil, del maldito rey elfo oscuro, avanzaban de manera inexorable hacia Válindel, la capital de Asuyon, y las defensas no garantizaban una victoria sobre sus enemigos. Por eso tuvieron que huir. Con el rey Thil Ganir embarcado en la aventura de los Cuernos de Dragón y sus mejores hombres fuera, ni siquiera Célestor podría asegurar que resistieran mucho tiempo frente a los varelden. Y ningún alto elfo en su sano juicio expondría a su Reina Imperecedera a caer en las garras de sus parientes oscuros. Era preferible abandonar Asuyon.
Quizá aquello era lo que más le dolía a Élennen. No era esa sensación extraña de frío que se le había instalado desde que ayudaran a Elebrian a volver a la vida, y que parecía avisarla de que su vida inmortal se iba apagando. No, lo que realmente nublaba el corazón y el ánimo de la reina era ver cómo las bellas costas de su hogar se iban alejando paulatinamente. ¿Qué le depararía a Asuyon sin sus soberanos? Daba vértigo pensar en ello.
Célestor, el Paladín Real, fue el que se hizo cargo del timón, mientras que Celdan y Elebrian pasaban mucho tiempo juntos. El valido de los videntes parecía instruir al ciego guerrero elfo que, desde que notó que la fuerza volvía a su cuerpo, no dejaba de practicar con la espada. Pero el peor compañero de viaje era el silencio, pesaroso y melancólico que amenazaba una y otra vez con quebrar las esperanzas de los tripulantes del barco.
Cuando el rumbo parecía ya encauzado, Célestor bajó del castillo de popa y se dirigió hacia donde estaba ella, con ese aire marcial y noble suyo. Aunque su rostro no conseguía disimular del todo sus preocupaciones. Élennen le miró hasta que estuvo a su lado.
- Si el tiempo y la mar siguen respetándonos, divisaremos las costas de Páravon más rápido de lo previsto - anunció Célestor, posando sus ojos en el horizonte.
Élennen asintió y volvió a mirar hacia las costas de Asuyon. Ya apenas se distinguían.
- Has hecho lo correcto, Élennen - dijo el paladín, advirtiendo la tristeza en los ojos de su reina. - Podrás servir mejor a tu pueblo estando viva y libre que siendo la prisionera de Mathrenduil.
Élennen suspiró profundamente y miró a Célestor. Era tan bello que a veces no podía soportarlo.
- Supongo que tienes razón - dijo la reina elfa. - Pero no puedo evitar que me resulte duro alejarme de mi tierra y mi hogar. Jamás había salido de Asuyon, Célestor. Es como si un pedazo de mí se quedase más allá de sus acantilados.
- No temas por Asuyon. Éldor defenderá bien nuestro hogar.
- Ojalá pudiera yo hacer lo mismo - volvió su cara hacia donde hacía un momento se veían sus costas. Ahora sólo estaba el mar.
- Permaneciendo con vida ya ayudas a los nuestros - apuntó Célestor, apoyándose en la barandilla.
Élennen se volvió para mirarlo de nuevo. Resultaba reconfortante tenerlo al lado en esos duros momentos.
- Pero no sé cuánto tiempo estaré viva.
Sus palabras sonaron como campanas tocando un réquiem. Y es que, como Celdan había dicho, el sacrificio que Élennen había hecho por recuperar a Elebrian tenía un coste extremadamente alto. Y a medida que se alejaban de Asuyon, la reina notaba cómo sus fuerzas iban menguando, de forma muy lenta y sutil, pero implacable.
- No digas eso - la reprendió Célestor, cogiéndola por los hombros. - Ni siquiera lo pienses. Nos alzaremos ante las adversidades y regresaremos victoriosos. Que en tu corazón no quepa la desesperanza.
- Sólo espero que todo no haya sido en vano.
El paladín la miró con cierta melancolía que iba más allá de la tristeza que rezumaban de las palabras de Élennen. Era el dolor que se siente al ver sufrir al ser amado.
- No debiste hacerlo - sentenció Célestor, haciendo referencia al sacrificio hecho para salvar a Elebrian.
Élennen meneó la cabeza, haciendo que su dorado pelo se meciera al compás del viento.
- Fue el destino el que lo dispuso - afirmó con convicción. - Elebrian no ha dicho aún su última palabra. Míralo, Célestor. Observa cómo entrena y cómo empuña la espada. Su ceguera no condiciona su voluntad.
Y ella tenía razón. El capitán del los Primeros Espadas no sólo parecía recuperado, daba la sensación que el haber perdido la visión le había despertado ciertas artes dormidas que hacían que se moviera de forma fluida, limpia. No era un pobre invidente, de eso no cabía duda.
- Si me pides que conserve la esperanza - añadió la reina atelden, - yo te pido que tú conserves la confianza.
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La oscuridad ahora era su mundo. Puede que fuera un castigo desmesurado, una cruel y macabra recompensa ante todos aquellos largos años sirviendo a los reyes atelden y a los videntes de Nión. Elebrian el Osado, Elebrian el Implacable. Ahora sería conocido como Elebrian el Invidente.
Desde que partieron de Asuyon, notaba cómo recuperaba las fuerzas y el vigor de manera espectacular, casi mágica. No tardó en querer volver a empuñar una espada, pero le aterraba la idea de no poder hacerlo nunca más. Celdan le dijo que verdadero impedido es el que se ponía limitaciones a sí mismo.
Había perdido la visión, era cierto, pero ahora era más consciente de todo cuanto le rodeaba. No tardó en darse cuenta mientras practicaba sus movimientos con el arma que parecía ser una prolongación de su brazo y, por tanto, de su voluntad.
- Deja la mente en blanco y simplemente siente - le repetía Celdan, que se había convertido en algo parecido a un maestro de armas. - Siente cómo te acaricia el viento y cómo te susurra al oído dónde está. Escucha los pasos sobre la tierra, el olor que destila la madera de la cubierta. Distingue y aprende los diferentes matices de cuanto te rodea. Del árbol, con su susurro de hojas y ramas al viento, con su aroma fresco a verdor. El mar con su toque salado, su humedad que penetra en los huesos. Siente el miedo, el odio y el rencor de tus enemigos, su respiración agitada, el sonido de sus ropas, el corte del filo de su espada en el aire, huele su sudor áspero y penetrante.
Las palabras que el vidente le repetía parecían abrirle un camino que Elebrian nunca hubiera creído posible explorar. Sus ojos estaban ciegos, pero todo lo demás emitía señales mucho más profundas que las que le proporcionaba la visión, que tantas veces podía engañar. Ahora un todo, un conjunto de elementos fácilmente identificables, pero muy complejos de explicar, parecía ayudarle, otorgarle cierta ventaja que los demás no tendrían ni podrían controlar. Elebrian había vuelto a nacer y ahora era mucho más sabio y poderoso.
- Tenías razón, Celdan - le dijo al vidente, mientras continuaba con sus ejercicios en la cubierta. - No hay límites, sólo confianza. Siento cómo lo que me rodea fluye en mi interior y a mi alrededor.
- Perfecto, Elebrian - asintió complacido. - Ahora, demuéstralo.
El valido de los videntes hizo un gesto con la mano a Célestor, que estaba al lado de la reina, indicándole que fuese para allá. El paladín frunció el ceño extrañado, pero se acercó.
- Desenvaina tu espada, paladín, y ataca a Elebrian - la voz de Celdan no hacía suponer que fuese una broma.
Célestor le dirigió una mirada llena de extrañeza, dudando sobre el propósito de aquella petición.
- ¿Me estas diciendo que debo blandir mi espada contra un…? -
- ¿… Ciego? - concluyó Elebrian rápidamente. - No dejes que tus ojos te digan lo que ves, y escucha lo que te susurra el instinto.
Célestor volvió la mirada hacia el invidente elfo que ocultaba sus ojos tras una venda que ataba a modo de cinta. Desenvainó.
Desde ese mismo instante, una nueva dimensión tomó forma para Elebrian. Escuchó el sonido silbante del acero al salir de la vaina, cómo esta cortaba el aire a su izquierda, desvelando la posición que Célestor había adoptado al empuñarla. El crujir de la madera de la cubierta bajo el movimiento de sus pies. La cota de malla, que tintineaba como miles de pequeñas campanillas, y que delataban cuán lejos o cerca estaba de él. Incluso el olor de su piel, su respiración que mantenía justo en el momento de asestar el primer golpe. ¡Lo tenía!
Célestor no quiso darle al primer mandoble toda su fuerza, pues temía herir a Elebrian. Pero se sorprendió la rapidez con la que se zafó del primer envite. El paladín sonrió y cogió la espada con ambas manos, preparado para soltar otro golpe. Ahora la fuerza y la rapidez fueron mayores al primero, y Elebrian volvió a esquivar el golpe con elegancia, con movimientos veloces y fluidos. Ni siquiera movió su espada para contrarrestar el golpe, simplemente lo evitaba.
Célestor fue ganando velocidad y potencia. Ambos contendientes danzaban entre acometidas y pasos esquivos. Era glorioso ver a aquellos dos campeones batiéndose en duelo, algo digno de los poemas más antiguos que recitaban los bardos de toda la Tierra Antigua.
- No muestras piedad conmigo, Célestor - le instigaba Elebrian, entre quite y quite. - Arremete contra mí con toda tu furia. ¡Hazlo!
El paladín no se lo pensó dos veces. Sujetando la espada con ambas manos, la elevó por encima de su cabeza, trazando una media luna y descargó todo el peso de su cuerpo sobre ese golpe.
Fue entonces cuando Elebrian hizo un movimiento con su espada, a la par que arqueaba su espalda y se echaba para atrás. Su espada golpeó de forma seca contra la de Célestor, que sólo alcanzó a cortar el aire, doblando las muñecas del paladín y cayendo el arma a la cubierta de la embarcación. Todos se intercambiaron miradas de asombro, sin saber bien qué decir.
Elebrian se irguió, ajeno a aquella escena que se representaba bajo su oscuridad. Acarició la forma plana de su espada con la palma de la mano, sintiendo el acero de la que sería su compañera, la encargada de protegerlo ante cualquier peligro o desafío. Ahora comprendió que las únicas limitaciones son las que se impone uno mismo.
Celdan se acercó, con el semblante iluminado por una sonrisa de satisfacción y le puso la mano en el hombro.
- Ahora es cuando realmente ves.